dimarts, 30 d’abril del 2013

Las relaciones peligrosas y el juego del gallina.


España como país lucha por su supervivencia en mitad de una crisis económica sin precedentes, devastadora y que está siendo, además, crisis política y moral. El gobierno lleva luchando contra ella dieciséis meses con políticas que los hechos contradicen tozudamente (paro, PIB, etc) y para las que no se ofrece razón alguna salvo la que pueda contener la fe. Rajoy afirma impertérrito en una reunión de empresarios que "Estamos en el umbral de invertir nuestra situación y las bases para conseguirlo son cada vez más sólidas". Sin ningún dato, ninguna prueba objetiva, contra toda evidencia, algo que hay que creer como el dogma, bajo su palabra de honor, que tiene un valor similar al de las acciones de Bankia.

Del otro lado del debate, en la oposición, se afirma que las tales políticas son un desastre, contrarias al sentido común, nos tienen en la ruina, son contraproducentes y erróneas, si no delictivas. Una estafa, en el fondo. Es una acusación fuerte. Pero tiene su fundamento. Todos los días se ofrecen ejemplos de comparaciones absolutamente odiosas. Ponen en la calle a cien trabajadores, otro se suicida por un desahucio y un tercero, ingeniero industrial, emigra a Helsinki a fregar platos porque aquí ni eso le dejan. Al propio tiempo, un feliz mortal, condenado por los tribunales, indultado por el gobierno, se marcha a la jubilación con ochenta y ocho millones de euros en la faltriquera. Estas cosas hacen hervir la sangre o no hay sangre.

Por eso se dice que la crisis económica es ya política y moral. Se están tocando consensos básicos de la sociedad. Una de las formas de salir de este marasmo es disponer de un gobierno que, dando ejemplo de lo que predica, tenga la autoridad necesaria para acompasar las medidas de austeridad con el saneamiento del sistema político y las pautas morales sobre las que se asienta. Pero no es el caso del actual cuyo presidente está bajo fortísima sospecha de haber tolerado como alto cargo del Partido y luego como presidente prácticas supuestamente corruptas e, incluso, haberse beneficiado personalmente de ellas.

En este momento los dos problemas más graves en España, además de la crisis, ciertamente, son la corrupción y el conflicto con el nacionalismo catalán. Y frente a ninguno de los dos está ni muchísimo menos el gobierno a la altura de las circunstancias. Ni el gobierno ni su partido pueden luchar eficazmente contra la corrupción y, en cuanto a la cuestión catalana (que otros consideran más como una cuestión española) la evidente intensificación del conflicto muestra que es más necesario que nunca encontrar un ámbito de diálogo en que puedan explorarse soluciones y acuerdos de modo civilizado, sin enfrentamientos; tender puentes, en definitiva, cosa a la que el gobierno ni su partido son proclives.

Luchar contra la corrupción en democracia significa separar la responsabilidad política de la penal y ejercitar la primera al comenzar las actuaciones para la segunda, no cuando haya decisión final. Este gobierno, con varios miembros indiciariamente implicados en trapisondas ilegales de sobresueldos no puede encabezar lucha alguna contra la corrupción. Esta lucha presupone asimismo la colaboración leal con la justicia de todas las instituciones, incluidas la investigadas. No se puede obstruir la acción de la justicia. No puede ser que el juez haya de expulsar de la causa al PP porque, habiéndose personado como acusación de Bárcenas, estaba tratando de exculparlo, es decir, estaba defendiéndolo. Estas prácticas contrarias al Estado de derecho deben terminar. Los partidos no pueden jugar al fraude de ley.

En cuanto a la cuestión del nacionalismo catalán no se negará que se exacerba por momentos con ambas partes encastilladas -al menos en apariencia- en posiciones de principios que es en donde suelen emplazarse las baterías. El nacionalismo español rechaza de plano el derecho de autodeterminación. Rubalcaba lo considera un ente de ficción, como el unicornio o la fuente de la vida. "No existe", concluye. El nacionalismo catalán no solo lo reputa existente sino muy sano, arrollador, victorioso en cualquier justa que se le riña y está dispuesto a probarlo poniéndolo en práctica, al modo en que diz que Diógenes de Sínope "demostrara" el movimiento a Zenón de Elea. Es decir, con los pies sobre la tierra, un choque en algún tiempo futuro a corto/medio plazo, en magnífica versión del juego del gallina en la variante de choque frontal. ¿El plazo? Un año, por ejemplo. ¿Es eso lo que queremos?

Solo se me ocurren dos formas de evitar esa desagradable situación de choque y ambas son malas. Por la primera, el Estado "soborna" al nacionalismo moderado o burgués otorgándole un privilegio fiscal similar a los de los Territorios Históricos. Por la segunda, impugna ante los tribunales todas las declaraciones parlamentarias, decisiones gubernativas, actos administrativos de toda autoridad o institución catalanas que, a su juicio, sean ilegales y/o inconstitucionales. Una guerra institucional. El primero es malo porque no garantiza la estabilidad. Conseguido el concierto económico, el nacionalismo "moderado" volverá por más y reabrirá el conflicto. Siendo su horizonte la independencia, le interesa mantenerlo abierto. El segundo es malo porque ninguna sociedad puede sobrevivir con un conflicto institucional permanente. Son formas malas porque no resuelven el problema sino que lo aplazan.

¿Y no va siendo hora de dejar de aplazar la solución de este problema, de dejar de legárselo a las generaciones futuras como nosotros lo hemos heredado de las anteriores? En democracia las decisiones se adoptan por mayoría pero, a veces, es necesario contar. ¿Por qué no se va a preguntar a los españoles si reconocen el derecho de autodeterminación? A ver qué nos dicen los números y cómo se concentran territorialmente. Obviamente si alguien dice que esa pregunta no puede ni plantearse, la cosa se pone cruda, por decirlo a lo llano. Pero no parece esa una posición enteramente razonable. Más valdría cuantificar los apoyos en forma de unas elecciones a una Convención con carácter constituyente en donde los españoles decidieran una planta territorial para España, sin excluir ninguna posibilidad.

De caer esa breva, Palinuro solicitaría que la Convención también planteara la sempiterna cuestión Monarquía/República. Y todo esto sin necesidad de dar gritos por las esquinas. El requisito es que el gobierno tenga la gentileza de dimitir, disolver las Cortes y convocar elecciones anticipadas. Veamos si somos capaces de elegir un parlamento del que salga un gobierno con la fuerza y la autoridad para acometer estas tareas, para abrir un proceso materialmente constituyente en el que participemos todos los pueblos de España. Y escribo España porque soy nacionalista español, ya lo he dicho. Quienes no lo sean pueden leer Estado español con la misma libertad y cordialidad con que yo leeré España en donde ellos escriban Estado español. 

(La imagen es una foto de La Moncloa en el dominio público).