Los recientes casos de suicidios de personas desahuciadas o carentes de medios de vida son especialmente dramáticos. Apuntan a un estado general de ánimo mezcla de desesperación e ira. En esta situación, carente de perspectiva de mejora, cabe esperar cualquier cosa. Las movilizaciones de la primavera árabe comenzaron con un joven tunecino prendiéndose fuego en público. Aquí llevamos dos en dos días. Señalarlo no es sentimentalismo. Tampoco demagogia. Es decir la verdad. La política es cosa de palabras, de conceptos más o menos etéreos, confusos, ambiguos. Pero sus consecuencias concretas para la vida de la gente son terribles. Son la raya entre la vida y la muerte. Porque esto va en serio.
En el reino de las palabras, de los conceptos, se habla de una situación de emergencia pero parece como si las desgracias acaecieran en otro planeta. Así se manejan tranquilamente, como moneda corriente, datos, cifras escalofriantes. El paro puede llegar a los seis millones. Menos de la mitad de los parados recibe algún tipo de prestación. Más de dos millones de familias, con todos sus miembros en paro. Entre uno y dos millones de personas, por debajo del umbral de la pobreza. Más de la mitad de los jóvenes está desempleada y el resto son precarios. Todos los indicadores, en negativo.
Es una catástrofe cuya magnitud se aprecia justamente cuando se ve cómo afecta a la gente del común en su vida cotidiana. No en las estadísticas o informes sino en el trajín del día a día. Son los derechos de los niños pisoteados. Es la esperanza de futuro de la juventud robada. Es la frustración de las parejas desahuciadas. La autoestima de los parados, ultrajada. La dignidad de los dependientes, humillada. La expectativas de las mujeres, burladas. La confianza de los viejos, defraudada. La esperanza de vida, mermada. Y, en último término, el horizonte del suicidio. Son los casos concretos de millones de vidas: los jóvenes que no pueden emanciparse; los inmigrantes mal vistos por doquier y desamparados por los poderes públicos; los autónomos obligados a darse de baja; los pequeños empresarios, a cerrar sus negocios; las maltratadas, maltratadas igualmente por los poderes que debieran protegerlas. Es la infinidad de casos de la vida cotidiana, convertida en un fardo cuyo peso acrecienta la colusión entre el poder y la riqueza en un sistema político minado por la corrupción. Algo de lo que los gobernantes ni se percatan. Pero no ya solamente gente como Cospedal que hace pública ostentación de fe en una religión cuyo fundador condenaba todo lo que ella hace y dice. Ese es uno de los casos más escandalosos, pero sucede con todos los políticos. Para ellos, las gentes no somos personas. Somos votos.
En el caso de la derecha esa indiferencia suele darse por descontada. La gente hace su vida en el mercado. Allí van a parar los salarios, el paro, los contratos, los desahucios, las hipotecas, los créditos, las rentas, los planes, todo. Y el Estado no debe meter sus narices en el mercado salvo para garantizar que reciban su merecido quienes, creyéndose perjudicados, protesten algo más de la cuenta.
En la izquierda el asunto aparece más confuso. La parte mayoritaria de ella, la socialdemocracia, da la impresión de haberse tragado más de la mitad del discurso de la derecha y, para el resto, quiere articular propuestas teóricas que tampoco tienen en gran cuenta las vicisitudes reales de la gente. La parte minoritaria presenta mayor tendencia a conectar con esas vicisitudes. Pero está muy ocupada en anatematizar a su fraternal enemiga y en consolidar un proyecto unitario en torno a una identidad de izquierda que no acaba de cuajar. Y no acaba de hacerlo porque su práctica parlamentaria, institucional, le impone unos límites obvios en el discurso con lo que este resulta confuso.
En esa confusión de la divisoria tradicional de la política en izquierda y derecha resurgen los discursos prepolíticos, con resonancias prefascistas, el de no somos de izquierdas ni de derechas del nuevo populismo. Igual reza con los nacionalismos (todos, el español también), otro territorio pretendidamente exento de la divisoria porque el supremo interés de la Patria así lo exige.
Los políticos, a su vez, son lo que son sus líderes. Dan de sí lo que sus líderes dan. Rajoy y Rubalcaba comparten la puntuación más baja en la confianza de sus conciudadanos. Probablemente esto les dé un sentido de fraternidad. Pero es un hecho: al cabo de un año la gente no cree que ninguno de los dos tenga capacidad para desempeñar sus tareas, el uno en el gobierno y el otro en la oposición. Ya fueron el otro gobierno y el uno oposición en la legislatura anterior y tampoco lo hicieron de cine. Pero, claro está, ninguno de los dos quiere moverse. Esas son cosas que se deciden cada cuatro años. Entre tanto, ancha es Castilla.
Lo característico de esta situación, lo más revelador, es la creciente capacidad de autoorganización de la gente al margen de las instituciones y de quienes las administran que tampoco se ocupan de ella. Viene facilitada por las redes sociales y tiene una sorprendente capacidad de movilización. La resistencia del personal sanitario a la política de privatizaciones no está movida por los partidos. Las redes se autoorganizan, buscan la manera de frustrar los atropellos del poder de forma concreta y práctica. Ahora reconocen las autoridades que cobraron 2,3 millones de euros de más a los jubilados a cuenta del infame repago impuesto por la ministra analfabeta. Por eso está bien que haya ya un protocolo para quienes no quieran pagar el nuevo atraco del euro por receta decretado por el valet de Eurovegas.
¿Hasta dónde puede llevarnos esta reacción social espontánea? No lo sabemos. No conviene hacerse ilusiones. Pero tampoco minusvalorar la capacidad de respuesta de la gente.
(La 1ª imagen es una foto de La Moncloa en el dominio público. La 2ª es una foto de www_ukberri_net, bajo licencia Creative Commons).