El museo Reina Sofía expone obra de María Blanchard, una pintora española poco conocida para el gran público y, desde luego, para Palinuro que es parte de él. Apenas había visto alguna de sus obras, las más conocidas, La comulgante, alguna maternidad, el niño del canotier y diversa obra cubista. Hasta pensaba erróneamente que, habiéndose afrancesado, firmaba Marie Blanchard, cuando jamás apeó el María.
Así que la exposición es un gran hallazgo, está muy bien hecha, en orden cronológico, con lo que se obtiene una idea bastante clara de la evolución de la artista a lo largo de su no muy prolongada vida.
Blanchard nació con una deformidad que la marcó toda su existencia y fue causa de que esta fuera turbulenta y agitada, así como bastante nómada. Es interesante comprobar, sin embargo, que esos percances, a veces crueles o que la inducían a tomar decisiones drásticas como la de profesar religiosa, profesión que no llegó a realizar precisamente por consejos de un cura, no se reflejan en absoluto en su obra. Es como si Blanchard se desdoblara en dos desconocidas entre sí: la Blanchard inmersa en una vida cotidiana de sinsabores, hnumillaciones, dificultades económicas, etc y la Blanchard poseída del puro amor al arte, del afán de representar la belleza, que siempre había anhelado, como negación de su deformidad. No hay en sus obras referencia directa a su persona como sucede en gran parte de la de una pintora contemporánea suya que igualmente sufrió una vida de martirio físico: Frida Kahlo. Hay, sin embargo, en la exposición un curioso vínculo con Kahlo en un retrato de Diego Rivera. Blanchard llegó a convivir con Rivera y una pareja de este una larga temporada en París. Así que cuando, más tarde, de regreso a México, Rivera se uniera a Kahlo ya tenía cierta experiencia de convivir con alguien que arrastra una penosa tara física que incide en su carácter.
En el carácter, sin duda, pero en la obra artística no tanto. Mucho en el caso de Kahlo, prácticamente nada en el de Blanchard. Pasado el periodo del academicismo y el realismo de sus comienzos, entra de lleno en el cubismo a través de Rivera y de Gris y realiza una amplia obra dentro de los cánones de esa vanguardia. Sigue muy de cerca las composiciones de Gris, aunque su paleta es distinta, más personal, más cálida. Y también más apagada.
Pasada la primera guerra, la tercera etapa de Blanchard es un retorno al figurativismo. Ya no hay tanto bodegón y predominan los retratos, algunos muy celebrados que aparecen en la exposición como el hombre con canotier y el niño con canotier o dos maternidades de opulentas formas, que recuerdan a Renoir y en algunos casos, a Léger. En todo caso sigue siendo una temática intimista, niños, madres, escenas hogareñas, apenas hay paisajes y menos escenas urbanas, públicas, lo cual condiciona mucho el juicio de su obra pues lo reduce. Bien es cierto que no por tendencia de la propia autora sino como consecuencia de sus problemas puesto que el mero hecho de desplazarse le costaba mucho trabajo. Se dice que en esta tercera etapa ya se hace visible la experiencia personal de la artista, pero la verdad es que las figuras que crea, las mujeres, trasmiten una impresión de clásica serenidad. Quizá quepa decir, por eso mismo; pero quizá también sea mucho decir.
A pesar de todo, Blanchard participó activamente en la vida artística parisina de los años veinte, fue muy conocida, expuso con los grandes, tenía un mercado relativamente seguro en Bélgica. Pero luego su nombre y su obra no suelen aparecer en las historias ni en las retrospectivas. Lo cual puede ser injusto. Hay que reconocer, no obstante que, aunque se trata de una obra de calidad y calidez, que transmite sentimiento y es muy correcta, le falta originalidad. Todos los cuadros recuerdan algún otro; a veces lejanamente pero lo suficiente para reducir el alcance de la obra.
Es un gran acierto del Reina Sofía esta exposición en la que, por cierto, hay fondos suyos, porque ayuda a comprender una notable pintora sobre la que Palinuro al menos tenía ideas muy erróneas.