Gran exposición de Chagall en el Thyssen/Fundación Caja. Una síntesis cronológica de toda su obra en su larguísima trayectoria y en casi todas sus variantes, pintura, grafismo, cerámica, escultura. Faltan, claro, los vitrales y los frescos como los de la Ópera de París. Una ocasión única para ver abundante obra de un artista muy representativo del siglo XX pero al que no suele exponerse por su carácter único, inclasificable, ajeno a escuelas y grupos y con una visión del mundo que parece de otro mundo.
Hay dos elementos determinantes en la obra de Chagall, uno más visible que otro: su judaísmo y el hecho de haber sido discípulo en un momento decisivo de su vida de otro judío, Leon Bakst. El judaísmo de Chagall es patente en toda su obra, formal y materialmente. Desde el principio al final hay judíos, rabinos, ritos y objetos litúrgicos mosaicos en toda ella y transmite una concepción mística, intimista, panteística, del mundo, conforme a la enseñanza jasidista que recibió de sus padres y mantuvo toda su vida aunque no fuera practicante y llegara a formular una visión sincrética (todo en Chagall es sincrético) entre el cristianismo y el mosaísmo, como prueban sus numerosos crucifijos. La influencia de Bakst también es determinante. Más de lo que se admite. Bakst, otro artista bielorruso mayor que él, era un notable pintor de decorados teatrales y esa influencia floreció en el extraordinario manejo del color de Chagall, en su maestría en el uso del guache y la acuarela y, sobre todo, un sus ilustraciones de grandes obras literarias de la humanidad, como la Biblia, el Quijote, etc. Es en este genio en el que se fijó Ambrose Vollard, el gran marchante y editor que le encomendó ilustrar el Antiguo Testamento.
Chagall era, sobre todo, un gran ilustrador y eso se nota en su pintura. Desde luego, esta no es fácil y a veces desconcierta porque mezcla dos mundos (otro sincretismo) muy distintos: de un lado el suyo natural, el de su infancia en Bielorrusia (hoy Belarús), el pueblo, las casas modestas, el campo, los animales domésticos casi sacralizados (Dios está en todas partes para un jasidista) en una visión naïf, folklórica, legendaria y un punto onírica; de otro, el suyo aprendido, el de las vanguardias artísticas más avanzadas, el del París al que emigró muy pronto y a dónde siempre volvió, el modernismo, el expresionismo, el cubismo, el fauvismo. La maravilla permanente de su obra es eso: vanguardia con motivos tradicionales, eternos.
Chagall pasó por el siglo como uno de esos ángeles o personas voladoras que pinta; pero el siglo, el terrible siglo XX, no parece haber pasado por él. La primera guerra mundial lo cogió en Rusia y, luego, la revolución bolchevique, a cuyo régimen, como casi todos los vanguardistas, se sumó en un principio, llegando a ser algo así como comisario de arte de Bielorrusia o de su pueblo. En 1922, al no llevarse bien con los comunistas, volvió a París. Los nazis en los años treinta confiscaron toda su obra en Alemania porque entraba en la categoría de arte degenerado. ¡Y tanto! ¡Arte de temática judía hecha por un artista judío! Algo inimaginable. Como en parte también lo era para los judíos que, como se sabe, no ven con buenos ojos las artes plásticas. La segunda guerra mundial lo pilló in albis y solo se salvó de la quema (nunca mejor dicho) en el último momento, emigrando a los Estados Unidos. Después volvió a su amada Francia (cuya nacionalidad adquirió) y allí se quedó hasta su muerte, si bien fue un hombre muy viajado. Llegó a residir tiempo en Jerusalén, pero no se nacionalizó israelí. Sin embargo ese largo periplo no se refleja en su obra en la que no hay símbolos ni motivos políticos de ningún tipo. O quizá sí, depende de cómo se interprete. Prácticamente no hay referencia al Holocausto, aunque hay quien dice que está simbolizada en los retratos que hizo de su mujer, Bella, a raíz de su prematura muerte. Hay gente para todo.
Chagall buscaba su felicidad "allí en donde la encontraba", como decía Molière y por eso uno reconoce en muchos de sus temas ecos de genialidades ajenas: sus caballos de colores son los de Franz Marc, algunos de sus retratos (y autorretratos) recuerdan a Chaïm Soutine, los dobles rostros, a Picasso, a veces pinta como Lèger y a veces como Gauguin, etc. Y todo eso sin perder jamás la impronta de su fortísima personalidad que tiene raíces muy profundas. En el fondo, hasta la Edad Media. La mayor parte de la gran pintura de Chagall no solo es simbolista sino también narrativa, cuenta historias en el tiempo y las expone en el espacio, por lo cual las figuras grandes coexisten con otras pigmeas o a veces apenas esbozadas. Es la lejanía del espacio y el tiempo.
Todo eso puede apreciarse en la exposición del Thyssen, que está muy bien escogida y explicada. Felicidades. Todo eso y más. Por ejemplo, podemos apreciar el tercer sincretismo que caracteriza a Chagall, el de su estética. La sinestesia reaparece como un rasgo decisivo de su obra. Desde luego era un extraordinario decorador (eso se ve en su pintura). Cuando estuvo en Nueva York hizo los decorados de un ballet (no recuerdo cuál) que fue un exitazo en Broadway. Pero no era solamente eso, sino que la sinestesia está explícita en muchas de sus mejores cuadros, de los que la exposición tiene varios. La música es la más evidente en las figuras de los judíos violinistas o los pianos que aparecen de vez en cuando o las referencias a su músico preferido, Mozart. Eso lo vió André Malraux cuando, siendo ministro de Cultura, le encargó pintar el techo de la Ópera de París, que es un espectáculo. Pareja con la música aparece la poesía. Al margen del contenido de sus obras, la figura del poeta es frecuente. Y los poetas lo trataban como uno de ellos. Breton lo daba por surrealista. Y, en efecto, hay bastante surrealismo en la obra chagalliana. Como hay cubismo, expresionismo, fauvismo...Pero Chagall es Chagall, un genio sencillo capaz de pintar un mundo que no es de este mundo.