Esta crisis viene de largo y va para más largo. Las comparaciones al uso con la de 1929 quedan más y más desfasadas. Quizá sea ya peor, más destructiva, que la Gran Depresión. Los cientos de personas que ayer se manifestaron en Wall Street y delante de la Bolsa de Madrid, así como en otras ciudades, tienen una gran valor simbólico pues señalan el ámbito financiero y el especulativo como responsables directos de esta catástrofe. Pero su valor es ese, simbólico. El movimiento 15-M es cada vez más como Juan Bautista, que predicaba en el desierto, aunque había muchos que lo oían. También ahora, por la tele, por los periódicos. Pero no se mueven. Pasará del todo el verano, llegará el invierno y, si los indignados siguen de acampada y debatiendo bizantinismos, muy contentos con su clarividencia, saldrán de las noticias políticas para entrar en las de servicios sanitarios. Pero este es otro asunto que los compete a ellos, si se dan o no otras formas de actuar de mayor impacto social.
Aquí vamos de la crisis que tiene unas proporciones descomunales, de esas que se producen de vez en cuando en el capitalismo, sin que nadie sepa cómo (aunque algunos dicen que pueden predecirse) ni cómo hacerles frente y menos cómo salir de ellas. Casi todas arrancaron con el estallido de una burbuja, desde la primera de la compañía británica de los Mares del Sur (hacia 1720), que arruinó a miles de personas en las islas, hasta la penúltina de las empresas puntocom en los años noventa del siglo XX, pasando por la del Canal de Panamá en 1891 o la de los roaring twenties que desencadenó la de 1929. Ahora la burbuja ha sido inmobiliaria, de los Estados Unidos, Inglaterra y España principalmente.
El problema es que la burbuja inmobiliaria ya ha estallado, con las habituales consecuencias destructivas e imprevisibles pero, lejos de reencauzarse las economías por la senda del crecimiento, tras haber hecho sacrificios sin cuento y tomado medidas tan amargas como el ajenjo, amenaza en el horizonte una segunda recesión que pone los pelos de punta a los analistas y los gobiernos. Con razón porque -dicen- ya no hay recursos con que hacerle frente. Sin embargo, esta amenazante recaída en la crisis se origina en otra burbuja: la de los Estados. Es lo que se llama la "crisis de la deuda soberana". ¿Quién dijo que los Estados no podían quebrar? Lo han hecho más veces, no es nuevo.
Esta burbuja de los Estados se debe a que, a juicio de los "mercados neoliberales" (por encontrar algún nombre), se han extendido temerariamente en la sociedad, se han hecho cargo de aventuras que no pueden financiar, sobre todo cuando son fiscalmente esqueléticos. Los Estados garantizan la enseñanza, la salud, el subsidio de paro y las pensiones. Sus títulos se sobrevaloraron en la época del crecimiento sostenido y ahora se han desplomado y ya no inspiran confianza salvo que esos Estados prescindan del gasto innecesario para su mantemiento (esto es, el gasto social) y se concentren en el ejército, la policía y el sistema penitenciario.
En definitiva, lo que puede estallar es la burbuja del Estado del bienestar al que muchos consideran insostenible. Esta insostenibilidad se predica en dos terrenos interrelacionados, el económico y el ecológico. La idea es que el sistema no puede seguir como va y, si lo hace, la catástrofe será mayor. Va siendo hora de entender que todos los vaticinios (invoquen la competencia técnica que invoquen) son formulaciones de deseos. Es propio de los seres humanos creer que las cosas serán como queremos que sean y eso sólo pasa por casualidad. Al fin y al cabo esta crisis, burbuja sí o no, puede entenderse como una manifestación de la ley de la tendencia al descenso de la tasa de ganancia que, según Marx, permitía predecir la crisis general del capitalismo, si bien con muchos elementos que tendían a su vez a impedirla. Lo que está claro es que la tasa de ganancia ha bajado y los capitalistas pretenden resarcirse despedazando un competidor ya que, desde el punto de vista del capital, el Estado del bienestar no es más que un competidor molesto en los mercados de educativo, sanitario, de seguros. Un competidor que, hasta ahora, se aprovechaba de su capacidad de influencia en los gobiernos tirando los precios. Pero la situación ha cambiado; los gobiernos tienden a favorecer al capital y este aprovecha la ocasión para desmantelar al rival y aumentar su beneficio a costa de los derechos de los ciudadanos.
Es, por tanto, una crisis que afecta y perjudica al conjunto de la población, a la ciudadanía en general y es ésta la que debe dar una contestación. Cosa que no se hace clamando. Hay que organizarse. Es difícil, dadas las experiencias, pero hay que hacerlo. El aparente ultrademocratismo de Equo muestra que es posible conjugar organización y práctica democrática. Es un buen ejemplo de política de principio que probablemente arrastre bastante voto de la izquierda.
(La imagen es una foto de Mike Light - NotionsCapital.com, bajo licencia de Creative Commons).