No hace mucho regía el principio incuestionable de la no injerencia en los asuntos internos de otros países. Era emanación del no menos sólido principio de soberanía. Hoy todo ese edificio se cuartea. Hace unos días Manolo Saco dedicó una de sus magníficas columnas a pedir la aplicación del derecho (y el deber) de injerencia. En efecto, hace ya algún tiempo que viene argumentándose en el orden internacional por la eficacia de semejante derecho y deber. Se arguyen razones humanitarias. Por tales entenderemos básicamente el derecho a la vida de los habitantes de los Estados que sus gobiernos no pueden conculcar. El derecho de injerencia se basa en la idea de los derechos humanos; pero la de derechos humanos es una idea occidental. Algunos Estados se excluyen de ese derecho-deber sosteniendo que tienen su propia idea de los derechos humanos. Al final, el derecho de injerencia se aplica, si se aplica, en aquellos Estados que no pueden evitarlo, Serbia, Kosovo, el Irak, el Afganistán. No es pensable en la China, pero algo es algo, como se prueba por el hecho de que ahora se esgrima para Libia, antes de que el criminal que la rige masacre (más) a la población.
Otro asunto muy típico de la época es la creciente tendencia a enjuiciar a los dictadores, a todos los dictadores que sobrevivan a la pérdida del poder. Esa seguridad es la que probablemente lleva a Gadafi a tomar la decisión de morir matando, con el sorprendente argumento de que no tiene nada de que dimitir porque no es nada sino "lider de la revolución", como si no cupiera dimitir del liderazgo de lo que sea.
De todas formas la Jefatura del Estado tampoco es ya garantía de impunidad. Ahí está el Papa denunciado en el Tribunal de La Haya por encubrir la pederastia en la Iglesia y otros supuestos delitos. Los entendidos dicen que el tribunal archivará la querella. Seguramente, desde luego, habrá magistrados católicos a los que resultaría absurdo enjuiciar al representante de su dios en la Tierra; pero también los habrá protestantes para quienes el Papa de Roma es un justiciable como otro cualquiera aunque con alguna peculiaridad. O sea que a lo mejor lo citan a declarar, creando así un problema mucho más difícil de desenredar que el de Gadafi.
El tiempo ha cambiado y está cambiando más rápidamente que el pensamiento sobre él. Las sociedades mutan. Cuando Alemania dice estar dispuesta a emplear a jóvenes trabajadores españoles cualificados, licenciados, etc, hay que animar la idea si de verdad queremos llegar a una Europa que sea una comunidad. La reacción no puede ser darse por ofendidos en el orgullo patrio porque el asunto es un hecho: los alemanes dan ocupación a una fuerza de trabajo que la industria española no es capaz de absorber. Criticar que nosotros costeemos la formación de esos licenciados para que luego se beneficie Alemania indica una miopía intelectual propia de un nacionalista dado que la educación española se ha financiado en buena medida, como el resto del país, de transferencias netas de Alemania en concepto de los fondos comunitarios a los que Alemania contribuye la parte del león.
Por este motivo pienso y creo que este es buen lugar para decirlo que la izquierda, si quiere encontrar un discurso nuevo, tiene que dar un vuelco a su orden actual de prioridades y quizá retornar en mejores condiciones a uno anterior que se perdió. Esto es hay que dejar de priorizar la política en los contextos nacionales y articular las propuestas en un contexto europeo, como mínimo y más adelante, por supuesto global. Se trata de una idea muy extendida, pero solo como idea cuando lo interesante es ponerla en práctica de un modo inequívoco.
Supongo que es pensable convocar una conferencia de la izquierda europea abierta a todas las tendencias de esta orientación política, incluidas las que están enfrentadas. En ella se trataría de ver si es posible articular un programa común europeo de la izquierda. Un programa muy sencillo, concentrado en un punto estratégico último, a cuyo logro se articulará la acción política: el de la desaparición de los Estados nacionales europeos y la constitución de unos Estados Unidos Europeos que no tienen por qué consistir en los veintisiete Estados, sino en una cantidad de ellos a la que se pueda ir agregando otros, como sucedió con los EEUU.
El ritmo de crecimiento de la población (visible en este gráfico extraído de Martínez Coll, Juan Carlos (2001): "Demografía" en La Economía de Mercado, virtudes e inconvenientes) es tan espeluznante que debiera ser el objetivo número uno de las autoridades mundiales controlarlo. Mil seiscientos millones en 1900, tres mil millones en 1960, seis mil millones en 2000 obligan a pensar qué pinta tendrá el rancho cuando haya diez mil millones. A ese ritmo, habrá que colonizar el espacio. Pero, en el ínterin, conviene saber cómo va administrarse un mundo en el todos los graves problemas -exceso de población, agotamiento de recursos, deterioro de la biosfera- no solo son globales sino que ya afectan de modo directo y palpable a la gente. Con seis mil millones de habitantes es absurdo que el mundo haya de gobernarse por el equilibrio general de casi dos centenares de entes soberanos que pueden estar regidos por orates y muchas veces lo están.
Ese es el punto esencial de la izquierda, la clave sobre la que cabrá ir construyendo un discurso europeo, preludio de uno mundial que abogue por un órgano de gobierno europeo (y luego mundial) no sometido a las erráticas, contradictorias y despilfarradoras decisiones de los Estados nacionales. La izquierda tiene que volver a un discurso internacionalista, cosmopolita gradual: primero ponemos orden en nuestra casa Europa y luego podemos colaborar en la construcción de otra mayor. Desde luego, hay que estar presentes en la política de los Estados y tratar de ganar las elecciones, que es la única forma de hacer cambios. Pero la izquierda debe trabajar asimismo en su objetivo estratégico de los Estados Unidos europeos y debe hacer propuestas siempre encaminadas a conseguirlo. La crisis, por ejemplo, debe servir para respaldar la unión monetaria con una única política fiscal de la UE y una mayor integración económica y financiera. Carece de sentido que se hayan fusionado las bolsas de Frankfurt y Nueva York y no lo hayan hecho las de París, Londres, Frankfurt, Madrid, Milán, etc.
(La imagen es una foto de BlantantNews.com, bajo licencia de Creative Commons). El gráfico pertenece a Martínez Coll, Juan Carlos (2001): "Demografía" en La Economía de Mercado, virtudes e inconvenientes , edición del 23 de mayo de 2007.