La inquina de los españoles a las lenguas extranjeras es proverbial. Los españoles no hablan idiomas y cuando lo hacen, lo hacen muy mal, con un terrible acento que todos reconocen. Los franceses lo han clavado en su parler français comme une vache espagnole. Hasta hace poco tiempo aquellos no sólo no hablaban lenguas, sino que se jactaban de ello ya que aquí se habla la lengua del Imperio, el español o castellano de Nebrija, con algunas variantes producto del paso del tiempo.
Desde luego hablar la lengua de otro pueblo no es garantía de que lleguemos a conocerlo mejor. Pero si se ignora la lengua no es que no se le conozca; es que no se le entiende. Sin embargo, los españoles tenemos que tratar con nuestros vecinos para lo cual, al desconocer sus lenguas, hemos de valernos de traductores. Es triste la imagen de nuestros gobernantes en las reuniones internacionales en donde quedan aislados mientras todos los demás hablan animadamente en inglés y francés y, cuando intervienen, han de hacerlo con intérprete porque sólo hablan español, idioma que, por muy imperial que sea, en Europa es minoritario y marginal.
De tal país, tales gobernantes, porque es el país entero el que necesita traductor. Las películas vienen dobladas, los periódicos suelen traer muchos artículos de extranjeros, todos traducidos. El país vive de traducción, no de conocimiento directo del medio en que se halla. Por eso no entendemos que los llamados ataques de los mercados a España no tienen un motivo financiero real. Es inútil, en consecuencia, que el Gobierno se empeñe en desmentir con datos económicos fehacientes. Todo el mundo sabe que la situación española es relativamente sana, tanto al menos como la de otros países de la Unión sobre los que no pesan dudas, que nuestro déficit es menor que el de otros Estados, que nuestra deuda es inferior a la alemana. Los mercados no castigan a España por sus cuentas sino por lo que suponen que somos los españoles. Hay en esa imagen mucho de prejuicio, pero España no puede refutarlo porque no habla las lenguas en las que se expresa.
El prejuicio dice, entre otras cosas, que los españoles somos indolentes; que no trabajamos y que, cuando lo hacemos, la productividad reside en la picaresca; que somos tan poco de fiar como los otros países meditarráneos; que estamos mal avenidos y ni siquiera hemos llegado a aquel conllevarnos por el que abogaba Ortega; que vivimos en el barullo y la confusión y no tenemos unidad nacional de propósitos; que en cualquier situación de crisis somos incapaces de ponernos de acuerdo y aunar esfuerzos. Y así no se sale de las crisis. Los prejuicios aciertan, como puede verse a las claras a nada que se considere la situación actual española. Por eso son tópicos.
Por si alguien tiene dudas, ahí está el señor González Pons dispuesto a sembrar muchas más sobre la viabilidad económica internacional de España. El señor González Pons debiera saber que en toda lid, por dura que sea, rige el principio de que los golpes bajos están prohibidos. Las dudas del portavoz de la derecha son un golpe bajo, juego sucio. Es obvio. Pero no hay nada que hacer porque ni por asomo piensa el señor González Pons ni nadie en su partido que se haya excedido. No menos obvio es puesto que, como puede verse, no se ha conseguido sacar a Rodríguez Zapatero de La Moncloa, que es lo único que importa a la derecha, más, incluso, que lo hace el hecho de que España supere las dificultades.
También cabe seguir la cuestión de la inquina de los españoles hacia las lenguas extranjeras en el interior de España. Se puede decir, creo, que lo que más molesta de Cataluña y el País Vasco es que tengan lengua propia y se obstinen en emplearla; subsidiariamente también Galicia. La prueba es que de los muchos conflictos autonómicos, los lingüísticos son los más frecuentes, los que provocan más enfrentamientos, los más amargos. Que si el empleo de una u otra lengua en los procesos educativos, que si se rotula en una u otra lengua en los comercios, que si la administración se relaciona con los ciudadanos en una u otra lengua. Y tienen que acabar interviniendo los tribunales porque las fuerzas políticas no consiguen concertarse. Razón por la cual se propone resolver el problema a base de legislar sobre aquello en lo que no hay acuerdo, en lugar de permitir que la población se acomode como mejor le parezca. Uno de los espectáculos más regocijantes es la furia con que los neoliberales de las dos orillas de la falla nacionalista, que dicen que hay que dejar a la gente en paz, se lanzan a legislar sobre cuestiones acerca del modo en que cada cual bautiza su tienda o cómo extiende una receta de cocina.
Se comprende la amargura de los hablantes de la lengua imperial al ceder terreno ante las vernáculas de la periferia. Pero por mucha que sea ésta no creo pueda llegar a la que sentirían aquellos otros, hablantes de sus propias lenguas, a quienes durante años, decenios, se dijo que hablaran en cristiano, como si lo estuvieran haciendo en sarraceno.
El día en que los españoles se esfuercen por entender a quienes hablan otras lenguas (y, por tanto tienen otra mentalidad) habrá comenzado de verdad la normalización del país.
(La imagen es una foto de Biblioteca Colmenarejo, bajo licencia de Creative Commons).