La política se hace en las instituciones pero también en la calle. Es más, parte de su interés reside en el diálogo que a veces se entabla entre la calle y las instituciones. La técnica se descubrió durante la Revolución francesa y consistía en presionar a los diputados en sesión deliberante con algún tumulto callejero que se asomaba a las galerías de la Asamblea para recordar a los allí reunidos que la vida empezaba fuera. Desde entonces se han visto muchos casos muy ilustrativos de esta conflictiva relación y se ha escrito y reflexionado mucho acerca de qué sea lo más aceptable, lo más legítimo, lo más democrático: que las decisiones las tome el parlamento; que las tome la calle; que aquel escuche a ésta; que ésta apoye a aquel.
En un Estado democrático de derecho el Parlamento es la actualización del poder soberano del pueblo y, en cierto modo, soberano él mismo. Su función legislativa en régimen representativo (con participación, por tanto, de toda la ciudadanía) no admite más cortapisa que el principio de constitucionalidad. Su decisión en forma de ley es la voluntad general y demanda acatamiento. Es cierto que todos los sistemas representativos tienen defectos y, llegados al límite, algunos (por ejemplo, Rousseau) dicen que los parlamentos en realidad sólo falsean la voluntad popular. Pero hasta para eso es preciso respetar la legalidad. Si alguien está disconforme con lo que el Parlamento decide e, incluso, con la misma forma del Parlamento y quiere modificar la ley tiene que ganar unas elecciones, cambiar la mayoría parlamentaria y proceder en consecuencia. Chillar en la calle sirve de poco.
A su vez, ningún sistema democrático puede permitirse ignorar la opinión de la calle que opera bajo el principio asambleario de democracia directa, pero sin dejarse impresionar en demasía. Quienes se manifiestan con sus magáfonos y pancartas (tal el señor Aznar ayer, el mismo señor Aznar que llamaba con desprecio "pancarteros" a los socialistas que se manifestaban contra su gobierno hace unos años, o sea, el pancartero señor Aznar) suelen atribuirse la representación de la totalidad del cuerpo electoral y hablan alegremente en nombre de los presentes y de los ausentes. En el ambiente festivo de toda manifa no es difícil escuchar a alguien diciendo, por ejemplo, que "toda España" está en ese momento en la Plaza de la Cibeles o "toda Euskadi" en el Paseo de la Concha. Evidentes exageraciones que suelen ampararse en la oscuridad de los datos, la prestidigitación de las cifras, cosa también bastante inane porque hasta la más demesurada de las valoraciones es irrelevante en comparación con unos resultados electorales normalitos. Por ejemplo: dicen los organizadores de la marcha de ayer en contra del aborto en Madrid que hubo dos millones de personas. ¿Y qué? El voto al PSOE y al PP juntos suman diez veces más. Al PP, contrario a la nueva normativa del aborto lo votan unos diez millones de personas, así que también puede decirse que la manifa fue un rotundo fracaso porque faltaron ocho millones de votantes. Pero es que, según la nueva forma de calcular asistencias a manifas por ordenador, parece que a ésta antiabortista acudieron 63.000 personas. Enteco número para las hipérboles ideológicas de los participantes.
En todo caso, al margen de su cuantía, las manifas traen mensajes que es bueno escuchar porque aportan puntos de vista a los debates y permiten extraer conclusiones. En el caso de la llamada "pro vida" de Madrid, azuzada por la clerigalla y lo más retrógrado del PP y sus periodistas, el mensaje es claro: no a la reforma de la actual regulación del aborto y, si es posible, derogación de la normativa vigente que lo permite en condiciones muy lesivas para los derechos de las mujeres. O sea, no a los derechos de las mujeres, dicho en román paladino. Algo que luego el PP no se atreve a poner en práctica cuando gobierna con mayoría parlamentaria, como han comentado hasta la saciedad todos los políticos del PSOE. Es decir, el sentido de la manifa de la derecha de ayer no pasó de ser un paseo por un Madrid otoñal y acogedor de una minoría de esquizofrénicos exaltados que vociferan por las calles lo que no se atreven a proponer en sede parlamentaria. Y con los obispos en casa, mirando por la tele el resultado de su agitación. Un risa.
La manifa de San Sebastián, con el colorido frente nacionalista en pleno, desde el PNV hasta Batasuna protestaba por el encarcelamiento de los señores Otegi, Díez Usabiaga, Zabaleta, etc. Un día antes el inenarrable señor Egibar cuyo sentido de la lógica es siempre contrario a la lógica del sentido decía que quienes ordenaron la detención de tales presuntos delincuentes "no quieren acabar con ETA". De donde se deduce que quienes quieren acabar con ETA son los que se manifestaban ayer por Donosti, entre ellos presuntos colaboradores con la banda de asesinos del brazo de los señores del PNV. Conclusión del delirio egibariano: ETA quiere acabar con ETA. De nuevo hay aquí, además, una cuestión numérica y otra de fondo del mensaje. La numérica habla de "varios miles" de manifestantes, es decir, nada en un país con un censo electoral de 1.800.000 votantes. En cuanto al fondo del asunto y dicho con claridad, protestar contra la detención de quienes presuntamente estaban organizando un tinglado a las órdenes de ETA equivale a actuar a las órdenes de ETA cuyos pistoleros, como los obispos en Madrid, veían por televisión el resultado de sus desvelos.
(La imagen es una foto de 20 Minutos, bajo licencia de Creative Commons).