Este libro (Almudena Grandes y Gaspar Llamazares, Al rojo vivo. Un diálogo sobre la izquierda de hoy., Madrid, Antonio Machado, 2008, 210 págs) es, cosa rara, lo que su subtítulo indica, un diálogo sobre (parte de) la izquierda de hoy y pongo el paréntesis porque, aunque los autores sean personas razonables, abiertas y tolerantes, también son de los que creen que no hay más izquierda que la que ellos representen; los demás, aunque digan ser de izquierda, no lo son. El diálogo, por otro lado, según propia confesión de los autores, no se reproduce diacrónicamente sino que se ha troceado y reagrupado por temas probablemente para hacer más legible el texto y porque, siendo un intercambio muy vivo y espontáneo, hubo saltos, reiteraciones, etc, que aconsejaron proceder editorialmente como lo han hecho. Y por la misma razón, esta reseña reagrupará los temas para reflejar el interesante contenido del libro según un relato que me propongo trazar aquí. Vaya por delante que la obra me parece nuy oportuna y útil, llena de enseñanzas y que tengo el máximo aprecio por los dos dialogantes. Ella me parece una gran novelista y él un gran político. Y lo que dicen suscita abundante reflexión. Creo, además, que ambos son de izquierda -como se encargan los dos de recordar al comenzar su encuentro- y precisamente por eso espero entiendan que esta crítica está hecha con el mismo espíritu constructivo con el que ellos dialogan, como aportación modesta a ese torrente de perpetua indagación insatisfecha, ese permanente interrogarse sobre sí misma que es y será siempre la izquierda. La primera pregunta a la que, de modo implícito, parecen querer responder los dos autores cada uno por su cuenta es a la de qué sea la izquierda hoy y, si repasan sus respuestas, estarán de acuerdo en que bien poca cosa. Para Gaspar LLamazares parece consistir en "recuperar el ideario básico republicano y de izquierdas" (p. 29) y la defensa del Estado del bienestar y los servicios públicos (p. 36). En esto coincide con Almudena Grandes para quien, como ya no puede hacerse ninguna revolución, "la defensa de los espacios públicos debiera ser el espacio natural de la izquierda" (p. 37). Se añade alguna diatriba acerca de que la izquierda no tiene medios de comunicación (pp. 53, 57) y a que hoy día, los ciudadanos, según dice Llamazares, son tratados más como clientes que como ciudadanos (p. 61) y poco más en el terreno teórico. En el terreno práctico, Llamazares insiste bastante en la necesidad de reformar la muy injusta ley electoral (pp. 105 y ss.) que él y su formación han tenido que sufrir en las pasadas elecciones generales del 1º de marzo. Puedo estar de acuerdo con Grandes cuando señala que "en este país habría futuro para un partido como Izquierda Unida, un partido que se cuestionara sensatamente lo que decíamos al principio, o sea, en qué sociedad vivimos, cuál es la sociedad en que queremos vivir, qué significa la izquierda en una sociedad como ésta..., etc" (p. 95); puedo estar de acuerdo, digo, en abstracto porque en concreto y a la vista de lo que ella misma aporta en esa "primera parte", verá que no es tan fácil eso de "cuál es la sociedad en que queremos vivir", que un programa no se improvisa y que la carencia -rayana en el secarral propositivo- de la izquierda es precisamente ese de las propuestas programáticas. Porque ambos, espero, coincidirán en que la respuesta no puede ser el sorprendente oxímoron con que Llamazares despacha la cuestión, diciendo que reivindica una "IU utópica pero con los pies en el suelo, una utopía constructiva" (p. 143) pues, en la medida en que esto quiera decir algo, chocará de frente con uno de los postulados esenciales de la tradición teórica de la que dice proceder: la sustitución del socialismo utópico por el socialismo científico. A más interés, vista esta curiosa reivindicación de la utopía, el típico dictamen comunista con el que el mismo Llamazares descalifica al PSOE y los demás partidos socialistas porque, dice: "ha renunciado a transformar el capitalismo en socialismo e incluso rechaza cualquier intervención en el libre mercado de las empresas y las finanzas" (p. 131) no es de fácil intelección. Lo segundo, lo de la intervención, no es cierto y a la vista está hoy mismo; en cuanto a lo primero, ¿puede extrañar que alguien se resista a transformar el capitalismo en una utopía? Permítaseme una breve reflexión sobre las propuestas del párrafo anterior. Que el representante de la izquierda comunista (y postcomunista) prácticamente agote su pretensión en el horizonte republicano casa mal con la tradición de la izquierda en nombre de la que habla. Palinuro es conocida y rabiosamente republicano y agradece toda ayuda en pro de nuestra preterida República, el único momento de libertad y dignidad que ha conocido nuestro país en toda su historia, incluidos los que vivimos que no son del todo malos (peor hemos estado) pero no son de plena libertad democrática. Ya sé -y en el libro se recuerda varias veces y sobre ello se hablará de nuevo en esta reseña- que el PCE ha blasonado siempre de su defensa de la IIª República y hasta cierto punto es verdad. Pero sólo hasta cierto punto. La República se proclamó un 14 de abril de 1931 con un minúsculo PCE sosteniendo entonces que había que luchar contra ella en pro de la revolución bolchevique etc, etc. Sólo después, con motivo del giro de la IIIª Internacional y la política de los Frentes Populares, el PCE admitió alianzas tácticas con otras fuerzas hasta entonces "socialfascistas", "burguesas", etc. Y, luego, con la guerra, Stalin el primero y los comunistas españoles detrás, creyeron que había que defender la República y ganar la guerra al fascismo (frente a los delirios revolucionarios de anarquistas, socialistas de izquierda y trostkistas) pero sólo como una etapa en el camino. El PCE jamás fue republicano, sino que siempre ha querido instrumentalizar la República para una finalidad "más alta", "socialista". Y éste ha sido uno de sus vicios fundamentales (si no el fundamental) que explica su decadencia y práctica desaparición tanto en España como en los demás países europeos. Lo mismo sucede con la defensa del Estado del bienestar. Palinuro es uno de sus más aguerridos defensores. Por eso no puede olvidar cómo en los años sesenta y setenta, los comunistas se contaban entre los principales enemigos del Estado del bienestar (junto a los neoliberales, aunque con argumentos distintos) por cuanto sostenían que era una argucia de la burguesía y sus criados socialdemócratas para comprar a la clase obrera con unas migajas y limarle las uñas revolucionarias, aguzadas, en cambio con el inmarcesible ejemplo de los países del "socialismo real", benditos sean los dioses. Muy celebradas eran entonces las gracias de los más conocidos economistas marxistas, como Paul Sweezy que sostenían que el Welfare State (Estado del bienestar) era en realidad un Warfare State (Estado bélico). Así que es bueno dar la bienvenida a la izquierda comunista y postcomunista en la defensa del bienestar pero no estará mal que afine sus juicios sobre quién defiende qué y cómo. Es cierto que, en los últimos tiempos, los partidos socialistas, contagiados del discurso neoliberal y necesitados de ganar elecciones (ahora hablaremos de eso) han aplicado políticas económicas contrarias a la tradición del Estado del bienestar y que eso debe criticarse y corregirse, pero quede claro que, si no hubiera sido por los partidos socialdemócratas, el señor Llamazares no tendría Estado del bienestar que defender frente a los socialdemócratas. En el terreno práctico de la ley electoral, Llamazares tiene toda la razón a mi juicio. Esa ley es un golazo que las derechas metieron a las izquierdas en los enguajes de la elaboración de la Constitución. Está pensada para yugular la representación de izquierda de ámbito estatal y beneficiar a la derecha. Lo que sucede es que como el PSOE también se beneficia (aunque mucho menos que el PP) no se le ve muy dispuesto a hacer lo único que una actitud de izquierda puede pedir: la reforma de la ley electoral y la substitución por otro sistema electoral realmente proporcional. Me temo, sin embargo, que el problema de la escasa relevancia parlamentaria de los comunistas y postcomunistas no radique sólo en la mecánica electoral. Una ojeada a otros países occidentales con muy distintos sistemas electorales pone de relieve que los comunistas son una fuerza menguante, cuando no extinguida. Insisto, el problema es otro: es el de la necesidad de articular propuestas que ganen mayorías en elecciones democráticas libres. Si han de ganar mayorías, esas propuestas rara vez podrán ser radicales porque las mayorías son, por lo general, centristas y centristas en proporción de cuatro a uno. Ocurre como con lo que decía arriba de la República. La historia del comunismo y la democracia es bien conocida. Marx los identificaba y creía que el proletariado podría llegar al poder con un programa revolucionario en aplicación del sufragio universal. Marx era un demócrata, aunque a veces tuviera tentaciones antidemocráticas. Pero su seguidor Lenin, padre indiscutible de los comunistas (muchos de los cuales siguen teniéndolo como ejemplo), no lo era en absoluto. Tras el golpe de mano de octubre de 1917, Lenin permitió que siguieran adelante las elecciones legislativas a la Duma que ya estaban convocadas y como los bolcheviques no las ganaron (obtuvieron el veinticinco por ciento de los votos) cerró la Duma y nunca más volvió a haber elecciones libres en Rusia hasta la caída del comunismo. Al contrario, elaboró una teoría antidemocrática que compraron y todavía hoy repiten muchos comunistas en el mundo entero, incluida España, según la cual la democracia "burguesa" no es una "verdadera" democracia, sino una dictadura, mientras que la dictadura del proletariado era la "verdadera" democracia. Esto suena a doblehabla orwelliana pero ha sido consumo teórico comunista hasta hoy. Esta actitud acerca de la democracia, que ya enfrentó a Lenin con Rosa Luxemburg para quien el socialismo sin democracia no era socialismo, es lo que también enfrentó a la socialdemocracia con los seguidores de Lenin en el mundo entero en los años veinte del siglo pasado y de esa polémica nacieron los partidos comunistas. Y qué le vamos a hacer pero algo de eso sigue sonando en la idea de Almudena Grandes cuando propone que distingamos entre "democracia numérica y republicana" (p. 45). La democracia es la democracia a secas y se mide en cantidad de votos y todo lo demás (que si democracia orgánica, popular, bolivariana, numérica, republicana) huele a chamusquina a una legua. Esto de hablar de democracia burguesa o formal y negarle el marchamo de "verdadera" democracia funcionó durante el estalinismo en que los partidos comunistas prosperaron, pero ya después de la segunda guerra mundial empezó a verse que, con ese discurso, los partidos comunistas no ganaban ni ganarían elecciones. Es díficil que un partido cuyo fin es abolir la democracia formal gane unas elecciones en esa democracia formal (de hecho, sólo conozco dos casos en el siglo pasado: los nazis alemanes en 1933 y los comunistas checos en 1948; lo de Allende fue distinto porque no era un partido, sino un movimiento y no pretendía abolir la democracia formal) porque la gente no es tonta. Los comunistas acabaron dándose cuenta de ello y pasaron a formular una creencia en la democracia no como un medio o instrumento sino como un fin en sí mismo y a eso lo llamaron Eurocomunismo. Con el Eurocomunismo, entiendo, los comunistas venían a dar la razón a Rosa Luxemburg frente a Lenin cincuenta años después pero sin reconocerlo y sin separarse de Lenin, lo que hacía su movimiento sospechoso. Y, por si fuera poco, la propuesta tampoco saldría porque ese territorio de "socialismo más democracia" ya estaba ocupado por los odiados socialdemócratas que se obstinaban en no desaparecer. Con el hundimiento de la URSS (del que los comunistas todavía no han dado explicación convincente alguna) también se hundió ese bienintencionado giro eurocomunista de Carrillo, Berlinguer y Marchais. Actualmente no hay duda de que los comunistas y postcomunistas, habiendo aprendido la dura lección de la historia, son genuinos demócratas "burgueses", dispuestos a jugar limpio el juego electoral y parlamentario. Pero se encuentran con esa maldición, señalada más arriba: los programas radicales no suelen tener apoyo mayoritario y generalmente sólo lo tienen testimonial. Pero con un apoyo testimonial, sin poder formar gobierno ni tener representación parlamentaria tangible es ridículo llamarse "izquierda transformadora". Nuestras sociedades sólo se transforman por la acción del Gobierno basada en la ley y si no formas parte del Gobierno ni eres relevante en el proceso legislativo, ¿de qué hablas cuando hablas de transformar? Por esa amarga experiencia han pasado todos los partidos socialdemócratas, que han tenido que moderar y edulcorar sus programas para ganar elecciones y poder gobernar. Porque, si no lo hacen, gobierna la derecha y, aunque la izquierda comunista, reducida a rezongar por los rincones, diga lo contrario, hay diferencia -y mucha- entre los gobiernos socialdemócratas y los de derechas. Como hay diferencia -y mucha, muchísima- entre el señor Obama y el señor Bush y sería ya hora de que los que han estado diciendo que son lo mismo lo repitieran en público. En democracia sólo se gobierna ganando elecciones y, para ganar elecciones, además de una ley electoral aceptable, hay que tener un programa que la mayoría vote. Lo que no sea eso será muy parecido a mirarse el ombligo, actividad en la que me da la impresión de que IU carece de competidores. Debo repetir aquí que los dos autores de este libro me parecen personas honradas e inteligentes y que he leído la obra con verdadero interés, pues si no lo tuviera, no me molestaría en hacer una reseña tan pormenorizada. Creo que los dos son sinceros y están genuinamente preocupados por la suerte de la (parte de la) izquierda que representan y creo asimismo que esa actitud es muy respetable y la mejor forma de manifestar ese respeto es discutir con ellos con su mismo espíritu abierto y sin dogmas. Porque, con todo, los dos me parecen también presos de sus arquetipos. Creen ser críticos y libres pero viven dentro de un mundo cerrado, sin tomar distancias, autorreferencial, contradictorio y repleto de disonancias cognitivas. Su diálogo me recuerda el de Vladimir y Estragón, pero Godot sigue sin aparecer. Almudena Grandes dice en un par de ocasiones que sólo habla en nombre propio, que no representa a nadie, pero tiene un punto de vista ortodoxo y vive en un mundo de socialización comunista acrítica que asoma la oreja casi de modo continuo. Los dos parten de una visión del pasado del PCE idealizada que no se compadece del todo con la realidad (pp. 67-77). Grandes confiesa una afinidad sentimental poderosa con el PCE al que dice haber estudiado mucho y al que está muy "vinculada emocional, afectiva, política y todos los mentes que quieras" (p. 93). Tiene una visión idealizada, ditirámbica, absolutamente irreal del PCE que parece nacida de aquella Breve historia del PCE, bochornoso manualito ensalzando desvergonzadamente un PCE ficticio, al estilo de las correspondientes historias de los PCs del mundo, copiadas servilmente de la Historia del PCUS(b) de los tiempos de Stalin, un conjunto de mentiras. En el extremo de su pasión por ese PCE (que no dudo sea sincera y muy digna de encomio) Grandes asegura que el PCE "no fue un partido que tuviera nada que ver con las purgas de Stalin ni con el socialismo real" (p. 143). La evidente falta de conexión entre esta peregrina afirmación y la historial real más patente demuestra a contrario que la señora Grandes habla en serio. Muy en serio. Habrá estudiado mucho, pero no sabe lo que dice. EL PCE estuvo siempre absoluta, completa, total y todos los mentes que se quiera sometido a la voluntad omnímoda de Stalin desde los primeros años treinta hasta la muerte del Mariscal en 1953. Sólo un par de datos con nombres propios: ¿sabe Almudena Grandes quién mató a Andreu Nin tras torturarlo salvajemente, dicen que despellejándolo; por orden de quién, en casa de quién y con la colaboración de quién? ¿Sabe Almudena Grandes qué función cumplía en el Buró Político del PCE Francisco Antón, el amante de Dolores Ibarruri y qué pasó con él cuando ella decidió vengarse de él? ¿Sabe Grandes cómo y por qué y a mano de quién murió Gabriel León Trilla, uno de los fundadores de ese PCE legendario que ella idolatra? ¿Cree en serio Grandes que un partido cuya Secretaria General, Pasionaria, residía en Moscú en los años cuarenta no tuvo nada que ver con las purgas de Stalin? No creo exagerar si digo que entre 1939 y 1964 (sí, sí, 1964, fecha de la expulsión de Semprún y Claudín) el PCE fue, entre otras cosas, una máquina de depuraciones. y, hasta 1953 siguiendo consignas estalinistas. Esto es algo así como cuando Llamazares habla de la "tradición unitaria de los momentos más luminosos del PCE" (p. 71) que no sé de dónde se lo ha sacado: el PCE, como casi todos los partidos comunistas del mundo, surgió de una escisión y su historia no ha sido otra cosa que una sucesión ininterrumpida de escisiones, exclusiones, purgas, separaciones y expulsiones hasta el día de hoy mismo y, si no, que se los digan al propio señor Llamazares. Con lo anterior no pretendo demonizar en absoluto al PCE ni a ningún otro partido comunista sino invitar a los autores del libro a que maticen sus juicios y muestren menos credulidad. La historia del PCE y de todos los PCs es, como todas las historias, un relato con luces y sombras. En los partidos comunistas ha habido héroes y canallas, grandes heroicidades y tremendas traiciones. El Partido Comunista Francés, por ejemplo, al amparo del Pacto Germano-Soviético (cuyo enjuiciamiento moral es muy contradictorio) llegó a pedir su legalización a las autoridades títeres de Vichy en el colmo del colaboracionismo y la estupidez más pronunciados. Cuando Alemania rompió el pacto e invadió la URSS, ese mismo partido pasó a la resistencia del maquis y su sacrificio fue tal que al final de la guerra se había ganado el sobrenombre de parti des fusillés. Y de estos casos de blanco y negro se pueden poner muchos y me extraña que no lo tenga en cuenta la señora Grandes, capaz de escribir algo tan inteligente como: "no hay nada que me dé más miedo en este mundo que la palabra pureza, ¡porque es tan inhumana!" (p. 143). Pues eso. Los dos autores están descontentos con la situación actual de la izquierda en cuyo nombre hablan, pero no estoy muy seguro de que acierten al diagnosticar los males de que se quejan. Sostiene Almudena Grandes en sentido admirativo que IU es una rareza "una perla negra en el mundo de la politología mundial" (sic., p. 88). No tanto. Parece una típica "organización de masas" de acuerdo con el más estricto criterio leninista que ahora, además de pretender los objetivos de penetración comunista en ámbitos sociales con menor conciencia de clase, tiene la funcionalidad de servir como camouflage para unas siglas, PCE, y un símbolo, la hoz y el martillo, que no pasan por sus momentos más brillantes. Al final del diálogo y en un apartado con el título de Con voz propia, que trae unos interesantes artículos de ambos, Grandes afirma que el proyecto de IU está acabado, que "ha dejado de tener sentido" (p. 155) y que ahora necesitamos un "partido nuevo". No sé qué pueda entender la autora por esto, cuenta habida que tiene a IU por un partido pero, sea lo que sea, deberá reconocer que, siempre en la estela del hombre que más ha sabido nunca de partidos, Lenin, un partido es un instrumento para llevar adelante un programa y un programa es un discurso, un relato y ¿en dónde está el relato que ponga en pie un nuevo partido en lugar del PCE y/o IU? Dice la señora Grandes que "fundar un partido nuevo da vértigo, lo sé" (p. 159). Es posible, pero ahí tiene a la señora Rosa Díez con un nuevo partido flamante y no parece que le haya afectado gran cosa. Ya sé que es un partido con el que la señora Grandes, supongo, no coincidirá y yo tampoco; pero el hecho es que ahí está porque tiene un discurso detrás. Parecidas contradicciones muestra el señor Llamazares que, en un alarde de sincretismo imposible aspira a una IU que sea plural y unitaria porque si por un lado aplaude el pluralismo de IU y se queja de que hoy se ha perdido pluralismo (p. 89), por otro se lamenta de que la coalición proyecta una imagen de cacofonía, de peleas internas, de Babel (p. 91) que es justo lo que trae el pluralismo. Imagino que el señor Llamazares dirá que él propugna un pluralismo ordenado, sosegado, dialogante pero me temo que eso solo sucede en los partidos cuando ganan las elecciones y tienen de dónde tirar y qué repartir, mientras que al perro flaco todo se le vuelven pulgas. Y si, encima, su amo no lo saca de paseo porque está muy ocupado discutiendo con los camaradas, la cosa se pone brava.