Gratos recuerdos.
(Viene de una entrada anterior de Peregrino de la memoria (XLIV), titulada Viaje al pasado).
Salgo de la casa de mi hijo Esteban conmocionado por los recuerdos que me he visto obligado a revivir para dar satisfacción a su inquietud. Lo he hecho con alegría, desde luego, con determinación y he conseguido que las baboserías de un necio no empañen el recuerdo que tiene de su abuela y el cariño que le profesa. Pero ese viaje al pasado ha abierto las puertas de la memoria sobre una época que tengo muy presente en el recuerdo, así que hago el trayecto en coche hasta mi casa, a la que se llega con facilidad desde reina Victoria, aunque lleva su tiempo porque está en Doctor Esquerdo, rememorando aquellos tiempos. El asunto concreto por el que Esteban me había llamado lo abordé con mi madre a la salida de una obra de teatro en un festival de arte dramático de vanguardia que las autoridades, cosa milagrosa, habían permitido en Madrid a comienzos de los años sesenta. Mi madre era muy aficionada al teatro, cosa que había heredado de su abuelo, eximio estudioso del género y de su padre, mi abuelo a su vez, que incluso escribió varias piezas algunas de las cuales aún se representan porque son de contenido galleguista. Si al hecho de tratarse de teatro se añadía que era de vanguardia, el entusiasmo y la asistencia de mi madre estaban garantizados porque desde el principio había sido muy partidaria del del absurdo que ella veía como una continuación lógica del existencialista y muy oportuna metáfora del sinsentido del existir sobre la tierra. La pieza que se representaba entonces era el Woyzeck, de Georg Büchner en una interpretación de un nuevo autor alemán que proponía una solución radical para el sempiterno problema que plantea la obra del dramaturgo alemán de qué sucede en el tercer acto que el autor no llegó a escribir. El joven intérprete hacía que, después de asesinar a su amante, Woyzek pronunciara un largo parlamento recuperando el debate acerca de la relación entre normas morales y clases sociales propia de la obra y antes de cometer suicidio. La escenografía, muy audaz, había gustado mucho a mi madre que aplaudió con dedicación y, al salir, iba comentando cómo el hecho de que algo sea o no de vanguardia depende también de la interpretación que se haga, lo cual afectaba especialmente a los clásicos pues podía darse como clásico a Büchner aunque sólo fuera porque la obra era del primer tercio del siglo XIX.
A mí la interpretación de la obra, que se llamaba La muerte de Woyzeck me había parecido algo amanerada, melodramática y sectaria. Se sabe que Büchner hubiera escrito un tercer acto conteniendo un proceso penal en el que se hubieran contrastado los distintos puntos de vista y argumentos: las supuestas razones del soldado, cegado por los celos, el criterio de la ley, los pareceres de los otros personas, el capitán, el comandante y se me antojaba que suprimir un debate público en sede judicial, en donde hay siempre que evaluar pros y contras de las argumentaciones, en favor de un discurso ensalzando a los pobres y los oprimidos, su derecho a obrar por convicciones y la promesa de que algún día cambiarían la tierra me parecía ridículo. Parecía como si aquel Woyzeck lo hubiera escrito Lenin.
A la salida del teatro, mientras intercambiábamos pareceres, dimos de bruces con unos amigos de mi madre, cinco o seis, más o menos todos de su edad, un pintor, algún escritor y sus respectivas parejas. En aquellos años no era infrecuente que las gentes de letras de izquierda, las poquísimas que habían quedado después de la guerra y la represión de la posguerra, se encontraran en una ciudad como Madrid porque eran muy escasos los acontecimientos a que podían asistir de forma que, cuando se producía uno de ellos, se avisaban unos a otros por teléfono y solían coincidir: exposiciones, conferencias, conciertos, reprsentaciones teatrales; era su única posibilidad de vida social, de comunidad, entre ellos en un país que los había condenado al silencio, al ostracismo, a la invisibilidad, a lo que se llamó "el exilio interior". He conservado esta costumbre de asistir a toda la oferta cultural de mi ciudad que me inculcaron desde chaval (incluso desde antes de cumplir la edad de admisión de los dieciséis años, inconveniente que podía soslayar porque era más corpulento de lo que correspondía a mi tiempo y no solían pedirme el carné de identidad) si bien ahora ésta es tan abundante que es muy difícil que se produzcan aquellos encuentros que daban lugar a unas pequeñas e improvisadas tertulias en algún bar cercano de confianza porque quien más quien menos había tenido problemas con las autoridades y sabía que era conveniente mantener la discreción, no llamar mucho la atención para evitar ser arbitrariamente detenido y maltratado por aquella manga de hampones que formaban el cuerpo de la Policía, sobre todo la Brigada Político-Social, que era la policía política.
Los amigos de mi madre estaban acostumbrados a verme con ella y, aunque ya estaba en la Universidad y probablemente habría cumplido diecinueve años o estaría a punto de cumplirlos, me trataban con condescendencia como si todavía fuera un chaval al que se le ríen las ocurrencias. Yo me sentía a gusto con ellos y sobre todo estaba muy contento de escuchar a mi madre, cuyas opiniones eran siempre seguidas por todos con interés si bien solían suscitar frecuentes discrepancias, generalmente por ser muy avanzadas y radicales, más de lo que algunos estaban dispuestos a suscribir. En aquella ocasión nos acomodamos en un bar de mesas de forjado y mármol que había en los Bulevares y que ya ha desaparecido mientras mi madre explicaba al pequeño círculo el debate que nos traíamos ella y yo sobre el valor del tercer acto.
- Él encuentra doctrinario e inapropiado el alegato final de Woyzeck.
- ¿Y por qué lo sustituirías? -me preguntó el pintor, un hombre con unos ojos muy vivos, inquietos que, cuando se fijaban en uno parecía como si quisieran ver a través de suyo.
- Por lo que imagino que era la intención del autor: un juicio, un juicio en el que todos pueden exponer sus puntos de vista.
- Un debate civilizado, vamos, entre las ideologías enfrentadas en la sociedad de clases.
Sabía que aquella era una mala línea, que enseguida me dirían que los debates entre las ideas revolucionarias y las de las clases dominantes estarían siempre dominados por los esbirros de éstas, los intelectuales al servicio del capital y que el discurso de la clase revolucionaria es cierto porque va de consuno con la marcha de la historia, sin necesidad de contrastarlo con las fuerzas del pasado. Por eso, busqué un modo de zafarme de unos argumentos que conocía pero no me convencían. Así que dije:
- Y eso será si aceptamos que lo que dice Woyzeck es lo que podemos llamar "discurso de la clase revolucionaria".
Hubo un guirigay, alguno se encogió de hombros, como diciendo que no tenía arreglo. Mi madre me miró con una punta de asombro y dijo:
- Es el discurso del pueblo, de los de abajo, fíjate como lo tratan en la obra, lo que le pasa...
- Que sea el discurso del de abajo, del que se la juega no quiere decir que sea el discurso de la verdad. ¿No puede equivocarse el pueblo?
- No. -Oí a alguien decir con determinación sin que nadie pareciera escandalizarse. Por entonces no lo sabía; sólo más tarde he reflexionado sobre el dogmatismo y el fanatismo y he podido ver que son muy peligrosos porque quien los padece no suele darse cuenta de ello. Y el punto central de la creencia del fanático esprecisamente este, el de la infalibilidad de sus padres fundadores, sus profetas, caudillos o dirigentes. Y lo profundamente que la gente experimenta la necesidad de confiar en alguien se observa en esas creencias en la infalibilidad.
- Pues a mí me parece que sí y que en esta obra, el discurso que habría que escuchar es el de la única a la que no se le da la palabra, que es María, que a esa sí que le hacen faenas...
Vi que mi madre prestaba especial atención y supe que había dado en el blanco con un tema que le era especialmente querido pues sólo había algo de lo que ella estuviera más convencida que de los derechos del pueblo trabajador y eran los de las mujeres a emanciparse. Quizá hubiéramos podido explorar aquel asunto con más detenimiento pero intervino otro interlocutor, un escritor que había publicado una novela social que consiguió pasar la censura de milagro y se ganaba la vida dando clases de francés en un colegio privado pues era un profesor de media represaliado:
- ¿Nadie dice nada sobre el papel del doctor? Es una premonición de lo que luego harían los nazis: un tipo que experimenta con seres humanos para buscar pruebas para sus teorías más absurdas. Me ha parecido impresionante...
Luego la conversación fue por el lado de si podía hablarse de un carácter "alemán" del teatro. Otro comparó a Büchner con Brecht, muy en detrimento del primero, por supuesto y mi madre, a la que pareció que mi idea de la mujer había impresionado, acabó rebajando el carácter de Woyzeck de un representante de la razón en marcha de la clase trabajadora al de un pobre diablo asustado y apaleado como un perro por las clases dominantes, un miserable incapaz de comprender a su mujer y a la que acaba haciendo pagar sus humillaciones y frustraciones.
- Es que ahí hay un asunto de cuernos -dijo la esposa del pintor.
EL comentario fue como un tiro de salida para que todos quisieran decir algo. Sólo alcancé a mi escuchar a mi madre diciendo:
- Ese es el problema: en cuanto se habla de los cuernos hasta la gente más aguda y despierta pierde el sentido a favor de sentimientos muy primitivos. Me niego a aceptar la excusa de los cuernos. Siempre que se mencionan se quieren justificar los comportamientos más inaceptables. Woyzeck hace con su mujer lo que hacen todos los hombres con la suyas: asesinarlas y por eso el policía, fíjense bien, el policía, aplaude el asesinato de Woyzeck.
Era costumbre en el círculo de amistades de mi madre el trato de usted, pero muy cercanas que fueran las relaciones. Mirándolo en retrospectiva creo que aquel trato recíproco y la ausencia del tuteo, aparte de responder a la idea de mutuo respeto que aquellas gentes se profesaban era una forma de marcar distancias con el tuteo universal que el fascismo había impuesto en la sociedad española en donde era frecuente, si bien cada vez menos, oír a gentes que no se conocían de nada tratándose de "tú" y de "camarada". La intervención de mi madre suscitó nuevos comentarios de todo tipo, pero el pedestal de Woyzeck había sufrido un duro ataque.
Finalmente, la tertulia se deshizo citándose para el día siguiente en el mismo sitio, dado que seguía el festival de teatro de vanguardia con una obra de Ionesco, El rinoceronte, que estaban todos deseando ver, hacía relativamente poco que se había estrenado en París y varios habían leído ya.
De regreso a casa, paseando porque hacía una noche suave y templada, que invitaba a callejear fue cuando planteé directamente el asunto a mi madre. Le dije que hacía unos días que había ingresado en "el Partido" y que lo primero que habían hecho había sido ponerme en guardia contra ella a cuenta de la historia famosa. Se tomó unos segundos para responder, luego me dijo que le parecía bien lo que había, que a mi padre eso le gustaría y cómo me había tomado yo el asunto. ¿Cómo iba a tomármelo? Le contesté que estaba indignado, que no creía una palabra, que me parecía algo repugnante y le preguntéen qué circunstancias se había producido. Me dijo que no me lo tomara muy a la brava. No tenía muy claro por donde llegaba el infundio, sólo suposiciones porque esas cosas en "el Partido", del que seguía hablando con gran respeto, no se podían esclarecer nunca, y menos en las condiciones en las que se vivía entonces. Recordaba, sí, que en cierta ocasión, detenida en Gobernación, dos policías de la brigada social que la habían subido a uno de los despachos para interrogarla, se pusieron furiosos y amenazaron con violarla. Cuando la cosa se puso realmente fea, entre un tercer policía, al parecer superior a ellos que puso fin a la situación, despachando a sus subordinados y al quedarse con ella le hizo insinuaciones, tratando de obtener por otros medios lo que los dos anteriores amenazabn hacer por la fuerza, sin conseguirlo tampoco. Entonces parece que el policía le dijo que no había prisa, que se lo pensara, que él podía hacer mucho por ella y por su marido, también detenido y por toda la familia. Eran los años del hambre y el estraperlo y se pensaba que aquellos ofrecimientos tendrían el resultado apetecido. Pero no con mi madre. Luego ella calculaba que el policía hubiera puesto el bulo en marcha y habría encontrado la credulidad o la complicidad de algún "camarada del partido". No se me escapó lo de la "complicidad" y le pregunté si tenía idea de alguien en concreto y me dijo que sí, precisamente uno, "un responsable del partido" dijo, que había intentado con ella lo mismo que el policía y con idéntico resultado.
- Y es probable que ahí comenzara toda esa historia.
Me di cuenta de que le resultaba desagradable. Mi madre era una combinación explosiva: de ideas muy avanzadas en materia de costumbres y moral sexual (había ayudado a muchas amigas en asuntos de control de la natalidad por entonces prácticamente intratables en España) era de un comportamiento personal casi puritano, tenía una idea sublimada del amor y fue fiel a mi padre incluso después de separarse por desacuerdos sobre todo, especialmente en asuntos políticos. Preferí no seguir insistiendo. Tenía una versión convincente para mí y sólo pregunté qué le parecía que debería hacer con "el partido" y fue ella la que me dijo que no rompiera, que esos eran asuntos personales que no podían interferir con la lucha.
Habíamos llegado a casa, en la calle San Bernardo y lo dejamos allí. Yo volvería a acordarme de la historia en algunas ocasiones en los años posteriores, especialmente cada vez que me encontré con gente a la que en la Universidad se acusaba de ser confidente de la policía. El clima de clandestinidad y tensión en que se vivía en la lucha contra la dictadura hacía que estas acusaciones pudieran formularse de modo alegre y sin pensar en las consecuencias. Siempre me las tomé muy en serio, sin embargo, en atención a la experiencia que había tenido y me ufano de haber intercedido en más de una ocasión a favor de gente injustamente acusada, sometida a aislamiento y malos modos.
Al llegar a casa y consultar el correo, como hago siempre antes de dormir, me encuentro un mensaje de Esteban en el que me da las gracias por la conversación que hemos tenido y por haberle ayudado a recuperar intacto un recuerdo que guarda con mucha devoción. Añade que le gustaría que le hablase algo más de los aquellos años, de mi adolescencia y primera juventud, sobre los que sabe muy poco. Le contesto que cuando quiera, que qué más puede querer un abuelo que contar sus batallas de juventud y, como no tengo sueño, me sirvo un café y procedo a contarle una historia que tengo muy viva en el recuerdo, de cuando el general Eisenhower visitó a Franco en Madrid y yo fui a verlos.
(continuará)
(La ilustración es una viñeta de Aubrey Beardsley).