Interesante trabajo el de Petrucciani (Modelos de filosofía política, Amorrortu Editores, Buenos Aires, 2008, 1ª ed. en italiano, 2003, 281 págs.), docente de filosofía política en la Universidad La Sapienza de Roma. Se ve que lleva unos años dedicado a la disciplina y tiene experiencia, razón por la cual hace un tratamiento de aquella dividido en tres partes desiguales: una muy breve primera con cuestiones categóricas y definiciones, siempre enfadosas y de escaso lucimiento, una segunda con una sucinta y perspicaz historia del pensamiento político desde los griegos hasta Marx, y una tercera con el estado de la cuestión al día de hoy o, por mejor decir y ser justos con la fecha de publicación del original italiano en un terreno en que las ideas galopan, al día de ayer, precisión necesaria para quien se sienta tentado a criticar en el libro no lo que hay si no lo que no hay pero que pueda haber emergido en estos cinco años.
La parte introductoria se arranca concibiendo la filosofía política como una reflexión sobre el poder. Pierde aquí el autor dos buenas ocasiones: la primera, recordar que ya Karl Loewenstein, viejo maestro del derecho público alemán, de los que se lo sabían todo, la había definido de tal modo e incluso propuesto un nombre propio para ella: cratología que no ha hecho mucha fortuna. Una pena porque si en lugar de hablar de filosofía, ciencia o teoría políticas habláramos de Cratología, quienes nos dedicamos a esto suscitaríamos una respetuosa sorpresa en el auditorio, al menos hasta que éste averiguara qué quería decir el término. La segunda ocasión perdida es conectar esta definición "cratológica" de la filosofía política con las brillantes propuestas de Foucault (que se considera a sí mismo cultivador de dicha ciencia) sobre el poder cuya naturaleza expansiva y ubicua daría a la Cratología o a la filosofía política el mayestático lugar que le asignaba Aristóteles de ser una ciencia superior y omnicomprensiva. En cuanto a la definición de política Petrucciani se remite a la de Sheldon Wolin que, como bien se sabe, señala que es actividad para buscar una ventaja relativa en un contexto de escasez, provocando en consecuencia cambios sociales (p. 30). No acaba de convencerme y, puestos a buscar en los Estados Unidos, prefiero la de David Easton, todavía más descaradamente economicista: "Autoridad para asignar recursos escasos entre opciones alternativas".
La segunda parte abarca los casi dos mil cuatrocientos años de pensamiento político occidental (europeo sobre todo) sin mención alguna a otros posibles pensamientos no occidentales. Como suele suceder en este tipo de elaboración histórico-reflexiva, al ser italiano el autor, trata la materia manejando sobre todo bibliografía italiana y situando los problemas en el marco del debate en Italia. Lo mismo hacen los estudiosos franceses con lo suyo, los alemanes o los ingleses. Los únicos que no proceden así son los españoles pero no porque atiendan al carácter cosmopolita y multicultural del pensamiento político sino porque no hay una línea consistente filosófico-política española; igual que no la hay filosófica a secas de importancia comparable a las de los otros países. Es lamentable decirlo pero en casi todos los campos del pensamiento y la erudición, España es una cultura traducida, que bebe de fuentes foráneas. A cambio, como se traduce casi todo (aunque a destiempo, para compensar), el país se convierte en un crisol de tradiciones culturales y los estudiosos "nacionales" de casi todas las disciplinas suelen tener una veta extranjera, habiéndolos afrancesados (de gran tradición en España), italianizantes, germanófilos y últimamente, como resultado del poder del Imperio, amigos del "primo americano".
Desde la dicha perspectiva Petrucciani trata con concisión y buen juicio a Platón y Aristóteles y se centra luego en las relaciones ente la Iglesia y el poder político, prácticamente hasta le Edad Moderna, cuando después de muchos conflictos tan aparatosos como la "Guerra de las Investiduras", la aparición de pensadores como Juan de Salisbury y Guillermo de Occam, zanjó la polémica de la plenitudo potestatis en perjuicio de las pretensionas papales. El golpe de gracia llegaría después, cuando Lorenzo Valla demostrara que la translatio imperii invocada en la Donación de Constantino era como el timo de la estampita.
La Edad Moderna comienza con las tesis contractuales en cuyo debate el autor examina con gran acierto el pensamiento de Hobbes, Spinoza, Locke y Rousseau, hasta la víspera misma de la Revolución francesa. Siendo todo lo habitual, me ha gustado la incidencia del autor en la importancia que tiene la propiedad privada en el pensamiento de Locke, hasta el punto de que es este filósofo y médico inglés quien formulará la teoría del valor-trabajo, adelantándose a Marx, ya que el valor es el que adquiere la propiedad a través de la incorporación del trabajo del propietario (p. 105). De Locke interesa reseñar aquí asimimo el hecho de que acepte el derecho de resistencia. De Rousseau se señala con acierto su lugar intermedio entre Locke y Hobbes, se pierde una vez más la ocasión de aclarar las incertidumbres de la "voluntad general" y se le acredita con el desdoblamiento del contrato (al que, por cierto, Petrucciani considera hipótesis "contrafáctica") en pactum unionis civilis y pactum subjectionis (p. 122) que luego elaborará Kant, cuya teoría pactista arranca, como es bien sabido, de su brillante idea de la insociable sociabilidad de los seres humanos.
La Revolución francesa inaugura la última etapa del recorrido histórico y el solo elenco de los pensadores que el autor trata revela mucho de su posición política: Benjamin Constant, Alexis de Tocqueville, John Stuart Mill, Hegel y Marx. Constant es un adelantado del voto censitario (p. 141), de Stuart Mill se subraya su solidaridad con el pensamiento socialista y cartista (p. 151). La exposición de Hegel es clarificadora, sobre todo al dar la composición por estamentos (Stände) del Estado, en lugar de limitarse a coronarlo como la culminación de la eticidad (p. 163). Marx cierra el ciclo moderno, habiendo puesto a Hegel sobre los pies pero, al ser el libro de 2003, el autor ha perdido una ocasión de oro de tratar la relevancia del pensamiento marxista a la vista de la renovada crisis del capitalismo que el filósofo de Treveris daba por segura, como ha llegado a hacer hasta un obispo bávaro (p. 165).
La tercera parte del libro consta de tres capítulos que encuentro muy desiguales. El primero, sobre los conceptos contemporáneos de libertad es metódico y clarificador, al tratar las tres doctrinas políticas imperantes de liberalismo, socialismo y democracia como formas distintas de entender la libertad. El siguiente que el autor llama "una confrontación de teorías políticas" versa en lo esencial sobre la obra de John Rawls, probablemente el filósofo político más importante del mundo en el último tercio del siglo XX. La exposición de la Teoría de la justicia es ortodoxa pero, como no se coteja con el posterior Liberalismo político, donde Rawls matizaba algunos de sus puntos de vista, no es completa. Sí se refiere Petrucciani a los otros filósofos políticos finiseculares, todos ellos en una especie de diálogo con Rawls, empezando por quien se consideraba su más seria alternativa: Robert Nozick (p. 218) y su concepción del "Estado mínimo" y siguiendo por los comunitaristas, Walzer sobre todo y Michael Sandel, a quienes Petrucciani tiene muy bien cogida la medida (p. 221). No tanto a Habermas ni a Foucault, cuyas exposiciones me han parecido algo confusas, aunque quizá sea porque es imposible sintetizar pensamientos tan ricos y matizados en un puñado de cuartillas. Termina esta parte con un capítulo felicísimo que demuestra que el autor es hijo de su tiempo, de perspectiva de género, de feminismo actual de muy conveniente lectura, tomando pie en las obras de Luce Irigaray y Carol Gilligan.
Por último Petrucciani aborda cuestiones litigiosas de la actualidad sin cortapisas, lo que es de acradecer aunque no siempre sea sincero. Piensa el autor que la filosofía política debe moverse en un terreno intermedio entre Rawls y Habermas sin que quede muy claro por qué (p. 245), salvo la vieja idea de que, cuando dos chocan, el tercero sale beneficiado como mediador o superador de enfrentamientos (p. 245). Insiste en que no es posible hoy concebir la política como el enfrentamiento schmittiano de amigo/enemigo (p. 258) pero me preguntó por qué no cuando Schmitt es punto de partida de buena parte de la filosofía política contemporánea, como Agamben o Toni Negri. Aborda luego el autor la cuestión de la globalización de modo consistente, sistemático y con bastante acierto y cierra su obra con un capítulo sobre bioética y biopolítica que no me parece especialmente inspirado.
En conjunto es un libro muy conveniente para quien quiera orientarse en el laberinto filosófico político de hoy y tiene algunos momentos brillantes en el tratamiento de la parete histórica que tampoco hubiera pasado nada si no apareciera.