dimarts, 9 de desembre del 2008

Caminar sin rumbo (XXIII).

Formas de salir del armario.

Viene de una entrada anterior de Caminar sin rumbo, la XXII, titulada Ciborgs.


Salí de la estación y me zambullí en un taxi dándole la dirección del círculo cultural que, cómo no, estaba en el barrio gótico. El taxista era un extremeño viejo que se pasó el trayecto hablando pestes de los catalanes. Pestes entreveradas de no vaya Vd. a creer que yo soy anticatalán, qué va, que la España de charanga y pandereta tampoco me va y reconozco las cosas buenas de los catalanes, que las tienen, no crea. Y volvía a cargar contra ellos por agarrados, insolidarios, muy suyos, que sólo saben hablar en ese churriburri chuchurrío que tienen como lengua.
El atardecer era muy agradable, la circulación no muy densa y daba gusto ver a la gente por la aceras de aquella ciudad tan viva, con tanto movimiento, tan colorida y entremezclada de públicos. De todas formas si el estar el día entero dando vueltas a la angustiosa pregunta por el ser nacional es característico de los españoles, los catalanes y los vascos son los más españoles que hay en la península porque además están absorbidos por el sentido de una segunda esencia, la vasca y la catalana. Por más que muchos digan que no tienen nada, res de res, de españoles, es claro que no es lo mismo ser catalán/francés (o vasco/francés) que catalán/español (o vasco/español) y quien asegure que los dos primeros no son genuinos vascos o catalanes porque tienen mucho de francés tendrá que demostrar que no pasa lo mismo con los segundos y "lo" español. Y es claro que pasa por cuanto lo que distingue a los independentistas vascos y catalanes es el rasgo típicamente y quizá neuróticamente español de estar preguntándose permanentemente por el "ser y el quién de los españoles" o de los catalanes o vascos; táchese lo que no proceda.
Pagué al taxista que por nada del mundo quería regresar a Don Benito a pesar de todo porque ya tenía hijos y nietos catalanes, más catalanes que los catalanes y pasé al círculo cultural que estaba muy cerca de la catedral de Santa Eulalia, que es la verdadera catedral de Barcelona aunque en eso que se llama el imaginario colectivo acabe siéndolo la Sagrada Familia. Habrá quien diga que es lógico porque son los dos estilos arquitéctónicos internacionales en que Cataluña y Barcelona han marcado una impronta más acusada, el gótico y el modernismo. Como además la iglesia gótica tiene una fachada neogótica del XIX, también habrá quien diga que no se pierde nada con una traslación de la Seu. Es claro que si a una catedral gótica de cierto empaque le quitamos la fachada todavía le quedan muchas cosas dignas de admiración, sin duda, la nave principal, el crucero, el ábside, el transepto, el cimborrio, la bóveda, el coro, etc incluso, como es el caso, el claustro con sus trece gansos blancos, en honor de la santa bienhablada. Pero hemos de admitir que la fachada es un punto importante y si recordamos que se empezó a construir en el mismo año que la Sagrada Familia, 1882, ya no resultará tan disparatado que sean intercambiables; hasta se parecen.
La sala en la que se presentaba el libro que se llamaba Sobremesas no era muy grande y estaba abarrotada. Suele pasar. Quienes organizan este tipo de actos, si no están seguros de la audiencia, preparan locales angostos porque prefieren que haya gente de pie, que da sensación de triunfo, en lugar de sitios más espaciosos con abundantes claros en el auditorio. De todas formas era una precaución inútil tratándose de Ovidi, un presentador conocidísimo de un canal catalán que ahora llevaba unos meses apartado, trabajando en un programa nuevo, experimental, mezcla de varietés, reality show, talk show y Magazine. Por supuesto, el Magazine se lo comía todo y uno conseguía hablar sin mezclar término romance alguno. El libro eran entrevistas que habían salido en antena en los últimos tres o cuatro años, las que más éxito habían tenido, una de un obispo, otra de un general que fue muy sonada porque, a continuación, el militar pasó a la reserva y, por supuesto, políticos, gente del espectáculo, la cultura, etc. Con razón estaba la sala llena porque, además, como ni Dios se fiaba de Ovidi y de lo que pudiera decir en el momento menos pensado, querían estar allí para neutralizar cualquier ataque. Hacia unos años que el presentador había salido del armario. La noticia se había comentado mucho en los medios; el propio Ovidi acudió a un par de espacios del corazón a explicar su caso. Pero si alguien pensó que aquello haría que su programa perdiera audiencia se equivocaba porque, muy al contrario, la ganó. Los barceloneses le mandaban mensajes de simpatía y apoyo y les encantaba preguntarse unos a otros:
- ¿Te imaginas un presentador gay en Madrid?
- Coño, hay muchos.
- Sí, pero que lo hayan dicho, que hayan salido del armario: ni uno. No se atreven.
Se confirmaba la imagen autocomplaciente de Cataluña la avanzada, la rompedora de España mientras que el resto del país arrastraba el botijo. Una imagen muy cultivada en el programa de Ovidi, el anterior, una especie de revista de actualidad que adquiría un tono especial cuando la actualidad versaba sobre cuestiones de los homosexuales, su derecho a contraer matrimonio y llamarlo así o no, su derecho a adoptar niños o no, su derecho a manifestar públicamente su sexualidad o no. Siempre que se planteaba alguna de estas cuestiones el presentador se trasmutaba en una especie de cáustico Voltaire que abogaba por los derechos de los homosexuales y fustigaba sin piedad los puntos de vista de quienes se se oponían a ellos, los conservadores y los eclesiásticos principalmente.
La sala estaba repleta de intelectuales, periodistas, celebridades, todos catalanes, con algún que otro meteco como yo mismo, infiltrado en las filas de Sant Jordi, y Ovidi estaba hablando de los casos de pederastia en la iglesia de los Estados Unidos, suscitando risas de aprobación. Estaba sumándome a ellas cuando alguien me tiró de la manga y me encontré con mi amigo Luján, un médico pediatra también homosexual que se había trasladado a vivir a Barcelona para estar con un novio que era del Raval. Se me ocurrió pensar que en aquel acto, además de los entrevistados del libro, habría muchos gays, quizá la Barcelona gay porque esto de saberse miembro de una minoría une mucho a la gente. De pronto uno descubre que un rasgo que hasta cierto punto lo define es socialmente minoritario y adquiere uno repentina conciencia de minoría y lo primero que hace es buscar a los iguales para formar piña con ellos. Los homosexuales, como los ludópatas, los alcohólicos, los ricos, los literatos, los devotos y los amantes del pan candeal tratan de sentirse arropados, buscan oídos amigos, el calor de la comprensión y el aliento. Quién sabe si el amor de su vida. Luján estaba encantado de verme y hacia unos aspavientos a los que contesté como mejor pude sin incomodar a los demás asistentes y quedamos en seguir juntos luego del acto.
Cuando éste terminó, el público se abalanzó sobre Ovidi libro en mano a conseguir una firma. Luján me regaló un ejemplar y me empujó a hacer cola para lo mismo. Al verme, Ovidi se levantó, me dio un abrazo, un gesto algo exagerado para nuestro grado de trato y, dirigiéndose a los más próximos, dijo:
- Ya véis: hasta los españoles vienen a verme.
Es verdad que Cataluña y España (o el resto de españa, como dicen quienes no quieren alentar la idea de que Cataluña no sea España) viven bastante de espaldas la una a la otra. Más España que Cataluña que mira mucho a la primera, sobre todo hacia Madrid, en donde espera encontrar siempre la confirmación negativa de su superioridad intelectual; algo así como cuando Weimar hablaba de Berlín. Lo mismo sucede con los vascos que también tienen a Madrid como punto de referencia si bien, quizá por su temperamento más religioso y hasta un poco meapilas, el equivalente de Madrid no es Berlín sino Sodoma y Gomorra.
- Los españoles- dije, esperando sonar como un Tercio de Flandes convincente-. Aman descubrir tierras vírgenes.
- ¡Uy, virgen!- exclamó Ovidi. Y rompió a reír.
Era un tipo delgado, como estirado, pero no estirado en el sentido de tieso (todo lo contrario, era muy acomodaticio) sino en el sentido de alargar, extender, como si lo hubieran dado de sí con alguna máquina, de forma que parecía que el cuello era demasiado largo con relación al rostro y el rostro tenía forma de pera que se prolongaba en el cráneo desde el que se lanzaba en agudas puntas fijas por la gomina un cabello negro brillante. Tenía gestos lánguidos, era de sonrisa fácil y acogedora y en su miraba lucía un punto de burla. Me preguntó qué hacía allí. Le dije que nada, que pasaba por casualidad y volvió a reír, dando palmadas sobre la mesa.
- ¿Vas a quedarte un tiempo?
Le dije que no lo sabía, que no tenía planes y lo captó al instante:
- En busca de ti mismo, ¿eh?
La verdad es que no se me había ocurrido y el hecho de que me lo definiera de forma tan abrupta me molestó un poco, me pareció una simplificación, una trivialización del sentido místico, trascendental de mi viaje sin destino. Pero no supe qué decir porque bien pudiera tener razón y con aquel viaje lo único que hacía era tratar de encontrarme.
- No te preocupes- añadió-. Le ocurre a todo el mundo en algún momento de su vida. Es muy típico de la crisis de la mediana edad. Los críos han crecido y no me necesitan; al cónyuge le huele el aliento a tabaco (y eso si todavía hay cónyuge), en el trabajo no hay más que imbéciles que sólo hablan de fútbol, los amigos están todos gagá perdiendo el culo detrás de las jovencitas y a ti, pobre peregrino del dharma, sólo te queda echarte el hatillo al hombro y darle al coche de San Fernando.
Había más gente en la cola que estaba impacientándose así que echó una ojeada a Luján, me alargó una tarjeta y me dijo:
- Llámame mañana por la mañana y quedamos. Estoy pensando que tienes una entrevista. Ya lo hablamos.
Camino de la puerta Luján me preguntó si iba a llamarlo y a aceptar la entrevista. Le dije que sí a ambas cosas. Todo dependía de lo que pagara. Le teoricé que llega a un momento en la vida en que uno sólo se entrega a una o dos cosas que le interesan por encima de todo, por las que está dispuesto a vivir y a morir; el resto, tiene un precio. ¿Por qué no?
- ¿Eso incluye la amistad, el amor?
- ¿Cómo?
- Que si la amistad y el amor también tienen un precio.
- Todo, te lo he dicho. Todo lo que no sea aquello a lo que hayas decidido entregarte (que también puede ser la amistad o el amor o puede no serlo), todo tiene un precio.
- Y ¿qué es lo que no tiene precio para ti?
- El entender.
- ¿El saber?
- No, el entender.
- ¿Cómo el entender?
- Sí, es muy sencillo: el entender, el comprender por qué pasa lo que pasa, por qué somos como somos, actuamos como actuamos y decimos lo que decimos.
- O sea, el saber.
- No, no, el saber tiene un elemento de acumulación de conocimiento pero no de comprensión profunda de las cosas y las gentes. El saber es cosa de la razón; el entender también, pero también cosa de la intuición, como en Bergson, de la empatía, de eso que llaman los filósofos el Verstehen y que es lo que es entender o comprender. Algo a lo que se puede llegar de muchos modos, por ejemplo viajando y encontrándose con viejos amigos.
Luján, que no era estrictamente hablando un "viejo amigo", sino un conocimiento que quizá se sintiera próximo por nuestra común condición de transterrados en este país de infieles lingüísticos, me cogió del brazo y me sacó fuera del local en donde Ovidi continuaba firmando ejemplares de Sobremesas entre un corro de admiradores y haciendo comentarios sarcásticos sobre todo acerca de la Iglesia católica y los curas que seguían levantando risas de celebración. Al día siguiente las páginas culturales de los periódicos catalanes o con sección catalana, darían cuenta del acto y comentarían los frecuentes ataques de Ovidi a la jerarquía y sus despiadadas críticas a la pederastia universal del clero. Y en un rincón perdido de Santa Coloma de Gramenet, una joven oficinista en una fábrica de aluminio con un problema de estrabismo mandaba decir una misa solemne en la iglesia mayor en desagravio por los pecados del mundo pero pensando exclusivamente en Ovidi.
Aunque le insistí en que fuéramos a Els quatre gats, Luján me llevó a un restaurante de las ramblas en donde encontramos mesa porque era amigo del maître. Me preguntó qué hacía allí con la mochila a cuestas, quiso saber en dónde pasaría la noche, ofreció su casa y no admitió excusas. Además podía quedarme unos días. Era seguro que Willy estaría encantado. Willy se llamaba el novio con el que vivía y con el que estaba pensando casarse, aunque no lo sabía; no las tenía todas consigo y ahí, en los entremeses del pa amb tomaquet, empezó a desgranar una historia de compleja convivencia que lo tenía absorbido y cuyo punto fundamental venía a ser que Willy estaba empeñado en adoptar un niño, cosa que él no sabía si era o no legal y que, además, le fastidiaba un montón porque veía que el asunto era una maniobra del otro para cargarle a él con el mocoso y dejarlo metido todo el santo día en casa.
Lo que hace obvio que los homosexuales son iguales que los heterosexuales (igual de listos, de tontos o de lo que sea), que les pasa exactamente lo mismo que a estos en la convivencia: es una relación generalmente de dominación, salvo si uno de los dos consigue evadirse a una región propia, exclusiva, no compartida con el otro y que se manifiesta como tal pues siempre hay uno que quiere decidir por el otro, organizarle la vida y decirle qué tiene que hacer y decir. Amor, celos, pasión, indiferencia, abandono, injerencia, egoísmo, altruismo, no hay nada en una relación heterosexual que no lo haya en una homosexual. Al final de los postres Luján que era un hombre sanguíneo con una calva pronunciada, una nariz protuberante a caballo sobre un bigote encrespado y unos ojos saltones como perpetuamente asombrados todavía estaba preguntándose cómo conseguir que aquel majadero de Willy comprendiera que una relación satisfactoria tiene que ser entre iguales, que ninguno de los dos trate de dominar al otro y que no se apliquen estereotipos de sexo ni se hagan maniobras de acoso. Quienes viven en algún tipo de relación acaban muy influidos por ella y hasta pierden de vista el mundo exterior. En mi caso tenía una experiencia bien a mano. En una temporada en la cárcel de Carabanchel, en la galería de políticos, me tocó hacerme cargo de la enfermería por no otra poderosa razón que porque había sido enfermero en el servicio militar, condición que allí se me había otorgado después de un cursillo de un mes de agosto en un cuartel de Hoyo de Manzanares en el que todo lo que hice fue pinchar almohadas con una jeringuilla. Como enfermero tenía a la galería de menores (la cuarta) a mi cargo, en donde no había menores, pero sí juveniles, y mi cometido consistía en averiguar cada día quién tenía qué achaques y, a una hora convenida, llevarlos al botiquín a que los viera el médico. Uno de los achaques que me encontré en la cuarta (no en la sexta) era el de los chavales que querían "derrotarse". "Derrotarse" equivalía al "salir del armario" en aquellos años negros de la dictadura y en la cárcel, cuando se consideraba que la homosexualidad era un ¡delito! Los chavales que se "derrotaban" se confesaban homosexuales, con lo que adquirían el derecho a ser transferidos a la galería tercera, en donde estaban los gays. En algunos casos la "derrota" era sincera porque el chaval era homosexual. En muchos otros era mentira, pero una mentira que los sacaba de la cuarta galería donde vivían en condiciones de abandono y penuria y entraban en la galería tercera, con un poco de suerte se buscaban una pareja y subían de nivel de vida ya que en la tercera (el llamado "Palomar") como en la sexta (políticos) reinaban principios de comuna en que todos compartían todo con todos; incluso más los gays que los políticos, pero de eso hablaré en otro momento. Todo lo que quedaba por averiguar era si el "derrotado" iba como "dante", como "tomante" o como de doble condición y, aclarado este extremo, se procedía a transferir al recluso quien, con un poco de suerte, entraba en una relación que, como todas, sería de dominación, que lo absorbería, justificaría su existencia y lo envolvería en una especie de burbuja, aislándolo del mundo exterior -quizá por su bien quizá por su mal- como lo estaba Luján del suyo.
Al llegar a su casa, un amplio edificio de enorme portalón que daba a un extenso patio interior, le ofrecí la ocasión de retractarse de su oferta pues siempre podía encontrar un hotel ya que no era muy tarde. Insistió en que subiera y me decidí.
(Continuará).
(La imagen es el número siete , titulado Ansiedad de la serie Historia de un guante, de Julius Klinger).