Vueltas del camino.
Las vueltas del camino son como las del alma, que nunca sabes a dónde llevan pero siempre te devuelven no al camino sino a tu camino. Tomas una, comienzas a andarla en un estado de ánimo pero el trayecto te trae a la memoria un recuerdo. O un propósito, que no siempre el espíritu se va al pasado; al contrario, muchas veces se va hacia el futuro. Al menos es lo que se dice de los jóvenes, que como tienen más futuro que pasado, tienden hacia él por él atraídos como los incautos marineros por los cantos de las sirenas. Claro que lo mismo pasa con los viejos, que como tienen más pasado que futuro, tienden hacia él igualmente atraídos por los mismos cantos de las mismas sirenas porque si fueran más viejas sus cantos no sonarían igual, qué duda cabe y he aquí por qué los viejos pierden su capacidad de encandilar pero no de encandilarse. Hay quien dice que lo mejor es ser viejo y tener futuro, supuesto que lo mejor coincida con la idea tan general de que hay que tener más, tener más, más de lo que sea, en este caso futuro o pasado o ambas cosas a la vez. Porque puede uno pensar no sin cierto motivo que sea mejor tener menos o, incluso, no tener nada. Hay un montón de religiones y filosofías ensalzando el no tener como la condición de la plenitud y hasta de la felicidad. Y esto no solamente se presenta como cierto por el acendrado amor del hombre a lo paradójico, sino por la profunda convicción de que esa propuesta es verdadera y es buena. ¿Y por qué habría de ser así? ¿Puede haber algo indudablemente verdadero, algo indudablemente bueno? También podría decirse lo contrario pues en estos asuntos de la voluntad humana no puede haber fórmula única, excusado es ya decir del gusto que hasta tiene refrán: "en cuestión de gustos...", etc. Por supuesto que habrá quien diga que de ningún modo y que lo mejor, la felicidad, la plenitud, el contento y hasta la gloria esté en poseer, en tener, en acumular, en poder bañarse uno en las cosas o lo que sea que haya acumulado, dineros, tierras, joyas, títulos de la deuda...; y quizá no sólo cosas sino también intangibles, como penas, recuerdos, propósitos y voluntades. Por ejemplo, puede haber acumulado fama, fama de santo, de santo por haber renunciado a todo, así como Simón el estilita que se pasó más de cuarenta años sobre una columna que empezó siendo de cuatro metros de alto y terminó siendo de diecisiete; que ya son metros. Y todo para no hablar con nadie, no tener nada, carecer de todo. Claro que ahí es precisamente en donde los partidarios de la plenitud gracias a la nada anudan señalando que, en efecto, es talmente como lo ponen de ejemplo los otros: San Simón no necesita nada porque lo tiene todo, que es Dios, para adorar al cual vive cada segundo de su existencia. A mí el ejemplito me repugna un poco no por lo que supone sino por la figura en que se materializa. Desprenderse de todo para quedarse sólo con Dios me parece cosa poco apetecible porque no creo en su existencia; pero no me cuesta nada decidir que Dios significa algo distinto para cada ser humano, que Dios es el nombre que damos a todos los dioses o lo que cada cual reputa como tal: el saber, la perfección, el dominio, la piedad; formas distintas de la entrega de cada cual a las que por convención podemos considerar los dioses particulares. Y todos los dioses se funden en un único Dios en donde ancla la cuestión de los universales que no tiene salida, razón por la cual tampoco la tiene la cuestión que al planterse dio origen a esta vuelta del camino de si es mejor la juventud que la vejez. Porque hay que ver qué irritante es esa sabiduría convencional de que "todo tiene partes buenas y partes malas". Irritante supongo que por verdadera, como la del "cristal con que se mira" que también es muy cierta y ahí también se distinguen jóvenes de viejos por cuanto los primeros no llevan cristal pero dicen que lo llevan (y es como si lo llevaran) y los viejos llevan cristal pero dicen que no lo llevan (pero no es como si no lo llevaran) que tanto da lo uno como lo otro. Y si tanto da es tambien igual que a la primera vuelta del camino te salga un recuerdo o un propósito, el pasado o el futuro, todo te absorbe por igual o mejor dependiendo de cómo seas. Hasta para distraerse hacer falta tener propósito. Si te empeñas en apartar los reclamos, los cantos de sirena, si haces oídos sordos y ojos ciegos a los estímulos y te obstinas en concentrarte en cuándo se verá la salida de la vuelta, quizá lo consigas y veas la salida de la vuelta cuando los dioses sean servidos. Pero si te dejas llevar, nada tiene de extraño que pierdas de vista el camino. El pasado tiene la fuerza magnética, la capacidad de absorción que posee el Maelstrom en el relato de Poe, pertenece a la región de las sombras, de lo obscuro, del pasado, del olvido y la memoria que son en esto la pareja de guerreros que siempre da sentido al quehacer humano, ya que la vida humana, me parece, es una permanente batalla entre dos elementos, los seres humanos sólo nos entendemos como entidades binarias, bueno/malo, dentro de la cual late un combate; día/noche, un conflicto permanente; alegría/tristeza, una mutua negación; vida/muerte, la exclusión de la una por la otra; guerra/paz, la oposición de ambos; cautiverio/libertad, a imposinilidad de conciliarse; y hoy día cero/uno, la negación recíproca de la que sin embargo mana toda la información actual y venidera. La pelea a muerte es que allí donde el olvido quiere borrar el recuerdo la memoria pretende resaltarlo, fijarlo, darle luz. La memoria es un rayo de luz y el olvido la oscuridad. La pelea es desigual porque la oscuridad no esta determinada sino que mora en su reino infinito en el que el rayo de luz de la memoria se proyecta. Sólo aquí funciona éste como un San Jorge atacando al dragón. En el reino de la luz, el rayo no se ve. El rayo de luz tiene vida, es finito, mientras que la oscuridad es eterna y se sabe vencedora a largo plazo. Pero eso a la memoria no le importa y lo mismo sucede con el futuro que también tiene una vis atractiva muy fuerte, el alma tiende a lo alto porque lo intuye infinito, a diferencia de la tierra que la llevamos pegada a los pies y por eso se elevaron las catedrales góticas y esas otras catedrales del siglo XX que son los rascacielos, el impulso hacia arriba que absorbió a Elías en un carro de fuego y allí es el reino de la luz y en él penetra el propósito formulado en cualesquiera de los afanes del ser humano: la sabiduría, la felicidad, el amor, la riqueza, la venganza, la amistad, todo lo que la persona pretende alcanzar como parte de su anhelo vital. Empero el reino de la luz es tan absoluto en su elemento como el de la sombra en el suyo y en él queda uno cegado, deslumbrado, sin alcanzar a divisar aquello que anhela ni como forma ni como idea. La vuelta al fin se termina y uno comprende que sigue en el camino que había emprendido en el viaje a ninguna parte que, por su propia naturaleza, está lleno de desviaciones, atajos a los que se da vueltas, como dice el poeta, altos y bajos. Y momentos de descanso porque bien se echa de ver que el desplazamiento, el viaje, tiene su esfuerzo físico y psíquico. Pensar puede cansar, según y cómo, por eso la mayoría de nosotros nos tomamos eso del pensar como el viaje a ninguna parte. Pensamos; no sabemos por qué pensamos y tampoco para qué. Eso es un viaje a ninguna parte. Pensamos en el ahora mismo, en este trozo concreto del camino, con un recuerdo de reciente pasado, lo suficiente para no preguntarse de dónde ha salido la última notificación de correos y una previsión de un futuro inmediato, mejor o peor organizado en una agenda, lo suficiente para saber qué atuendo nos pondremos al salir a la calle. Y esto es lo que nos permite reconocer el camino cuando la vuelta termina y te ha dejado en donde esperabas que te dejara sin necesidad de cuestionarlo. Y cuando reconoces el camino, te reconoces a ti mismo y te reencuentras con tu alma que tiene vueltas, giros a veces sorprendentes, recovecos inesperados pero acaba siempre (o quizá no siempre; no sé bien cómo lo tienen los locos) por revelarse como tuya; y no sólo como tuya, sino como tú mismo, te identificas como yo, el yo que no está quieto, no para de caminar, pero no va a ninguna parte porque no hay parte alguna a la que ir ya que todas las posibles las lleva uno dentro.
(La imagen es una litografía de 1878 de título Gran globo cautivo).