dimarts, 28 d’octubre del 2008

Caminar sin rumbo (V)

NOSOTROS MISMOS

Cuando uno emprende un viaje, íbame diciendo para mi santiguada, es que uno quiere encontrar algo. Viajar es buscar. Quien tiene todo lo que quiere, ¿para qué va a viajar? ¿Para encontrarse lo que no quiere? Hace muy bien quedándose en casa o donde sea que esté (digo porque Boecio no estaba propiamente hablando en su casa pero le daba igual y no necesitaba nada más para ser feliz) y no poner en peligro su beatífica quietud. Pero es que se me hace cuesta arriba creer que alguien pueda decir que tiene todo cuando pudiera desear. Es más, no creo haber oído a nadie hablar en tales términos, por eso seguimos siendo una especie viajera. Vean ese millonetis ruso que ha pagado no sé cuántos millones de dólares por darse un rulo de ocho o dez días por el espacio exterior del planeta. Ese sí que es un viaje desinteresado puesto que no produce ningún beneficio material y, al contrario, cuesta una pasta.

Pero todos envidiamos al millonetis. Yo cuando menos. Me gustaría ver el planeta desde el espacio exterior y ver el espacio exterior y lo que por allí se vea. Así que he aquí ya un anhelo suficientemente fuerte para poner a uno en camino pues siempre hay algo que buscar, que ver, que encontrar y conocer.

Lo que más claramente buscamos las gentes me parece es a nosotros mismos. Cierto que uno va admirando paisajes nuevos, otros tipos de árboles, de arbustos al borde de los caminos, de edificaciones. Depende de por dónde vaya uno y en qué. Por ejemplo, yendo en coche, ¿han reparado en que en muchos pueblos de Los Monegros los edificios están hechos con la piedra del lugar y tienen el color de ceniza cárdena de la zona? O bien va uno pendiente de uno mismo, de lo que lo ocupa y hasta preocupa y entonces no ve árboles ni matorrales ni edificaciones. Sólo ve aquello en lo que va pensando que a su vez puede ser un paisaje en el que él aparezca no como pensador, sino como pensado. Buscándose uno consigue verse a sí mismo desde fuera, como lo ven los demás, como si fuera un personaje.

Ese es el intríngulis de ese extraño territorio del arte que es el autorretrato, género en el que sobresale la pintura, que es el arte más apropiada para él; no hay autorretratos en música, muy escasos en escultura y tampoco muchos en literatura. Porque en literatura los autorretratos son las memorias, los recuerdos, las autobiografías. Todas ellas formas del autorretrato narrativo, en las que el autorretratado se considera como producto del paso del tiempo mientras que en la pintura el autorretrato es una visión simultánea, no hay narración ni paso del tiempo, salvo en la comparación de dos autorretratos en momentos distintos. Rembrandt tiene muchos de estos

¿Qué es el autorretrato? La imagen que el artista quiere dar de sí mismo avalada por el hecho de que es él mismo el que la ha pintado o grabado. Esta visión subjetiva tiene crédito porque se supone que uno de los que mejor conocen a alguien es ese alguien mismo y si él se ha pintado así o asá, será porque ve las cosas así o asá. O quizá no. No nos importa ya que como creyentes en la idea de que la verdad es producto de subjetividades acordadas en algo, lo esencial es que haya una imagen nuestra vista por nosotros. Luego cada cual ve a su manera y según sus reglas.

El autorretrato de Jean Fouquet, un grabado en cobre dorado y esmalte negro de 1450, una miniatura con forma de medallón que se encuentra en el Museo del Louvre en París nos revela el rostro del pintor más importante de la época como él se veía a sí mismo o, cuando menos, quería que los demás lo vieran. El hombre nos mira y desvía la mirada al mismo tiempo, lo suficiente para que se vea que ha sido pintado por otro que lo veía desde fuera de él que es el que le permite hacer su obra mirando después a las sucesivas generaciones de visitantes que pasaron y pasarán ante el autorretrato de Velázquez en Las meninas.

Este hombre que mira de esa manera pintó también el díptico titulado La Virgen y el niño cuyo fascinante panel derecho vemos aquí. Que vaya Virgen. El díptico estuvo originariamente en el convento de Melun pero hoy, ya desmembrado, la tabla derecha está en el Museo Real de Bellas Artes de Amberes. La Virgen es en realidad un retrato de la amante del Rey Carlos VII (el de Juana de Arco) Agnès Sorel. ¿Hay alguna relación entre el hombre que nos mira desde el medallón en miniatura y el díptico de Melun? Supongo que sí pero no sé cuál. Hay que tener algo en la cabeza para pintar así a la Virgen en un país católico a mitad del siglo XV. Y hacerlo además con la riqueza de colores y limpieza de formas de las ilustraciones de libros de la época. Es el caso, además, que en el panel izquierdo del díptico (que está ahora en Berlín) el retratado no es Carlos VII sino Etienne Chevalier, tesorero de Carlos VII. Me gusta especular sobre la relación entre estos dos que debía de ser algo más que mercantil por cuanto el tesorero de Carlos VII está venerando a la Virgen. Quizá fue un díptico que Chevalier encargó para su consumo privado. T´ngase en cuenta que el retrato de Agnès Sorel es póstumo cosa a la que parece aludirse con el blanco marfil y la posición del óvalo de la cara de la Virgen. Aun así, según leo en el museo en la Web que es la Ciudad de la Pintura Johan Huizinga decía en El otoño de la Edad Media que hay una mezcla de religiosidad y sensualidad en la tabla muy turbadora. Bien cierto y por eso tiene uno deseos de ver al artista que pintó esta Virgen y, si es posible, verlo con sus ojos, como nos aparece en el medallón. Ahora sí intuye uno que este hombre podía pintar aquella Virgen. Consciente de su fuerza, el hombre pretendió transmitírnosla a través de su presencia física. El autorretrato de Fouquet, además del interés de las figuras (considérese el tocado de la Virgen así como su vestido y corpiño) es uno de los primeros autorretratos de la historia del Arte.

Preveo que esto del autorretrato me va a llevar algún tiempo lo que no supone sin embargo que tenga que ser necesariamente seguido, como si dijéramos que la autorretratística haya de ocuparnos durante una etapa del viaje. Y no será ello porque no lo merezca. Los autorretratos son descripciones a instancia de parte. Los literarios son de otro tipo. Los escritores se autorretratan según van escribiendo, pero no como resultado de un propósito sino de un despropósito. No podemos dejar de revelar lo que somos cuando escribimos si quiera lo hagamos sobre algo aparentemente alejado y ajeno. El autorretrato literario es por defecto. El viajero lo sabe; sabe que cuando sale de viaje va en busca de sí mismo, perdido ahí fuera en el ruido del mundo. El viajero es un narcisista insatisfecho o, si se quiere, permanentemente frustrado pues toda superficie de agua a que se acerca le devuelve una imagen en la que todavía no se reconoce. Es una mezcla de Narciso y Sísifo, un Narsifo, un extraño ser mitológico perpetuamente cargado con su imagen que se le va deshaciendo segun camina hacia el espejo acuático que le devuelve un vacío en lugar de imagen para que vuelva a empezar. ¿Qué aliciente tiene echarse al camino si uno está convencido del eterno retorno de las cosas? Claro que, si no lo está, y cree que para encontrar algo nuevo basta con saber mirarlo, lo lógico es ponerse en marcha. La sociedad es una jungla, un zoo de cristal, una feria de las vanidades, una comedia humana, una corte de los milagros, un viaje a ninguna parte.