Menudo zafarrancho se ha armado con la admisión del plurilingüismo en el Senado. Un verdadero guirigay como era de esperar tratándose de lenguas. No resisto la tentación de añadir ruido y asumo de antemano el reproche que cabe hacer siempre a los amargados esos que se van de vacaciones a un lugar atestado de turistas como ellos y vuelven maldiciendo de los (otros) turistas.
En realidad a primera vista hay poco que discutir y menos que rezongar. La legalidad de la medida es tanto más obvia cuanto que la situación anterior, la monolingüe, era ilegal si no en la letra de la ley, sí en el espíritu. ¿O no dice la Constitución que el Senado es la cámara de representación territorial? (art. 69, 1). En algunos territorios se hablan lenguas propias que son oficiales en ellos, junto al castellano o español. Son oficiales ¿y no pueden hablarse en un órgano oficial? No sólo pueden sino que deben. O la representación será muda, o sea, no representación.
Ya sé que, cuando se habla en serio, todo depende de lo que se entienda por "representación"; pero se entienda lo que se entienda, el derecho a expresarse en la lengua propia del territorio representado se me antoja indudable. Como si sus señorías quieren presentarse con una barretina o un kaiku.
Y de milagro será si la reivindicación no pasa al Congreso. Es verdad que esta cámara es la de representación personal (aunque la Constitución no lo dice expresamente), argumento muy querido por los nacionalistas españoles contra los nacionalistas llamados "periféricos": los territorios no son sujetos de derechos; sólo las personas. Cosa que, ya se ha visto, únicamente puede predicarse del Congreso porque en el Senado son los territorios los representados, los titulares del derecho de representación. Lo que sucede es que la pícara realidad ha querido que sea en el Congreso donde algunos territorios centran su representación por la muy comprensible razón de que es la cámara importante, la que toma las decisiones, mientras que el Senado tiene un valor sobre todo simbólico.
Pero es ahí, en lo simbólico, en donde ha sido más denso el pedrisco dialéctico contra las lenguas. Esto obliga a otra reflexión ya no legal sino política. La visión de España del nacionalismo español (un nacionalismo inconsistente que tan pronto se afirma de modo vociferante como dice no ser nacionalismo) es la que la identifica con Castilla y con su lengua, la lengua del Imperio. Los nacionalistas-no nacionalistas españoles alardean de que hay 400 millones de hispanohablantes en el mundo, contando los hispanos en los EEUU y no sé si el español que hablan los filipinos exclusivamente cuando pronuncian su nombre. En todo caso, para no pelearnos, concedido: lengua universal. ¿Y qué? Por ser universal una lengua ¿deben preferirla a la propia los hablantes de otra? De ser así, los hispanohablantes deberíamos expresarnos en inglés. Pero, se dice, los hispanohablantes no hablan inglés mientras que los catalanes, vascos y gallegos sí hablan español y es ridículo que no lo hagan. Aunque esto fuera cierto, que no lo sé de seguro, de nuevo hay una cuestión indudable: los catalanes, vascos, gallegos tienen el deber de conocer el castellano, pero no el de usarlo siempre.
Supongo que en esta andanada contra el uso de las lenguas propias hay una secreta envidia al mucho más brillante estado del inglés, también lengua imperial cuya preminencia nadie discute, ni siquiera sus enemigos ancestrales los irlandeses que se expresan en ella con bastante demérito, creo, de la propia. Pero hay una diferencia abismal entre ambos imperios; el español puede decirse que fue un fracaso (sin minusvalorar el glorioso futuro de tantas naciones hermanas) mientras que el inglés, rebautizado británico fue un éxito. Para salir de dudas compárese la Commonwealth con la Comunidad Hispánica de Naciones-por-qué-no-te-callas.
Quedaría por explicar la supuesta superioridad de la España institucionalmente plurilingüe (y conste que falta) pero esa explicación sobra: el plurilungüismo es tan legítimo como el monolingüismo y tiene a su favor que es una creciente realidad de hecho sostenida en el ejercicio de unos derechos que nadie se atreve a negar. Una España que escuche a todos sus hijos y lo haga en sus lenguas es una España mucho más amable que la del páramo del caballero de la mano al pecho.