Es un timbre de gloria en las elecciones españolas. Ni un acuerdo. Ni siquiera un acuerdo en ponerse de acuerdo, como forzó heroicamente el jefe de la verdadera izquierda hace unas fechas. Ya se sabe: dos pasos adelante y uno atrás. ¿O era uno adelante y dos atrás? En realidad no importa mucho, teniendo en cuenta que no saben hacía dónde ir.
Precisemos: ni un acuerdo con los independentistas. La traducción al román paladino es "ni un acuerdo con los catalanes". Con los ellos del a por ellos. ¿Cómo? -exclamarán los simpatizantes del férreo socialismo hispano- ¿Acaso no son catalanes Iceta, Batet o Cruz? Sí, son catalanes, pero españoles de corazón. Españoles federalistas, dicen, pero españoles. Necesarios para legitimar la erradicación del independentismo en el Principado. Botiflers, para entendernos.
Por muchos catalanes unionistas que reclute, aunque llene de ellos la administración central; por muchos gestos simbólicos que haga, como llevar algún órgano de esa administración, algún tribunal especializado, hasta el Consejo de Estado, a Barcelona, por ejemplo, el gobierno no habrá ni rozado la cuestión.
Hay contenciosos algo más cargados de consecuencias, como la normalización del uso de las lenguas nacionales en las Cortes, la defensa del catalán como idioma de trabajo en la UE, el replanteamiento del reparto de competencias del Título VIII de la Constitución, la revisión de las exclusivas del Estado, etc. Estos quizá podrían abordarse en una hipotética reforma federal de la Constitución como la que proponen los socialistas catalanes y algunos otros.
Al margen de que este proyecto tenga algún viso de verosimilitud tratándose de la super-rígida Constitución española, su oportunidad política es inexistente. La reivindicación independentista trasciende los límites de las reformas de los poderes constituidos para plantearse en el terreno del poder constituyente. Su objetivo no es el federalismo, sino el reconocimiento del derecho de autodeterminación de los catalanes, lo cual plantea el problema en un terreno al margen de la Constitución. No por encima ni en contra, sino al margen o fuera de ella, en donde, digan lo que digan los legalistas, hay amplio terreno de juego civilizado, sin llegar a las manos. Basta con tener buena voluntad.
Nada de retornar a la matraca de si ese derecho existe o no. Existe porque lo reclama entre el 70 y el 80% de la población de Catalunya. Y, por tanto, no depende de su previo reconocimiento en la Constitución española. Quienes, a pesar de todo, sostienen que no existe porque la Constitución no lo reconoce expresamente, pueden ampliar algo sus entendederas y admitir que, si no lo reconoce expresamente, tampoco lo prohíbe expresamente. O sea, que puede hacerse al margen de la Constitución.
Gobernar España con justicia sin acuerdo alguno con los independentistas es imposible. La existencia de presas y exiliadas políticas, de personas perseguidas por sus opiniones políticas, lo hace imposible si se considera que Catalunya es parte de España. Ningún país puede gobernarse con justicia si mantiene en estado de excepción una parte de él mismo que pugna por separarse. Tendrá que llegar a acuerdos. Y a ellos llegará el presidente Sánchez, una vez que su "acuerdofobia" antes de las elecciones, pensada para aumentar sus apoyos, deje paso a la conveniencia de encontrar alguna forma de entendimiento que no sea seguir aumentando la población penal del país..
A su vez, los independentistas han de abandonar toda esperanza de encontrar en España algún eco favorable, por mínimo que sea, distinto de esos posibles acuerdos. Lo acaban de comprobar en sus propias carnes quienes han ido a presentar la candidatura de JxEuropa en Madrid. En España la causa catalana suscita una mezcla de hostilidad e indiferencia y, por extensión, también la republicana aunque, aquí, quizá, la indiferencia gane a la hostilidad. De darse aquellos hipotéticos acuerdos, que Sánchez niega ahora, no serán el mínimo, sino el máximo que los independentistas podrán conseguir del Estado.
El resto han de ganárselo solos; unilateralmente.