Nadie dijo que la revolución catalana sería fácil; nadie que la República Catalana estuviera a la vuelta de la esquina; menos que la independencia fuera a caer como una fruta madura. Pero muchos se ilusionaron al ver el resultado de las elecciones del 27 de septiembre. El chantaje esgrimido por la CUP hasta el último minuto, que obligó a prescindir de Mas contra toda justicia puso a bastante gente en guardia. Otros, en cambio, pensamos que, resuelto aquel asunto, el resto haría justicia a las aspiraciones ciudadanas y se caminaría hacia el objetivo esencial y fundamental en Cataluña de poner en pie una República Catalana. Nos equivocamos. Palinuro había apoyado a la CUP en un primer momento. También se equivocó. Fue un error de juicio. Pensó que los ácratas pesarían más en el espíritu de la organización asamblearia que los comunistas; que el espíritu libertario predominaría sobre el doctrinario y, desde luego, que la independencia sería la opción prioritaria y esencial. Un error de juicio que espera no repetir.
Ahora está claro que la independencia de Cataluña depende de los independentistas catalanes, entendiendo por tales quienes anteponen esta idea y realidad a cualquier otra consideración. Y solo de ellos. También ellos han aprendido una dura lección: solo pueden confiar en sí mismos y es un error acortar caminos con alianzas con gentes que anteponen otros intereses al objetivo prioritario de poner en marcha una República Catalana. De eso va mi artículo de hoy en elMón.cat, escrito horas antes de que la Asamblea de la CUP mantuviera el veto a los presupuestos de la Generalitat.
Vivo en Madrid. Escuché a los nacionalistas españoles de derechas y de izquierdas aplaudir la "entereza", la "bravura" de los "verdaderos" revolucionarios catalanes. En Madrid siempre se imparten vitolas de "verdadero" esto o lo otro por razones a menudo innobles. Y así se sigue.
Pero pensé: ¿y qué haría yo? Sencillo. Habiendo aprendido la lección y deshecho el acuerdo con la CUP, gobernar en minoría con los presupuestos prorrogados, siguiendo la hoja de ruta hasta que me tumbaran el gobierno con el voto favorable de la CUP. Y, entonces, con las cosas ya bien claras de qué lado está cada cual, convocar nuevas elecciones plebiscitarias.
Si los españoles pueden hacerlo con muchos menos motivos, también los catalanes.
Aquí, la versión castellana del artículo:
La encrucijada catalana
A la hora de escribir este artículo no se sabe si la CUP mantendrá su veto a la totalidad de los presupuestos en la asamblea de la tarde. Doy, no obstante, por supuesto que no será así y la formación lo levantará, pendiente de posteriores negociaciones y de un debate final el 20 de julio. Es decir, doy por supuesto que habrá una prórroga de un mes y medio para regresar al punto de partida de hoy y saber si hay o no presupuestos; si hay o no gobierno; si hay no vía a la independencia que, en definitiva, es de lo que se trata.
La democracia es así. La regla de la mayoría puede dar un poder absoluto (y, por tanto, injusto) a una minoría de bloqueo. Así, el resultado depende de la buena o mala voluntad de quien puede bloquear la decisión de la mayoría sin ser ella misma mayoría ni tener posibilidades de serlo. Eso se llama “tiranía de la minoría”, algo tan detestable en sí mismo como la “tiranía de la mayoría” de la que, por cierto, los catalanes son víctimas en el Estado español.
Así se llega a una enseñanza vieja como la humanidad misma: le eficacia de la extorsión. No es posible gobernar sometido a amenaza permanente de un aliado que puede volverse en tu contra en cualquier momento por las razones que le parezcan justas. No se puede gobernar sometido a extorsión. No se puede ni vivir. La extorsión mata.
Un proyecto común requiere una gradación de preferencias común. Salvo que se trate de una mera coincidencia táctica de proyectos distintos con estrategias distintas e inconfesas, esas preferencias deben concitar una lealtad común por encima de cualquier otra consideración. Al menos en la primera preferencia. En el resto puede y hasta es conveniente que haya más flexibilidad.
¿No es el primer orden de preferencia de todas las fuerzas que apoyan al gobierno de la Generalitat el proceso a la independencia? Si es así, a él deben estar supeditadas todas las demás diferencias en preferencias inferiores. Entiendo que es lo que hace ERC pero no la CUP que, en mi opinión, está instalada en un maximalismo extorsionador y suicida.
Es lógicamente imposible avanzar en el logro del primer orden de preferencia si se supedita a exigencias de niveles inferiores. Salvo que aquella coincidencia en el primer orden, la independencia, hubiera sido falsa desde el comienzo y hubiera ocultado la intención de instrumentalizarla para conseguir otros resultados que solo ahora aparecen como inexcusables.
Y esta enseñanza no solo es válida para la situación actual. Lo es para las que se reiterarán en años posteriores, pues los presupuestos son anuales. No es posible gobernar bajo la exigencia, siempre imprevisible de que determinadas opciones más o menos justas (eso no está en discusión) tienen arbitraria preferencia sobre el primer orden del acuerdo común.
Porque, si no hay presupuestos, Cataluña entra en una encrucijada con dos opciones malas: gobierno de minoría con presupuestos prorrogados o elecciones anticipadas. Dos opciones malas, fatales, para el proyecto independentista que aparece cuestionado en su interior por una poderosa coalición de fuerzas que van desde el PP hasta la marca catalana de Podemos y una circunstancia exterior aun más peligrosa, una posible gran coalición del nacionalismo español. En cualquiera de los dos casos, el proyecto entraría en una crisis imposible de prever pero que, sin duda, generaría una frustración que duraría generaciones.