Mi artículo de hoy en elMón.cat, titulado La llei contra el poble y versa sobre ese recurso habitual de los nacionalistas españoles de invocar el respeto a la ley y la Constitución para frustrar las aspiraciones independentistas y la celebración de un simple referéndum en Cataluña. Esa invocación se da en tres niveles y en los tres el nacionalismo español hace trampa, de forma que su argumentación es inválida. De un lado se dice que el independentismo atenta contra el principio mismo del imperio de la ley y el Estado de derecho, siendo así que el proceso ha sido respetuoso con ese Estado de derecho en todo momento, con la legalidad, y que el Estado catalán que quiere construirse también será un Estado de derecho. De otro lado, se esgrime el derecho positivo, la ley vigente, como límite a las aspiraciones independentistas de los catalanes. Por supuesto, la ley cambia o se cambia, bien mediante la legalidad, bien mediante la desobediencia civil y solo así progresan las sociedades. Por último, el uso que el PP y el PSOE hacen de la ley y la Constitución es lo más parecido que hay a la "ley del embudo". De ahí que el proceso se haga para restablecer una legitimidad rota por una legalidad injusta.
Aquí el texto en español:
La ley contra el pueblo.
Siempre que se plantea el ejercicio de la autodeterminación de Cataluña, los unionistas, centralistas y nacionalistas españoles responden que no es posible porque la ley no lo permite. Esgrimen la ley como límite absoluto al ejercicio de un derecho del pueblo. Hacen servir a la ley contra el pueblo. Es una posición demagógica y tramposa que juega a la confusión mezclando tres órdenes que es preciso distinguir si queremos entendernos.
Primero, el orden más abstracto. Se insinúa que los partidarios del referéndum catalán son contrarios al principio civilizatorio general del imperio de la ley. Que pretenden romper los fundamentos mismos del Estado de derecho. El discurso implícito es que España es un Estado de derecho y, cualquier intento de replantear su estructura, atentará contra aquel principio básico de la convivencia del rule of law. Con ello se desliza asimismo la sospecha de que, si se salieran con la suya, los independentistas establecerían una especie de despotismo arbitrario, una tiranía posiblemente de carácter etnicista. Se pasa por alto el hecho de que la autodeterminación es un derecho, que pretende ejercerse dentro de la ley y que es precisamente ese espíritu respetuoso con la legalidad el que justifica el recurso a la voluntad del pueblo, que es el origen de toda ley.
Después, en el orden concreto, el de la legislación vigente en un momento histórico determinado, se esgrime la ley positiva como el límite a las aspiraciones de autodeterminación de los pueblos, entre ellos el catalán. En el Estado democrático de derecho, se dice, cualquier aspiración es legítima y no tiene otro límite que la ley, a la que se someten por igual gobernantes y gobernados. El ordenamiento jurídico, con la Constitución a la cabeza, no permite ejercicio de autodeterminación de ninguna de sus partes. Ninguna Constitución lo hace, salvo algún caso estrafalario e insignificante. Este positivismo jurídico, que pretexta la vigencia de la ley como límite absoluto e inamovible de toda pretensión o acción ignora obstinadamente la realidad en que se mueve. Igualmente se opone a las inevitables tendencias de cambio que se dan en toda sociedad y que, forzosamente, obligan a ignorar o derogar las leyes que hayan quedado anticuadas o sean injustas.
¿Quién decide si una ley es o no injusta? Obviamente, la conciencia moral de quienes han de acatarla y cumplirla. Por supuesto, ningún orden legal puede permitir a los ciudadanos arrogarse el derecho a desobedecer las leyes por razones morales. Ningún orden legal puede aprobar una ley que autorice a desobedecer la ley. No obstante, eso es lo que sucede, que las leyes que son injustas (o que devienen injustas) son desobedecidas de hecho hasta que, finalmente, el ordenamiento jurídico cambia. Así es como han progresado todas las sociedades que han progresado. Si las sufragistas en el Reino Unido no hubieran desobedecido la ley vigente, las mujeres seguirían sin poder votar. Si Rosa Park no hubiera desobedecido la ley en Alabama, los negros seguirían viajando en la parte de atrás de los autobuses en los Estados Unidos. Si George Washington no hubiera desobedecido la ley inglesa, los Estados Unidos no existirían.
Por último, en el orden específico, el aquí y ahora, el debate adquiere sus tintes más estrambóticos y decididamente hispanos. Tanto Rajoy como Sánchez y Rivera, la santísima trinidad del nacionalismo español, se escudan en la vigencia de la ley, que es imperativo acatar. Además el sedicente derecho de autodeterminación de los catalanes no existe ya que pertenece al campo del derecho internacional en la relación entre metrópolis y colonias y no es el caso. Que sea o no el caso es materia discutible, pero innecesario hacerlo aquí, en donde hay cuestiones conflictivas más urgentes.
El referéndum catalán no es posible porque la ley y la Constitución no lo permiten y obligan por igual a gobernantes y gobernados, reiteran los tres tenores del unionismo. Pero esto no es cierto. Los dos partidos dinásticos no necesitan desobedecer la ley, como Rosa Parks, cuando les incomoda, porque tienen la llave para cambiarla siempre que les place. El PSOE y el PP se pusieron de acuerdo en 24 horas en reformar la Constitución y en un asunto fundamental como el artículo 135, sin dar cuentas a nadie más. El PP lleva cuatro años valiéndose sin escrúpulos de su mayoría parlamentaria absoluta para cambiar las leyes a puñados cuando le ha interesado. Esas mismas leyes cuyo cumplimiento pretende luego imponer a los demás, quieran o no. Si la X legislatura puede pasar a la historia con un nombre, será con el de la “ley del embudo”.
Se dirá que los nacionalistas españoles cambian a su antojo la ley que sin embargo imponen a los demás como barrera mediante un procedimiento legal, ya que cuentan con la mayoría requerida para ello. Su acción es consecuencia legal del principio democrático de la decisión de la mayoría. Si otros quieren cambiar las leyes pueden hacerlo consiguiendo ser ellos mayoría a su vez. Pero en este caso concreto (y en muchos otros) este principio es falso y una trampa: los catalanes son una minoría nacional estructural en el Estado español y jamás conseguirán ser mayoría de forma que, para ellos, toda decisión de la mayoría de los españoles tendrá elementos de tiranía de la mayoría si es que no lo es por entero y, como tal decisión, radicalmente injusta, antidemocrática y antipopular.
Por último solo los ingenuos o los malintencionados aceptan que la decisión de la mayoría se refiera a la obligación de acatar la ley y la Constitución. Eso no existe. Lo que hay es la obligación de acatar una determinada interpretación de la ley y la Constitución ya que estas, como toda norma jurídica, son interpretables. Lo que los nacionalistas españoles imponen no es la ley y la Constitución sino su interpretación de la ley y de la Constitución, dentro de su manifiesta voluntad de emplearlas en contra de la voluntad del pueblo catalán y con la sola finalidad de sojuzgarlo.