dilluns, 27 de juliol del 2015

El viaje no ha terminado.


Geoffrey O'Brien (2015) Tiempo de soñar. Episodios de los sesenta. Barcelona: Alpha-Decay. Traducción de Albert Fuentes.
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En 1988, para celebrar el vigésimo aniversario del 68, el poeta, ensayista, literato O'Brien publicaba esta original obra, especie de explicación del espíritu y la contracultura de los sesenta desde dentro. Se edita ahora en castellano, a más de un cuarto de siglo de su aparición, lo que demuestra que tiene vigencia. Es un conjunto de impresiones, mejor o peor agrupadas en cuadros, escritas en un lenguaje poético, a veces alambicado y con un ritmo muy rápido. Muy en el espíritu de la literatura on the road, con toques de H. Miller, Ginsberg o Hoffman. Realmente, el traductor ha hecho un trabajo encomiable dada la gran dificultad del texto.

Lo lei a poco de su publicación y creo que lo tomé como una especie de canto del cisne de aquellos años tumultuosos que, sin embargo,  venía a ser la prueba de la pervivencia del espíritu hippy: la carretera, el símbolo de un proceso espiritual consiste en una serie de encuentros ocultos, mensajes escondidos, rituales prohibitivos pero necesarios. El tiempo de soñar se prolongaba. Me he acercado de nuevo a él, otros veinte años más tarde con la curiosidad acrecida de qué quedaría vivo.  Todo.

Guy Debord lo había dicho: es la sociedad del espectáculo. Los políticos eran entonces, como hoy, perfectamente intercambiables y previsibles. Los únicos que sucitaban algo de interés por ofrecer innovación y originalidad eran las estrellas de cine. Al respecto John F. Kennedy tenía cabeza de Jano. Siendo político, era un espectáculo coronado con el de su muerte. No deja de ser irónico que, cuando O'Brien publica su obra estaba ya en su segundo mandato Ronald Reagan, un político que era actor. Tan mal actor como político. De todas formas, es cierto, el asesinato de Kennedy es la sombra, o la luz, según se quiera, que acompaña los años sesenta. Yo añadiría el también asesinato, aunque mucho más previsible, de Patricio Lumumba.
 
Esto es lo que alimentaba la idea muy generalizada de haber nacido en el seno de potentes aparatos de destrucción. Se originaban en ella dos líneas de pensamiento que llevaban, cuando llevaban, a acciones políticas distintas y que aun hoy están separadoas. De un lado, la de que siglos de auto-odio, de represión sexual, de odio a la naturaleza amenazaban ya con la destrucción del planeta, en el que no parecía haber más realidad que el genocidio, la guerra, el crimen. De otro lado, esa sociedad, a la que la razón, la ética y la estética mandaban combatir era la que proporcionaba la conciencia a los de los sesenta de ser los adolescentes y jóvenes más felices de la historia. los privilegiados hijos de la burguesía, los hijos de Marx y la Coca-Cola. 
 
Hay dos elementos esenciales en la constitución de la contracultura hippy, que es de lo que el libro trata y desde una perspectiva exclusivamente estadounidense: la liberación sexual y las drogas. La primera fue casi un estallido provocado por la píldora y se afianzó con las lecturas apropiadas que solían contener fuertes dosis de Wilhelm Reich, aunque sospecho que el Reich del continente no incluía el Reich último, el de la etapa norteamericana, el de El asesinato de Cristo y cosas similares. Pero a ambos lados del Atlántico, la píldora significó que la contraposición entre hacer el amor o la guerra dejaba de ser una opción ilusoria entre un deseo y una realidad posible para convertirse en otra entre dos realidades posibles.
 
 A su vez, las drogas, más que aparecer, reaparecían de la mano de una tradición literaria con una constelación de autores que iban de Coleridge y De Quincey a Leary, pasando por Baudelaire, Rimbaud, Cocteau, Huxley, etc. Una de las aficiones del personal era bucear en la tradición literaria en busca de afinidades electivas: San Juan de la Cruz, Teresa de Jesús y algún que otro místico. Los que habían derivado hacia otro misticismo de raíz oriental, budista, buscaban su alimento en Hermann Hesse o se aventuraban por los jardines hindúes o se iban directos al Libro de los muertos del Bardo Todol. 
 
Pero la liberación sexual o, cuando menos, la ruptura de las pautas morales sexuales burguesas, heredadas de la revolución industrial y la sociedad victoriana y la popularización del consumo de drogas, por sí solos, no llevarían a los hippies a ningún tipo de acción colectiva digna de mención. De buscar alguna inspiración irían a las doctrinas anarquistas de la acción directa y la propaganda por el hecho. Si acaso, algún happening que, por las razones que fueran, tuvo especial resonancia, como el festival de Woodstock. No siendo eso, lo más colectivo que llegaron a hacer fueron comunas. De esas, sí, hubo y hay muchas.
 
De las drogas convencionales, tradicionales, los hippies pasaron a las químicas y se abrió la experiencia psicodélica, cuyos gurús fueron Timothy Leary y Abbie Hoffman, de quienes hay mucha huella en el libro. La reflexión de O'Brien está muy en su punto. La experiencia psicodélica es un umbral de iniciación cuya esencia es incomunicable e indescriptible. Lo cual no obsta para que sean frecuentes los deseos de comunicarla y describirla, cosa que también intenta O'Brien cuando dice algo muy común en la época, esto es, que nada tiene sentido hasta que se toma ácido.  Hay un eco de esta cuestión en términos trascendentales en la famosa pregunta que lanzaba el East Village Other ¿puede considerarse ser humano a quien no tenga experiencia psicodélica?

Gracias a esta iniciación, el rebelde sin causa, el  aficionado al chicken run, lleva su audacia a dotarse de su propia religión, como recomendaba Allen Ginsberg y, como buena religión, provista de un catálogo de observancias y mandamientos. Recojo varios que me parecen  decisivos de los años sesenta, de hoy y, quién sabe, para siempre: mirar el reloj es un acto de destruye la vida. Tienes miedo de la verdad. No vamos a llegar a ningún sitio. No hay destino. Este tránsito perpetuo es nuestra morada. No intentes ocultarte. Quizá me parezcan decisivos porque ya me lo parecieron entonces.
 
No habrá destino, pero el viaje no ha terminado.