Los catalanistas que, a fuer de nacionalistas, son proclives al romanticismo, suelen referirse al movimiento soberanista como un proceso, el proceso. Es la idea de un discurrir, de un progresar, de un avanzar hacia un objetivo; la imagen es un río, el río heracliteano, el río que nos lleva hacia la mar que no es el morir, sino el amanecer nacional. Ese proceso se quiere histórico, fragmentario, disperso, perdido entre tradiciones culturales, obras literarias, hechos históricos, fábulas, instituciones propias, reencontrado en movilizaciones populares muy diversas, a veces contradictorias y siempre libre. Es su autoconciencia. Se siente protagonista de la historia y se asimila implícitamente a la vieja leyenda del moisés conduciendo a su pueblo a la libertad, sacándolo de la tiranía del faraón. El proceso, hecho de imponderables, conflictos, maquinaciones y decisiones arriesgadas, es la tarea y la escuela del héroe al mismo tiempo. Ahí está ese nuevo Moisés, dispuesto a desafiar las iras del faraón. Ya no con un bastón capaz de convertirse en culebras sino con un planteamiento jurídico-político del derecho de autodeterminación que el poder central no acepta.
Ese poder opone al proceso soberanista otro proceso unionista. Ignora el fundamento político de aquel y le contrapone uno jurídico. El proceso es ahora judicial y llegado el caso, penal. El nacionalismo español no tiene nada que discutir con el catalán mientras esté convocada la consulta ya que es ilegal. No hay, se dice, una negativa de raíz, sino condicionada a la cesación de la ilegalidad. Es el mismo argumento que se empleaba para rechazar toda negociación con el nacionalismo vasco mientras ETA siguiera matando y que Palinuro compartió en su día. En donde hablan las pistolas, no valen razones. Pero ahora es diferente. En Cataluña no hay pistolas y, sin embargo, también se hurta el debate político so pretexto de la existencia de una ilegalidad, cuestión siempre interpretable y sumamente discutible. Entran fuertes sospechas sobre la buena fe de quienes así argumentan.
El gobierno excluye expresamente todo debate político en y sobre Cataluña, mientras otee la consulta en lontananza. Va directamente por lo judicial y también lo policial. Rajoy se felicita del apoyo sin fisuras del PSOE en su cerrada opción de negativa y represión. La decisión sobre Cataluña compete a todos los españoles, dicen Rajoy y Sánchez al unísono. ¿Por qué? Porque lo dice la Constitución, responden de igual modo. Al margen de que pretextar como límite y barrera algo que uno mismo se ha saltado limpiamente no sea propio de caballeros, el problema reside en que la consulta, como está planteada, no afecta en nada a la soberanía del pueblo español. Tiene solo carácter consultivo, no es vinculante.
Naranjas de la China, rezongan los unionistas, es un referéndum de autodeterminación taimadamente oculto, pero real. Aunque lo fuera, está por ver que los catalanes no tengan derecho a él como lo tienen los escoceses. Pero no lo es. Es una consulta para conocer su opinión sobre algo sobre lo que mucha gente, al parecer el 80 por ciento de la población, quiere que se le pregunte. Conocer es un buen comienzo para hacer pero no necesariamente coincidente con ello, salvo que uno tenga presciencia. Reprimir algo asegurando que es lo que no es resulta francamente cuestionable.
Proceso contra proceso, el soberanista, que sigue llevando la iniciativa y abre día a día frentes nuevos, se despliega en dos ámbitos, el social y el judicial. En el social no solo se apunta esa movilización ciudadana de acampadas y ocupaciones que se parece a la de Hong Kong, sino también el hecho de que el 95 por ciento (creo, no estoy seguro) de los ayuntamientos catalanes ha apoyado expresamente la consulta. Los movimientos sociales de base local han sido siempre muy importantes en España por la tradición del municipio romano. En el proceso judicial, el Parlamento catalán recusa dos magistrados del Tribunal Constitucional, el presidente y un vocal. Tiene pocas esperanzas porque ya el Tribunal rechazó similares recusaciones en el pasado y al mismo presidente. Pero, si no nos dejamos llevar por la pasión o el interés político, reconoceremos que es muy dificil, por no decir imposible, admitir que pueda ser imparcial un presidente de un Tribunal Constitucional que ha de decidir sobre una cuestión que le plantea como parte el gobierno del partido del que ha sido militante cotizante no hace dos telediarios. Me atrevería a decir que en ningún país civilizado del mundo se daría por buena esta situación. Aquí sí. Y eso mismo nos da la medida de qué valor tiene la invocación a la legalidad que comparten los dos partidos dinásticos.
Los dos procesos siguen su curso pero en algún momento chocarán. El proceso soberanista, con su fuerza social transversal, su orientación básicamente política, su aspiración constituyente, tiende a desbordar los cauces legales, sobre todo si se interpretan con criterios autoritarios. A su vez, el proceso judicial sigue su propia lógica y solo se atiene a ella, con expresa ignorancia de consideraciones políticas. La crítica de que, en estas materias, toda decisión judicial es en el fondo política no es especialmente bien recibida. Si, en un determinado momento, un órgano judicial recibe una querella contra el presidente Mas por prevaricación o contra los diputados catalanes por sedición, se pondrá en marcha en aplicación del procedimiento. Y en un giro de este, el proceso soberanista o su máximo dirigente, pueden encontrarse en un proceso penal. No sería la primera vez que el mundo viera a un presidente de la Generalitat entre rejas. Pero la cuestión es si España puede llegar hasta ahí.
No si quiere, sino si puede.