El miedo no es categoría que abunde en los análisis políticos, en los que se echa mano de cosas menos molestas como la ideología, la lealtad partidista, el abstencionismo, la disciplina, etc. Sin embargo el miedo está decisivamente presente en muchas ocasiones y contribuye a explicar abundantes fenómenos políticos. Lo sabemos muy bien desde el famoso "que me odien mientras me teman" de Calígula. En un plano más teórico, Hobbes situaba el pacto social y la legitimidad del poder político en el éxito de este de eliminar el miedo que nos tenemos unos a los otros. El Estado absorbe todo el miedo del que la sociedad se libera. Si lo consigue o no es ya otra cuestión. Pero el miedo es universal y de esa nesesidad se hace virtud -ramplona, como muchas virtudes- cuando se dice que "el miedo guarda la viña". En El miedo a la libertad, que dejó mucha huella, Fromm achacaba al miedo (a ese miedo al que atacaba Kant cuando nos exigía que nos atreviéramos a saber) el origen de la personalidad autoritaria y la servidumbre. Y con Miedo a volar, Erika Jong tocaba un tabú que aún no está muy claro en el moviminto feminista.
El miedo, inspirar miedo, en mayor o menor medida, es el objetivo de todo poder político. El miedo garantiza la obediencia acrítica. Sembrar el miedo, hacérselo padecer a la población fue la finalidad esencial del régimen nacionalcatólico de Franco. Había que hacer un escarmiento que la población no olvidara, como decía a las claras el general Mola. Había que llevar a los impíos de nuevo al temor de Dios por los medios que fuera, aplaudía la Iglesia católica. Ambos empeños, muy bien recogidos en el último libro de Julián Casanova, España partida en dos que Palinuro comentará en breve. El miedo presidió la transición española y explica bastante su carácter contradictorio. Miedo -aunque con distinta intensidad- en los dos bandos: la derecha temerosa de perder sus privilegios y de que se le exigieran cuentas por los 40 años; la izquierda, asustada ante la posibilidad de volver a la persecución, la clandestinidad, el exilio. El miedo tiró al suelo a los diputados del Congreso aquella aciaga jornada del 23-F, con las tres excepciones de todos conocidas y el miedo mantuvo a la población paralizada en las primeras horas del golpe.
Uno de los rasgos más característicos de la nueva forma de insurrección social que vivimos a través del M15M, a punto de celebrar su segundo aniversario es la idea de que el miedo está cambiando de bando. El mensaje es muy claro: estaba instalado en los de abajo y se está desplazando hacia los de arriba. En sí misma, la idea es atractiva y suena verosímil cuando se contempla qué impacto y alcance tiene este movimiento que empezó siendo algo desdeñado por todos los analistas y expertos a causa de su carácter horizontal, asambleario, no jerárquico, sin estructura orgánica y, por ello, se presumía, sin efectos prácticos. Resulta sin embargo que, a través de su naturaleza imprevisible, no institucionalizada, proteica, el movimiento ha acabado determinando parte importante del debate y la acción públicas.
Quizá sea cierto que el miedo esté cambiando de bando. Sería revolucionario. No obstante, conviene ser precavidos y recordar que las clases dominantes enseguida tienen miedo, que el capital es muy asustadizo. Y no perder de vista que, para liberarse de ese miedo, las clases dominantes cuentan con las fuerzas de seguridad de cuyo empleo sistemático, con fines crecientemente autoritarios y represivos es un buen ejemplo este gobierno.
Inspirar miedo es lo que persigue esta crisis económica, hacer vivir a la población en condiciones de inseguridad e incertidumbre que susciten el miedo. Su función es propagar el miedo. Miedo igualmente lo que hay detrás del repentino monarquismo del PSOE y, por supuesto, miedo detrás de la cerrada negativa de ese partido (o quizá de su dirección) a reconocer derecho alguno de autodeterminación. Pero de eso hablará Palinuro mañana, que tiene una imagen que mola mazo.
(La imagen es una foto de robinsoncaruso, bajo licencia Creative Commons).