La Fundación Juan March tiene una actividad de exposiciones sumamente encomiable. Todos los años trae dos o tres de gran interés, con temas innovadores, muy cuidadas. Y eso en pintura y artes gráficas. También es excepcional su programación de música de cámara y en conferencias. En suma, una actividad de primer orden.
Pero a veces patina. Ayer se inauguró la exposición La isla del tesoro que promete ser un recorrido por el arte británico, desde Holbein (previa explicación de por qué se considera a Holbein británico) hasta Hockney. Este raro emparejamiento levanta una sospecha: ¿qué tienen que ver Holbein, Van Dyck (otro "adoptado"), Hogarth o Reynolds con La isla del tesoro? La visita, la triste visita a la exposición lo explica todo: la que no tiene nada que ver con La isla del tesoro es la exposición misma.
El título del evento es falso, induce a error, tiene algo de fraudulento. A cualquiera que le hablen de La isla del tesoro, preguntará por Long John Silver y la mota negra y saldrá corriendo a ver la exposición de la March solo para encontrarse que allí únicamente se habla de Stevenson en una retorcida explicación/justificación de la entrada.
¿Qué resulta? Que se pretende jugar a la metáfora. La isla del tesoro, buenas gentes, es la Gran Bretaña misma. Pero tampoco se crea que la exposición se orienta por la vía simbólica, especulativa, casi metafísica de la isla como representación de la humanidad. Se habla de Utopía, pero porque se trata de una obra "británica", no porque verse sobre la isla como ideal sublime de la humanidad o lugar de maravillas y portentos, la Atlántida, hundida para siempre, las islas de Rabelais, la ínsula Barataria, la isla de Tamoe del Marques de sade.
No, al final es una exposición patriótica basada en la idea de que Gran Bretaña es una isla que alberga un tesoro artístico. Sin duda. Pero si quiere uno verlo tiene que irse allí porque lo que han traído aquí, francamente, es muy pobre. Un repaso por cinco o seis siglos de arte "británico" concentrado en autores menores o de segunda y obras de segunda o menores de autores de primera. Lo que han traído de Gainsborough, de Stubbs, de Blake, los paisajes de Constable o Turner o las ñoñerías de Leighton y hasta el siglo XX, de Lowry, de Bacon, del propio Hockney, parecen retales.
Y eso si nos resignamos a reducir el arte a pintura y dos o tres tallas desangeladas. Sin escultura, ni literatura, ni música ni mucho menos las artes posteriores, como la fotografía y el cine, hablar de la "historia del arte británico" resulta un poco exagerado.
Bueno, de todas formas, merece la pena acercarse a contemplar la Perséfone de Rossetti o el Harlot's progress, de Hogarth.