La 3D se impondrá en el cine como en su día se impuso el sonido, después el color y luego el cinemascope, al menos para cierto tipo de historias. Suele haber resistencias al principio, pero acabarán cediendo. En estos días de vacaciones infantiles agarré a los críos y nos fuimos a ver la última de Steven Spielberg, Las aventuras de Tintin, subtitulada El secreto del Unicornio. Para ser unos niños aguantaron muy bien probablemente porque están más acostumbrados que yo a estas animaciones que no son personajes reales, aunque hablen como tales, ni dibujos animados, sino figuras hechas con programas informáticos. Pero muy bien hechas. Desde luego, unas mejor que otras. El capitán Haddock está clavado y Hernández y Fernández pasables. El propio Tintin no acaba de convencerme, pero es él sin duda alguna.
Había empezado contando a los niños que ese Tintin era el de unos tebeos que yo leía cuando chaval pero, como sé que las memorias de los mayores apenas interesan a los críos y que estos sólo se prendan de lo que a ellos les gusta, me callé prontamente, dando algunas explicaciones generales. Pero la peli les entusiasmó, igual que a mí que tengo, como muchísimos de mi generación, debilidad por el mozo reportero, a pesar del machismo y hasta el racismo de las historias de Hergé. Es curioso que esos tintes racistas (por ejemplo, Tintin en el Congo) no le hayan dado mal nombre mientras que sí se lo dio el primer cuaderno que publicó en 1930, Tintin en el país de los soviets, que era, en realidad, un trabajo de propaganda anticomunista de encargo. Tanta que el propio Hergé no quiso que se reeditara y es el único, que yo sepa, que no se pasó a color y del que tampoco se han hecho pelis de dibujos animados. Casterman, que publicó todos los tintines en los años setenta, dejó el de los soviets en blanco y negro. ¡Y es el episodio en que nace Tintin!
La peli de Spielberg, en realidad, funde dos álbumes sucesivos publicados hacia 1943: El secreto del Unicornio (que subtitula la película) y El tesoro de Rackham el Rojo, y mete elementos de otros relatos, como el buque Karabudjian (de El cangrejo de las pinzas de oro). Falta en cambio el profesor Tournesol que, sin embargo, es decisivo porque inventa un submarino especial que no les sirve para nada en la aventura en el tebeo pero les permite reunir el dinero para comprar el Chateau de Moulinsart al vender la patente. Está la Castafiore rompiendo vidrios con sus agudos. Hernández y Fernández son magníficos y el inevitable Milú tiene sus ratitos de protagonismo, incluso en momentos 3D. Por cierto, algunos efectos especiales (las grúas) están muy bien pero resultan un poco cansinos. El combate de las dos galeras, en cambio, muy bueno.
Hay algo, sin embargo, que el cine apenas recoge (pero lo hará, como lo han hecho muchos dibujos animados) y es una falta muy sensible: el minucioso detalle con que Hergé dibujaba escenas de la vida cotidiana, calles, estaciones, casas, locales, o las máquinas que los personajes utilizaban, coches, motos, aviones, barcos, trenes. Las historias de Tintin son casi testimonios documentales gráficos de la vida en los años treinta y cuarenta del siglo pasado. Como Hergé las publicaba en tiras en un diario, igual que Dickens las novelas por entregas, se solazaba en los escenarios, en la prolijidad del dibujo porque así alargaba las narraciones; como Dickens. Y es el encanto de Tintin: aventuras disparatadas de tesoros escondidos, destronamientos, conspiraciones, cultos malignos, secuestros, diamantes sangrientos, espionaje, en las ciudades, selvas y mares de las cinco partes del mundo. Y todo dibujado con detalle casi fotográfico.