Mi amigo Iñaki Errazkin, alma del periódico digital Insurgente, como no puede parar, y aprovechando que se ha quedado como el marinero en tierra de Alberti, se ha metido a editor. Editor de libros de papel, muy probablemente porque, como todo romántico de la izquierda, es un enamorado de las causas perdidas. ¡Ah, el papel! ¡La imprenta! Los libros, símbolo y vehículo del saber. Las viejas bibliotecas. El yunque y el libro figuraban en el escudo primigenio de la UGT. A la liberación por la lectura. Ahora todo eso es tema de llanto por la desaparición de un mundo. El papel cede a la pantalla y los libros pertenecen al mundo de lo que fue, sustituidos por los e-books.
Por eso se ha puesto Iñaki a editar y, como si fuera un habitante del mundo de Farenheit 451, la editorial lleva un título que ya incorpora una paradoja, Ediciones clandestinas. Lo que se edita se hace público y, por tanto, deja de ser clandestino o es el resultado de una clandestinidad que se publicita. Para la izquierda la clandestinidad muchas veces es un punto biográfico.
Las ediciones clandestinas se estrenan con una novela de Koldo Campos Sagaseta, un escritor de cuya abigarrada existencia a lo largo de varios países da cuenta la contraportada de la obra. Merece la pena leerla porque así se entiende muy bien la novela que, por lo demás, está narrada en primera persona y de modo muy realista. Koldo publica con regularidad en Insurgente y sus artículos, muy gratos de leer, revelan a un verdadero cascarrabias. Un cascarrabias con grandeza y señorío que es una mezcla de estoico y epicúreo con lo cual aparece siempre en conflicto consigo mismo porque no puede disfrutar de la vida, pero tampoco se resigna. Trasládese lo anterior a una ciudad de provincias (o de territorio histórico) en donde discurre la vida de Pedro, un cincuentón que se gana la vida frente a un monitor de vigilancia de un supermercado, vive con su madre y no soporta a su hermano, que ha triunfado, aunque no estoy muy cierto de si se dice en qué. Estamos tan absorbidos en la vida del personaje que no perdemos el tiempo con los secundarios.
Es el caso que la historia es una especie de interpretación del mito de Pigmalión, con variantes, claro. El hombre y la estatua que cobra vida, con un final sorprendente que no revelaré aquí porque éste es un blog perteneciente a la liga antispoiling. Tiene además carácter simbólico porque la estatua que da nombre a la novela (más nivola en el sentido unamuniano) es un monumento a la Esperanza lo que, por vía indirecta, incorpora al mito de Pigmalión el de Pandora.
La narración lo es de un tiempo que parece futuro pero es un presente caricaturizado, con una ambientación a medio camino entre Soylent Green y Blade Runner: las docenas de cuerpos de policías especializados en distintos cometidos ya existen, como existen fiscalías especializadas, una red de controles y represiones, una vigilancia permanente y atosigadora en un mundo que es un basurero, en el que no se puede ni respirar. Dos o tres pinceladas humanizan algo la frialdad utópica del relato: el desbarajuste que se da en el super cuando una banda organizada lo asalta y donde el viejo vigilante de su domicilio pierde la oportunidad de ascenso de su vida y ese local de jazz oculto en alguna noche, al que Pedro acude a charlar con el comprensivo propietario que es algo así como la contraparte dialéctica de su jefe, un imbécil adicto a las estadísticas.
Hay mucho teatro en la novela de Sagaseta. Teatro de arte dramática, porque sus personajes se identifican siempre por lo que dicen, tienen que definirse porque en el teatro carecen de un novelista por detrás que interprete sus palabras. En este caso el novelista es dramaturgo y construye su relato como una sucesión de cuadros pero lo hace a tal velocidad que parecen una secuencia aunque una secuencia llena de reflexiones. Ana, la Galatea del relato, es el producto del espíritu de Pedro, su sueño o alucinación que acaba destruyéndolo, una quimera que, aunque involuntariamente y advirtiéndoselo, juega con él como la esfinge, que también es una estatua, con el infeliz paseante. ¿Por qué? Por amor. La estatua es una novela de amor. Vaya por Dios con el cascarrabias.