Hoy, veinte de noviembre, se cumplen treinta y cinco años de la muerte de Francisco Franco, caudillo de España por la Gracia de Dios. Por la Gracia de Dios. Esta fórmula, grabada en las monedas de curso legal hasta bastante después de aquella muerte, exime de mayores afanes para demostrar la identificación de la Iglesia católica con el régimen franquista, el nacionalcatolicismo. El régimen era la Iglesia y la Iglesia era el régimen. Algún abad de Montserrat y algunos clérigos vascos no son sino rarísimas excepciones en una coyunda total.
A su vez el régimen era una dictadura militar, una junta, salida de una guerra civil de tres años y prolongada luego en la paz de los vencedores por medio del asesinato, el terror, la tiranía, la represión y la tortura. Fue un régimen ilegítimo de raíz y origen por ser obra de unos fuera de la ley sublevados contra el gobierno legítimo de la República y fue ilegítimo de ejercicio a lo largo de toda su existencia por más que en el curso de ésta, se fuera dotando de siete Leyes Fundamentales que pretendían ser una Constitución sui generis. No obstante el propio régimen confesaba paladinamente la inutilidad de estas Leyes Fundamentales ya que seguía proclamando la llamada "legitimidad del 18 de julio", es decir, el derecho de conquista, la legitimidad de la fuerza armada, no la de una u otra de tales Leyes Fundamentales ni la de todas en conjunto.
El origen ideológico de aquella dictadura basada en lo que hoy se reconoce como genocidio fue el fascismo, el Estado Novo portugués y el nazismo, como él mismo reconocía en su iconografía. Pero eso era el origen. El régimen era una dictadura militar sin verdadera ideología que no fuera la monárquico-católica. En esto se diferenciaba de sus hermanas y aliadas que eran dictaduras de partido, de civiles que, en el caso de la alemana y la italiana, se habían militarizado después. Pero ninguna de las tres fue en su origen una dictadura militar, del ejército directamente salido de los cuarteles como en España.
Cuando las cosas se pusieron mal porque el Eje, a cuyo favor habían combatido españoles en la División Azul, perdió la guerra, la Dictadura cambió de chaqueta. Fue el único momento en que el régimen de Franco corrió algún peligro, cuando los aliados victoriosos jugaron con la idea de invadir España y derrocar al tirano. Al final se impuso una decisión "intermedia", prágmática, consistente en demostrar el rechazo del régimen mediante un aislamiento internacional, pero no derrocarlo. Ocho años duró aquella situación, desde 1945 a 1953, ocho años de penuria, de miseria que ya prolongaban otros seis, desde 1939 a 1945, la postguerra inmediata, en los que vivir era sobrevivir. Y el régimen sobrevivió. Fue recibido en la comunidad internacional en 1955 y, por último, la visita de Eisenhower a Franco en 1959 supuso el espaldarazo final a una "normalización" en la que el país no se integraba por entero en el bloque occidental pero estaba en su periferia.
El abrazo de Eisenhower, de civil y Franco, de uniforme, escenifica este momento de triunfo de Franco que se había ganado su derecho a existir sin abandonar ninguno de sus postulados o prácticas. Por no ceder ni cedió en la petición expresa que le hizo Eisenhower de que no se hostigara a los protestantes en España. A partir de ese momento y dado que la oposición había sido exterminada y la que iba surgiendo periódicamente era periódicamente reprimida y encarcelada (y, esporádicamente, fusilada), las dos únicas posibilidades que quedaban de deshacerse del dictador eran que se muriera (de muerte natural o asesinado) o que lo desplazara una conspiración de cuartel. Como lo segundo no pasaría jamás dado que el ejército se mantuvo fiel a su General hasta el último momento y la UMD no pasó de ser una anécdota, de mucho valor, pero anécdota, únicamente quedaba la primera esperanza, que llegó a formularse con la expresión simbólica de el hecho biológico, el único que acaeció.
Al apoyo exterior Franco sumaba un amplio apoyo interior, como reconoce Julián Casanova en un artículo en El País, titulado Treinta y cinco años sin Franco. Una base social y un apoyo institucional que explican en gran medida el carácter timorato de la Transición. Si todavía hoy, a los treinta y cinco años, sigue habiendo Valle de los Caídos, Fundación Francisco Franco, misas y movilizaciones en su honor; si hoy sigue habiendo mucha resistencia a suprimir los símbolos del franquismo en todo el país; si hoy la memoria histórica sigue estando cuestionada y hasta las más altas instancias judiciales se oponen a su acción, no será difícil imaginar cómo sería la situación hace treinta y cinco años. Ahora es fácil criticar aquella transición por vergonzante, insuficiente, mancada, falta de brío. Y aun así estuvimos a punto de quedarnos sin ella en 1981 gracias a Tejero.
Franco y el franquismo son el gran trauma de España en el siglo XX y lo que llevamos del XXI, cuando sigue sin estar claro si podremos desenterrar e identificar a las decenas de miles de víctimas de la vesania fascista. Porque aunque la dictadura era militar, uno de sus brazos más asesinos fue el partido único, la Falange. Con ese trauma hemos de convivir todavía largos años.
Suele hablarse del milagro de la Transición como ejemplo de que los españoles éramos capaces de organizarnos en democracia sin entrematarnos. Pero la cuestión no es esa. Lo extraño, lo anormal, lo necesitado de explicación, no es que se haya restablecido la democracia en España; lo extraño, anormal y necesitado de explicación es la ignominiosa dictadura de cuarenta años. Nuestro trauma colectivo. Una dictadura que ha dejado profundísima huella y una gran cantidad de partidarios en su mayoría vergonzantes, pero partidarios.