Interesante trabajo el último que publica el conocido ensayista José Antonio Marina (La pasión del poder. Teoría y práctica de la dominación, Anagrama, Barcelona, 2008, 229 págs.) sobre un asunto complicado y peliagudo como es el concepto del poder cuyo examen satisfactorio requiere una perspectiva pluridisciplinar en la que se cruzan los enfoques filosóficos, jurídicos, politológicos, sociales, económicos e históricos, cuando menos. El de Marina es predominantemente filosófico pero no ignora que también es de utilidad aquí el psicológico por cuanto su concepción del poder, coincidente en cierto modo con la de Foucault, lo rastrea en todos los ámbitos del quehacer humano si bien él se propone tratarlo sólo en el aspecto social.
El análisis filosófico es muy sugestivo, aunque no me parezca que esté bien estructurado, y viene apuntalado con amplio recurso a citas de autoridad, señalando cuál es el ámbito preferente de estudio del autor. Los otros enfoques están más débilmente argumentados, el jurídico es casi inexistente, salvo una referencia a la dualidad poder constituyente/poder constituido, por cierto asimilada a la espinoziana entre natura naturans y natura naturata, y otra a la Grundnorm kelseniana y lo mismo sucede con el económico-organizativo, tratado en un capítulo sobre la empresa.
Inicia Marina su discurso recordando su teoría de los tres deseos que mueven al ser humano: el de bienestar, el de vinculación social y el de afirmación del poder del yo (p. 22). Esto lo lleva a afirmar que el estudio del poder es una travesía de la biología a la ética con tres grandes "saltos de fase" que son como el programa de su libro: 1º) la inteligencia humana convierte todos los deseos en insaciables, incluido el de poder; 2º) los mecanismos de dominación van haciéndose cada vez más simbólicos; 3º) aparece la necesidad de legitimar el poder (p. 25). Paralela a la idea del poder viene la de control (interesante reflexión sobre la palabra) porque para protegernos del poder no basta con querer abolirlo, cosa que nunca se ha hecho, sino que hay que controlarlo (p. 36), como ya quería Montesquieu para quien estaba claro que sólo el poder puede contrarrestar al poder.
Analiza Marina las relaciones entre el dominador y el dominado con atención especial al matrimonio y las diferencias entre poderes directos (inmediatos) e indirectos (mediatos) en una especie de cratología en la que aparecen los clásicos, Maquiavelo, Hobbes y los intentos de legitimar la guerra (típico poder inmediato y directo) a través de la idea de la "guerra justa", así como la tortura, considerada zona intermedia entre lo directo y lo indirecto. Aquí incluye el autor una consideración sobre el Marqués de Sade con la que coincido plenamente: "La admiración por Sade de intelectuales que lo inciensan como arquetipo de la libertad es uno de los más penosos episodios de la filosofía contemporánea y manifiesta un ramalazo dictatorial en muchos pensadores." (p. 72) . El poder inmediato es una cuestión de hecho. El mediato, como es lógico, utiliza medios entre los que cita Marina el de cambiar los sentimientos de un sujeto o un grupo y el de cambiar las creencias también individuales o colectivas.
El capítulo sobre el cambio de sentimientos está muy bien argumentado, yendo desde los más elementales, como el miedo, del que nos libera el Estado al decir de Spinoza y tambien Hobbes, pasando por los de furia, odio y resentimiento, todos los cuales son políticamente instrumentalizables, hasta llegar a los sentimientos morales, ámbito en el que anida la reflexión de Weber acerca de la obediencia al poder a través del sentido del deber (p. 93). El capítulo sobre los cambios de creencias me parece algo más confuso y tiene que ver con la política como espectáculo, la mitología del poder (consideración un poco a vuelapluma de Napoleón), el nacimiento de la opinión pública y la cuestión del adoctrinamiento (p. 107) todo lo cual no va muy allá.
El cambio de fase que verdaderamente interesa al autor y al que dedica casi la mitad del libro es el que se ocupa de la legitimación del poder y es el núcleo de su razonamiento. Deja constancia por referencia a Weber de la concepción subjetiva de la legitimidad que, como la del precio en la escuela austriaca, dice que es legítimo lo que la gente reputa como legítimo (p. 139). Pero no me queda claro si ello no le parece repudiable porque lo liga a una crítica frontal a la filosofía pomoderna que: "... con su aparente defensa del relativismo, su desprecio a los grandes relatos (incluidos, claro está, los grandes relatos de la emancipación), su amor por el pensamiento débil, acaba siendo la filosofía más apropiada para justificar sistemas totalitarios." (p. 142) Entiendo que las teorías subjetivas incorporan el peligro del totalitarismo del mismo modo que ellas acusan de totalitarias a las teorías objetivas. Se evade Marina de esta peligrosa dualidad objetivo/subjetivo postulando que todas las teorías de legitimación del poder son "ficciones necesarias" y postula lo que llama una "tesis escandalosa" (p. 143) cuando dice que hay una ficción excluyente e irrenunciable a la que llama "ficción constituyente" (p. 144) que, por lo demás, es lo que aporta la teoría clásica del "poder constituyente" al que le ocurre lo que al barón de Münchhausen, a quien Marina trae a colación al comienzo de su último capítulo sobre la "ficción necesaria" (p. 209), que tiene que sacarse a sí mismo del pantano tirándose de sus propios cabellos. Obsérvese, por lo demás, que esto pasa no sólo con la legitimación del poder, sino con todo el quehacer y pensar humano pues es lo mismo que se contiene en la célebre definición kantiana de la Ilustración según la cual el ser humano sale del estado de inmadurez en que se halla valiéndose de sus propias fuerzas.
En su tarea de rastrear los procesos de legitimación del poder, Marina se concentra en tres territorios: las relaciones amorosas, la empresa y el poder político de los que el primero y el tercero me parecen en verdad brillantes. En las relaciones amorosas se pregunta qué ha de haber en ellas para conseguir que no se manifieste el poder que es ubicuo (p. 148). Suena aquí el eco de la famosa definición de Adorno sobre el amor que viene a decir "eres amado sólo allí donde puedes mostrarte débil sin provocar un acto de fuerza". No soy capaz de traducirla más a mi gusto. El original, por si alguien quiere intentarlo, reza: Geliebt wirst du einzig, wo du schwach dich zeigen darfst, ohne Stärke zu provozieren.
Tras pasar revista al poder en la familia, la violencia doméstica, etc, Marina propone lo que llama un Nuevo Modelo de Poder (NMP) basado en cuatro ideas: igualdad basal, relaciones de poder de suma variable, movilidad de las posiciones de poder y aparición de un campo de empoderamiento (p. 168). Confiesa el autor que el término "empoderamiento" no le gusta; a mí tampoco y, además, la traducción de empowerment es "apoderamiento" o "habilitación". Pero el problema con estos términos es que acaba casi siempre consagrándose la acepción más simple (y errónea) movida por la indolencia o la ignorancia. Volviendo a la cuestión de fondo, ese NMP (que me recuerda el New Model Army de Cromwell) adolece a mi entender de un exceso de normativismo bienintencionado: la cosa "relaciones amorosas" y poder irá evolucionando, queramos o no, a medida que las mujeres vayan imponiendo los cambios que son causa y efecto de su habilitación o emancipación histórica. Y saldrá el sol por doquerrá.
El capítulo sobre el poder político condensa y entrelaza los hilos que Marina ha ido tejiendo a lo largo del libro. La democracia es el mejor procedimiento para gestionar el poder porque se ajusta a su NMP (186), aunque se hace eco de algunas quejas sobre el carácter poco satisfactorio de los partidos políticos e incluye una referencia a la cuestión de las listas electorales (p. 187) que no es especialmente oportuna dado que en la multiplicidad de democracias que hay en el mundo se dan listas de todos los tipos y en el libro no se trata solamente de la democracia española. Aborda aquí de nuevo la cuestión de la legitimación del poder y tras avisar del riesgo de la legitimación carismática (que puede derivar hacia monstruosidades como el Führerprinzip o la doctrina del caudillaje, p. 193/194) acomete las otras formas (no las de la clasificación weberiana tradicional), en concreto la doctrina del derecho divino (p. 196) y la de la soberanía, elaborada por Bodino (p. 197), tan insuficientes en su capacidad de fundamentación como los otros conceptos que el autor pone al mismo nivel que el de soberanía si bien se trata de sus titulares, esto es, el Rey, el pueblo y la nación, de los que los dos últimos son construcciones tan arbitrarias como el principio mismo de soberanía de cuya titularidad se invisten (pp. 201-202). El concepto de soberanía implica una paradoja ya señalada por Agamben (p. 205) por cuanto toda Constitución, emanación de un poder constituyente implica una petición de principio que algún teórico reciente, como Antonio Negri, ha equiparado a la teoría del Big Bang, dentro de la más acrisolada tradición de la idea del poder Constituyente que es, en definitiva, el absurdo que llaman los filósofos causa sui y que Schopenhauer relacionaba precisamente con el barón de Münchhausen.
Así concluye Marina su muy interesante indagación: "Se lo diré en plata: la soberanía, como todas las demás ficciones, tiene su origen en un acto de la vluntad creadora, que aparece así como el fundamento último de todo el sistema jurídico y político" (p. 207). Por supuesto, como todo lo humano: ficción necesaria.