Anagrama reedita el primer libro de Kapuscinski, publicado a comienzos de los años sesenta del siglo pasado (La jungla polaca, Anagrama, Barcelona, 2008, 204 págs.) ahora que, después de la muerte del autor hace un par de años, se ha cerrado una de las más fascinantes carreras periodísticas, literarias, ensayísticas del siglo XX, tanto más cuanto que el autor la desarrolló en su integridad en la Polonia comunista y como miembro del Partido Obrero Unificado Polaco, o sea, del Partido Comunista. El autor de una catarata de libros fascinantes sobre África (Desde África, El Emperador, Ébano) y otras partes del mundo, como el hundimiento de la Unión Soviética (Imperium) tuvo siempre la habilidad de escribir trabajos de alta calidad, nada plegados a las directrices artísticas oficiales del régimen sin incurrir en las iras de éste. Al contrario, la Polonia comunista lo convirtió en una especie de valor nacional como reportero astro del periodismo patrio, lo que le permitió viajar por todo el mundo y convertirse en una especie de cronista de la contemporaneidad, algo que él, que era historiador de profesión, veía como una reactualización de la tarea de Heródoto. Es más, su último libro, publicado en España por el Círculo de Lectores, Viajes con Herodoto es una reflexión sobre el historiador griego y lo que representa la visión del mundo estilo Herodoto.
Todo lo anterior estaba ya prefigurado en este su primer libro de relatos cortos en el estilo al que permaneció fiel toda su vida: los reportajes tratados con agudeza, ingenio, sentido del humor, espíritu literario y un estilo irónico que recuerda a Witold Gombrowicz. Algunas historias son recreaciones de la memoria como la que justamente se llama Ejercicios de la memoria, pero la gran mayoría son narraciones breves en las que es imposible discernir lo que hay de reportaje y lo que hay de creación literaria porque lo uno está engarzado en lo otro. Y son relatos de la vida cotidiana de la gente normal, historias de sus vidas, a veces tomadas en un momento concreto que las retrata (como en El tieso, un relato hilarante en el que seis hombres a los que se les ha averiado el camión en la carretera, llevan un ataúd con un muerto a hombros durante varios kilómetros hasta el cementerio de un pueblo cercano), a veces como una especie de recopilación del sentido de una vida (como en El rapto de Elzbieta, que cuenta las tribulaciones de una pareja de campesinos miserables que lo dan todo por conseguir que su hija se haga maestra y ella finalmente ingresa en un convento), siempre presentadas de un modo directo, como si irrumpiéramos en ellas, en el más puro estilo reporteril, el del hombre que llega a un lugar en el que hay una historia, la desentierra, a veces en contra de la voluntad de sus participantes y la cuenta a su manera.
De esa forma la escritura de nuestro autor se convierte en una especie de curiosa recomposición, de una estructuración de sentido que retrata uno profundo a partir de unos datos originales fragmentarios o anodinos. Es ejemplar al respecto el relato Danka, que saca a luz el comportamiento fanático, criminal incluso, de los habitantes de un pueblito en el interior de Polonia, especialmente sus mujeres, capaces de cualquier cosa, víctimas de sus supersticiones religiosas. Otras veces, las historias tienen un valor simbólico, como alegórico (por ejemplo, el relato La balsa de la salvación) que aproximan el estilo de Kapuscinski al realismo mágico de García Márquez, de quien era amigo y con quien colaboró en algún proyecto.
Pero entiendo que lo más interesante del reportero/historiador polaco es su testimonio de la sórdida, absurda, inhumana realidad de la Polonia comunista. La peripecia del hijo del campesino que se esfuerza lo indecible por llegar a hacer un doctorado en historia; los problemas de las gentes, las familias, que acceden a las angostas miniviviendas (treinta y cuatro metros cuadrados) que entrega el régimen comunista a la gente que por diversas razones puede acceder a ellas y se encuentra con que es imposible rehacer una vida de vecindario y comunidad; las andanzas de unos trabajadores no cualificados nómadas que emplean el dinero que ganan en comprar vodka y emborracharse sistemáticamente.
Tiene uno la impresión de que si el llamado realismo socialista como canon estético del mundo comunista tuvo alguna vez sentido fue en obras como las de Kapucinski, a pesar de que lo que en ellas se narra no es precisamente grato o encomiástico para el sistema político y social de la dictadura del Partido Comunista y probablemente ni siquiera representativo del realismo socialista sino, en todo caso, representativo de un gran escritor capaz de reflejar un mundo que es una condena de quienes lo administran sin que estos puedan encontrar una excusa para perseguirlo y, al contrario, al menos al principio, lo protejan y le den facilidades. Probablemente esa proyección exterior de Kapucinski como reportero internacional fue una baza estupenda para conseguir que las autoridades comunistas no le hicieran la vida imposible: era demasiado conocido en el extrabjero. A veces el genio se enfrenta a la arbitrariedad y el despotismo; otras los pone de manifiesto como lo que son pero lo hacen de modo tal que no sufren mayor persecución por ello.