dilluns, 6 d’octubre del 2008

A la salvación por la barbarie.

Rafael del Águila (Crítica de las ideologías. El peligro de los ideales. Madrid, Taurus, 2008, 207 págs.) es uno de los más interesantes politólogos españoles actuales que lleva años profundizando en cuestiones de Teoría Política, campo en el que ha hecho aportaciones fundamentales. Es memorable una obra anterior, en la que ya se prefigura ésta (La senda del mal. Política y razón de Estado.Madrid, Taurus, 2000) y en donde, entre otros hallazgos, acuñaba una pareja de conceptos, el pensamiento implacable y el pensamiento impecable, que encuentro muy significativos.

En esta obra parte del supuesto de que las brutalidades que los seres humanos hemos puesto en práctica en los siglos XIX y XX surgen del corazón mismo de nuestras creencias (p. 24). No son resultado de alguna enajenación o degradación colectivas sino que proceden de los ideales que atesoramos, llámense Patria, democracia, raza, mercado, etc (p. 35). Cita en su apoyo un texto de Solzhenitsyn en que éste acusa a las ideologías de las barbaridades de nuestro tiempo (pp. 36/37). Doy toda la razón al autor de El gulag pero al mismo tiempo no puedo dejar de pensar que él mismo, víctima de las más crueles represiones, era un ideólogo del renacimiento de la Santa Rusia. Del Águila lo deja claro: "El peligro está en los optimistas armados de ideales, de una teoría consoladora, y dispuestos a legitimar implacablemente los medios transgresores necesarios para su realización." (p. 41).

El autor concentra su análisis en tres campos ideológicos distintos (aunque en la realidad aparezcan a veces entrecruzados) caldos de cultivo de masacres y genocidios. El primero es el del pensamiento emancipador, revolucionario, el de las rebeliones milenaristas que "tratan de atraer el cielo a la tierra", dice Del Aguila (p. 46) en una construcción en la que suena lo que dice Hyperion a Belarmino en el primer libro del Hyperion de Hölderlin: "Lo que ha hecho del Estado un infierno es el intento del hombre de convertirlo en el cielo." No ofrece mucha duda esta causación histórica. Del Águila menciona un texto de aquel gran genocida que fue Stalin: "...afirmo que la producción de almas es más importante que la producción de tanques." (p. 53) También este texto parece reproducir una famosa alocución de Goebbels en 1934, en el III Congreso del Partido Nazi cuando decía (cito de memoria): "Está bien contar con un poder que descansa sobre los fusiles; pero está mejor y es más satisfactorio ganarse el corazón de los seres humanos y conservarlo."

El segundo terreno en que Del Águila investiga la fuerza destructiva de las ideas es el de la identidad o el nacionalismo, la búsqueda de las raíces, el pasado y la autenticidad, en cuyo nombre se han cometido crímenes sin cuento. Hay aquí una precisión que hace el autor de pasada y que encuentro de la máxima importancia a la hora de examinar las relaciones entre Nación y Estado que tanto nos atribulan hoy día. Dice Del Águila: "No es que cultura o nación pongan en marcha reivindicaciones políticas. Es que los intereses políticos movilizan, por ejemplo, exigencias nacionalistas o culturalistas para expresarse." (p. 62) Subscribo: el nacionalismo es siempre un proyecto político. Entiende nuestro autor que el nacionalismo sólo puede articularse a través de cuatro oposiciones (al individuo, al mundo real, a la democracia y a lo contingente) (pp.65/66) lo que explica que haya tantos puntos de contacto entre nacionalismo radical y fascismo (la cursiva es mía para subrayar que, obviamente, Del Aguila no postularía similar contacto con el nacionalismo "moderado"), lo que ya se ve en la idea profética de Hegel de pueblos "elegidos" por la historia (p. 68). Sin olvidar, claro es, que para pueblo elegido, el judío en la Biblia. El virus nacionalista (si puedo expresarme así) ataca también a la izquierda postmoderna según Del Águila que ve cómo ha mutado desde el internacionalismo a la prioridad absoluta de lo nacional (p. 71). Me parece muy cierto y añadiría que ese viraje empezó ya en los años 60, con los movimientos de liberación nacional. Es el contenido de la obra de autores como Frantz Fanon. El autor añade dos configuraciones de identidades que vienen aquí muy al caso, los fundamentalismos cristiano e islámico. Del cristiano me ha parecido especialmente interesante su confrontación con las ideas del Papa Ratzinger sobre la relación entre la fe y la razón pues coincido con él en que, al margen de la cuestión (que, por cierto, me parece mal planteada por SS) "lo que no se puede condonar es que en nombre de estas afirmaciones, movimientos católicos, obispos u otras jerarquías eclesiásticas invadan la esfera pública." (p. 79).

El tercer territorio (y el más interesante a mi entender) en que el autor analiza la relación entre ideales y barbarie es el de la democracia (o sea, el "nuestro") cuya misión pareciera ser "civilizar" y "globalizar". Entiende Del Águila que los imperialismos han buscado siempre una justificación (arranca de la de Ginés de Sepúlveda para el imperio español (p. 95)) y pasa revista luego sin conmiseración alguna a autores muy respetables por otros conceptos pero no por estos, como Kant, Stuart Mill o Locke. De hecho concluye que los imperialismos liberales de la belle époque allanaron el camino a los campos de concentración del siglo XX (pp. 107-108). La "teoría de la frontera" de Frederick Jackson Turner (p. 109) aparece como una justificación de la gigantesca limpieza étnica que fue la "conquista del Oeste" en los Estados Unidos y aprovecha para encontrar en estas guerras de exterminio una excepción a la célebre teoría de la "paz democrática" de J. R. Rummel, el creador del concepto de democidio (p. 113) Su punto de vista es que las sociedades indias eran democráticas, pero no estoy muy seguro de que sirva para falsar la teoría de Rummel.

La última parte del capítulo sobre democracias y masacres está destinada a analizar las actividades del gobierno del señor George W. Bush. La política cae aquí dentro del ámbito del fundamentalismo cristiano y al autor analiza con gran acierto lo que llama "los neocons y sus guerras". Esta actividad, movida por la National Security Strategy como doctrina esencial de la administración estadounidense (p. 131) justifica aberraciones como la guerra preventiva, la guerra basada en mentiras del Irak (pp. 137/138), el recurso a la tortura o las prácticas injustas y criminales como el centro de detención de Guantánamo (p. 143). Es decir, el fundamentalismo neocon no solo trae matanzas sin cuento en el Irak, una especie de genocidio, sino también un ataque a los derechos y libertades de los ciudadanos en los EEUU.

Los dos últimos capítulos son de recapitulación y reflexión. En el penúltimo, sobre Modernidad y democracia, razona Del Águila de forma brillante y convincente sobre el origen de la barbarie contemporánea. La teoría arranca de la famosa "jaula de hierro" weberiana (pp. 150-151) y acaba culpando del mal a la "razón instrumental" punto en el que coinciden todos: los frankfurtianos, Zygmunt Bauman, Foucault, Agamben, etc (p. 152). Sin embargo, dice Del Águila (y dice muy bien y es bueno que se diga) "Me parece que esta línea nítida que conduce de la Ilustración al exterminio constituye una típica exageración teórica." (p. 153) Y yo añadiría: una exageración teórica que además no es cierta. Culpar a la razón instrumental es, en definitiva, acabar culpando a la técnica en una actitud que no es racionalmente defendible por cuanto, aburre decirlo, la técnica es neutral. Son los hombres que aprietan los botones los responsables de la crueldad y si no hubiera botones, apretarían garrotes o hachas de silex. Por eso me parece que Del Águila desanda parte del camino tan audazmente andado cuando dice: "Por decirlo de nuevo con los frankfurtianos: técnica e instrumentalidad nos han convertido en "bestias de alcance más vasto" (p. 157). Si por tal entendemos un criterio meramente cuantitativo, de acuerdo; si es cualitativo, en absoluto. No es la modernidad la que "tiene el triste privilegio de haber innovado aquí. Los proyectos de eliminación de poblaciones por motivos raciales, étnicos, religiosos, de clase, ideológicos... surgen con ella." (p. 158). No es así. Están ya en la Biblia. Por no citar más que un ejemplo, cuando Saúl pregunta si ha de guerrear contra los amalecitas, Dios le dice por boca de Samuel: "Ve y golpea a Amalec y destrúyelo por entero: no lo perdones y no codicies nada de lo que tiene sino extermina a los hombres y a las mujeres, a los niños, incluso a los lactantes, a los bueyes, a las ovejas, a los camellos y a los asnos" (1Sa 15:3). No es cuestión de modernidad o de técnica; el exterminio, como el mismo Del Águila dice, está en el corazón de los hombres cuando creen que Jehová los habla, como decía Mr. Bush que había hecho con él (p. 124). A propósito de la dialéctica negativa y la comparación con el "Gran Hotel Abismo", dice Del Águila (nota 13, p. 206) que no recuerda si la expresión es de Fernando Vallespín o Gyorgy Lukàcs: es de Lukacs cuando dice que Adorno estaba "instalado en el Grand Hotel Abismo", creo que en la Teoría de la novela.

En el último capítulo Del Águila sistematiza y visibiliza a través de unos cuadros sinópticos los peligros de los ideales (pp. 170/173) y hace una especie de recapitulación positiva. Propone una política que llama "de mesura", basada en Aristóteles y Maquiavelo, una especie de "término medio", una templanza y moderación al estilo griego (p. 177). Concluye el autor su magnífico libro con tres consideraciones que, sobre obligarnos a pensar más, dejan abierta la continuidad de su obra: a) el peligro de los ideales no consiste en tenerlos sino en cómo se tienen; b) no somos infinitamente maleables; c) el hecho de tener convicciones -y hasta dar la vida por ellas- no significa que uno no pueda relativizarlas o hasta ironizar a su costa (pp. 180/181). Muy cierto. Siempre he defendido la causa de la revolución pero nunca he creído que fuera a triunfar.