La cuestión no es solamente cómo puedan ir juntas esas tres cosas, sino por qué producen un tan extraño sentimiento de exaltación, como si la violencia, la destrucción y la muerte se apoderaran de nosotros y nos trasportaran a un plano estético superior; cómo sea posible que apenas puedan contemplarse estas escenas pero resulten tan fascinantes, con una fascinación siniestra. La música de Trevor-Jones tiene mucho que ver con ello.
Muy preocupado, me fui a repasar lo que de la música dice Sócrates en La República platónica, donde, si no lo he entendido mal, después de muy detalladas precisiones técnicas, se permiten sólo dos tipos de composiciones, ambas ensalzando lo que de más noble haya en el ser humano en la guerra y en la paz; las demás, quedan desterradas. A su vez, el concepto de guerra es muy amplio y abarca múltiples usos de la violencia. Por ejemplo, este mismo, en El último mohicano, una violencia ciega cuyos ruidos (jadeos, disparos, golpes, gemidos) se incrustan en la composición musical como una especie de contrapunto brutal que genera una fascinación capaz de tenernos contemplando y escuchando algo que repugna a la razón, la furia destructiva de la venganza. El bien triunfa sobre el mal convirtiéndose en peor que él.
Lo achaco todo a la música que, al hablar sólo y directamente a los sentimientos puede amparar los actos más sublimes o los más atroces con similar indiferencia moral.