divendres, 15 de juny del 2007

El Rey en el Parlamento.

Presidió ayer el Rey el acto solemne en sede parlamentaria destinado a homenajear a la figura de don Adolfo Suárez, a quien hace poco fuera otorgado el Toisón de Oro y a los llamados "padres de la Constitución", cuyos nombres ya dan nombre a sendas dependencias del Congreso. Todo ello con motivo del trigésimo aniversario de las primeras elecciones democráticas en España después de las de 1936, que me llevó a la mesa redonda de las Escuelas Pías de que hablaba ayer y que estuvo interesante. Antes que yo hablaron los señores Jaime Pastor, Lourdes López Nieto, José Félix Tezanos y Andrés de Blas. De forma que, cuando me llegó el turno, ya lo habían dicho todo y mucho mejor de lo que pudiera hacerlo yo.

De todas formas me las ingenié para hacer un par de consideraciones que tengo ya planteadas en otras partes. La primera es acerca de esa manía de considerar que la transición fue un modelo, algo extraordinario, casi milagroso, que conseguimos hacer los españoles porque somos así de guapos: pasar de una dictadura a una democracia sin derramamiento de sangre. En mi opinión, hay ahí un error de visión pues la transición pacífica a la democracia es lo más natural y sensato del mundo mientras que lo milagroso, lo extraño, lo que hay que explicar porque no se entiende es cómo pudo haber una dictadura militar que duró casi cuarenta años en un país europeo.

La segunda consideración es acerca del carácter de la transición en sí. Como se sabe, no hay acuerdo acerca de su naturaleza. Hay quien sostiene que fue una inmunda traición a las esperanzas y objetivos de la verdadera izquierda, perpetrada por un partido seudosocialista y otro seudocomunista. Otros, en cambio, piensan que todo salió muy bien, que fue un exitazo y que cada cual estuvo en su lugar: el Rey, los militares, los curas, el pueblo llano, los políticos, etc. Entre estos dos extremos nos encontramos los demás. En mi opinión la transición fue el resultado de dos impotencias: la derecha franquista/continuista no pudo imponer su proyecto y la izquierda radical tampoco el suyo. No porque no lo intentaran ambas (asesinatos de Atocha, intentona de 1981, por un lado y huelgas de 1976, asesinatos y secuestros de ETA y GRAPO por el otro), si no porque fracasaron en el empeño y hubieron de avenirse a la chapuza que resultó y que, mira por donde, va camino de convertirse en el régimen político español más estable y prolongado de toda la historia de nuestro país.

La chapuza, la bendita chapuza. Mis sufridos lectores saben que es mi teoría: lo que mejor funciona en la historia son las chapuzas, donde nadie sale contento del todo ni nadie frustrado del todo. Líbrennos los dioses de que alguien -individuo, fuerza política, partido, grupo guerrillero, movimiento de liberación, orden religiosa, intelectual endiosado o plumilla de algún medio- pueda imponer su punto de vista irrestricto, su programa máximo y perfecto. Ahí es donde se acaba el interrego democrático y el Führer hace su omínmoda voluntad, como lo hicieron Hitler, Mussolini, Franco, Stalin y hoy Castro o Chávez, entre otros, todos valiéndose de un partido único (unitario, unido, uniforme, unicualquiercosa, el nombre es lo de menos), el "principe moderno", según enseñaba Gramsci, ese Gramsci que, al parecer, anda explicando a las agradecidas multitudes el señor Hugo Chávez que parece acabar de haberlo descubierto para bien de su pueblo amado.

Al feraz campo de la chapuza pertenece el hecho de que el mismo monarca de la foto superior que ayer dijo ante sus señorías y más de seiscientos invitados que la:

"armónica convivencia democrática entre todos los españoles, dentro de la unidad de España y de nuestro modelo de vertebración territorial (...)es el norte que me guía como Rey por amor a España y compromiso con la libertad"
es la misma persona que treinta y ocho años antes, al ser investido sucesor "a título de Rey" (sic) en idéntico escenario, pero con otro público y en presencia del dictador, había jurado fidelidad a los principios del Movimiento Nacional que por determinación de la correspondiente Ley Fundamental eran "permanentes e inmutables". Como Dios, vamos. Bendita chapuza porque gracias a que el Rey ha faltado a su juramento de aquellos odiosos principios no queda nada, y los españoles podemos vivir en una democracia chapucera, llena de insuficiencias que jamás alcanzará la perfección que consiguen las establecidas por los más arriba citados salvadores de la patria y quienes quisieran imitarlos aquí, pero análoga a las de mayor pedigrí del planeta; de forma que hoy los españoles vivimos con las mayores cotas de libertad de nuestra historia, sólo equiparables a algunos (no todos) breves momentos de la IIª República.

Chapuza, bendita chapuza, que ha permitido que un Rey, impuesto por un dictador criminal, haya cooperado, tolerado, alentado, pilotado, acelerado o no obstaculizado (escójase el participio que más plazca) una transición a esta democracia tan imperfecta, escamoteando in itinere el peliagudo contencioso República/Monarquía, de forma que hoy día se da el milagro de que un país de republicanos no se diga monárquico sino juancarlista, que viene a ser el último grito del fulanismo unamuniano.

Chapuza, bendita chapuza producto de dos impotencias cruzadas, de dos fracasos: el de los perfeccionistas partidarios de continuar la dictadura sin el dictador y el de los perfeccionistas partidarios de una ruptura revolucionaria que hubiera puesto a España, por entonces en proceso de expansión capitalista, a la altura de alguna de las llamadas "democracias populares" de Europa central y oriental, regímenes que sus poblaciones detestaban, como se vio claramente en los años noventa.

La teoría de la chapuza es la versión posmoderna de esos otros enunciados, muchas veces vistos como auténticas leyes, pero formulados de formas distintas, según qué intereses de clase, grupo o comandita sirvieran, esto es, la idea cristiana de que "Dios escribe recto con renglones torcidos"; equivalente a la máxima de la burguesía utilitaria inglesa de la dialéctica entre los vicios privados y las virtudes públicas; convertida en la "astucia de la razón" del romanticismo hegeliano; o la idea marxista de que los hombres hacen la historia, pero no saben la historia que hacen.