dijous, 19 d’abril del 2007

Las edades de la vida (V)

La visión moralizadora de las etapas de la vida humana es una función edificante. Se trata de poner como ejemplo a ojos de las nuevas generaciones ese decurso. Hay que recorrer el camino y recorrerlo de cierta forma, con decoro, provecho, con respeto para las normas morales de la colectividad. La visión metafísica de los siglos teológicos, que representaba las edades de la vida como un ciclo orientado hacia la muerte (el hombre que es ser-para-la-muerte, al decir de Heidegger) se torna en otra positiva con la modernidad, con la llegada de la Ilustración y de la burguesía, se torna en una visión gradualista. Etapa por etapa, los seres humanos realizan su destino en la vida ajustándose a los modelos de cada una de ella: cómo hay que ser cuando se es niño, cuando adolescente, joven, hombre maduro, etc.

La estampa superior es una representación de las edades de la vida para edificación de muchachxs en el siglo XIX, en este caso, alemán. Es un imagen popular, una cromografía con las figuras de trazo convencional, simbolizando no las edades del ser humano como tal, sino las del hombre burgués que ha llevado una vida plena y se ofrece como ejemplo de lo que debe ser. La muerte tiene un tratamiento especial y la figura que ocupa el primer plano es el Tiempo, con su clepsidra y su guadaña. Sobre la bóveda del arco bajo el que está el Padre Tiempo, se escalonan las edades del hombre por decenios. El carácter ejemplificador de la representación es evidente: con diez años, el niño debe jugar; con veinte, el joven parte a conocer mundo; con treinta debe fundar una familia; con cuarenta, ser socialmente útil y triunfar profesionalmente (homo faber, recuérdese); con cincuenta ha de haber alcanzado el punto culminante de su carrera, la máxima posición de preeminencia social; con sesenta, la presencia del esqueleto no tiene la función admonitoria de los novísimos de los siglos anteriores sino una especie de encomienda tuitiva: el hombre debe escribir sus memorias y prepararse para morir, los setenta y ochenta son de mayor decadencia y los noventa el momento en que el anciano es motivo de diversión para la infancia, los cien los cumple el hombre de la imagen con el ataúd preparado. Ya sólo la expectativa de llegar a estos años reduce el alcance de la estampa a la burguesía y clases superiores, dado que la esperanza media de vida era en el siglo XIX muy inferior a lo que es hoy.

Puede compararse aquella estampa con otra contemporánea de la Inglaterra victoriana y hecha solamente con mujeres. Las mujeres son seres humanos, tienen edades en la vida y esas edades se prestan también a un discurso moral. Pero hay dos diferencias sustanciales en relación con la primera imagen:

1ª: en aquella, las mujeres aparecían al comienzo de la escala del hombre, como madres y esposas; después desaparecían y el decurso de la vida humana quedaba reducido a la vida masculina, la única que es productiva. En la imagen victoriana, los hombres están conspicuamente ausentes. Incluso cuando, en la cuarentena, la mujer figura como madre, parece como si lo hubiera sido por partenogénesis, sin la contribución del varón. Mi interpretación es que los hombres no pueden aparecer como auxiliares en una historia. Son protagonistas o nada.

2ª: la única función de las mujeres es ser novias y madres. Fuera de eso, no tienen profesión ni escriben memorias. Pero de los sesenta en adelante parecen realizar pequeñas actividades simbolizadas en algunos objetos como llaves, un libro de cuentas (o breviario), un crucifijo y hasta una labor de punto.

Todo ello muy aleccionador.