divendres, 16 de febrer del 2007

Las misiones pedagógicas de la República.

Ayer aprovechamos la hora de almorzar, que es la mejor para visitar museos y exposiciones en Madrid, ya que la gente está de papeo, para ir a la que alberga el Centro Cultural Conde Duque, el antiguo cuartel de caballería del mismo nombre, sobre las misiones pedagógicas de la República. En la foto de la izquierda, los dos Ramones junto a uno de los vehículos que empleaban los misioneros, una camioneta con matrícula de Cuenca, verdaderamente venerable, no sólo por la pinta que ahora muestra, sino por el pasado que le tocó vivir, en una de las más gloriosas experiencias del regeneracionismo republicano.

Había yo estudiado algo sobre las misiones pedagógicas, acerca de las que tenía oído hablar mucho desde pequeño, pues en casa había culto por el krausismo y la Institución Libre de Enseñanza, que fue de donde partió la idea (inspirada en una anterior don Joaquín Costa) que don Francisco Giner de los Ríos y don Manuel Bartolomé Cossío propusieron inútilmente a distintos gobiernos de la Restauración y la Dictadura de Primo, y sólo se hizo realidad con el decreto de 29 de mayo de 1931 del Gobierno Provisional de la República. Pero una cosa es saber de oídas o leídas y otra muy distinta encontrarse con esta magnífica exposición, rebosante de todo tipo de material: fotos, discos, películas, cuadros, documentos, objetos, publicaciones, etc, todo ello sabiamente dispuesto y explicado; con verdadero cariño.

El Patronato que el decreto creó se propuso una tarea ciclópea: llevar la cultura española a los pueblos abandonados. Por entonces, el 75% de la población de España era rural y el 35%, analfabeto. Con no muchos medios, pero con un ardor y un espíritu teresianos, aquellos hombres y mujeres institucionistas o de la FUE anduvieron durante cinco años (de 1931 a 1936) con los tesoros de la cultura española y los adelantos de la ciencia a cuestas por los páramos de Castilla o atravesando las fragosidades de la sierra y llegando a lomos de mulas o o a pie a lugares en los que no entraban los automóviles.

Eran jóvenes en su gran mayoría y gracias a ellxs, cientos, miles de aldeanxs, grandes y chicxs, que no sabían qué era el cine, que nunca habían visto un cuadro o escuchado un disco, pudieron acceder a aquellas maravillas, contando, claro, con la denodada oposición de la Iglesia Católica y los caciques locales. Hicieron llegar más de 600.000 libros a las bibliotecas de las escuelas y, bajo los cuidados de Óscar Esplá, las proveyeron también de colecciones de discos de música clásica (Bach, Händel, etc) y española, popular y tradicional, que se tocaban con gramófonos de maletín, confiados a los cuidados de los maestros. Con esos repertorios, ampliados a letras de poetas contemporáneos, se formaron coros, también residenciados en las escuelas.

Los misioneros llevaban asimismo cine que se proyectaba donde buenamente se podía, a veces en una sábana en la calle, siempre bajo los cuidados de José Val de Omar y Cristóbal Simancas. El repertorio era cine mudo, películas de Charlot y muchos otros (unos 500 títulos), con acompañamiento musical de gramófono, escogido con el mismo elevado criterio y profundo respeto por los auditorios que siempre caracterizó la obra misionera. El catálogo cuenta que una de las películas más vistas fue Charlot en la calle de la paz amenizado por el Septimino, de Beethoven una obra de juventud del músico de Bonn, por cierto hoy prácticamente inencontrable. También proyectaban dibujos animados o documentales que mostraban a aquellxs aldeanxs lo que ni sospechaban que existía, obteniendo el efecto de maravilla y suspensión que se ve en la foto y pone un nudo en la garganta.

Parte importante del proyecto era acercar el teatro español a los pueblos. De eso se encargaba Alejandro Casona que, en un esfuerzo paralelo al que estaba realizando Lorca con La Barraca por otro lado, llevó un repertorio de pasos de Juan del Encina, Lope de Rueda, Cervantes o Calderón de la Barca, o de adaptaciones de clásicos hechas por el propio Casona, todas ellas piezas interpretadas en escenarios simplicísimos que montaban lxs mismxs jóvenes que luego las interpretaban.

Y a donde no podía llegar el teatro, llegaban los guiñoles, que los misioneros llamaban el retablo de fantoches y que, al igual que hoy día y que siempre, tenían una calurosa aceptación.

Lo que a mi juicio supone el broche de oro a este felicísimo empeño, sin antecedentes en Europa y muy incardinado en el espíritu krausista del fundador Cossío, fue la creación del Museo del Pueblo, nutrido por lienzos primorosamente copiados en las proporciones originales por Ramón Gaya y que se exhibían también por los pueblos, a veces en condiciones de tal miseria que, no cabiendo en las casas, era preciso exponerlos en los balcones. Gracias a eso, miles de campesinxs que no sabían qué era un museo, pudieron ver obras inmortales de la pintura española de Zurbarán, Ribera, Berruguete, Velázquez, Murillo, Goya, etc. y quedarse con reproducciones que lxs misionerxs dejaban tras de sí.

Impresiona este esfuerzo, impresiona este espiritu, es emocionante ver la relación de nombres (cerca de 600) de patrocinadorxs y miembros de las misiones, donde aparecen personas egregias, como Antonio Machado o María Zambrano, misionera en Sanabria. Como dice Celia, la mia compagna, "eso es patriotismo de verdad". ¡Y qué razón tiene! Frente a este desbordamiento de ilusión y pasión juveniles, de amor por la tierra y sus gentes, las imbecilidades con que intentaron imitarlo las señoritingas fascistas de la Sección Femenina dan risa.

Pero no tanta risa da (y es un testimonio escalofriante de lo caro que hubo que pagar después ese rayo de cultura y libertad) el episodio que narra un superviviente de los niños que asistieron a las misiones y que en un DVD que la exposición ha editado cuenta cómo, cuando los nacionales entraron en su pueblo durante la guerra civil, quemaron los 270 libros de la biblioteca del cole. El chaval los tenía contados...pero se quedó sin ellos.

He dejado lo de nacionales a propósito porque es el nombre que los fascistas se atribuyeron durante la guerra y los 40 años de posguerra y para señalar que, por mí, pueden quedárselo pues su nación no es ni será nunca la mía.

Jamás me he sentido tan orgulloso de la bandera tricolor que ondea en la columna de la izquierda de este blog. Es la mía, y no tengo otra. Ya postearé en próximos días sobre la rojigualda que los herederos de los quemalibros sacan a pasear siempre que pueden. Hay aquí unas cuentas que tenemos que ajustar.

(Las fotos proceden del catálogo de la exposición organizada por el Ministerio de Cultura, la Sociedad Estatal de Conmemoraciones Culturales, la Fundación Francisco Giner de los Ríos (Institución Libre de Enseñanza), producida por la Residencia de Estudiantes con la colaboración del Ayuntamiento de Madrid, que se ha nutrido de imágenes de la Filmoteca de la Generalitat Valencia, la Filmoteca Española y TVE).