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diumenge, 24 de juliol del 2011

El arte y la locura.

Ayer se clausuraba la exposición de la Fundación Juan March en Madrid, Picasso y la obra de arte desconocida, así que alcancé a verla por los pelos. Trece grabados que hizo el pintor malagueño en 1931 a petición de su amigo el marchante Vollard para ilustrar una edición del cuento de Balzac La obra de arte desconocida con motivo de su centenario ya que, aunque el cuento se integró en la Comedia Humana, había aparecido por primera vez en 1831.

Según parece Picasso quedó tan impresionado con el relato que, además de las ilustraciones, trasladó su taller al bulevar des Augustines, en donde Balzac había situado el taller de Pourbus que Poussin visita en el cuento. Si lo hizo, ello no lo llevó a abandonar lo que por entonces le bullía en la cabeza, los dibujos, aguafuertes, aguatintas de la Suite Vollard. Incluso se solapan temas. Una de las ilustraciones del cuento es de un minotauro en el estilo de la serie del Minotauro de la Suite. Y la mayoría de ellas se corresponde con el grupo de La modelo y el escultor de aquella, aunque aquí se trate de un pintor.

Lo que estas ilustraciones reflejan es el afán por celebrar el contenido del cuento, una parábola sobre la perfección de la obra de arte, el espíritu de la creación artística y su borrosa línea de separación de la locura, una reflexión filosófica sobre el arte en forma de narrativa literaria que recuerda mucho algunos de los relatos de Hoffmann, en especial los de Kreisleriana, con ese Johannes Kreisler que es una especie de alter ego del propio Hoffmann. En él, un Poussin principiante acude al taller del consagrado Pourbus (el tercero de la serie, el de los retratos de Enrique IV, protegido de María de Medicis) y se encuentra allí con el pintor alemán Frenhofer, un personaje creado al efecto por Balzac que dice haber sido discípulo de Mabuse y goza del incuestionable reconocimiento de Pourbus quien ve en él un maestro indiscutible.

Frenhofer hace una crítica despiadada del cuadro que acaba de terminar Pourbus, una María egipciaca (algo poco imaginable en Pourbus que era sobre todo retratista de reyes y nobles), esgrimiendo los dos términos antagónicos de toda estética: lo auténtico, lo verdadero, lo natural frente a lo simulado, falso, artificioso. Luego lo retoca mejorándolo mucho y habla de cómo él lleva diez años tratando de conseguir la obra de arte perfecta, un desnudo femenino en el que aún falta algún detalle final que, por más que lucha y se desvive, no consigue plasmar. Cuando por fin, luego de una intricada historia que en realidad no hace al caso, Frenhofer acepta que Poussin y Pourbus contemplen su obra, celosamente escondida durante diez años, estos no alcanzan a ver otra cosa que un conjunto de chafarrinones en el que apenas se divisa un pie exquisitamente pintado.

El genio ve lo que los demás no ven; pero eso pasa también con el loco y lo angustioso es que la separación de ambas condiciones, genialidad y locura, no está clara. Picasso recoge la idea de que el genio siempre aparece como un loco a ojos de sus contemporáneos cuando en realidad es un profeta, alguien que vive en un tiempo futuro, el héroe de las vanguardias que, sin embargo puede cerrar el bucle hacia la locura, como prueban los casos de Hölderlin, Van Gogh, etc. El cuento de Balzac sintetiza las obsesiones románticas con el arte y en algún momento apunta a la imposible solución de sus dilemas al exponer que en la creación artística hay siempre un anhelo de ser como Dios, el creador supremo. Es decir, toda obra maestra es un desafío lanzado a la divinidad, como el de Lucifer; algo pues divino y diabólico al mismo tiempo. Como han hecho otros antes y después de él, Picasso no se identifica con Poussin sino con Frenhofer porque el también era considerado como una especie de loco desde los tiempos del cubismo por gentes sin duda muy cuerdas y que incluso pasaban en su día por conocedoras del arte.

dissabte, 25 de juny del 2011

La venganza de Galatea.

Mi amigo Iñaki Errazkin, alma del periódico digital Insurgente, como no puede parar, y aprovechando que se ha quedado como el marinero en tierra de Alberti, se ha metido a editor. Editor de libros de papel, muy probablemente porque, como todo romántico de la izquierda, es un enamorado de las causas perdidas. ¡Ah, el papel! ¡La imprenta! Los libros, símbolo y vehículo del saber. Las viejas bibliotecas. El yunque y el libro figuraban en el escudo primigenio de la UGT. A la liberación por la lectura. Ahora todo eso es tema de llanto por la desaparición de un mundo. El papel cede a la pantalla y los libros pertenecen al mundo de lo que fue, sustituidos por los e-books.

Por eso se ha puesto Iñaki a editar y, como si fuera un habitante del mundo de Farenheit 451, la editorial lleva un título que ya incorpora una paradoja, Ediciones clandestinas. Lo que se edita se hace público y, por tanto, deja de ser clandestino o es el resultado de una clandestinidad que se publicita. Para la izquierda la clandestinidad muchas veces es un punto biográfico.

Las ediciones clandestinas se estrenan con una novela de Koldo Campos Sagaseta, un escritor de cuya abigarrada existencia a lo largo de varios países da cuenta la contraportada de la obra. Merece la pena leerla porque así se entiende muy bien la novela que, por lo demás, está narrada en primera persona y de modo muy realista. Koldo publica con regularidad en Insurgente y sus artículos, muy gratos de leer, revelan a un verdadero cascarrabias. Un cascarrabias con grandeza y señorío que es una mezcla de estoico y epicúreo con lo cual aparece siempre en conflicto consigo mismo porque no puede disfrutar de la vida, pero tampoco se resigna. Trasládese lo anterior a una ciudad de provincias (o de territorio histórico) en donde discurre la vida de Pedro, un cincuentón que se gana la vida frente a un monitor de vigilancia de un supermercado, vive con su madre y no soporta a su hermano, que ha triunfado, aunque no estoy muy cierto de si se dice en qué. Estamos tan absorbidos en la vida del personaje que no perdemos el tiempo con los secundarios.

Es el caso que la historia es una especie de interpretación del mito de Pigmalión, con variantes, claro. El hombre y la estatua que cobra vida, con un final sorprendente que no revelaré aquí porque éste es un blog perteneciente a la liga antispoiling. Tiene además carácter simbólico porque la estatua que da nombre a la novela (más nivola en el sentido unamuniano) es un monumento a la Esperanza lo que, por vía indirecta, incorpora al mito de Pigmalión el de Pandora.

La narración lo es de un tiempo que parece futuro pero es un presente caricaturizado, con una ambientación a medio camino entre Soylent Green y Blade Runner: las docenas de cuerpos de policías especializados en distintos cometidos ya existen, como existen fiscalías especializadas, una red de controles y represiones, una vigilancia permanente y atosigadora en un mundo que es un basurero, en el que no se puede ni respirar. Dos o tres pinceladas humanizan algo la frialdad utópica del relato: el desbarajuste que se da en el super cuando una banda organizada lo asalta y donde el viejo vigilante de su domicilio pierde la oportunidad de ascenso de su vida y ese local de jazz oculto en alguna noche, al que Pedro acude a charlar con el comprensivo propietario que es algo así como la contraparte dialéctica de su jefe, un imbécil adicto a las estadísticas.

Hay mucho teatro en la novela de Sagaseta. Teatro de arte dramática, porque sus personajes se identifican siempre por lo que dicen, tienen que definirse porque en el teatro carecen de un novelista por detrás que interprete sus palabras. En este caso el novelista es dramaturgo y construye su relato como una sucesión de cuadros pero lo hace a tal velocidad que parecen una secuencia aunque una secuencia llena de reflexiones. Ana, la Galatea del relato, es el producto del espíritu de Pedro, su sueño o alucinación que acaba destruyéndolo, una quimera que, aunque involuntariamente y advirtiéndoselo, juega con él como la esfinge, que también es una estatua, con el infeliz paseante. ¿Por qué? Por amor. La estatua es una novela de amor. Vaya por Dios con el cascarrabias.

dijous, 9 de juny del 2011

Semprún: puro siglo XX.

Se lee mucho que Semprún es un autor de la memoria y que es la memoria del siglo XX. Ambas cosas a la vez no pueden ser y no son. No es solamente el escritor de la memoria; es imposible porque, aparte de revivir la memoria, escribe el presente, su presente, que duró la última mitad del siglo XX. Memoria y presente dan una mezcla explosiva en la que se fragmenta el autor para alcanzar de forma muy distinta una cantidad sorprendente de vidas ajenas en las cuales sus presentes son a su vez memorias; o también presentes, pero de otros. Hay que ver cuánta gente y de cuántas andaduras de la vida se siente interpelada por la existencia de Semprún. Unos hablan, otros callan, pero a nadie ha dejado indiferente. Amores y odios suscitó; a veces en la misma persona. Los del Holocausto lo cuentan entre los suyos. Cierto que con sus más y sus menos. Pero eso pasa con todas las asociaciones que se hagan con Semprún. También los literatos de las nuevas formas de narrativa y los intelectuales comunistas y los políticos españoles y la intelligentsia del Quartier Latin y los comunistas no intelectuales y los españoles y los franceses y su propia familia y hasta él mismo. Siempre aparecen sus más y sus menos.

Como escritor, que es lo que fue toda su vida, además de otras aficiones a las que le llevó un espíritu aventurero, lo equiparan con Camus, con Malraux y cabe encontrarle otros parangones, Silone, Koestler, escritores marcados por su experiencia con el comunismo y que también habían participado en conflictos sociales, políticos, militares. Al respecto tiene asimismo un toque estadounidense, entre Hemingway y Nelson Algren. Pero, incluso como escritor, no se asemeja solamente a escritores; por ejemplo, tenía una relación muy estrecha con Yves Montand, del que fue biógrafo y al que se parece bastante. Semprún se permite el lujo de ser muchos otros autores (lógicamente coetáneos) porque, en cambio, su objeto es siempre el mismo: él. Tantos él que da la impresión de que el tema de fondo de su obra, y de su vida, es su identidad. La identidad del hombre con muchos atributos.

A Semprún lo expulsa Carrillo del Partido Comunista en 1964 junto a Fernando Claudín. Algunos que entonces teníamos veinte años nos habíamos radicalizado a la izquierda, haciendonos pro-chinos y la escisión claudinista nos parecía derechista. Sin embargo no pasaría mucho, un par de años, para que quedara claro, al menos para mí, que los claudinistas tenían razón. Y su crítica era muy pertinente, le gustara o no al aparato anquilosado del PC o a los frenéticos maoístas. La escisión produjo dos testimonios: un pesadísimo informe de Claudín con todo tipo de documentos y una película de Alain Resnais con Yves Montand, cómo no, y Semprún en el guión. Una película impresionante, la película de Federico Sánchez y su desencantamiento del PC. Los prochinos aparecen fugazmente, como un revoloteo de gauchistes de café.

Me gusta más Semprún como guionista que como novelista. El largo viaje y Autobiografía de Federico Sánchez (el otro Federico Sánchez se despide de ustedes no es literatura sino una especie de ajuste de cuentas) están bien, pero no alcanzan la fuerza, el dramatismo de La guerra ha terminado y, sobre todo, de Z. Claro que esta última, que es un pedazo de peli, es como una confluencia de genios: Costa Gavras en la dirección, Mikis Theodorakis en la música, Yves Montand, Jean-Louis Trintignant, Jacques Perrin y Renato Salvatori como actores. Pero todo eso se convierte en lo que es gracias a la historia del asesinato de Lambrakis contada por Vasilis Vasilikos de la que Semprún sacó un guión impresionante. Esa es una película inolvidable.

Todo el mundo recuerda que Semprún era noble, descendiente de Antonio Maura y de una familia de senadores, alcaldes, etc., pero no he visto citada (lo que no quiere decir que no lo haya sido) una relación muy interesante en su vida: la de Constancia de la Mora Maura que no estoy seguro de si era su tía o su prima. Le sacaba veinte años y podía ser su tía pero también su prima. En todo caso, su pariente. De la Mora publicó un libro muy significativo antes de morir prematuramente en un accidente con 44 años más o menos, Doble esplendor, un libro que fue durante muchos años un texto canónico de la interpretación comunista de la guerra civil que traía dos luceros añadidos: era la historia contada por una mujer y de la clase alta. En realidad, un libro de propaganda que, según parece, no escribió ella, sino una novelista del Partido Comunista de los Estados Unidos, como parte de una opeación de propaganda de la Komintern. En ese mundo de compromiso político más allá del juicio moral, de conflicto militar, de desarraigo familiar, de constitución de una vanguardia revolucionaria que se le fue entre los dedos como el agua de los líquidos de Bauman, de fidelidad a una idea en cuyo triunfo definitivo se había dejado de creer, se agita la vida y la obra de Semprún que es como la parábola de la izquierda europea en el siglo XX. La parábola en busca de la identidad que parece recalar en la convicción europeísta.

(La imagen es una foto de Frachet (Own work) , bajo licencia GDLF).

diumenge, 1 de maig del 2011

Fin del informe sobre ciegos.

Sabato, a quien hoy se aclama como el último grande vivo de las letras argentinas, cimentó su muy merecida fama en tres extrañas novelas y escritas con muchos años de diferencia en épocas muy distintas del escritor y de sus lectores, entre los cuales me cuento, El túnel, Sobre héroes y tumbas y Abaddón el exterminador. El resto son ensayos de literatura y de política, entendiendo ésta como participación ciudadana en pos de unos ideales morales como la libertad de expresión, etc. Esa actitud lo llevó a presidir la comisión de la verdad y a redactar el famoso Nunca Más. Informe de la Comisión Nacional sobre personas desaparecidas en 1985, del que conozco retazos por la prensa. El novelista tenía que dar cuenta de una realidad que superaba lo que cualquier imaginación hubiera podido urdir. Es, guardando las distancias, lo que sucede cuando se intenta novelar el Holocausto. El hombre es capaz de producir mucho más mal del que es capaz de imaginar. Y eso desconcierta.

Pero era la persona para la tarea porque su literatura consistía esencialmente en eso, en revelar cómo el bien y el mal, el amor y el odio conviven y se entreveran de forma que muchas veces no hay modo de distinguirlos y si eso sucede en el interior de cada cual, se configura un personaje como el Fernando Vidal de Sobre héroes y tumbas. De las tres novelas ésta, la del medio, es la que más me impresionó, por ella misma y porque era yo muy impresionable a fuer de muy joven. En Abaddón, cuya fragmentación y desestructuración sitúan el relato más allá y más acá de la novela, ya daba el mal por triunfante y El túnel, que fue la última que leí, me resultó esclarecedora porque tiene las claves, empezando por aquella famosa rata viva del comienzo que era como un aviso de lo que llegaría con los otros libros pues que ya sitúa en el umbral el Holocausto mismo. Pero el impacto lo causó Sobre héroes y tumbas y más que nada el Informe sobre ciegos. No he vuelto a leer nada parecido. Esa quintaesencia de la conspiración, de la conjura para el advenimiento del mal que pende sobre nuestras cabezas como una maldición, somos nosotros mismos, es la fuerza oscura, nuestro lado ciego, allí donde destruimos lo que amamos. Es la persecuciòn de las Erinnias, la maldición que se desata sobre el transgresor que ha hecho algo que trastoca las reglas inmutables. En este caso, la violación y el incesto.

Descanse en paz un hombre que tenía una idea tan pesimista de sus semejantes que fue capaz de contemplarlos en lo más profundo de su abyección e informar sobre ello.

(La imagen es una foto de Ed. Abril Educativa y Cultural SA, Buenos Aires, 1972, en el dominio público vía Wikimedia Commons).

dissabte, 30 d’abril del 2011

Una utopía a la española.

El Círculo de Bellas Artes ha tenido el acierto de reeditar la que quizá sea la única utopía escrita en España en el siglo XVIII, algunos dicen que finales del XVII, Anónimo Descripción de la Sinapia, península en la tierra austral, Círculo de Bellas Artes, Madrid, 2011, 126 pp. Escrita, no publicada, pues a ver la luz hubo de esperar el texto hasta que en los años setenta del siglo pasado la publicaran un erudito canadiense, Stelio Cro, en inglés (1975) y el catedrático de historia español, Miguel Avilés (1976), en cuya edición se basa ésta que, además viene adornada con un excelente prólogo de Pedro Galera Andreu, del que saco los datos anteriores. En él el prologuista inserta Sinapia en la tradición utópica occidental y aborda los problemas de la autoría y la fecha de la obra.

El manuscrito se halló entre los papeles de Campomanes y no es disparatado atribuirle la autoría. Pero no hay nada cierto. En cuanto a la fecha, la discrepancia es grande. Cro piensa que se redactó en 1682 por razones de peso pero también por tales razones propone Avilés (y el prologuista) alguna fecha de mediados del XVIII. Carezco de competencia en la materia pero la pregunta que me intriga es: fuera en el XVII o en el XVIII, ¿por qué no se publicó? ¿Quizá por miedo a la Inquisición? Pero la obra dibuja prácticamente una teocracia católica e incluso habla de una forma de Inquisición.

En cuanto al autor será o no será Campomanes pero, desde luego, es un afrancesado. Algunas expresiones, como "poltronería" debían de ser recientes importaciones del francés o quizá del italiano. El único filósofo que se menciona es Mr. Descartes, así escrito, a cuya orientación se encomienda la educación en Sinapia. Cómo se compadece el cartesianismo con la posición dominante del catolicismo es cosa que ni se menciona. Además de afrancesado, el autor es hombre versado en leyes. El capítulo dedicado a la justicia en Sinapia es de un rigor técnico que sólo un avezado jurisperito alcanza. En realidad todo el escrito se lee no como una utopía en el sentido novelesco que tiene desde la de Moro, sino como un proyecto de estatutos de una comunidad ideal.

Porque Sinapia se organiza de una forma jerárquica y racionalista a lo largo de un eje patriarcal (los jefes son llamados "padres") en el que, sin embargo, la última palabra la tiene siempre la Iglesia. El clero está por doquier, desde la educación a los puestos políticos. Eso en cuanto a la práctica. En cuanto a la teoría los sinapienses cultivan tres tipos de ciencias que, de menor a mayor son: la natural, la moral y la divina. Es decir, dudo de que Sinapia sea una utopía pero, desde luego, el autor es español y afrancesado, una mezcla inestable. Hay más datos para señalar la hispanidad (o contrahispanidad) de Sinapia además del hecho de que el autor lo diga expresamente en la última línea de la obra, que Sinapia es el perfectísimo antípode de nuestra Hispaña. Aquí podría plantearse la cuestión de si no es muy típico del género utópico usar la comunidad ideal para criticar la propia. Lo es, pero la crítica está tan velada y los remedios son tan alambicadamente absurdos que la finalidad aleccionadora desaparece.

En España no hay utopías como sucede en Francia e Inglaterra, ni novelas de viajes porque lo que entonces se escribía y se leía eran todo viajes, exploraciones y, por así decirlo, "utopías reales". Desde las Cartas de Relación de Hernán Cortés a las obras del padre Las Casas, pasando por los diarios de Colón, la historia de Bernal Díaz del Castillo, las aventuras de Alvar Núñez Cabeza de Vaca o los Comentarios del Inca Garcilaso de la Vega, todo son relatos maravillosos, noticias inesperadas de gentes nuevas y costumbres insólitas en la búsqueda de El Dorado. En España no hay utopías porque el país entero estaba administrando una. Si, además, la malbarató o no es asunto para otro debate. Tampoco en el XVIII hay viajes en pos del buen salvaje porque falta el espíritu filosófico de la Ilustración y su creencia en el derecho natural. Sinapia, como España, vive de espaldas a América pero también a Europa, ensimismada, al modo orteguiano.

La utopía es desde luego española por lo ruda. Escrita en un castellano magnífico, puro (exceptuado algún galicismo), la elegancia de la forma contrasta con la brutalidad de algunos aspectos. Por ejemplo, en Sinapia hay esclavos públicos y privados, a perpetuidad y temporales, perfectamente regulados. No hay pena de muerte pero sí destierro y esclavitud perpetuas. La manía normativa es el rasgo esencial del texto. Están reguladas hasta las fiestas y lo que en ellas se hace. Los sinapienses, dice el texto, son felices. Pero me cuesta creer que haya alguien que ansíe vivir en un medio en que le regulan hasta las horas que ha de dormir, siempre de modo racional, eficiente, ahorrativo. Es más, si hay que buscar un entronque a Sinapia quizá pueda encontrarse en las distopías del siglo XX. Eso ya sería mérito.

El tributo que se paga a Moro y a Campanella es que Sinapia es una utopía comunista en la que no hay propiedad privada ni dinero. Tengo la sospecha de que esta tendencia de los utopistas a abolir el dinero es prueba de que quieren hacerse las cosas fáciles porque, si se elimina el dinero, hay que ponerse a planear cómo funciona todo mientras que, cuando hay dinero, las cosas funcionan solas (aunque no siempre con resultados justos) y los utopistas se quedan sin trabajo.

Sinapia es feliz porque, además de que no hay dinero y todo el mundo trabaja lo mismo, desde el príncipe al último peón, también se ha abolido la nobleza. No sé cómo encaja esto en la putativa autoría de Campomanes, que era conde; claro que fue conde por nombramiento real y todo depende de cuando se scribiera el texto, si antes o después del nombramiento.

Una utopía española. Tampoco somos tan distintos: creemos que podemos encontrar la felicidad en las antípodas.

diumenge, 10 d’abril del 2011

Las fotografías de Juan Rulfo.

Con motivo del 25º aniversario de la muerte de Rulfo se ha publicado un libro (Juan Rulfo, 100 fotografías de Juan Rulfo. Editorial RM, 2010, al cuidado de Andrew Dempsey y Daniele De Luigi), con una selección de 100 fotos suyas, y la FNAC de Madrid exhibe una selección de 25 de esa selección de 100. Exhibir es un verbo impropio dado que el comercio expone las 25 piezas en una salita habilitada también para lectura de libros, revistas, comics, etc y los abundantes lectores no dejan ver las fotos.

De todas formas es una buena ocasión para dar un repaso a ese extraño genio quedo que fue Rulfo, el breve autor de una sola novela y un solo libro de relatos, traducidos a muchos idiomas y de quien todo el mundo se hace lenguas como uno de los grandes de la literatura mundial. Y con razón.

Rulfo parece haber dedicado la mayor parte de su vida a la fotografía. Dejó un legado de unos 6.500 negativos aún por clasificar. Estudió el arte, la practicó, intento establecerse profesionalmente en relación al mundo del cine y la fotografía. Seguramente se consideraba fotógrafo. Tenía amistad con Cartier Bresson, que anduvo mucho por México, y muestra una gran influencia de los maestros estadounidenses de la generación anterior, Paul Stieglitz, Paul Strand, Charles Sheeler o Edward Steichen. Una fotografía seria, realista y, al mismo tiempo, trascendental, simbólica en la que las imágenes no se quedan en sí mismas sino que hablan, son la congelación de un relato que sigue fuera de ellas mismas. Edificios, retratos, paisajes, costumbres son los temas más repetidos. No hay escenarios. Es la realidad por la que pasamos y de la que retenemos retazos visuales que pertenecen a otras historias.

El resultado de tanto afán no va muy allá. Las fotos de Rulfo son muy buenas pero ni por la calidad técnica ni por su contenido alcanzan los niveles de su obra narrativa. Entonces ¿por qué obstinarse en ser aquello para lo que se vale menos? No es infrecuente que la gente equivoque su vocación. En realidad es una queja habitual. No obstante, tengo la impresión de que, en el fondo, Rulfo siempre se vio como un literato, como un novelista que se valía de la fotografía para ambientar sus relatos. O sea, un novelista fotógrafo antes que un fotógrafo novelista. Porque sus fotos se entienden mirándolas con los ojos de quien ha escrito El llano en llamas o cualquiera de las otras historias, que son igual de buenas, algunas incluso mejores que aquella, pues eso ya es cosa de variantes en los gustos. Mi cuento preferido es ¡Diles que no me maten!.

No las fotos, no, sino su literatura, muestra la mano de un genio. Para los que confían más en el principio de autoridad, recuérdese que Jorge Luis Borges o Gabriel García Márquez, hablan de él con veneración rayana en la idolatría. Con fundado motivo porque su influencia está patente en ellos. Como lo está en todo el llamado realismo mágico. En Cien años de soledad está presente el espíritu de Pedro Páramo o sea, el de Juan Rulfo porque en la literatura de éste la perspectiva es cambiante. Los relatos pueden estar en la de las distintas personas del verbo y dentro de un mismo relato. El cambio más frecuente, de la tercera a la primera, lo que hace que Páramo sea tan Rulfo como Rulfo Páramo. Esa alternancia junto a la habilidad para mezclar pasado, presente y futuro a través de la memoria de los personajes que van y vienen por sus vidas situándose, por ejemplo, en un futuro del que el presente en el que estamos es un remoto pasado, son rasgos distintivos de una forma de escribir que es literatura en estado puro.

Rulfo escribe como el que llueve. Todo lo que toca su palabra, como todo lo que moja la lluvia, cambia de color, de tacto, de aroma, se hace suyo, de Rulfo. Hay un México de Rulfo de raíces agrarias e indias revestidas de mundo moderno. Y en ese México está muy presente la muerte, vista como un avatar de la vida, muchas veces descontada, muerte por encargo, sobrevenida o largo tiempo esperada. Eso es narración de lo indecible. Y ese es el genio de Rulfo. Sólo Bolaño, me parece, otro escueto, ha dado similar sacudida a la literatura. No son nombres de relumbrón, pero su savia nutre el inmenso jacarandá de la literatura de un continente.

(Las imágenes, sacadas del libro son: la 1ª, Plantación de magüeyes y la segunda Barda tirada en un campo verde)

dimecres, 10 de novembre del 2010

Memoria sobre la memoria.

Cosa complicada esa de la memoria. Los cristianos la consideran una de las potencias del alma desde San Juan de la Cruz, siendo las otras el entendimiento y la voluntad. Santo Tomás reconocía dos del alma racional, memoria y entendimiento. De forma que la voluntad será añadido del carmelita. La memoria es no menos determinante del ser humano que el entendimento. Sospecho que son inseparables. Platón la hacía base misma del saber puesto que conocer las cosas no era otra cosa que recordarlas. Por eso hay una rama de la filosofía contemporánea no estrictamente postmoderna que insiste en que la filosofia misma es la facultad de recordar, de no olvidar. Con lo que se confirma una vez más el viejo dicho de que la historia de ésta es una serie de glosas a Platón.

Lo mismo pasa con la literatura. La fabulosa estructura narrativa de la Odisea consiste en relatos de Ulises a base de sus recuerdos. También podría decirse que la historia de la literatura es la Odisea mil veces narrada. Que se lo digan a Joyce. En realidad la memoria es la provincia indiscutible de la literatura, su jurisdicción propia en la que eleva monumentos barrocos como En busca del tiempo perdido que en inglés se llama Remembrance of things past, o estatuas grotescas como Funes el memorioso. La memoria y la ficción están tan unidas que la segunda se cuela cuando la primera quiere ser objetiva, por ejemplo, cuando toma la forma de las memorias como género autobiográfico. En la entrevista de Millás a Felipe en El País que los dioses parecen haber echado como un hueso a los perros para que tengan algo en qué morder, aquel le pregunta si no piensa escribir su autobiografía y Felipe responde que las memorias se escriben para justificarse uno y atacar a los demás y que no piensa hacerlo. Y es cierto: raro es el político o estadista que, habiendo cesado en el cargo y conservando las suficientes facultades mentales, no se ponga a escribir sus recuerdos, contando la feria según le fue en ella. Algunos las han escrito por tandas, como Fraga o, incluso, las han repetido, como Willy Brandt; unos las encargan a plumas mejor preparadas, como Ronald Reagan; otros llaman memorias a la publicación de sus diarios, como Truman; y otros las revisten de consideraciones eruditas y académicas, como Kissinger. Pero prácticamente todos mezclan la realidad y la ficción.

La memoria es punto esencial también en la Psicología. Una rama de ésta, el Psicoanálisis, descansa en su aspecto clínico en la tarea de la recuperación de la memoria reprimida y desfigurada, basándose en la idea de que el hombre es su memoria. La cuestión es saber si, además de ser el hombre como individuo, lo es como especie, si se puede hablar de que haya una memoria colectiva. Si lo entiendo bien, la llamada memoria histórica quiere decir en el fondo memoria colectiva. Porque si puede haber una potencia del alma colectiva será porque puede haber un alma colectiva y eso ya suena raro y amenazador. Como no sería capaz de dilucidar tan oscura cuestión, me limito a pensar que por memoria colectiva se entiende el agregado de las individuales que, lejos de refugiarse en la soledad de la existencia del individuo, se conciertan, se aúnan para hacerse visibles y convertirse así en experiencia de los demás, aunque no lo hayan vivido del mismo modo.

Creo que eso es lo que con toda justicia han hecho los judíos con el Holocausto, aunque luego no sigan las enseñanzas que de él se derivan, lo que ha hecho Claude Lanzmann con su Shoah, que no me cansaré de traer aquí:



Salvando todas las distancias sociales, políticas, culturales (que, en el fondo, son lo mismo), si el Holocausto fue un genocidio, un genocidio fue el franquismo. Y, si con el Holocausto se ha erigido un monumento, un memorial para meditación de generaciones actuales y futuras, lo mismo puede hacerse con la llamada Memoria Histórica referida al franquismo, que no se debe ocultar ni reprimir ni soslayar, sino que hay que integrar en el imaginario colectivo de los españoles, una vez encontrados los que por decenas de miles aún yacen enterrados en las cunetas y restituidos a la memoria de sus allegados. Hay ya dos datos que parecen incontrovertibles: a) la recuperación de los restos de los asesinados por los franquistas y enterrados en cualquier parte es una oleada imparable, como lo será la búsqueda de los niños robados; b) la reconciliación empezará el día en que quienes simpatizaban con aquella atrocidad la repudien y ayuden activamente a la reparación de las víctimas. Cuanto más tiempo tarde la derecha en comprender que esto es así, más tardará en ganarse la confianza de la gente. Y sin confianza, las elecciones se pierden.

(La imagen es una foto de Denis Collette...!!!, bajo licencia de Creative Commons).

diumenge, 17 d’octubre del 2010

La guerra civil.

Al recaer sobre Eduardo Mendoza el premio Planeta reconoce la obra entera de un magnífico escritor, aparte, naturalmente, de los méritos que pueda tener la novela premiada, que los tendrá. Mendoza es un gran novelista de vieja prosapia, un novelista literario, cosa que se puede decir desde el momento en que hay novelistas psicológicos, históricos, filosóficos, etc. Es un fabulador fabuloso con elementos reales. El último libro que le he leído, El asombroso viaje de Pomponio Flato es un divertimento rebosante de ironía.

La novela premiada, Riña de gatos, según leo, está ambientada en "el Madrid de la preguerra", expresión que ya revela que se trata de otra novela sobre la guerra civil, "maldita", como dice irónicamente Isaac Rosa, o "bendita" como dice con apasionamiento Javier Cercas. Es tan decisiva la guerra civil española para los españoles (aunque no sólo para ellos) que condiciona además de su tiempo posterior, el nuestro, también el anterior, claro está, a nuestros ojos. Por eso seguramente la novela será extraordinaria. Mendoza dice que le interesa saber "cómo se generó la guerra civil". A él y a millones de compatriotas. Cómo se pudo llegar a aquello. Y "aquello" es la guerra civil pero, sobre todo, sobre todo, lo que vino después.

La guerra civil, el sempiterno tema español, presente en el debate actual, se quiera o no, tiene esta condición porque lo que vino después fueron 35 años de postguerra. En Winchester 73, una película de Anthony Mann que cuenta una historia de 1876, dos excombatientes de la Confederación estrechan la mano de un suboficial de caballería de la Unión, tomando a broma haber combatido entre sí a muerte once años antes. La guerra civil de los Estados Unidos apenas dejó secuelas. A los pocos años del armisticio no quedaban prisioneros de guerra y el Sur y el Norte se habían reconciliado lo suficiente para seguir viviendo juntos. Eso no pasó en España.

Una guerra civil es una quiebra de la comunidad; una quiebra que se da en todos los órdenes, en el simbólico (hay lealtad a dos banderas por ejemplo), en el religioso (los dos bandos matan en nombre del mismo dios), en el artístico (los dos bandos en una guerra civil tienen su poesía, su pintura, su música, su cultura popular), y, por descontado, en el político. En este último con consecuencias definitivas si nos rendimos a la evidencia que traduce la expresión de Foucault de que "la política es la continuación de la guerra por otros medios". Y cuando la guerra es civil, también.

Se comprende la posición de quienes insisten en que lo mejor que cabe hacer con la guerra es olvidarla, no hablar de ella, "peor es menealla". Son también los que dicen que el significado profundo de la Transición fue el olvido de la guerra o, cuando menos, el silencio sobre ella. Se comprende, pero no es una posición realista. La guerra siempre vuelve porque es inseparable de la postguerra ya que los vencedores jamás estrecharon la mano de los vencidos. Al contrario, los tuvieron 35 años como ciudadanos de segunda, sometidos a ejecuciones, torturas, vejaciones y arbitrariedades. Quedan cuentas por ajustar y, mientras no se ajusten, el pasado será presente y no se podrá clausurar porque no cabe clausurar el presente.

Cercas dice que la guerra civil puede ser el Western español. Puede, desde luego. Pero la historia de España (al margen del inevitable debate de si cabe hablar de "España" en la historia de España) rebosa de Westerns. El de la guerra entre moros y cristianos, en buena medida una guerra civil, puede serlo perfectamente. Es verdad que los vencedores dieron en llamar el episodio Reconquista pero como los franquistas llamaron su sublevación Glorioso Movimiento Nacional. Western es también el descubrimiento y conquista de América y además en sentido literal del término, porque se trataba de las Indias occidentales. Lo que sucede es que en este episodio está complicado el esquema maniqueo de buenos y malos.

Los que dicen que hay que dejar escribir novelas y hacer películas sobre la guerra civil es de suponer que no ignorarán los largos años de la dictadura en que sólo podían verse cosas como Alba de América o la serie de Alfredo Mayo, Escuadrilla, Harka, ¡A mí la legión! y, claro, Raza, con guión del Caudillo. La verdad es que si la guerra civil es nuestro Western, Raza es como una película de Hopalong Cassidy.

(La imagen es la famosa foto de Robert Capa titulada Muerte de un miliciano que capta el momento de la muerte del miliciano anarquista Federico Borrell García en el frente de Córdoba el 5 de septiembre de 1936. International Center of Photography).

divendres, 8 d’octubre del 2010

El Nobel, la ideología y el poder.

Ayer disfruté mucho viendo cómo había coincidido en mi entrada sobre Vargas Llosa con el parecer de algunos de los escritores y columnistas que más me gustan: la razón de que este Nobel haya despertado tanto entusiasmo es que el premiado es extraordinariamente popular en todas partes, muy conocido y apreciado. No es infrecuente que la Academia sueca otorgue el galardón a escritores sin duda de mucho mérito pero muy desconocidos fuera de su propio país y de algunos reducidos círculos literarios. A Vargas Llosa lo han leído multitudes de todos los países en todos los continentes.

Es un escritor best seller de altísima calidad literaria y ensayística, lo que lo hace doblemente merecedor del galardón. Los estatutos de la Fundación Nobel explican que por "literatura" no sólo entienden las "bellas letras", sino otro tipo de escritos que por su forma o estilo tengan valor literario. Esto es lo que explica que el premio de 1953 recayera sobre Winston Churchill, fundamentalmente por sus obras de historiografía, en especial, la Historia de los pueblos anglohablantes.

Bastantes de los ensayos son políticos, aunque los hay de todos los tipos, de crítica literaria, autobiográficos, de reportaje. Y por ese lado de la política viene una polémica que me parece lamentable. En algún sitio he leído, a modo de denuncia que debe de creer que se justifica en su mero enunciado, que Vargas Llosa es un anticomunista. Es sorprendente, cual si ser anticomunista fuera algo afrentoso, delictivo, pecaminoso, algo como ser pederasta o asesino, cuando se trata de una opción ideológica tan legítima como ser antifascista, anticlerical, anticapitalista o antisionista. Otra cosa es que sean pertinentes a la hora de valorar una obra literaria que es de lo que aquí se trata.

Jamás me ha parecido de recibo que la opción política de un autor sea determinante para enjuiciar el valor de su obra artística, trátese de literatura, pintura, música... Hay escritores de opciones radicales antagónicas muy buenos y muy malos. Y, por supuesto, tampoco me convence que la obra de un autor sufra un cambio de juicio de calidad en el momento en que él muda de ideología política, como pudo pasar con Dos Passos o con Koestler, Fischer, Spender, Gide o Silone, entre otros (los que escribieron El dios que fracasó), o Malraux, todos los cuales cambiaron de chaqueta pero no de pluma. Es más, llevo mi convicción a su lógica consecuencia de considerar irrelevante para la calidad literaria de una obra el hecho de que el autor haya sido o sea de extrema derecha o fascista o nazi: No veo cómo se puede negar la calidad de Céline, Jünger, Pound, Benn, etc por el hecho de que hubieran defendido alguna de esas ideologías. Como tampoco pone nadie en duda la de Brecht o Aragon por el de que fueran comunistas. ¿Qué diablos tiene que ver la calidad de La casa verde con el hecho de que su autor sea anticomunista? Con todos mis respetos, esa objeción es de una pobreza mental que da pavor. O ¿se quiere decir que si se es anticomunista no se puede escribir, que era lo que sucedía en la Unión Soviética? ¿Hay algún escritor ruso contemporáneo del comunismo y contemporizador con él superior a Solzhenitsin? ¿Sholojov? Venga ya...

Pero héteme aquí que no sólo la supuesta izquierda ataca el Nobel de Vargas Llosa por razones políticas sino que la derecha, muy parecida a la izquierda en tantas cosas, sale vociferante a defender los méritos del autor de La ciudad y los perros, como si le hiciera falta y también por razones políticas. En un blog estupendo que acabo de descubrir de José María Izquierdo en El País leo una interesante entrada titulada Nobel, y no es comunista, a través de la cual me entero de que a José María Aznar y a Esperanza Aguirre les ha faltado tiempo para arrimarse a la gloria ajena por razones bastardamente políticas. Aznar con un articulito en La Razón titulado así a lo chulapo Enhorabuena Mario y Aguirre Gil de Biedma con otro más largo en el mismo diario titulado El mejor en nuestra lengua. En ninguno de los dos se hace mención a la obra literaria de Vargas Llosa pero sí se resalta hasta la saciedad la amistad que los une, así como el vigoroso ideario liberal del premiado. Aznar silencia que su amigo rechazara en su día una oferta de cargo que él le hizo y Aguirre dice que ha hablado mucho con él pero no se le nota porque el liberalismo de ambos no es coincidente.

Eso de negar el valor del Nobel porque el autor sea anticomunista me recuerda mucho aquel episodio en que los colegas encargados de dictaminar negaron la cátedra universitaria a Georg Simmel porque era judío. Es vergonzoso. Pero no lo es menos instrumentalizar un reconocimiento literario universal a los intereses mezquinos de una bandería política. Claro que Vargas Llosa es liberal pero entre su liberalismo y el de Aznar median mundos. Aznar viene del falangismo; Vargas Llosa del comunismo. Y eso se nota. Vargas Llosa sabe de lo que habla. En cuanto a la lideresa de Madrid, que fue ministra de Cultura, su artículo es un divertido cotorreo de postín. Ninguno de los dos aventura el más mínimo juicio sobre la obra del autor, pero los dos exclaman al unísono: ¡es de los nuestros! En fin...


Y después de la ideología viene el poder que añade al dislate una porción de brutalidad e imposición. El comité delegado del Storting ha concedido el Nobel de la paz a Liu Xiaobo, disidente chino condenado por "subversión" a once años de cárcel por el régimen formalmente comunista de la República Popular China (RPCh). Este Comité (cuya composición varía) tiene a sus espaldas decisiones indiscutidas como el Nobel de la Paz a Martin Luther King o a Nelson Mandela y decisiones aberrantes como la concesión a políticos belicistas y cómplices con golpes de Estado y crímenes, como Henry Kissinger o terroristas o ex terroristas como Yasser Arafat o Menahem Begin. Alguna de estas aberraciones las ha criticado hasta el agraciado, como es el caso de Barack Obama que dice con toda razón que no se lo merece y que hay otros a los que corresponde con más razón que a él. Cierto.

Pero en este caso de Liu Xiaobo me parece que el Comité ha dado en la diana. Prueba en contrario es la furia de la reacción de las autoridades chinas que amenazan a Noruega con el empeoramiento de relaciones y hasta han llamado al embajador a exigir explicaciones. Estos exabruptos apuntan a dos tipos de asuntos muy curiosos: en primer lugar pone de manifiesto el carácter despótico del régimen chino a la par que su ignorancia. El Gobierno noruego no tiene nada que ver con la concesión del Nobel de la Paz; es el Parlamento, el Storting, y tampoco él, ya que se limita a nombrar el comité independiente que es el que toma la decisión. No sé cómo va a explicar el embajador noruego a los camaradas chinos que el gobierno de su país no controla la prensa ni los tribunales ni los comités que elige el Parlamento ni nada al extremo en que el Gobierno de la RPCh controla los mil doscientos y pico millones de chinos.

En segundo lugar, y más al fondo de la cuestión, la ira de los mandatarios chinos refleja su idea de que el modo en que las autoridades traten a sus ciudadanos no es asunto de incumbencia de nadie fuera del país, que es una cuestión interna en el marco de su soberanía y su rechazo a lo que considera injerencia en sus asuntos domésticos. En el mundo, sin embargo, en los últimos años viene ganando terreno la convicción de que, siendo los derechos fundamentales ilegislables y anteriores al Estado, no está éste legitimado para violar los de sus ciudadanos y compete a la comunidad internacional o a cualquiera de sus miembros realizar las acciones que estimen oportunas para defender esos derechos. Por eso es Garzón, pese a quien pese, un avanzado de está concepción progresista de la justicia universal.

La ira viene de que la China no puede oponerse racionalmente a este criterio y por eso insiste en que Liu Xiaobo no es un preso político o de conciencia, sino un preso común, condenado por un delito por la justicia penal. Pero todo el mundo sabe que eso es un cuento chino. Todas las dictaduras encarcelan por razones de opinión (a veces también las democracias) pero nadie lo reconoce, nadie admite tener presos políticos, sino que son todos comunes.

Precisamente esa es una de las grandezas de los presos de conciencia (aquellos encarcelados por sus opiniones, no por ejercer la violencia) que han de mantenerse en la integridad de su actitud incluso contra maniobras moralmente viles, como la de negarles la condición de preso político. Porque para que la grandeza pueda exponerse al mundo es necesario que exista. Un ser humano capaz de arrostrar la persecución, el encarcelamiento y hasta cosas peores por sus ideas frente a un aparato de poder, maquinaria burocrática, policial y militar que todo lo aplasta será siempre el símbolo de la Humanidad en su lucha por la libertad. El Nobel a Liu Xiaobo hace visible su causa a los ojos del mundo entero, ilumina de golpe las mazmorras del régimen chino, pone en evidencia su naturaleza represiva y totalitaria. Tanto que muchos comunistas occidentales aclaran que, para ellos, la China no es un Estado verdaderamente comunista. Este Nobel ha obligado asimismo a los Gobiernos occidentales a superar la vergonzosa actitud de "razón de Estado" que han adoptado hasta la fecha, esgrimiendo la golosina económica que son las posibilidades de inversión en la China, y los ha forzado a reaccionar de acuerdo con los fines que dicen profesar. Después de las amenazas chinas, Obama ha pedido la liberación del disidente y, con muchas dudas y miedos, la Unión Europea ha seguido el ejemplo, pidiendo lo mismo.

Los mandatarios chinos quieren seguir encerrados en el hermetismo y por eso todo intento de obligarlos a rendir cuentas ante los demás países les enfurece. Basta recordar la agresiva reacción que provocó la campaña internacional en favor del Tibet cuando los juegos olímpicos pequineses. Y ahora el asunto es más complicado porque no se trata de un pueblo o un territorio sino de un solo individuo y un individuo que está en la cárcel por subversión, es decir, por pedir que en China rijan los principios de los Estados occidentales en materia de Estado de derecho y respeto a los derechos fundamentales.

En resumen que el Nobel a Xiaobo es un pendant perfecto del Nobel a Vargas Llosa. Ambos defienden lo mismo; ambos a través de la palabra; pero la diferencia radical está en que el último vive en libertad y el primero está en la cárcel.

(La primera imagen es una foto de Daniele Devoti, bajo licencia de Creative Commons).

(La segunda imagen es una foto de K-ideas, bajo licencia de Creative Commons).

Es un tipo macanudo.

Alharaca nacional y no por nimio motivo. Vargas Llosa empequeñece la reciente hazaña de la Roja. La literatura como suceso mediático. Y ¡qué literatura! Depurada, elegante, apasionada, autobiográfica, costumbrista, histórica, psicológica; con todos los recursos de perspectiva, tiempos, narradores; con un estilo templado, clásico, que encierra todas las formas de expresión desde las descripciones pastorales hasta las turbulencias morales dostoievskianas. Una literatura que comprende todas las literaturas, una literatura que desborda todos los moldes tras haberlos empleado magistralmente y que es ella misma un mundo, el del autor, quien lo ha ido exponiendo a lo largo de su obra ante la atónita mirada de sus lectores con una inigualable profundidad humana y tan sin afectación, engolamiento ni endiosamiento que, sumo misterio del arte, parece fácil de hacer, con esa graciosa facilidad que desprende el siempre sutil toque del genio.

Los llamados "fenómenos mediáticos", excepción hecha de los deportivos que, como las danzas de la lluvia, tienen una función latente más importante que la manifiesta, suelen tomar pie en los estratos más oscuros y elementales de la conciencia colectiva. Por eso es magnífico que el país aclame y aplauda a un intelectual de compleja versatilidad, a un novelista en clave mayor. Conversación en La Catedral, con esa resonancia de Elliot, una novela que recrea un país, el Perú y una época, la dictadura de Odría y, con ellos, al conjunto de Hispanoamérica tiene más de setecientas páginas. Mayor al estilo de Tolstoi o, mejor, de Victor Hugo, sobre cuyos Miserables ha publicado un gran ensayo. Y lo aclama y con el país toda América Latina porque lo conoce, lo ha seguido a lo largo de sus peripecias vitales, cuando no en la realidad real, sí en la realidad poética. Esa obra increíble de La tía Julia y el escribidor narra su vivencia personal que ya era suficientemente atípica; atípica para el común de los mortales pero muy típica en él pues, tras divorciarse de su tía se casó con su prima. Qué no me digan que no hay ahí una ambigüedad remotamente incestuosa o, por lo menos, clánica. Y algo tendrá esto que ver también con las difíciles, kafkianas, relaciones de Vargas hijo con Vargas padre. Estas cosas y otras también muy personales hacen que el tipo sea muy popular en el mundo hispanohablante. Y que sea popular un hombre tan genial, tan creador, tan profundo, es un orgullo.

Porque ¿quién no ha leído algún libro de Vargas Llosa, un flaubertiano de exuberancia dumasiana o balzaquiana? Los que no lo hayan hecho probablemente se cuenten entre quienes nunca leen un libro; que los hay y son muchos. Y aun estos saben quién es el personaje porque lo han leído o lo han visto en la prensa, como autor o como noticia o en la televisión con motivo de sus muchos premios, o en el teatro también como intérprete de su propio personaje, Odiseo, tenía que ser para un culo de tan mal asiento, si no en Mérida que es lugar difícil de alcanzar, sí en la ubicua TV. Vargas Llosa debe de ser uno de los nombres más familiares de la cultura hispánica, alguien sobre el que todos los juntaletras de ambos hemisferios tenemos algo que decir, magnífico pretexto para hablar de nosotros mismos.

Recuerdo haber topado con La ciudad y los perros unos años después de su publicación, en 1968, junto con Cien años de soledad un tiempo después de haber leído Rayuela. Era el famoso boom latinoamericano que luego se convirtió en catarata, en feraz floración como si él mismo fuera un producto del universo mágico que describía. Y, al igual todo el mundo que conocía, quedé tan impresionado que imitaba servilmente el estilo en mi correspondencia, como si estuviera mesmerizado. Realmente, las Américas nos habían sorbido el seso, como las novelas de caballería a Alonso Quijano: la del Norte, primero con la generación perdida y luego con los beat que fue la que nos echó a la carretera y la del Sur con el famoso boom. Pero La ciudad y los perros era más que el boom, pertenecía a la realidad en su forma más cruda, un internado militar que evocaba el duro mundo de los Gymnasien alemanes que muchos teníamos en algún lugar de la memoria colectiva familiar y así estaba en una corriente mucho más amplia, la de los Bildungsromane, como "los años de aprendizaje del Joven Törless", por ejemplo, algo que impresiona mucho cuando se está cercano a la edad de los personajes porque es el amanecer de la vida, allí en donde te formas como persona, algo por lo que todos pasamos y razón por la cual viene bien tener un ejemplo a mano.

Dice al parecer el premiado que espera que le hayan dado el Nobel por su obra antes que por sus opiniones políticas. Lo cual demuestra que el hombre es verdaderamente macanudo porque las opiniones políticas que profesa, el neoliberalismo, normalmente se manifiestan de forma muy arrogante. Que no es su caso, primero porque es un neoliberalismo moderado y matizado con una sensibilidad de artista preocupado por las injusticias sociales de todo tipo; segundo porque, aunque él realmente creyera lo que dice y no lo dijera sólo por modestia, sus opiniones son determinantes de su obra, de toda su obra. ¿Qué diantres es La guerra del fin del mundo sino una profunda reflexión filosófica sobre la irracionalidad del comportamiento humano? Una trova. ¿O La fiesta del chivo, la recreación de una sociedad y unas relaciones humanas durante la dictadura de Trujillo y después de su asesinato con un entrelazamiento literario que implica una reflexión sobre todo, sobre la dictadura y sobre el tiranicidio y sus consecuencias?

Esto de las opiniones políticas de Vargas Llosa tiene varias facetas. La que más escuece a la izquierda radical es la crítica feroz del novelista a Cuba y Venezuela. Me parece, sin embargo, una crítica muy sensata y realista y estos países harían bien en prestarle oídos en lugar de rechazarla de plano por ser reaccionaria, proimperialista, antirrevolucionaria, etc. Las otras ideas políticas de Vargas Llosa, el neoliberalismo moderado, presidido por una concepción moral de la acción política, tienen el valor añadido de que el tipo ha descendido a la arena política, a pelearlas en el orden práctico, en aplicación de la undécima Tesis sobre Feuerbach, de Marx. ¿No había comenzado el joven Mario militando en el Partido Comunista? No es lo mismo exponer la propia doctrina política en tertulias y papeles, que es lo que suelen hacer los intelectuales, que batirse el cobre en unas elecciones y nuestro hombre se presentó candidato a la presidencia del Perú en 1990 por un partido del centro-derecha. El hecho de que lo venciera en la pugna Alberto Fujimori, presentado con el lema populista de un político que iba acabar con la política (como las guerras dicen querer acabar con las guerras), es una especie de alegoría del sentido de la época. Vargas Llosa se convirtió en el principal crítico de Fujimori y, unos años después, se nacionalizó español. Hoy es Nobel de literatura y Fujimori está en la cárcel. Nada más. Si acaso una reflexión sobre los caprichos del destino: hubiera sido elegido y quizá no hubiera conseguido el Nobel.

Los opiniones políticas de Vargas Llosa son una versión conservadora del humanismo clásico revestido de liberalismo. La versión extrema de ese neoliberalismo es la que profesa su hijo, Álvaro Vargas Llosa, coautor de un bodrio llamado Manual del perfecto idiota latinoamericano al que su bondadoso padre puso un prólogo que demuestra cómo hasta los genios faltan al viejo adagio de si se es más amigo de Platón que de la verdad. Porque Mario Vargas no puede ignorar la pobreza intelectual del manualito, especie de sarta de vulgaridades sobre la teoría y la práctica de la izquierda, psicosociología barata a modo de libro de autoayuda. Pero el prologuista es padre, al fin y al cabo y, con la mejor voluntad del mundo, ayuda a su retoño a perderse sólo en una lucha estúpida por los principios incapaz de comprender, como Pantaleón en lo más profundo de la Amazonia, que a veces haya que traicionarlos para ser consecuente con ellos. Eso es lo que lo convierte en macanudo.

Dicho sea sin contar con que, opiniones o no opiniones, se ha metido en los avisperos contemporáneos más agitados, sin cejar en sus ideas, recientemente en Palestina y en el Congo, a donde ha ido en busca del Corazón de las tinieblas, como Coppola en el cine y, según parece, su última novela, a punto de salir, es una consecuencia de esa especie de fascinación por el mal que late en el conjunto de la experiencia. Un hombre que investiga en el mundo que lo rodea, que trata de comprender los grandes conflictos humanos en todas latitudes y culturas con independencia de sus idiosincrasias porque, como buen liberal, cree en el carácter racional y universal de los principios morales del individualismo, un hombre así es macanudo.

Y ¡qué contento se ha puesto con el premio! Lo confiesa con una ingenuidad que desarma. Todos sabemos que el Nobel de Literatura está lleno de historias dramáticas, como el hecho de que nunca se lo dieran a Borges, candidato sempiterno, o emocionantes, como el de que Jean-Paul Sartre lo rechazara, algo que nadie más ha hecho, ni siquiera Harold Pinter quien, sin embargo, pronunció un alegato incendiario contra el orden social del que el Nobel es pieza importante de legitimación. Amenazaba la de que Vargas Llosa seguiría los pasos de Borges; al fin y al cabo ya lo había obtenido su alter ego antagonista, García Márquez. Dárselo ha sido la reparación de una injusticia histórica porque Vargas Llosa y García Márquez no tienen nada que ver, como no tienen nada que ver en sus opiniones políticas. Y aun coincidiendo con ellas, tengo la impresión de que las de García Márquez son menos genuinas que las de Vargas Llosa.

dilluns, 9 de novembre del 2009

Marfil y caoba

Supongo que todo aquel que decida escribir una novela sobre el Congo belga en tiempos del Rey Leopoldo II tendrá que soportar las comparaciones con Heart of Darkness. Claro que tampoco es muy de prever que los autores vayan a probar su mano en tal tiempo y lugar con la alegría con la que escriben novelas históricas sobre Nefertiti o Giordano Bruno. En cualquier caso la de Bernardo Atxaga (Siete casas en Francia Madrid, Alfaguara, 2009, 255 págs.) no solamente no desmerece en nada frente a la de Conrad sino que, si fuera posible compararlas (hipótesis que niego vehementemente) saldría ganadora con toda comodidad.

Atxaga tiene esa virtud de los escritores de raza de crear mundos propios y de hacerlo por medios estrictamente literarios, esto es, la palabra, el estilo, los recursos narrativos, y en esta novela, a mi modesto entender, se supera incluso en sus momentos mejores, como en Obabakoak que fue en su día como una luz fulgurante. Sin duda el medio, el tiempo, el lugar, los factores sociales, las costumbres se reflejan de modo satisfactorio y sin torpezas. Pero a ellos se añade la fabulación de una historia magnífica, perfectamente administrada, el retrato de unos personajes muy bien trazados en unas relaciones típicamente humanas y verosímiles en el contexto en que están narradas. Una obra maestra de la literatura que, además, es también como una especie de reportaje de las conocidas condiciones de inhumana explotación en que el citado Rey Leopoldo mantuvo la colonia del Congo como finca privada. Las actividades paralelas de corrupción a las que se dedica la pequeña guarnición de Yangambi, de exportación fraudulenta de marfil y caoba para los mercados de lujo europeos es la variante literaria de una de las formas del proceso de lo que se conoce como acumulación de capital que, como todo el mundo sabe, no suele hacerse si no es a base de explotación, crueldad, crimen y rapiña.

Todo lo anterior está presente en la novela de Atxaga, incluso abrumadoramente presente por el procedimiento caro a Lovecraft de la referencia indirecta. No hay descripciones detalladas de malos tratos, vejámenes o torturas a la población autóctona; es más, con excepción de algún personaje intermedio, un nativo encargado del bar a quien llaman "Livo", apócope de Livingstone, los negros están clamorosamente ausentes en la narración sobre la vida de una guarnicion que rige una explotación de caucho: viven en chabolas en torno a las casas de los blancos, todos oficiales pues los suboficiales, los askaris, tambén son negros, o en sus aldeas y constituyen la mano de obra de la extracción del caucho y de lo que los colonos quieran. Tenemos conciencia del trato que esa gente recibe a través de dos prácticas recurrentes que dan idea del talante moral de los colonos: el secuestro de chicas jóvenes vírgenes en los mugini (aldeas) de la región para satisfacer los deseos sexuales del capitán de la guarnición y la costumbre de practicar el tiro al mono con mandriles en competiciones de destreza.

El capitán de la guarnición, Lalande Biran, un oficial bien relacionado con la corte del Rey Leopoldo, casado con una señorita de buena sociedad cuya manía es adquirir siete casas en otros tantos lugares de Francia, se ve obligado a ocupar el puesto mientras acumula el capital necesario a base del comercio de marfil y caoba para que su mujer corone sus caprichos. Es un hombre complejo, refinado, poeta, un tipo sacado de los ejemplares de colonos europeos en el África a fines del XIX y primeros del XX. Los demás personajes, muy escasos, pues la acción es breve en el tiempo y sucinta en las dimensiones, como una pieza de teatro, tanto los que viven en la guarnición como aquellos en Europa con los que estos se relacionan, amistades, parientes, el cura de la aldea en el caso del protagonista, Chrysostome Liège, un joven campesino muy católico y formidable tirador, están también muy bien retratados.

La vida de la estación militar, hecha de pura rutina se ve alterada por dos acontecimientos: la llegada de un nuevo miembro de la Force Publique, Chrysostome, y el proyecto de un viaje del Rey Leopoldo a Yangambi y luego Kisangani (lo que se me antoja un anacronismo porque por entonces esa ciudad se llamaba Stanley, en honor de Henry Morton Stanley) que luego se va desdibujando y rebajando hasta convertirse en un desplazamiento de un obispo y un periodista para consagrar una imagen de la Virgen María. Ambos acontecimientos, especialmente el primero, la llegada de Chrysostome, desatan un conflicto típico de guarnición de provincias que termina de modo casi canónico en la literatura del del siglo XIX, con un duelo a muerte de dos militares y una tragedia.

Todo este bullicio, esta agitación tan distinta de las pautas morales ordinarias de los personajes que entienden allí su vida como un interinato en espera de retornar, ricos, a la metrópoli están narrados en el estilo conciso y exuberante al mismo tiempo de Atxaga que lo hace tan cautivador. Conciso porque la narración es casi periodística, huyendo de hipérboles y tropos diversos, exuberante porque se vale de recursos mezclados: narración directa, diálogos, monólogos, memorias, referencias y crónicas de corresponsal.

Por lo demás la historia, el conflicto que se plantea tiene los elementos de pasión, odio, envidia, venganza, amor y tesón que pueden alcanzar las grandes episodios del existir humano con independencia del tiempo y el lugar en los que se den.

dijous, 5 de novembre del 2009

Caín juzga a Dios.

Parece que la última novela de Saramago está levantando ronchas entre los clérigos católicos y, por medio de ellos, en la grey. Vienen a añadirse éstas a las movilizaciones que ya están teniendo lugar en contra de la peli de Amenábar Ágora. Según parece en alguna sala de proyección ésta está garantizada por la presencia de un pequeño contingente policial con un vehículo blindado. Estamos en una sociedad democrática, sí señor, en donde la policía se cuida de proteger el ejercicio de derechos como la libertad de expresión. Si por los católicos fuera el señor Amenábar se iba a meter la peli por donde le cupiera y el señor Saramago a lo mejor tenía que comerse su libro (José Saramago Caín, Madrid, Alfaguara, 2009, 189 págs) página por página.

Tenemos la inmensa suerte de vivir en sociedades occidentales europeas, las más avanzadas del mundo que son laicas y tolerantes y en las que hay libertad de culto. Los católicos conviven con otras religiones a las que toleran no porque la suya sea una religión tolerante (ninguna lo es) sino porque los no católicos los hemos obligado a civilizarse, que nuestro trabajo nos ha costado. Si se baja la guardia, vuelven a las andadas, las quemadas y las torturadas. Para ejemplo, vamos a ver la que se monta con esta última historia de los crucifijos en las escuelas. Otro ejemplo y no en el futuro sino en el estricto presente de qué sucede allí donde la Iglesia católica conserva mayor poder de presión: trate alguien de abortar en cualquier parte de América Latina, bolivariana o no bolivariana, y verá lo que es bueno

De todas formas estamos mejor que en otras partes del planeta. Libros como Caín o películas como Ágora que cuestionan abiertamente la autoimagen de la iglesia establecida son simplemente imposibles en cualquier punto del mundo musulmán. De inmediato, algún cura, Imam, mago o sacerdote, de los que reinan de modo totalitario en el espíritu de las gentes, dictaría una fatwa que haría la vida imposible al artista responsable pues convertiría a cualquier creyente en un asesino potencial, en una bomba de relojería.

En el caso de Saramago, además, se trata de reincidencia y contumacia. Ya su Evangelio según Jesucristo proponía una interpretación de Cristo de la que la Iglesia y otros sepulcros blanqueados abominan. Aprovechando los difusos contornos de la figura histórica de Jesús, Saramago lo convierte en el primero de unos como siete o nueve hermanos hijo, sí, del carpintero José pero al que (al carpintero) hace morir premonitoriamente en la cruz a los treinta y tres años. Jesús vive en alegre, feliz y muy enamorado concubinato con María de Magdala y, como éstas otras numerosas interpretaciones saramaguescas que ponen de los nervios a la Iglesia. Pero el punto fuerte de la visión del novelista es de más calado, de alcance teológico y metafísico, tanto en el Evangelio como en Caín y en ambos casos hace referencia a un aspecto que la doctrina oficial ha olvidado, abandonado, pero tiene un trasfondo destructivo en la teodicea cristiana: se refiere al trato que reciben los niños. En El evangelio según Jesucristo José vive atormentado por la idea de que es cómplice en la muerte de los inocentes decretada por Herodes y tolerada por Dios puesto que, sabiendo que iba a suceder, aprovechó para poner a buen recaudo a los suyos sin cuidarse de los demás. El tormento toma la forma de una pesadilla recurrente que no le deja vivir y que, a la postre acaba con él. Su hijo Jesús hereda la culpa, la pesadilla, la angustia y sus relaciones con su Padre vienen determinadas por ella hasta que es su vida misma la que se convierte en un juicio a Dios. ¿Qué Dios es éste que ordena a un padre, Abraham, sacrificar a su hijo inocente? ¿Qué Dios que quiere la vida de su propio hijo, Jesús?

En Caín, Saramago ha perfeccionado este punto de vista, esta crítica a la maldad intrínseca de Dios y la documenta a lo largo de toda la obra. Caín culpa al creador de la muerte de Abel y no indirectamente, como suelen hacer quienes objetan en puntos de dogma teológico con el interminable asunto de por qué Dios que todo lo sabe, que sabe lo que va a pasar, tolera el mal. Lo culpa también directamente por cuanto ¿qué le costaba admitir sus sacrificios en lugar de rechazarlos? Con esa muestra de arbitrariedad, Dios carga con la culpa de la muerte de Abel.

El resto de la historia es una fantasía acerca del errar de Caín por la tierra tras la muerte de su hermano a la que le condena el Señor pero de la que el Libro no dice nada. Saramago imagina que, por unas u otras vías, Caín está presente en otros momentos posteriores del Pentateuco u otros libros del Antiguo Testamento: la torre de Babel, el becerro de oro, la guerra contra los madianitas, las victorias de Josué y la toma de Jericó, el arca de Noé, las tentaciones de Job, y todo para demostrar siempre lo mismo: el Dios de los judíos, el Dios de los cristianos, es malo, cruel, injusto y su dualidad con el diablo más parece la del ego con el alter ego. En el Evangelio, Cristo pasa cuatro años de aprendizaje de pastor... con el diablo y el pacto que sella con su padre sobre lo que pasará con él en la tierra tiene como testigo a Satanás al que el propio Dios gana en maldad. En Caín pasa algo parecido. Al fin y al cabo es lo que cuenta la Biblia misma en el Libro de Job: las tentaciones de éste no son otra cosa que el resultado de una apuesta entre el diablo y el buen Dios que así se divierte. Todos los episodios en que lo que queda claro es la maldad de Dios los saca Saramago al pie de la letra de los libros y en ellos los rastreamos: los tres mil muertos sin culpa del becerro de oro, Ex., 32-44; el exterminio de mujeres y niños madianitas en Num., 31, 16-17; las cuestiones (por lo demás divertidas) sobre si es el sol el que se para o la tierra en la batalla de Josué, Ios., 7, etc. De ahí que, al narrar el episodio de Babel, el hebreo al que encuentra allí Caín concluye su relato: "La historia de los hombres es la historia de sus desencuentros con dios, ni él nos entiende a nosotros ni nosotros lo entendemos a él". (p. 98). Y el punto crucial, el que emparenta a Caín con El evangelio... es la prueba del nueve de la maldad divina: los niños inocentes. Se lo dice Caín a Abraham cuando los dos hablan de Sodoma y Gomorra y cómo Dios acabó con los pecadores de ambas ciudades. Dice Caín: "Pienso que había inocentes en sodoma y en las otras ciudades que fueron quemadas". Responde Abraham: "Si los hubiera, el señor habría cumplido la promesa que me hizo de salvarles la vida." Caín: "Los niños, los niños eran inocentes." "'Dios mío', murmuró Abraham, su voz fue como un gemido." Concluye tajante Caín: "Sí, será tu dios, pero no fue el de ellos." (p. 108). Caín es una segunda parte a esta historia de Teodicea cuasi gnóstica: Dios es el mal. Y la figura de Caín juega con mucha soltura con elementos satánicos. Todo el episodio de los amores entre Caín y Lilith, casada con un marido consentidor, Noah, mezcla elementos bíblicos de la leyenda de José entre otros, con referencias homéricas evidentes en las similitudes de Lilith con Circe. Pero la tesis final que también es un eco de algo que quedó sembrado en El evangelio es una fantasía por la cual Caín, que se encuentra presente en el arca de Noé cuando el diluvio, toma una decisión que frustra los planes de Dios respecto a la humanidad: asesina a toda la familia de Noé de forma que, cuando las aguas receden, ya sólo quedan sobre la tierra el propio Caín y el viejo patriarca y, por lo tanto, será imposible la repoblación del planeta. Y es que la vida humana concebida por el Creador es una injusticia a favor del mal que carece de toda justificación. Se lo dice con muy profundas palabras la ex-prostituta María de Magdala a su amante Cristo en El Evangelio... cuando éste se dispone a resucitar a Lázaro: nadie puede haber sido tan malo y pecador que merezca morir dos veces. Dicho sea de paso: no es de extrañar que la jerarquía en pleno odie a Saramago y, si pudiera, lo mandara arder en la pira.

Caín está escrito en ese inimitable estilo de Saramago cuyo fondo, de solidez clásica, recuerda el espíritu y la obra de autores como Eça de Queiroz o Anatole France y cuya forma es absolutamente personal al haber abolido todas las convenciones narrativas tradicionales en la puntuación y la sintaxis. Y puesta en un castellano admirable por esa especie de doble de Saramago que es su esposa, Pilar del Río a la que ("Como si dijera agua") el autor dedica esta su última obra que, sin embargo, se lee como fuego.

dilluns, 2 de novembre del 2009

Bolaño lords it.

De vez en cuando lee uno artículos acerca del furor que en algunas partes del planeta, singularmente en los Estados Unidos, despierta Roberto Bolaño. Suelen tales informaciones también mostrar sorpresa por el hecho de que eso no suceda en España, país al que Bolaño había venido a vivir y en donde murió prematuramente. Muchos creen incluso saber a qué se debe esta gélida indiferencia patria frente a la nueva luminaria del firmamento de las letras que otros sitúan a la altura de García Márquez y otros, far out, a la de Sterne: la atávica envidia de la raza. Sin embargo España es, creo, el país en el que Bolaño encontró aceptación y reconocimiento sin reservas. Anagrama, con característico olfato literario, lo impulsó y sostuvo mientras su fama se consolidaba. Hay que reconocer, por lo demás, que su extemporánea muerte no ayuda a que su descubrimiento inunde la actualidad y, antes bien, tiende a fijar de él una biografía de genio malogrado que puede serle muy dañina. De momento, sin embargo, la obra póstuma, que suele ser un negocio dentro del negocio, parece marchar de maravilla. Su agente literario ya anuncia otras dos publicaciones próximas.

Tengo el mayor de los respetos por la literatura de Bolaño aunque me ocurre con ella algo que experimento como una frustración y es que no consigo implicarme directamente. Tiendo a culparme de ello pero me queda la sospecha de si no es que , borgiano de cuerpo y alma, Bolaño interpone una barrera de exquisitez literaria entre su cuento y los lectores que se sienten (nos sentimos) en cierto modo forzados no tanto a leer sin más (que es una actividad ordinaria, incivil, propia de burgueses despreciables) como a interpretar, sometidos a la tiranía de una comprobación permanente por si no hemos sido capaces de atinar con la clave simbólica pertinente, como si fuera un juego infrarrealista. Los detectives salvajes y 2666 son dos textos extraordinarios y singularísimos. Y lo mismo le sucede a esta insólita narración (Roberto Bolaño, Una novelita lumpen, Barcelona, Anagrama, 2009, 151) con su modesto título y de la que supongo que podría hablarse como de lo que Unamuno llamaba una nivola en su producción; comparte algunos rasgos. En otros, el relato de Bolaño habita en un mundo aparte. Es una historia en primera persona, un monólogo sin pausa ni referencia, que arranca sin más, narra unas circunstancias, una peripecia y se cierra luego de forma tan ajena y brusca como empezó. Es como si, en el curso de nuestras vidas, nos fuera dado de pronto asomarnos a un episodio de otra ajena en un mundo externo, aparte, que se nos ofrece como un espectáculo, no como una recreación de aquel otro en el que habitamos y en el que, supuestamente, podemos actuar y que pasa luego y se cierra y se apaga como si no hubiera existido.

La protagonista narra en un tono monocorde y sin apenas emoción un acontecer que, arrancando de una circunstancia fortuita (la muerte de los progenitores en un accidente de carretera) configura su vida y la de su hermano como huérfanos que sobreviven en una situación de angostura y poca esperanza. La vida cotidiana (él trabajando en un gimnasio, ella en una peluquería) va dando paso poco a poco a una situación sorprendente como de teatro del absurdo en el espíritu de Ionesco o Beckett con dos imprevistos e injustificados ocupantes de la vivienda que, sin razón aparente para ello, son quienes acaban mandando en la casa y follando indistintamente con la narradora. Esa situación escala luego a un mundo medio onírico en el que Bolaño nos introduce jugando con el realismo y la fantasía. La protagonista comparte acción (qué tipo de acción quede aquí en reserva para no estropear el misterio e interés de la novela) con una reliquia del pasado: un ex-actor de cine especializado en el papel de Maciste en el cine mudo y ya retirado después de haber sufrido un accidente que lo ha dejado ciego. Casi la mitad de la novela transcurre en la casa de este hombre en el que la narradora busca desesperadamente la caja de caudales con las intenciones que cabe maliciarse y que constituye un mundo a lo Sunset Boulevard, sólo que la anciana estrella fadé estadounidense es aquí sustituida por un héroe de cine peplum, de hombres forzudos, con poderosos biceps y muñequeras de cuero. Creo recordar que en mi niñez alcancé a ver una peli de "Maciste el coloso" que me parece estaba interpretada por Steve Reeves.

Por último ¿por qué "lumpen"? Supongo que los especialistas en Bolaño tendrán alguna explicación. Por mi parte lo atribuyo a la época trostkista del autor a quien en su fiebre ideológica le sucedió algo con el gobierno de Allende en Chile país que es el suyo de nacimiento propio de sus héroes: se preparó para ir a luchar a su lado, le tomó tiempo llegar y, cuando lo hizo, Allende había caído.

dimecres, 8 de juliol del 2009

La estética del héroe.

Reposición de una peli de hace más de veinticinco años pero que mantiene todo su interés tanto cinematográfico como literario. Trata de profundizar en la tormentosa biografía de este extraordinario escritor, dramaturgo, poeta. La historia se narra en cuatro capítulos que se construyen de un modo similar: en un primer momento (y, por lo tanto, ya desde el comienzo del film y hasta su final) se cuenta minuto a minuto el último día de la vida de Mishima cuando, acompañado por cuatro hombres de absoluta confianza suya, entró en una academia militar/cuartel, retuvo al general al mando, lanzó una arenga a la tropa y luego se suicidó por la técnica tradicional en el Japón de la evisceración, el seppuku, que incluye además la decapitación del suicida. Después se recurre a algunas de las mejores obras del autor en la medida en que tienen algo de autobiográfico, en unos momentos que el director, Paul Schrader considera determinantes en la vida de Mishima. Por último, los episodios se cierran con alguna reflexión de la también abundante y original obra ensayística presidida por esa pretensión del diálogo entre la pluma y la espada que es característica de la moral caballeresca de los samurai y el autor de El mar de la fertilidad hizo suya y en la que brillan como gemas incrustadas sus diversas obsesiones con la pureza, la belleza, el arte y el mundo y, sobre todo, la muerte, tan heideggerianamente presente en la obra de Mishima que acabó coronando su vida con la suya dada por propia mano. Esta estructura narrativa sólo se rompe en el cuarto capítulo o episodio que versa exclusivamente sobre el "incidente" de aquella mañana del veinticinco de noviembre de 1970 en que el mundo se negó a recibir el mensaje de Mishima y éste llevó su fe en sus convicciones de vida de sacrificio, deber, patriotismo y lealtad al Emperador a sus últimas consecuencias.

Las obras de las que Schrader escoge los elementos narrativos de los tres primeros episodios son las Confesiones de una máscara, El pabellón de oro, Caballos desbocados y La casa de Kyoko con los que documenta con gran elegancia estilística y belleza narrativa (flash backs en blanco y negro y relatos en escenografías oníricas y surrealistas) algunos de los elementos que se reiteran en la vida y la obra de Mishima y forman la urdimbre de su atormentada y compleja personalidad: su formación y educación a manos de su abuela y el pronto reconocimiento de su homosexualidad, vivida en parte como un problema pero que no le impidió casarse con una mujer y tener dos hijos, todo ello extraído de las Confesiones de una máscara, el relato más típicamente autobiográfico de nuestro autor. De esta época es también esa ambigua imagen de Mishima convertido en una copia del San Sebastián de Guido Reni, a cuya visión siendo niño y según cuenta el mismo Mishima, tuvo su primera eyaculación.

No menos importancia tiene su manifiesto erostratismo (evidente hasta en el hecho simbólico del incendio del templo en El pabellón de oro) que es en buena medida lo que explica su aparatoso suicidio en presencia de todo el mundo a los cuarenta y cinco años y siendo ya por entonces un autor de considerable éxito y reconocimiento mundial. Él, que había cortejado el favor del público, que había escrito novelas baratas para satisfacerlo, afirmaba así, en el último momento, el valor de sus convicciones pues tenía el de predicar con el ejemplo que es justamente lo que por lo general falta en los casos de otros autores con parecidas inclinaciones tempranas a las de Yukio Mishima que hablan pero no hacen.

De Caballos desbocados, por cierto la tercera parte de su magnífica tetralogía, El mar de la fertilidad cuya última novela entregó Mishima al editor el mismo dia del incidente se recoge ese espíritu tradicionalista, exaltado, nostálgico del espíritu japonés puro que late en la conjura de la novela por acabar con la elite capitalista japonesa y restituir el valor del emperador en el último momento y que será lo que empuje a Mishima a fundar su Sociedad del escudo que acabó siendo un ejército privado suyo con uniformes que él mismo diseñó.

Tengo un gran respeto por la obra de Mishima y mayor admiración aun por su forma de enfocar su vida y su muerte porque, aunque difiero radicalmente de algunos de sus planteamientos (los de carácter autoritario, jerárquico, imperial, nacionalista, patriótico) coincido plenamente en otros como la autenticidad del artista, su obsesión por transformar el mundo con pautas estéticas, su valor y su integridad personal. Mishima representa un caso más de esa mezcla extraña entre literatura y mentalidad conservadora, incluso reaccionaria, que caracteriza también a otros autores importantes como Jünger o Céline entre otros; gentes a los que una crítica literaria generalmente de izquierda, ha mantenido acalladas hasta ahora.

Mishima, una vida en cuatro capítulos es una estupenda síntesis del sentido de la vida de un artista, un creador, un héroe de la batalla (aunque se libró del servicio militar a base de mentir, cosa que lo atormentó depués toda su vida) y un príncipe de las letras. Y una película que no ha envejecido en modo alguno, como se prueba, entre otras cosas por esa banda sonora fabulosa que es ya una historia en sí misma.

dilluns, 15 de juny del 2009

Juego de espejos.

Este libro (Emma León, editora, Los rostros del Otro. Reconocimiento, invención y borramiento de la alteridad, Barcelona, Anthropos, 2009, 175 págs.) reúne cinco ensayos escritos por otras tantas investigadoras mexicanas y viene a ser como una especie de aplicación de las concepciones filosóficas de Emmanuel Levinas y, en general, de la fenomenología de la alteridad. Levinas y Max Scheler son los autores que las participantes más citan en unos ensayos que, aunque pretenden dar cuenta de realidades sociológicas y especulaciones filosóficas, están concebidos sobre todo literariamente.

Gilda Waldman (El rostro en la frontera) es una reflexión sobre el valor dual de la frontera que divide y delimita, incluye y excluye al mismo tiempo. Vivimos a los dos lados de la frontera y todos somos el Otro. La frontera, el desierto (pensando sobre todo en el del Norte de México) son lugares de constitución del Otro en una época de incertidumbre (p. 11). La autora recurre a las obras literarias de Hernán Rivera (sobre el desierto de Atacama en Chile) y Antonio Parra (sobre el del Norte de México). Lo que caracteriza a la reflexión contemporánea es el hecho de ir en busca de otras voces y otras memorias (p. 16). Imposible no recordar aquí el primer libro de Truman Capote con el que éste ya consiguió la fama literaria, Other voices, other rooms. El Otro es siempre una metáfora del extranjero y todos podemos ser extranjeros (p. 21).

Olga Sabido (El extraño) parte de la idea de que el Otro es siempre algo extraño, que viene de fuera. Va a buscar ejemplos en la Peste Negra en Europa, lo que no es muy convincente y en los diarios de Cristóbal Colón, que ya lo es algo más. El extraño condensa la lógica de la inclusión y la exclusión, esto es, "todas las manifestaciones de los desequilibrios de poder, de los prejuicios, el desprecio, los miedos y el odio entre personas, naciones y poblaciones civiles." (p. 27). Extraño es todo lo que no pertenece al ámbito familiar y encuentra una prolongación en la concepción de Marx del trabajo como "extrañamiento" (p. 29), la Verfremdung, si no recuerdo mal. Ahora bien, no existen los extraños "en sí mismos" sino que todo lo extraño lo es para alguien. Recurre aquí la autora a quien con más profundidad ha tratado este asunto del extraño como forma social, una forma del "ser con otros", esto es, Georg Simmel (p. 34). Precisa asimismo que la relación con lo extraño no tiene por qué ser simétrica y trae a colación las aportaciones de Erving Goffman, singularmente su célebre "cortés desatención" como forma de precaverse frente a lo extraño en las interacciones sociales. Termina su ensayo Sabido analizando las relaciones entre lo extraño (como percepción del Otro) y los sentidos, vista, olfato, gusto, oído, tacto. En su forma más radical llega a decir que lo ajeno o extraño se siente en las entrañas (p. 56). Tal vez por eso suele decirse en España cuando algo nos es muy cercano, que es "entrañable".

Emma León (El monstruo) es un muy interesante trabajo sobre la teratología o estudio de los monstruos (p. 61) que constituyen la forma extrema del Otro, que suscita temores y violencia que se actualizan bajo las formas de racismo, xenofobia, etc. El monstruo es la "alteridad radical" de Levinas. Sigue la orientación de Max Scheler cuya idea del ordo amoris ayuda a establecer el orden de las cosas que pueden ser amadas y las que no pueden serlo (p. 65). La forma más alta del amor irrenunciable es el antropino o quintaesencia de lo que hace humanos a los hombres. Hay un juego entre lo antropino y lo teratino que la autora ejemplifica en la sonrisa, privativa de la especie humana (p. 69), lo que no está mal siempre que no olvidemos que, en realidad, el antropino condensa una multiplicidad de peculiaridades (además de sonreir, el ser humano miente, sabe que es mortal, tiene pesadillas, etc) y ninguna tiene por qué ser más decisiva que otra. La visión común quiere que sea difícil distinguir los antropinos de los gitanos, los africanos, los turcos o los suramericanos en la Unión Europea y, por supuesto, el caso extremo, el de los negros en el África (p. 76). Son los seres a los que se atribuye lo monstruoso, lo infernal, demoníaco, por ejemplo, la antropofagia (p. 77). De igual modo los isomorfismos que transforman hasta los nombres de aquellos cuya desemejanza es crítica con el "nosotros", así los apaches o los indios caribes, a propósito confundidos con los caníbales (p. 81). Téngase en cuenta que, como dice Foucault, el canibalismo es uno de los dos grandes consumos prohibidos en todo el mundo; el otro es el incesto (p. 82). No hay época ni orden social que no haya hecho del otro una alteridad deformante y monstruosa (p. 84). En definitiva, monstruo es aquello que se muestra y, subraya la autora, "como te veo eres" (p. 87). La Otredad es como el monstruo, una fuente para la fabulación humana (p. 93). El ensayo se cierra con unas curiosas observaciones sobre la monstriparidad o capacidad para parir monstruos que es atributo femenino, lo que dio mucho juego en la Edad Media (p. 95).

Reyna Carretero (El indigente trashumante) aproxima el enfoque del Otro a la realidad de las poblaciones desplazadas por la diversidad de motivos que hoy impera (exilio político, guerras, motivos económicos, etc) y que son el fenómeno característico de nuestra época. Algo que recuerda a la autora la leyenda del judío errante (p. 100), a la que cabe añadir la del holandés errante. Se trata de seres sin lugar y a los que ya no cabe considerar como el "ser ahí" heideggeriano que define la condición humana porque, dice la autora, esa condición que nos llena de sentido, "se pierde en la indigencia trashumante al tener la expulsión como norma" (p. 103). Muy bien visto. El "ser ahí" es ahora un ser sin lugar (p. 105), con todo lo que eso significa en cuanto a memorias, vivencias, etc. Mi única objeción es al empleo del término "trashumante" que implica reiteración. Quizá fuera más adecuado "nómada". En todo caso, la autora elabora lo que llama una "poligeografía errante"que consta de diversos momentos (separación, latencia, perplejidad, agregación), a medida que el trashumante hace su itinerario que relaciona, no sé si con mucha propiedad, con el Aleph borgeano (p. 121).

Por último María Concepción Delgado (El fuera de sí) , escribe un ensayo que no estoy seguro de haber entendido bien porque, sobre no estar muy afortunadamente escrito, ser reiterativo y estar literalmente plagado de citas que no sólo no ilustran sino que confunden, mezcla los conceptos filosóficos habituales en esta obra (el Otro especialmente) con reflexiones políticas acerca de la violencia en distintas formas (totalitaria, legítima, soterrada) que no contribuyen a aclarar las cosas. En definitiva, no obstante, da la impresión de tratarse de la aplicación del concepto de Otro a la radical experiencia de la indecibilidad de Auschwitz (como resultado de la perversión de la comunidad totalitaria) en una especie de reelaboración del pesimismo adorniano.