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dilluns, 5 d’octubre del 2009

Los enviados.

Este Papa, un intelectual alemán con opiniones propias, gusta de agitar las aguas de los círculos intelectuales con sus posiciones teológico-filosóficas y siente particular predilección por el apostolado cristológico. En 2007 publicó un libro sobre Cristo debidamente reseñado en Palinuro y éste publica uno sobre los apóstoles que complementa aquel. Este texto, (Los apóstoles y los primeros discípulos de Cristo, Madrid, Espasa, 2009, 207 págs) con todo, es más de circunstancias porque consiste en una recopilación de algunas de las catequesis que el Romano Pontífice dio a lo largo del año 2008 con motivo de sus audiencias generales una vez por semana. Las dedicó a reflexionar sobre los apóstoles en conjunto y luego uno a uno, personalizándolos y, aunque el texto es algo irritante por el inevitable tono catequético, no deja de tener su interés tanto por lo que se dice como por lo que se deduce de la posición papal.

En sentido general, en cuanto al nacimiento del apostolado, Benedicto XVI sostiene que éste es la base de la tradición de la Iglesia y el origen de la institución episcopal. Ciertamente, la columna vertebral del invento. Los apóstoles son los discípulos de Cristo, aquellos a quienes éste escogió personalmente para predicar mundo adelante. Son, pues, los príncipes de la Iglesia. Benedicto se esfuerza por enlazar con el mundo veterotestamentario, de donde obtiene legitimidad para su Iglesia. Y así, recuerda que los apóstoles son doce como las tribus de Israel. Luego añade una especie de cábala aritmética que no estoy seguro de si el hombre no la cree a pie juntillas: doce es el resultado de multiplicar tres (número perfecto) por cuatro (los puntos cardinales) (p. 42), o sea, la perfección enviada a predicar a la rosa de los vientos.

De los apóstoles, hoy día, lo más llamativo es que sean sólo hombres. El Papa parece no darse por aludido con esta molesta cuestión de género y, al final, respira por la herida. Las mujeres aparecen en los dos últimos capítulos de la obra. En el penúltimo, al tratar el caso del matrimonio de Priscila y Aquila. Una mujer, cónyuge y (quizá, pues no está el asunto claro) mártir temprana, es una figura muy aceptable para la Iglesia católica. Pero no es suficiente. Por eso, Benedicto XVI se siente obligado a dedicar el último capítulo a las mujeres, a la función de las mujeres en la Iglesia catolica. No a una o a otra, sino a la mujeres en general que, dice, colaboran al desarrollo de la Iglesia de modo decisivo. ¿No fue María de Magdala llamada "apóstol de los apóstoles" por Tomás de Aquino? Frente a esta importancia esencial de carácter simbólico, el Papa reconoce que esta visión de las mujeres contrasta con la prohibición tradicional de que hablen en las asambleas y se escurre diciendo que no es asunto que quepa tratar aquí. Que las mujeres callen en las asambleas, que no sean sacerdotisas..., es mucho lo que la Iglesia católica tiene que reconsiderar en cuestión de género si quiere sobrevivir.

Porque éste es uno de los aspectos más curiosos de la historia del apostolado que el libro relata. Uno de los aspectos en los que la intervención de los apóstoles es decisiva para la prosperidad de la Iglesia es en la adaptación de ésta a las condiciones del siglo. Ya al considerar a los apóstoles singularizadamente, el Papa trata la cuestión que primero se plantea en la prédica del Evangelio: ¿a quién hay que evangelizar, a los judíos o a todo el mundo? Cristo insiste en que a todo el mundo y son luego los apóstoles quienes se encargan de dar forma práctica a esta orden del maestro: en un caso, eliminando la obligación que se imponía antes a los gentiles conversos de abrazar la ley de Moisés en su totalidad. Tal fue la tarea, nada desdeñable, de Santiago el Menor que, en esto, es más importante que el Mayor. Benedicto XVI lo entiende muy bien: la iglesia se legitima a través del Antiguo Testamento pero, para los creyentes, basta con que se sepan hijos de Abraham. Y en otro momento, asunto decisivo, otro de ellos se encarga de eliminar el trámite, más bien engorroso para los hombres, de la circuncisión. Que no quepa distinguir a judíos de gentiles así son cristianos.

Los apóstoles predican la Iglesia al mundo (hay trozos verdaderamente estomagantes en el libro acerca de la comunión, la unidad, el fundirse de todos en Cristo, la desaparición del individuo, que le hacen a uno recordar con verdadera delectación las diatribas de Nietzsche contra la "moral de esclavos" del cristianismo) y, curiosamente, introducen el mundo en la Iglesia. Esta tarea es la que el Papa admira pero, curiosamente, no se la aplica. Lo suyo es llamar "tradición" a los apóstoles y respetarla, pero no cambiarla para mayor gloria de la Iglesia que es lo que hicieron aquellos. Ese es el verdadero fracaso intelectual del Pontífice y un drama personal: su inquieta personalidad filosófica que debería llevarlo por estos derroteros queda castrada por su carácter rígidamente conservador. Habla de los apóstoles, pero es incapaz de entenderlos en la audacia de su condición de hombres sencillos. Sólo se siente a gusto con Pablo, que no era apóstol.

En efecto, era imposible que faltara aquí la referencia al personaje decisivo en la consolidación de la Iglesia pero que no era apóstol en el sentido prístino del término, sino a través de la simbología del llamado milagroso de Cristo ("Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?"), san Pablo, a quien, en el fondo, dedica sus esfuerzos el Pontifice porque es la figura que más le convence. Tanto desde el punto de vista biográfico por lo que supone de superación personal como del teórico, que es el que más lo tranquiliza. En cuanto a lo biográfico, recuerda el Papa que Pablo relata haber sufrido "en trabajos, más; en cárceles, más; en golpes, de sobra; en peligros de muerte, muchas veces...; tres veces fui azotado con varas, una vez apedreado, tuve tres naufragios...; en viajes a pie, muchas veces, con peligros de ríos, peligros de bandidos, peligros de los de mi raza, peligros de los gentiles, peligros en la ciudad, peligros en despoblado, peligros en el mar, peligros entre falsos hermanos; con trabajo y fatiga; con noches sin dormir, muchas veces; con hambre y sed; con ayunos, muchas veces; con frío y desnudez; sin contar lo que habría que añadir, mi carga de cada día, la preocupacion por todas las Iglesias" (II, Cor, 11, 23-28) (p. 154). Eso es una vocación en el sentido que recuerda Weber del vocare latino.

Y también en el aspecto doctrinal: Pablo es el hombre de Benedicto XVI, su Iglesia es Paulina. Y él, el perfecto funcionario, el intelectual que entiende el uso de la espada. Al comienzo, pagó el obligado tributo a la elección por Cristo de Pedro como piedra de la Iglesia. Pero a él lo que le convence es la Iglesia de Pablo, del intelectual. Cuatro catequesis le dedica y tres a sus colaboradores. Entre ellas, cómo no, parte de una al protomártir, Esteban, el predicador compulsivo; otro intelectual que no podía estar callado. "Ni judío ni gentil, sino todos hermanos en Cristo" es la doctrina paulina que remacha la ambición universal de la Iglesia. Benedicto tiene en cambio poco que decir sobre el dulce Juan, aunque sí y a gusto en cuanto a las visiones del Evangelista en Patmos.

Por último, una de curiosidad. La que queda de ver cómo se trata la cuestión de Judas Iscariote que plantea dos conocidos problemas: el de por qué Jesucristo que sabe que Judas va a traicionarlo y hasta lo profetiza, no lo impide, aunque no sea más que para que Judas no peque y el otro el de cómo se redime una culpa. En cuanto al primero, el Pontífice reproduce la habitual excusa ilógica de la Iglesia: Cristo sabe el futuro pero deja a Judas en libertad de decidir. Es obvio que si lo dejara de verdad en libertad y esta libertad fuera libertad, Cristo no podría conocer el futuro. En cuanto al modo en que se perdonan las culpas de forma que el personal no caiga en la desesperación como el pobre Judas colgando de un árbol, la recomendación no puede ser más repudiable: "En efecto, las posibilidades de perversión del corazón humano son realmente muchas. El único modo de sortearlas consiste en no cultivar una visión de las cosas sólo individualista, autónoma, sino en ponerse siempre del lado de Jesús, asumiendo su punto de vista." (p. 147). Lo dicho: viva Nietzsche.