José Miguel Marinas (2014)
El poder de los santos. Valor político de las imágenes religiosas. Madrid: La Catarata (158 págs.)
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Interesante libro sobre un tema que, no por tratado, pierde interés. Al contrario, lo gana cuando se le aportan nuevos enfoques, cosa inevitable en algo tan vasto a nada que el interpretante peirceano, que Marinas sitúa en el comienzo de este viaje semiótico, tenga algo que decir. Si de decir se trata, el autor trae el zurrón lleno. Y, por cierto, en un estilo muy personal, de notable originalidad, de referencias cruzadas, como al desgaire, que el lector va encontrando aquí y allá como ventanas que se abrieran y cerraran de pasada. Un estilo hecho de complicidades y sugerencias que lo obligan a mantenerse alerta y no dejarse adormecer por una narrativa que, por resultarle quizá familiar, pudiera arrullarlo.
No es una obra de lectura fácil y quienes busquen un prontuario o vademécum al estilo de los años cristianos o las leyendas áureas en la tradición del bendito Jacopo da Voragine tendran que desistir ya en las primeras páginas. Quienes, al contrario, busquen originalidad, novedad y frescura, verán recompensados sus esfuerzos.
La actitud de la Iglesia cristiana en sus primeros siglos frente al culto a las imágenes fue oscilante entre la iconolatría y la iconoclastia, cuestión decidida finalmente en el Concilio de Nicea (787) que condenó la iconoclastia, uno de los vestigios del monofisismo previamente condenado en el de Calcedonia (451). Desde entonces hasta hoy, la Iglesia ha ido acumulando santos de los que se cuentan actualmente, según Marinas, unos 10.000 (p. 41), lo cual implica un inmenso caudal iconológico al que podrían dedicar sus vidas, de hecho así sucede, cientos de hagiógrafos pero también investigadores con un espíritu secular, como el autor de la obra, en diálogo con las cuestiones mundanas o, más exactamente, políticas. No es que sea un tratado sobre la relación entre el poder (y, por ende, el conflicto político) y los santos, pero se le acerca. Marinas se detiene especialmente en cinco aspectos del tema: los patronos, las reliquias, los niños jesuses, el corazón de Jesús y la historia de Cristo Rey y la cuestión de la religión y el consumo.
Tratándose de la relación entre imágenes religiosas y políticas, la referencia a los patronos es obligada. En Occidente todos los Estados aparecen amparados por alguna potencia celestial: España, Santiago Apóstol; Francia, San Luis; Alemania, el arcángel San Miguel; Inglaterra, San Jorge, como Cataluña, etc. Si alguien señala que los Estados Unidos no tienen santo patrón, debe recordar que con una hybris que muchos considerarán típicamente americana, el país se sitúa bajo la protección de Dios mismo, patrón de patronos. Así queda reflejado en el emblema de los billetes de dólar, In God we Trust. Poner la moneda bajo la protección del Dios tiene su tela. Incidentalmente, la autora de culto neoliberal, Ayn Rand, atea neitzscheana y militante, se hizo enterrar poniendo en la lápida como imagen, un dólar en lugar del habitual crucifijo o el sagrado corazón en llamas o el compás masónico. No debió de ocurrirsele que, al poner el dólar, estaba situándose bajo el amparo del Dios que rechazaba.
Quien dice Estados, naciones, dice jerarquías, organizaciones, cauces del poder en todas sus manifestaciones. Biopoder. Los santos patronos se multiplican. Marinas se detiene aquí y allá en algunos para nuestro solaz. Santa Bárbara, patrona de los mineros (p. 45) cuya leyenda, por cierto, trae a la memoria la de Dánae, aunque obviamente con muy distinto alcance. San José, patrono de los carpinteros. Santa Apolonia, de los dentistas, relación de patronazgo derivada más de su condición de paciente que de profesional. Cosme y Damián, de los médicos, que no en balde la dinastía dominante en Florencia, se llamaba de los Medici, razón por la cual abundaban los Comes y Damianes.
De los santos, sus huellas y las más frecuentes, las reliquias. Al autor le falta tiempo para reconocerlas como fetiches y recordar la audacia de Karl Marx en su tratamiento del fetichismo de la mercancía (p 53), una expresión que no ha hecho sino mostrarse más y más pertinente con el paso del tiempo, aunque moleste reconocerlo, por la fuerza que tiene para explicar comportamientos colectivos cotidianos. Basta ver la moda de la marcas. Su equivalente individual procede del uso freudiano también mencionado por Marinas, aunque no hasta sus últimas consecuencias, que no pueden ser sino conjeturales. Pero muy reales. Una visión a lo diablo cojuelo de Vélez de Guevara, de lo que las apariencias ocultan a la vista, nos mostraría la importancia del fetichismo en las relaciones humanas, sobre todo las relaciones de poder, que tantos aspectos sadomasoquistas muestran. El genocida Francisco Franco se hacía acompañar a todas partes, al parecer, por el brazo incorrupto de Santa Teresa. Hace falta estar literalmente para los cochinos para hacer algo así.
Las reliquias están en el corazón mismo de la simonía y otras prácticas nefandas de la Iglesia que acabaron produciendo la Reforma. Al ser su compraventa lucrativo negocio, era lógico que acabaran acumulándose e inundando los mercados por la misma razón por la que hoy no hay vendedor callejero que no te ofrezca un nummulites de cincuenta millones de años por dos cuartos. En algunos casos, la acumulación, a diferencia de lo que sucede con los fósiles, efectivamente muy comunes, mueve a risa por su naturaleza misma. Es imposible determinar cuántos santos prepucios andan rodando por las iglesias de Europa y América y, en cuanto a las reliquias de la Crucifixión, los trozos de madera de la cruz, el lignum crucis (p. 81), Eça de Queiroz, creo recordar, aseguraba que se podría llenar un navío con ellos.
El capítulo dedicado a los niños jesuses es un verdadero hallazgo porque no suele tener tratamiento iconográfico independiente fuera de la imagen habitual de la Virgen con el Niño, que domina toda la imagineria católica hasta el día de hoy. Sin embargo el niño aislado, independiente, como adelanto o personificación diminuta del Cristo adulto, el pastorcito que aparece ya en las imágenes más edulcoradas de Murillo, tiene una gran importancia en el mundo católico y un destinatario muy claro en la familia cristiana (p. 83).
El Niño Jesús goza de amplísimo arraigo en la cultura popular por razones evidentes que, por cierto, también están oscuramente relacionadas con el fetichismo si bien este crítico no quiere ser malévolo y remite sinceramente a la recomendación de San Mateo de hacerse como niños para entrar en el reino de los cielos. Entre tanto, aquí en la tierra, las devociones infantiles son numerosísimas y están llenas de ejemplaridades. El autor detecta y comenta el santo Niño de Atocha en España y América, el Niño Cebú en Filipinas, el Divino Niño en Colombia, el Niño Jesús Cieguito, el Niño Jesús Doctor o el Niño Jesús Cubanito, una verdadera legión celestial que tiene el limbo en ascuas.
Más político y militar (o militar a fuer de político) es el capítulo sobre la devoción al corazón de Jesús, un legisigno peirceano (p. 117), cuya devoción se inicia con su aparición y mandato a Santa Margarita de Alacoque (p. 121) a la que hizo portentosas revelaciones. Milagroso, sí, pero, aunque parezca contradictorio, muy lógico y de esperar, teniendo en cuenta que el confesor de Margarita era San Claudio de la Colombière, perteneciente a la Compañía de Jesús y que venera en grado sumo el corazón de aquel a cuya defensa se ha consagrado.
Si el Corazón de Jesús es el símbolo de la orden religiosa con espíritu militar consagrada a su mayor gloria, lo natural era que, de pura víscera, pasara a configurarse como Cristo Rey, a quien todos los creyentes y poderes de la Tierra deben someterse, como quiere la disparatada encíclica Quas Primas, de aquel fanático, Pío XI, según la cual "el deber de adorar públicamente y obedecer a Jesucristo no solo obliga a los particulares, sino también a los magistrados y gobernantes" (. p. 131). De este dislate teocrático derivan directamente la estatua de Cristo Rey del cerro Cubilete en Guanajuato, México y la del cerro de los Ángeles en Madrid, que para tanta leyenda ha dado (p. 126). Así que si a alguien ha llamado la atención el grado de imbecilidad y barbarie que exhiben los llamados "guerrilleros de Cristo Rey" o "legionarios de Cristo Rey", ya sabe a dónde mirar.
El último capítulo, quizá el menos trabajado y un poco escrito a vuelapluma sobre un tema que carece de límites como es lo santo y el consumo (con nuevos ecos fetichistas) tiene, sin embargo, un muy feliz acierto al traer al recuerdo esa extraña reliquia que es el autoicono de Jeremy Bentham, conservado en una vitrina en el University College de Londres (p. 150), algo parecido a la idea de la dirección del Partido Comunista de la Unión Soviética de preservar para la posteridad la momia de Lenin en la Plaza Roja, convertido en lugar de respeto, culto y peregrinación de los rusos, lo que le da ese uso de "mercado de lo santo" (p. 155) si bien, al tratarse del revolucionario marxista, firme defensor del materialismo, el asunto tiene su ironía.
Un libro erudito, a veces difícil, pero muy interesante.