La memoria histórica de la guerra civil y la dictadura de Franco sigue siendo materia muy sensible, comprometida, de muy difícil gestión. No debiera ser así si hubiera un acuerdo de fondo en el juicio sobre aquellos hechos. Pero no lo hay. Muy amplios sectores de la población, el partido del gobierno, las derechas en su conjunto, la Iglesia católica, el ejército, una abrumadora mayoría de los medios de comunicación la han interpretado durante casi ochenta años con una absoluta parcialidad, por entero favorable a los vencedores en aquel enfrentamiento e ignorancia de los vencidos. Las víctimas, sobre todo las victimas de los largos años de la dictadura, no han recibido compensación alguna, ni justicia, ni reconocimiento siquiera de su existencia. La historia la han escrito los victimarios y sus herederos hasta el día de hoy. Para ellos esa memoria es pasado y debe olvidarse cuanto antes. Pero para las víctimas y sus allegados, que se cuentan por cientos de miles, es un doloroso presente. No solo porque sus muertos siguen enterrados en fosas comunes y miles de sus hijos desaparecidos, sino porque al día de hoy, todavía viven en calles y plazas que perpetúan los nombre de los asesinos, residen en pueblos que llevan el nombre del dictador, pasan por delante de sus emblemas y recordatorios, oyen hablar de la Fundación Francisco Franco, saben de actos conmemorativos y de exaltación del golpe de Estado de unos militares sediciosos y de su sangrienta tiranía cuartelaria.
No, para sectores importantes del pueblo, la memoria histórica no es pasado, sino presente continuo. Pasado es para los franquistas, muy interesados en que no se hable de él, que no se recuerde, que se olvide y se sepulte como se sepultó en las cunetas a los cientos de miles de los republicanos asesinados durante la larga posguerra. Esa descompensación temporal entre el pasado y el presente explica por qué es inapropiado un argumento que suele escucharse para señalar la anomalía española: ¿alguien se imagina -dícese- actos de exaltación de los nazis, de Hitler, de los fascistas italianos en sus países? No, claro. ¿Por qué no? Por la razón apuntada. Esos homenajes al franquismo, esas misas solemnes por el alma del dictador, esos actos de autoridades locales de ensalzamiento de la dictadura brazo en alto honran un pasado de partido, guerrero, pero lo hacen en el presente. Son actos de provocación, para demostrar a los vencidos y a las víctimas que siguen siendo víctimas y vencidos. Todos los días salta un ejemplo. Hace unas fechas, un alcalde del PP mandaba construir un urinario de perros sobre la mayor zona de fosas comunes de asesinados por los franquistas en Málaga.
En días pasados el equipo municipal de Barcelona ha decidido abrir una exposición callejera de la memoria histórica enfrente del no menos histórico Born barcelonés. Se inaugurará en septiembre y una de sus piezas consistirá en una estatua ecuestre de Franco, que está medio oculta en los almacenes municipales desde que fuera retirada del castillo de Montjuich, en cuyos fosos se ha fusilado a mucha gente, señaladamente Lluís Companys. De inmediato se han formulado críticas (Alfred Bosch y Joan Tardà, de ERC, han pedido que se reconsidere el propósito), se han alzado voces airadas poniendo en duda la integridad de las convicciones izquierdistas de los regidores municipales y hasta tachado a estos de franquistas. Las acusaciones e insultos han arreciado cuando se ha sabido que, además, el consistorio se oponía al desfile de la Coronela de este año. Franco, sí; la Coronela, no.
Son acusaciones desmesuradas a juicio de Palinuro, si bien es cierto que la izquierda suele tener cierto
síndrome de Estocolmo con la derecha y, muy afanosa de que no se la juzgue excesivamente radical, acaba haciendo concesiones a los usos simbólicos de sus adversarios. Quizá no sea este el caso por cuanto parece que la exposición quiere señalar la impunidad de los crímenes hasta la fecha. El primer teniente de alcaldesa, Gerardo Pisarello, ha publicado
una explicación en Twitter en la que insiste en el valor pedagógico de la exposicion, para ilustrar del mal de la impunidad y la estatua del
condottiero, con su caballo decapitado no tiene funcionalidad simbólica alguna sino puramente instrumental pues, razona Pisarello, está "descontextualizada".
Un punto de vista muy digno de tenerse en cuenta, pero nada convincente. La estatua no está "descontextualizada". El país, de Norte a Sur, reverbera de símbolos de la dictadura. En Tortosa, por ejemplo, el alcalde -referéndum mediante- acaba de salvar la vida a un monumento franquista que se alza en mitad del Ebro, en conmemoración de la batalla de ese río. En Melilla todavía está en pie una estatua del Comandante Franco, erigida en 1977, dos años después de su muerte.
La estatua estará "descontextualizada" en los estrechos límites de la exposición, pero no en el conjunto del país, Aquí sigue estando muy en contexto. Y muy mal, por cierto. Cosa tanto más llamativa cuanto la exposición se hace amparada en un programa más amplio que lleva el significatvo título de Pasado y Presente. O sea, como decía Palinuro más arriba, una memoria histórica que no es memoria ni es histórica, sino muy cruel e injusto presente.
Es buena la idea de que todos nos distanciemos del pasado, lo veamos con ecuanimidad, que procedamos como un país normal, capaz de compartir una común visión de nuestra historia. Es buena, pero impacticable porque España no es un país normal, en absoluto compartimos una común visión del pasado y ese enfrentamiento se traslada al presente. Las víctimas no quieren olvidar, sobre todo porque siguen esperando justicia. Y los victimarios no quieren recordar porque no están dispuestos a reconocer la injusticia cometida.
En esta situación de perpetuación del abuso no es una buena idea exponer esa estatua ecuestre, sobre todo porque, con el jaleo que se ha armado (y viene bien como publicidad) el recordatorio se convertirá en un foco de conflictos.