La realidad cotidiana ha pasado a ser apocalíptica. Lo que los medios reflejan día a día es el hundimiento de un sistema a cámara lenta, el hundimiento del Titanic capitalista. El agua entra en tromba por la rasgadura del iceberg griego que puede prolongarse a lo largo del Mediterráneo como un destino fatal que no es posible detener. Creo que nadie espera explicación política de la crisis. Las derechas y las izquierdas hacen más o menos lo mismo. Pero tampoco se espera explicación económica. Los economistas no se ponen de acuerdo en nada; ni en algo tan elemental como los tipos de interés.
Viene a resultar que la crisis, en su extensión europea al menos, pone un marcha una especie de poder constituyente ya que el compromiso que va tomando cuerpo de crear una agencia europea de la deuda ¡con el acuerdo de los alemanes! significa un paso de gigante hacia los eurobonos y la unificación política europea. Una revolución, se mire como se mire. Pero antes de ponerse a cantar la Oda a la alegría recuérdese que la decisión alemana no está movida por una repentina fe europeísta, sino por el temor de que haya que sacar del atolladero al Mediterráneo en pleno y un pizco de Francia. Caro puede salir el euro a los teutones. Pero, como los llamados "mercados" ya saben esto (pues ¿qué otra cosa son los mercados sino nosotros mismos?) ya lo descuentan. Con lo que ni por vía de ditirambo revolucionario hay explicación política a la crisis. Puede pasar cualquier cosa. Y en economía también.
Así que, a falta de explicaciones políticas que pasen de las elecciones y económicas que no se reduzcan a un trimestre, Palinuro piensa si no podría pensarse el asunto en términos más abstractos. A lo mejor se entiende algo más de lo que está pasando.
Da la impresión de que el triunfo de la postmodernidad ha sido su derrota. Llevada de su pasión crítica, la filosofía ha asaltado los últimos reductos del dogmatismo, sacudido las columnas ideológicas sobre las que se asentaban los relatos mitológicos supervivientes que ahora se amparaban en la razón científica entendida no como requisito sino como modelo o metáfora. Y todo en nombre de la libertad y de la autonomía del individuo que se enfrenta así a la tarea de dar sentido a su vida por su cuenta.
Aquella razón científica ya no garantiza seguridad alguna en el orden del conocimiento de la especie sobre sí misma. El dominio de la naturaleza no tiene correlato en el conocimiento del espíritu de forma que, a fuerza de ignorarse y no controlar su propia acción ni prever sus consecuencias, se encuentra con la paradoja de que la principal amenaza que se cierne sobre la humanidad es ella misma, enfrentada a la posibilidad de suicidarse de modo involuntario. Y el individuo, liberado de ataduras metafísicas que le daban seguridades falsas se encuentra sometido a la peor de las incertidumbres que surge de lo incomprensible de su acción colectiva.
Los grandes relatos han muerto, dice el postmoderno, orgulloso de su lúcido escepticismo con cierta condescendencia ante los inútiles empeños de quienes siguen librando la batalla de la modernidad contra la superstición porque el mundo es de desarrollo desigual y algunos aún no se han enterado de que todo es lo mismo y que tanto valen las teorías científicas como los conjuros de los nigromantes pues todos son relativos. Sólo lo relativo es absoluto. ¿No anda por ahí el Papa, vicario de Dios en la tierra condenando el relativismo? Pues ¿qué mayor prueba podemos pedir del carácter liberador de éste sino que lo condene el gran brujo de la tribu al que tanto molesta?
Pero el navío del relativismo lleva en la sentina la carga que amenaza con hundirlo. Esa acción colectiva surgida del cruce caótico de los intereses individuales que tan celebrado fue en el comienzo de la modernidad, cuando se suponía que podía ser negativa pero no letal para la especie está fuera de toda capacidad de comprensión de ésta. Los racimos de expertos saben tanto de lo que está pasando como las ballenas en trance de extinción.
El instinto de autoconservación recomienda siempre volver la vista y con la vista la fe a las opciones, los valores, las ideas de los que se tiene memoria que dieron buen resultado en el pasado, las apuestas seguras que nos han legado las generaciones anteriores, la fuerza de la tradición, el acervo de la especie, lo malo conocido. El relativismo postmoderno se bate ahora en retirada ante la oferta de las confesiones, las ideologías resurrectas que vuelven a conquistar el terreno perdido y a afianzar la fe del hombre en sí mismo como ser superior de la naturaleza, en contra incluso de su propia razón que, al negar dicha superioridad, aparece como un desvarío.
Pero el desvarío es precisamente dejarse llevar de nuevo por la fe en una verdad revelada y esclavizadora, ajena a la propia especie y que es la que nos ha traído a donde estamos pero sin comprender en dónde estamos; porque los europeos y, en buena medida los yanquies también, no nos hemos enterado de que no definimos el mundo, que no mandamos en él, que no mandamos militarmente (a la vista está en el Islam) y por tanto tampoco política ni ideológicamente. Los occidentales (entre los cuales se contaba el Japón y Australia) ya no somos los sujetos del acontecer de la humanidad sino los objetos. Ya no definimos; nos definen. No determinamos; nos determinan. No intervenimos; nos intervienen. Y va a costarnos hacernos a la idea.
(La imagen es una foto de gfoster67, bajo licencia de Creative Commons).