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diumenge, 9 de febrer del 2014

La democracia y su defensor.

Casi centenario falleció ayer en una residencia de Connecticut Robert A. Dahl, uno de los padres de la ciencia política contemporánea y figura respetada por encima de querellas doctrinales. Dahl era hijo de inmigrantes noruegos en los Estados Unidos. Recordaba los años duros de la recesión siendo él adolescente, cuando había de recorrer grandes distancias para ir al instituto en mitad de la nieve, pues vivían en Alaska. Andando el tiempo llegaría a ser uno de los grandes teóricos de la democracia en el siglo XX, junto a los Sartori, los Hayek o los Schumpeter. Tengo para mí que esa experiencia vital de los que vienen de abajo, esa voluntad por ascender por méritos propios en un mundo de oportunidades siempre escasas, condicionó el enfoque dahliano del objeto de estudio al que dedicó toda su vida, la democracia.

A veces se le criticó lo que muchos entendían como una función ideológica y justificativa de su teoría de la democracia pluralista, sobre todo frente a los análisis marxistas. El pluralismo era una forma del funcionalismo y no estaba bien visto. Encima, Dahl, que tenía su punto de ironía, reverdeció el concepto hegeliano de poliarquía, no aplicado a la Edad Media sino a las democracias contemporáneas. Este último sigue siendo término de culto en cenáculos, pero el concepto de pluralismo se han expandido entre los estudiosos y la gente en general. La democracia pluralista se ha convertido en staple food de los debates. Casi parece una redundancia pero conveniente en tiempos en que la democracia puede adjetivarse de otras sospechosas maneras, como "socialista" o "popular" u "orgánica" o "islámica".

Desde el punto de vista de la teoría, el enfoque pluralista posibilita otros refinamientos analíticos, como la democracia "neocorporatista" o la "consocional". La categoría de Dahl se mide por la cantidad de vías y perspectivas que abre su obra.  Una obra muy rica porque está edificada sobre bases científicas (expuestas en un temprano texto de 1963, sobre Análisis político moderno), sólidamente empíricas, como sabe todo el que haya leído aquel trabajo pionero que trataba de zanjar en este terreno la espinosa cuestión del poder en ¿Quién gobierna? Democracia y poder en una ciudad norteamericana (1961). Al mismo tiempo, siempre tuvo una visión matizada, pegada a la realidad material. Junto a su cuidadoso y elaborado edificio teórico sobre la democracia política, Dahl argumentaba en favor de una democracia económica, una perspectiva en la que había trabajado con Charles E. Lindblom (1951) y que continuaba con Prefacio a una democracia económica en 1985. O sea, un hombre que alternaba la torre de marfil con la barricada, o más bien la calle, pues eso de barricada es excesivo para Dahl.

En la vida del mundo, Dahl hizo aportaciones importantes en asuntos esenciales del funcionamiento de los sistemas democráticos, siempre entendidos desde la perspectiva pluralista. Su libro ¿Después de la revolución? es una especie de reflexión y balance sobre los años sesenta y las perspectivas que se abrían. Pero sus mayores desvelos los dirigió al funcionamiento de la oposición en la democracia, La oposición política en las democracias occidentales (1966) o Regímenes y oposiciones (1973). La idea es clara: la democracia es democracia si lo es para la oposición.

En 1989 publicó la que, para mí, es su obra principal, el resultado de cuarenta años de trabajos, La democracia y sus críticos, en la que especifica los que considera requisitos básicos de la democracia y polemiza con las visiones críticas de esta. La de Dahl es una teoría democrática de la democracia. En sus obras posteriores pareció ir convirtiéndose poco a poco al campo de esos mismos críticos por cuanto consideraba que la estructura misma de las sociedades capitalistas, especialmente el poder de las grandes corporaciones, impedía y coartaba el funcionamiento de una democracia plena. Esta forma de restricción y falseamiento de la democracia que obstaculiza la participación de la gente en los asuntos públicos ya  venía posibilitada por la propia Constitución de los Estados Unidos. Sin duda una visión crecientemente pesimista que no llegó a imponerse sobre su fidelidad al principio de la democracia como tipo ideal.

dimarts, 18 de desembre del 2012

Lo que quedó en la caja de Pandora.

La editorial La Catarata, de Madrid, inicia una serie nueva sobre "los problemas de la socialdemocracia", de mucho interés. Dirigida por Ignacio Urquizu, un joven valor de la izquierda teórica, viene a satisfacer una necesidad ampliamente sentida, la de la reflexión en el campo del socialismo democrático. A día de hoy la izquierda europea se encuentra en estado calamitoso, desalojada de casi todos los gobiernos del continente, acorralada por el aparentemente imparable ascenso de la llamada "revolución neoliberal", del pensamiento único, más único que nunca, capaz, según parece, de triunfar políticamente incluso cuando fracasa económicamente. El desconcierto práctico refleja un marasmo teórico muy llamativo.
Sin duda parte de esta izquierda, la más radical, la minoritaria, viene esforzándose con elaboraciones teóricas actualizadas para explicar la naturaleza de la presente crisis capitalista y proponer vías de solución. Suelen ser obras pegadas al momento, basadas en unos supuestos lejanamente marxistas casi nunca explícitos y cuya intención es conectar con los movimientos sociales espontáneos de los últimos tiempos. Palinuro se ha hecho eco de algunas de ellas y, aunque el juicio general es positivo, tienen el demérito de dirigirse a orientaciones políticas minoritarias, con respaldos electorales exiguos o completamente inexistentes. Ciertamente el eco social alcanzado por un texto no dice en el fondo nada sobre la verdad o el interés de su contenido. Pero un eco escaso afecta a la intención original de aquel, cuya última, quizá soterrada ambición, en la tradición althusseriana, era convertirse en el arma de la revolución, imposible en principio sin el apoyo de las masas.
El otro campo de la izquierda, el del socialismo democrático, el mayoritario, ha permanecido  silencioso en los últimos tiempos. Zapatero llegó al poder arropado en las ideas del republicanismo cívico, de Philip Pettit, cuya relación con el pensamiento socialdemócrata propiamente dicho, sin ser desdeñable, es tangencial. Ocurre algo parecido con una reflexión de mayor calado, la del liberalismo de John Rawls, muy influyente en la filosofía política socialdemócrata de los últimos cuarenta años, pero sin serlo ella misma. Quizá la última reflexión teórica socialdemócrata haya sido la Tercera vía de Giddens y el Nuevo centro de Schröder, ambos vagamente conectados con el democratismo de Clinton. Urquizu nos ahorra la tarea de negar valor a estas variantes pues ya lo hace él en su libro tratándolas de propuestas derechizadas, más afines al neoliberalismo que a la socialdemocracia. Entonces, ¿no hay aportaciones teóricas del socialismo democrático?
Ese parece ser el fin de esta colección. Los de Paramio y el propio Urquizu son sus primeros frutos. El orden de salida es jerárquico: primero el de Urquizu y luego el de Paramio pero aquí los comentaremos en el inverso porque el segundo determina el horizonte conceptual del primero. El libro de Paramio es una continuación de su obra previa. Él mismo lo reconoce al admitir que se trata de una reelaboración de textos anteriores, a veces bastante anteriores. Así, su contenido no aporta novedades sobre el relato ya expuesto en otras ocasiones, una especie de historia de la socialdemocracia europea dividida en tres etapas, más o menos: 1ª) el nacimiento (en el contexto del movimiento obrero); 2ª) la época dorada, la experiencia de gobierno, el Estado del bienestar; 3ª) la crisis, a partir de la primera mitad de los años 70. El esquema goza de general aceptación y es también el de Urquizu en su exposición (por eso se decía antes lo del marco conceptual), aunque él emplea asimismo el término resignación.
Paramio refiere las tres etapas con soltura y conocimiento de causa. Suele detenerse en el comienzo de la crisis (años fatídicos de 1971 y 1973) por la importancia en sí del momento y porque es a lo que más atención ha dedicado pero, en general es claro y suele dar explicaciones fundamentadas. Se echa de menos algún aspecto menos tratado. Por ejemplo, apenas hay referencias a las relaciones del socialismo democrático con el comunismo a pesar de su indudable interés. Igualmente, en su análisis del Estado del bienestar (auge y caída), no hay referencia al proceso de rearme teórico del capitalismo durante la época gloriosa de la socialdemocracia, producido a la par con el crecimiento tumultuoso a  fin de justificar y acelerar su expansión, la cual acabaría llevándose todo por delante.
La innovación en la obra de Paramio es el último capítulo dedicado a la consideración de la crisis actual. El autor tiene una mirada pesimista: la socialdemocracia está "maniatada", presa de la "trampa" de la eurozona. No sabe qué hacer. Ese pesimismo se condensa en tres conclusiones con escaso margen a la esperanza: 1ª) la socialdemocracia ha aceptado la visión neoliberal de la economía; 2ª) la modernización social por ella propiciada erosiona sus bases de apoyo; 3ª) hay una ausencia de líderes e ideas que permitan recuperar la confianza social (pp. 120-121). En resumen, no estamos ante el riesgo de extinción de la socialdemocracia, sino en un pésimo momento de esta provocado por un deficiente marco institucional... (p. 122). Y no se sabe cuánto durará.
Más optimista irrumpe Urquizu en el ámbito de la publicística. Su razonamiento se desarrolla como ya he mencionado, en el esquema tripartito de Paramio. Podríamos llamarlo en términos llanos, las "tres edades de la vida socialdemócrata", nacimiento y juventud, madurez y decrepitud. Urquizu sustituye a veces el término "crisis" de Paramio por el de "resignación", sin duda con ánimo de reconfortar al resignado. Como autor de un libro publicado allá por los años ochenta (1988, creo), premonitoriamente titulado: La izquierda: desengaño, resignación y utopía (Ediciones El Drach, Madrid), cuya portada traigo aquí con infantil vanidad de autor y donde ya se hablaba de "resignación", me veo pionero. Yo me refería a toda la izquierda, no solo la socialista, pero el término es igualmente válido.
Urquizu supone, en cierto modo, una respuesta a Paramio, lo cual está bien. Las generaciones deben renovarse como las hojas de los árboles al decir de Homero. Aporta para ello dos innovaciones de muy distinto alcance: una de carácter descriptivo y otra metodológico. Aunque me interesa más la segunda, iré por orden.
En cuanto a la descriptiva, Urquizu no se limita a considerar los tres famosos momentos sino a explicar por qué la socialdemocracia reaccionó a ellos como lo hizo: al comienzo, con la moderación ideológica (hay aquí profusa referencia a los trabajos de Maravall); durante la época dorada, con la aceptación del capitalismo, lo cual la llevó a consolidar el Estado del bienestar y también la contradictoria necesidad de reducir la intervención del Estado; en la época de crisis/resignación con la tarea de rehacer parte del camino mal transitado, recuperar la doctrina socialdemócrata clásica y defender las conquistas del Estado del bienestar. En resumen, el libro viene a confirmar la visión de Paramio: la socialdemocracia ha evolucionado precisamente por las respuestas que ha ido dando a los tres retos planteados para sobrevivir. Si acaso se corrige el tono final pasando del pesimismo al optimismo. Saldremos de esta, parece decir el autor. Luego se verá cómo.
Lo interesante, sin embargo, de Urquizu es el planteamiento metodológico antes mencionado. El autor señala en repetidas ocasiones su intención, alejarse de las interpretaciones al uso normativas e históricas (quizá historicistas) de la socialdemocracia para ofrecer una empírica. Aunque no se dice en ningún momento, el discurso implícito consiste en negar carácter científico a las interpretaciones citadas y atribuírselo a la empírica. En otras palabras: la interpretación convencional de las tres etapas de la socialdemocracia es correcta y lo es científicamente. Para ello Urquizu toma la base del Manifesto Project Database con datos de 24 países y 30 formaciones socialistas entre 1910 y 2010 y la somete a tratamiento estadístico. El empleo de análisis de regresión, correlaciones, significancia estadística y otros instrumentos le permiten hacer visibles en términos cuantitativos e irrefutables más o menos las mismas conclusiones de los demás provistos de sus imperfectos métodos. El resultado es correcto, el previsto, y no desentona. Pero su pretensión metodológica es desmesurada y no se aviene con dos pruebas elementales del método cientifico. 
Por un lado, por muy estadísticos que sean los análisis, muy significativos los resultados y muy convincentes los datos, no dejan de ser ex post facto. Esas pretensiones solo podrían admitirse si, una vez formuladas como teorías se aplicaran a hipótesis ex ante facto en condiciones de réplica controlables y resultaran ciertas o, cuando menos, no falsadas. Cualquier otro procedimiento no vale científicamente. Se entiende la premura que invade los ánimos juveniles quienes, con cartesiano ardor, quieren encontrar plataformas seguras desde las cuales tomar partido con certidumbre (y, de paso, probar el error ajeno), pero dicha situación es todavía lejana y la cruda realidad aconseja la prudencia de admitir que los enunciados de uno son tan falibles como los de otro con métodos de menos humos.
En segundo lugar, la compleja relación epistemológica entre el sujeto y el objeto de las ciencias sociales asoma casi siempre su peluda patita por debajo de la puerta cuando menos se espera. Urquizu aborda su enfoque empírico con la objetividad que dice siempre profesar ese pensamiento positivista deslumbrado por el proceder empirico. Pero él forma parte del fenómeno estudiado en mucha mayor medida que si, provisto de igual instrumental, se aproximara al estudio de la evolución del neoliberalismo. Es un pronunciamiento previo en un campo de conflicto basado en una opción subjetiva. Es un criterio de objetividad dependiente de un juicio de valor (la socialdemocracia es mejor que el neoliberalismo9 y, salvo error por mi parte, nunca científicamente demostrado.
En definitiva un optimismo en continuo crescendo a lo largo del interesante libro de Urquizu el cual culmina con un sorprendente, insólito tumultuoso, una verdadera provocación teórica: No es la socialdemocracia lo que está en  crisis, sino la democracia. Canastos.

dimarts, 20 de setembre del 2011

Por qué la izquierda.

En la historia de Occidente ha habido tres momentos de especial importancia en los que se han opuesto dos concepciones del mundo, la de la ciencia y la de la religión, la que va en busca de la verdad, avanza en el conocimiento de la naturaleza y contribuye a la emancipación de los seres humanos y la que se atiene al dogma, obstaculiza el avance del conocimiento y no quiere la emancipación sino la sumisión de los seres humanos. Es la lucha sempiterna entre la razón y la fe que el Papa Benedicto quiere resolver dando primacía a la segunda sobre la primera y la izquierda, como la ve Palinuro, procediendo al revés, dando primacía a la razón sobre la fe.

Los tres momentos citados son el redescubrimiento del cuerpo filosófico aristotélico en el siglo XII; el giro copernicano del triunfo del heliocentrismo sobre el geocentrismo en los siglos XVI y XVII; y la formulación de la teoría darwinista de la evolución de las especies en el siglo XIX. En las tres ocasiones la Iglesia se opuso al descubrimiento, a la novedad, a las teorías científicas. En el caso del aristotelismo, un sistema filosófico completo que ignoraba la idea de Dios, lo que hizo la Iglesia fue casarlo con ese mismo Dios a través de la obra de Santo Tomás, gracias a la cual Aristóteles pasó a ser objeto él mismo de dogma, algo que no casa nada con el estagirita, pero permitió perseguir las discrepancias filosóficas como herejías y actuar en contundente consecuencia. El tomismo sigue siendo la filosofía oficial de la Iglesia, sea en vertientes "progresivas" o "tradicionales".

Frente a la teoría copernicana, la Iglesia reaccionó con mayor virulencia, si cabe, y menos contemplaciones. Censuró, persiguió, encarceló, torturó y asesinó gente por sostener ideas que hoy nadie cuestiona, ni los curas. Porque respecto a la metafísica aristotélica se puede debatir, pero no del hecho de que la tierra sea redonda y gire en torno al sol. La Iglesia ha pedido perdón por algunas de las barbaridades más escandalosa, como los asesinatos de Savonarola y Bruno. Pero la cuestión no es pedir perdón por los excesos sino reconocer que estos son producto de una teoría perversa que consiste en arrogarse el derecho a decidir lo que los demás pueden pensar. Una monstruosidad.

La polémica del darwinismo llega a nuestros días pues la Iglesia no acepta la teoría del origen de las especies por evolución y sigue aferrada a la concepción creacionista, entendiendo la fábula bíblica en sentido metafórico pero como esencialmente cierta. Hoy el creacionismo renace y cobra fuerza en las llamadas teorías del diseño inteligente, ampliamente favorecidas por la derecha y la extrema derecha de carácter confesional sobre todo en los Estados Unidos y cada vez en más países en los que se intenta sustituir en la enseñanza la concepción darwinista por la creacionista.

Este último es un dato esencial porque apunta al hecho de la alianza permanente de la Iglesia (sobre todo la católica) con la derecha y con sus regímenes políticos, incluso cuando son dictaduras. No hace falta recordar aquí que se habla de la Iglesia, no de los cristianos. Nadie ignora que hay muchos cristianos que se oponen a la Iglesia por una serie variada de razones. Es la Iglesia la que normalmente forma alianza con la derecha y sus formas políticas. Lo cual explica por qué la izquierda tiene que estar enfrentada a ella, no a los cristianos.

El maridaje Iglesia-poder político favorece un discurso basado en la idea de la división de los seres humanos que tiene diversas formas a lo largo de la historia pero siempre acaban en lo mismo: los que mandan y los que obedecen. La idea de que todos los seres humanos tenemos el mismo valor y, por lo tanto, somos iguales y merecemos vivir en libertad es la izquierda. La igualdad en libertad, sin que sea prudente favorecer a la una sobre la otra.

Aparentemente todo el mundo está de acuerdo en la propuesta. Es más, basta con mirar en torno nuestro: vivimos en sociedades básicamente libres y tratamos de que sean igualitarias. Para la izquierda, sin embargo, la libertad e igualdad existentes dejan mucho que desear. No hay libertad si no hay igualdad. Y no hay igualdad si ésta se limita a ser igualdad ante la ley, condición necesaria, pero no suficiente, entre otras cosas porque las leyes se cambian ya que son producto de la razón.

Es verdad que la desigualdad presente parece no ser tal pues encaja en la igualdad ante la ley y ya no hay privilegios nobiliarios o de otros tipos. Nadie habla de señores y siervos, nobles y villanos, ni siquiera burgueses y proletarios. Pero eso no quiere decir que no siga habiendo la dicotomía entre los que mandan y los que obedecen, los de arriba y los de abajo. Lo que sucede es que, en la sociedad neoliberal, que marcha a toda máquina al restablecimiento de condiciones materiales del capitalismo primitivo y la moral victoriana con toques calvinistas, la división es entre los justos, que son los triunfadores, y los injustos, que son los fracasdos. Y mientras eso siga siendo así, la izquierda será necesaria.

(La imagen es una reproducción de un cuadro de Jacques Réattu, titulado El triunfo de la libertad (1794/95) que está en el dominio público).

dissabte, 20 d’agost del 2011

Límites a la ciencia.

Estas Jornadas Mundiales de la Juventud (JMJ) que la iglesia ha escenificado en el agosto madrileño a mayor pompa del Papa de Roma están deparando novedades sin cuento, sorpresas que suspenden el ánimo. Las muchedumbres de sedicentes peregrinos llevan dos días de experiencia religiosa y además viajan en los transportes públicos, se alimentan opíparamente en todo tipo de establecimientos, se alojan en locales que la autoridad ha cedido graciosamente y visitan algunos museos, todo ello gratis total a cuenta de los contribuyentes españoles, en especial los sufridos madrileños. Milton Friedman, gurú de la escuela monetarista y forofo del mercado libre, dio lustre al viejo dicho de "No existe el almuerzo gratis". En efecto, no existe; alguien lo paga siempre. Aquí, está claro.

No tiene nada de extraño que un sector de la población haga civilizadamente público su descontento. Sus adversarios dicen que son muy pocos, grupúsculos. Dejando de lado el hecho de que, aunque fuera un solo ciudadano, tendría igual derecho que la multitud de gratistotales a manifestarse, la apreciación es falsa. Son pocos los que salen a la calle a recibir los seguros porrazos de la policía. Son muchos más los que no quieren que los apaleen pero suscriben la protesta de los apaleados a los que Cospedal considera intolerantes sin límites. Desde luego hay que ser intolerante para no gozar cuando a uno le abren la cabeza. En fin, tómese nota del sin límites porque ayer fue un día de límites.

Aparte de departir de nuevo con el Rey, con el presidente del Gobierno y otros dignatarios y autoridades mundanas, el Papa, a quien Manolo Saco llama el farsante de Roma en un artículo que quita el aliento, tuvo dos momentos espectaculares, en el Escorial y en el Paseo de Recoletos. En el primer lugar reunió a los profesores universitarios católicos y adoctrinó a una multitud de monjas sobre la radicalidad de la fe evangélica. Eso servirá para que corra mucha tinta y ya habrá quien señale el irrisorio hocus pocus en que Ratzinger se enreda cada vez que tiene que hablar a mujeres a las que considera poco más que escobas parlantes. Eso de la radicalidad, por cierto copiado de Marx, sonaba a monólogo de Cantinflas.

Pero lo importante fue lo que dijo en otro terreno general, filosófico: que no podemos permitir una ciencia sin límites. Ahí es donde está la bomba metafísica. Un hombre que administra conceptos como lo ilimitado, lo infinito, lo eterno sin tener la mínima base racional para ello, dice que hay que poner límites a la ciencia. Obviamente no quiere competencia, sobre todo de la ciencia, que no hay revelación que pueda con ella. Pero ¿qué significa poner límites a la ciencia? Es obvio, poner límites al conocimiento humano, límites exteriores al conocimiento mismo provenientes de la moral y del conjunto de supersticiones, milagros y portentos en que este hombre dice creer. La ciencia es el conocimiento riguroso y cierto de los hechos a la luz de la razón y no puede tener límite alguno a priori. Y mucho menos impuesto por una persona que asegura que, cuando se le antoja, es infalible. La idea de que la ciencia pueda tener resultados que aniquilen la especie, por ejemplo, o la degraden, es muy vieja. La utopías Erewhon, de Samuel Butler y The Coming Race, de Bulwer Lytton (las dos hacia 1871), ya hablaban de la posibilidad de que las máquinas se rebelaran contra los hombres. La imaginación es libre. Hasta podría haber cristales soñadores, según soñaba a su vez Sturgeon. Pero nada de eso justifica que alguien sostenga la peligrosa idea de que hay que poner límites a la ciencia. Porque habla de eso, de limitar la ciencia, no el uso político, o social, o económico que pueda hacerse de ella, sino la ciencia en sí misma; limitar el avance del saber, la libre indagación, el unended quest de Popper. Es de comprender que el Papa lo haga porque es su negociado y su especialidad, las relaciones entre la razón científica y la fe (que, como se ve, consisten en que la primera se someta a la segunda) y no va a ir contra las normas de la casa. Pero, francamente, eso es tan absurdo, inhumano, retrógrado e inútil que da un poco de vergüenza ajena.

Por la tarde, el Papa se fue al via crucis de Recoletos. Convertir el Paseo de Recoletos en un recordatorio del camino del Calvario es tan absurdo como lo de los límites y, además, de un nivel cultural bajísimo. ¿No podía haber hecho interpretar el Mesías de Händel en el Campo de las Naciones, por ejemplo? En fin, via crucis fue y a él se sumó el dimitido Francisco Camps, lo que demuestra que la iglesia admite a todo el mundo, pecadores arrepentidos y sin arrepentir.

Al otro lado del escenario, el de las sombras de la noche, los tumultos, las cargas, las carreras, las protestas y vuelta a empezar, la tónica es la de la brutalidad policial. La petición para que dimita la delegada del Gobierno es generalizada. Palinuro no se sumó ayer ni lo hará hoy. Es evidente que la situación se le ha ido de las manos a la delegada (a la que no sé qué caso real hace la policía) y que cada vez va a peor. Se está creando una situación tensa en las calles de Madrid en la que puede haber una desgracia que, guste o no guste a la jerarquía, será como un baldón en este alegre festival de lo que Gallardón llama "la profesión pública de la fe", como si el resto del año los católicos estuvieran en las catacumbas.

Queda un día, creo, y las cosas no van a arreglarse a tiempo con la dimisión de Carrión. Entiende Palinuro que la delegada del Gobierno debiera cambiar de actitud y de criterio, tener el valor de sus supuestas convicciones de izquierda y actuar en consecuencia, esto es, por un lado ayudar a la investigación sobre las supuestas brutalidades policiales y agilizarla y, por otro, defender el derecho a manifestarse de los laicos, que somos pacíficos y no atacamos a nadie y protegerlos de los gratistotales que son los que agreden y hostigan permanentemente a quienes estamos pagando su estancia aquí.

(La imagen es una foto de Beyond Forgetting, bajo licencia de Creative Commons).

dilluns, 15 de desembre del 2008

Dos madres.

El avance de la ciencia no sólo destruye supersticiones y estereotipos sino que da al traste también con joyas antiquísimas de la sabiduría ancestral. Por ejemplo, a la hora de explicar la soberanía parlamentaria Delolme recordaba que los jurisconsultos ingleses siempre sostuvieron que "el Parlamento puede hacer cualquier cosa excepto convertir un hombre en una mujer o una mujer en un hombre". Esa excepción ha caído hace mucho y no ya el Parlamento sino cualquier clínica puede sacar una mujer de un hombre o viceversa.

Del mismo modo cae otro viejo proverbio, el de "madres no hay más que una" porque ahora pueden ser dos. Según noticia de Público ya puede haber dos madres biológicas para el mismo niño.El asunto se consigue en un pispás, inseminando el óvulo de una e insertándolo en el útero de la otra. Y ese niño tendrá dos mamás... ¡qué suerte!

Hay mucha gente que dice que la presencia del padre en la familia es imprescindible y a mí no me lo parece más de lo que es la de los zánganos en la colmena. Así que repito: ¡qué suerte la de ese chaval o chavala!

(La imagen es un pastel de Ernst Ludwig Kirchner titulado Dos desnudos amarillos con jarrón de flores (1914) que se encuentra en el Bündner Kunstmuseum de Coira, Suiza).