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diumenge, 18 de gener del 2009

Caminar sin rumbo (XXXVI).

Conociendo a la gente.

(Viene de una entrada anterior de Caminar sin rumbo (XXXV), titulada Vuelta a casa.

Eugenio los había advertido por el móvil cuando nos faltaba una hora. Una hora que se convirtió en más, como en tres o algo así porque, a la entrada de Jerez el coche sufrió una avería y dejó de funcionar. Hubo que llamar una grúa y luego negociar con el seguro a qué taller se llevaba. Una vez allí nos dijeron algo de una ruptura de una correa y que había que pedir la pieza, que cuando llegara era cosa de un par de horas pero no se sabía cuánto tardarían en recibirla, aunque casi nunca era más de un día. Ellos llamaban ahora y comprobaban que había existencias. Porque también puede suceder que la pieza no esté en stock, con lo que hay que pedírsela a la casa matriz en Madrid y ahí ya no se sabía lo que se pudiera tardar. Hasta cabía la posibilidad de pedir que la grúa se llevara el coche a Madrid con nosotros dentro y una vez en la capital podían arreglar la avería y ganando tiempo. El hombre parecía una buena persona pero sonaba como un disco rayado cuando repitió por tercera o cuarta vez que él no ganaba nada, que no se metía nada en el bolsillo cuando decía lo que había. Buena gana de quedarnos cuatro días allí tirados esperando la pieza cuando podiamos arreglar el asunto en uno pero que en fin, nosotros veríamos, que él no ganaba nada con el asunto y que empezaba ya a llamar.

Nos llevamos la tarjeta del lugar, dejamos al encargado llamando, cogimos un taxi y le dimos la dirección de los amigos de Eugenio a quienes habíamos advertido antes del retraso. Hamilton estaba esperándonos a la puerta de un chalet independiente en la calle Rafael Alberti, muy cerca del parque González Hontoria. Era un negro alto, bastante esbelto que nos recibió con una sonrisa abierta, plantó dos besos en las mejillas de Eugenio, lo estrechó un par de veces contra sí y a mí me alargó una mano que estrujó la mía como si fuera a triturarla. Dijo:

- Estás sorprendido, ¿verdad? Pues sí, no todos los colombianos son blancos o mestizos; también los hay negros y mulatos, e indios y lobos, y albarazados "que todos tiran a mulato". Somos los negros del Caribe o las mezclas, el mulato, el lobo. En América, cabemos todos, de todas las razas y condiciones y cirunstancia. Somos el resultado de todos los cruces. Hay que escuchar nuestro ritmo. Somos únicos en el mundo.

Hamilton era un hombre delgado y anguloso y su mujer resultó ser una blanca rechoncha del interior, de Antioquia; Hamilton era inquieto e impulsivo todo lo que ella era tranquila y pausada; Hamilton era imaginativo y hablador todo lo que ella parecía realista y parca en palabras. A primera vista, un matrimonio bien avenido que daba la impresión complementarse. Yvvy estaba amamantando a su crío menor un mulato regordete, nos dedicó una sonrisa sin moverse y siguió con lo suyo. Eugenio preguntó por el hermano mayor.

- Mayor, mayor...-dijo Hamilton- tiene año y medio. Está durmiendo la siesta. Los bebés se la pasan durmiendo, sobando como dicen Vds.

Parecían buena gente. Nos preguntaron qué queríamos beber. Daban por supuesto que nos quedábamos allí con ellos. Nos tenían preparada una habitación donde podíamos dormir si no nos importaba hacerlo en la misma cama. Él tenía trabajo al día siguiente pero quedaría libre al mediodía y podíamos almorzar juntos.

- ¿Qué trabajo haces?.

- El que hace un veterinario: trato con animales, que es siempre mejor que tratar con según qué personas.- Se veía que era gracia a la que recurría con frecuencia.- Mañana tengo que visitar un par de granjas avícolas cerca de aquí.

Se confirmaba la primera impresión que producía la pareja de llevarse bien. Se respetaban en el uso de la palabra, al contrario de lo que sucede muchas veces con los matrimonios en que los cónyuges, al contar historias que los afectan a los dos, se interrumpen continuamente, no se dejan hablar. También se miraban con cariño y él parecía estar pendiente de los deseos de Ivvy. Claro que eso tampoco quiere decir mucho. Cari yo yo nos llevábamos bastante mal, especialemente en los últimos tiempos en el que las broncas proliferaron, pero hacíamos lo que podíamos para ocultárselo a las visitas. Siempre que había alguien extraño delante tratábamos de proyectar la imagen de un matrimonio tranquilo. El de estos dos parecía serlo y quizá fuera falso aunque, cuando se tienen críos tan pequeños, no es difícil que la vida matrimonial vaya sobre ruedas. Eso mismo nos había sucedido a Cari y a mí. Los conflictos comenzaron cuando los críos eran ya adolescentes.

- Y siendo extranjero ¿te dejan trabajar en el ayuntamiento de Jerez? -decía Eugenio.

- Estoy contratado, sí, sin problemas. Y ahora pendiente de que me den la nacionalidad y cuando eso suceda podré hacer oposiciones y quedarme ya fijo.

- ¿Te interesa?

- ¿Tú sabes cómo están las cosas para los inmigrantes en tu país? Yo tengo ahora dos hijos. Yvvy no trabaja y, cuando pueda hacerlo, a ver cómo lo conseguimos aquí. Necesitamos seguridad. Los niños necesitan seguridad. Cuando la tengamos del todo ya veremos.

- Como dejaste la clínica veterinaria...

- Aquello era una explotación. Tenía que trabajar como autónomo, figúrate, me pagaban por servicio, pero tenía que estar allí siempre. Y a Ivvy igual. Sólo tenía contratos temporales: cuatro meses de trabajo y dos en el paro. La vida de los inmigrantes es muy jodida.

- Y eso que sois inmigrantes cualificados, -dije- que si no lo fuérais.

- Es más o menos igual, no creas. No sabes la cantidad de licenciados, sobre todo del países del Este de Europa que trabajan en la construcción de cualquier manera. Hombre, claro, si te contratan ganas más, pero te putean igual.

Ivvy había terminado de amamantar al rorro que entregó a su marido para que le sacara los aires dándole palmadas en la espalda, se abrochó la camisa y suspiró diciendo:

- Es siempre lo mismo.-Se volvió hacia mí, añadiendo- y, además, Hamilton tuvo que salir escapando de Colombia para salvar el pellejo.

- ¡Ah! ¿Sí? ¿Qué le pasaba?

- Eugenio lo sabe. Las guerrillas secuestraron a su papá, pidieron un rescate que su familia no pudo reunir y lo mataron nomás, lo dejaron tiradito en la circunvalar de Bogotá con una carta en un bolsillo en la que decían que pensaban ir por Hamilton.

- Imagínate -completó éste la explicación- teníamos una pequeña explotación a la entrada de la capital y ninguna defensa. Eran los años duros en que la guerrilla y los paramilitares andaban por sus respetos. Ahora la situación ha cambiado mucho, porque el presidente Uribe es muy derechas y todo lo que quieras pero ha conseguido restablecer la seguridad en el país. Antes el solo hecho de ir por la carretera en coche ya era un peligro.

- ¿Y no os interesa volver ahora que las aguas han vuelto a su cauce? -preguntó Eugenio.

Se cruzaron una mirada cargada de sobreentendidos. Se veía que era asunto que habían tratado varias veces quién sabe cuántas. Lo frecuente es que los emigrantes, los exiliados, aprovechen los cambios favorables en su tierra para volver a ellas.

- Quizá sí -dijo Hamilton arrastrando las palabras- y a lo mejor hacemos mal quedándonos aquí. Pero es que vosotros no sabéis cómo estaba aquello. Era invivible. Todos pensábamos en irnos y no volver. Era una situación supremamente jodida. Déjame decirte que cuando han matado a tu papa, que no había hecho nada salvo ponerse en el camino de unos asesinos, cuando pueden venir por ti, cuando tu mamá ha tenido que cerrar la explotación e irse a vivir con una hermana suya a la capital, si sales te quedan pocas ganas de regresar. Aquello era entonces un infierno y puede volver a serlo en cualquier momento.

- Es curioso, uno escucha a García Márquez, lee sus libros y piensa uno que las cosas no pueden ser tan extremadas.

- Pero es que García Márquez es un escritor universal, que no representa lo que es Colombia. La realidad colombiana la retrata mejor Botero.

Una vez en España cuando ya llevaba cuatro o cinco años malviviendo, un buen día conoció a Ivvy en casa de unos amigos colombianos que festejaban un cumpleaños y la vida se le había vuelto a enderezar. Tenían los dos conciencia de que era una segunda oportunidad que no debían dejar pasar. Él había cumplido cuarenta y dos años y ella estaba probablemente al final de la treintena.

- Tengo treinta y nueve cumplidos -dijo riendo-. No me importa decirlo. Tuve a Sergio (el niño mayor) con treinta y siete. Te diré que en el hospital en donde di a luz al mayor me tenían clasificada como "primípara añosa". -Y volvió a reír.

Al final así son las cosas. Mientras yo viajaba por puro placer, porque me divertía y quería tener experiencias nuevas, hay gente que viaja a la desesperada, que no tiene otro remedio, para sobrevivir. Realmente, la pareja Hamilton-Ivvy se había ganado mi simpatía. No hay que andar buscando explicaciones retorcidas, interpretaciones rocambolescas. Lo que la gente quiere es un empleo decente, un salario digno, una vivienda aceptable aunque no sea lujosa y un poco de seguridad, de tranquilidad, de rutina para poder críar a los hijos, ganarse honradamente la vida sin grandes dispendios y llegar a viejos sin sobresaltos. Si eso lo tienes garantizado en tu país, te quedas; si no, buscas otro y al final tu patria es donde puedes hacer realidad tu sueño.

El bebé se había quedado dormido. Su padre lo depositó en la cuna con mucho cuidado y, volviéndose hacia nosotros, nos dijo que se encargaba de hacer la cena. Eugenio empezó a decir que no se molestara, que podíamos arreglarnos yendo a un restaurante cuando sonó mi teléfono móvil. Del taller decían que mañana por la mañana tendrían la pieza y, por lo tanto, podríamos recoger el coche sobre las doce del mediodía. Era una buena noticia y, para celebrarla, decidimos salir a comprar una tarta que coronara la magnífica cena que Hamilton se había comprometido a hacer.

(La imagen es una viñeta de Aubrey Beardsley).

dimarts, 13 de gener del 2009

Caminar sin rumbo (XXXV).

Vuelta a casa.

(Viene de una entrada anterior de Caminar sin rumbo (XXXIV), titulada La evolución personal.

La parte local de la mesa no pareció dar mayor importancia a la situación. Era su experiencia más o menos cotidiana. Yo, en cambio, decidí entonces clausurar mi proyecto marroquí. En lugar de esperar a pasar la frontera, daría media vuelta y regresaría a la Península. Seguramente Eugenio seguiría conmigo y a lo mejor me decidía a cambiar Casablanca por Sevilla. Heriberto miraba a su señora como si quisiera comprobar que había recibido el mensaje de quién mandaba allí, quién tenía la información, pero no me dio la impresión de que la mujer estuviera interesada. El vendedor de fósiles había vuelto. Ahora mostraba un nummulites del que decía que tenía cuarenta millones y medio de años. Le pregunté cómo sabía lo del medio millón e hizo como que no entendía.

Del Valle se iba en un avión a la mañana siguiente y quiso saber si nosotros nos volvíamos y cómo y al decirle que en el ferry afirmó que le hubiera gustado acompañarnos porque amaba el mar, pero tenía asuntos urgentes en la Península.

- De todas formas -dijo, como si estuviera despidiéndose- en ese asunto del abandono de posiciones o de cambio de opinión, si quieres..-

- No, no de opinión. De opinión cambia cualquiera. Un cambio de la máquina de hacer opinión, o sea, de la ideología.

- Sea.

- Es que es importante porque es un cambio de ideología, de convicciones que se tuvieron cuando se era joven.

- E impulsivo e irreflexivo.

- Y noble. La juventud es la única época en la vida en que se tienen convicciones no interesadas.

- Así es.

- Y por eso es tan terrible renegar de esas convicciones porque, sean o no erróneas, son las que tuviste por eso, por la pura convicción, y no por interés. O sea, el mejor momento de la vida.

- Eso es lo que te mueve a ti: que no pase el tiempo, no madurar, ser eternamente joven; pero eso, querido amigo, es una quimera.

- Ese el interés de los sesentayocheros: perseguir quimeras.

- Muy bien, maestro -dijo Eugenio cuando se dio la cena por acabada y comenzaron las despedidas- te has ganado el aplauso de la juventud a la que, como sabes, tan bien represento.

La verdad era que este chaval, Eugenio, estaba resultando ser un tipo majo; muy joven, impulsivo, pero inteligente, que solía saber en dónde estaba, qué se esperaba de él y lo combinaba todo para dar una imagen bastante dinámica. Me gustaba y creo que nos entendimos bien durante el viaje. Ambos habíamos perdido repentinamente el interés en la ciudad y, el día siguiente salimos en un ferry de la mañana. Él pasó el viaje leyendo El rojo y el negro yo, colgado de la red y el navío moviéndose un poco porque aún andaba la mar algo picada. Aproveché para poner al día mi blog o bitácora, que lo tenía muy abandonado. Un blog o bitácora cerrado para mí mismo, que sólo puedo consultar yo. Lo empleo como diario a la antigua usanza, ese cuaderno que abres al final del día, en la intimidad de la noche, para mirarte y tratar de explicarte. Alguna vez haré trasvase de blogs y dejaré que las entradas de aquel invadan éste, como en un juego de espejos enfrentados, un blog que habla de un blog. Y viceversa. No es difícil y tiene su encanto literario. Una literatura que no es capaz de tejerse con las nuevas tecnologías no merece nombre de tal. Lo actualicé contando a mi modo nuestra estancia en Melilla. Tenía interés en ahondar en la conversación con Agustín del Valle. Me sentía satisfecho por la especie de resumen que hice sobre los rasgos esenciales de ese cambio de ideología tan frecuente en intelectuales y comunicadores de la izquierda. Lo más notable venía a ser eso de abandonar y repudiar las convicciones que uno tuvo en la mejor época de la vida, que es la juventud, la de mayor plenitud, inconsciencia y alegría. Porque sólo se vive cuando se es joven; antes, se está a la expectativa y, después, la existencia apenas merece el nombre de vida. La cuestión que quería dejar clara en mi blog era la de si en verdad considera uno que el hecho de ser fiel a lo mejor que se ha tenido en la vida compensa por la falta de comodidad económica, notoriedad y relieve social que suelen alcanzar todos los que, habiendo destacado en la izquierda, se convierten en adalidades del conservadurismo. La razón fundamental por la que se producen esas transformaciones está en la pasta. Touchez pas au grisby. Y nada más. Cuando pasen los años el interés residiría en averiguar qué de nuevo o bueno hayan hecho los tránsfugas, los que han cruzado las líneas. Merodeé un rato por facebook, mirando un álbum de fotos que había subido mi hijo Esteban reflejando un viaje al lago Titicaca. Le puse un par de comentarios sobre lo buenas que eran y después vi en Skype que Laura me había dejado otro mensaje hacía cuarenta y ocho horas. Decidí continuar. Al fin y al cabo andaba lejos, a mil y pico kilómetros de Madrid. No me contestó de inmediato, pero lo haría más tarde por la noche. Daba ya por supuesto que fijaríamos un lugar de encuentro. Le contesté que lo pensaría y se lo comunicaría en cuanto lo pensara. Cuando desembarcamos en un luminoso mediodía de Almería pregunté a Eugenio qué le parecía que hicéramos.

- ¡Ah! -dijo.- ¿se puede opinar quiero decir, opinar sabiendo que lo que opine cuenta?

- Naturalmente.

Pero no era tan natural. Normalmente la opinión no se convierte en acción, no va acompañada de efecto alguno, aunque ahora sí por estricta decisión mía.

- Es que se me ocurre que... ¿Tú tienes que ir a algún sitio en concreto? Le dije que desde el principio venía siendo un viaje sin objetivo alguno y que sólo se determinaba por sus jornadas. Terminada la jornada de Melilla podía empezar cualquier otra.

- Por ejemplo, la jornada de Jerez de la Frontera.

- ¿Por qué?

- Porque tengo ahí unos amigos que estarán encantados de vernos.

- ¿Gente de bien?

- Absolutamente.

- Y ¿qué hacen aquí?

- No sé. Nada, supongo. Vivir. Él es veterinario; trabaja en el Ayuntamiento. Ella es dentista.

- Pues mira tú qué bien.

Podemos pasar allí un par de días y luego seguir. Eugenio no tenía prisa alguna en verse camino de la casa de sus padres. Pensé que la carretera se nos haría menos pesada si la alternábamos con una estancia en algún lugar nuevo, aunque fuera como cliente en hotel. No, no; nos acogerían en su casa. Estaba seguro de ellos. Son mayores. Es gente que se casó, esperó a tener hijos y ya los tuvieron mayores. Le pregunté qué entendía por "mayores". Sus edades estaban comprendidas entre la de Eugenio y la mía.

- Para entendernos: vosotros estáis en los sesenta; nosotros en los veinte y ellos en los cuarenta. Están en medio. El juste milieu.

- O el contenido del bocadillo.

- Oye, tío, ¿sabes que tienes gracia?

Eran padres de un par de niños muy pequeños, uno de ellos de días y el otro como de un año o algo más.

- Fíjate que así cumplo con la visita que ya me pesaba. Dije que los visitaría cuando nació el primero y no lo hice. Ahora van por el segundo. Son padres mayores.

- Tú también eres hijo de padres mayores, ¿no? Entre tu hermano y tú hay una distancia como de diez o doce años, ¿no?

- Trece y medio exactamente. He tenido la enorme suerte de tener un padre que quería ser mi hermano y hermano que quería ser mi padre. Pero bueno, no me quejo. Todo el mundo tiene que sobrevivir allí en donde haya ido a nacer.

- Y a estos, tú, ¿cómo los conoces?

- Precisamente porque Hamilton es veterinario. Trabajaba en una clínica cerca de casa a la que llevábamos a Doggy.- Doggy había sido su perro desde niño. Ahora estaba muy viejo, apenas si veía y, desde luego, no andaba. Pasaba los días de su dulce vejez en casa de los padres, probablemente añorando la vuelta de su amo.- Después, cuando ellos decidieron ir a vivir a Jerez, continuamos la amistad. Nos vemos de vez en cuando. Y siempre son ellos quienes van a Madrid. Yo nunca he bajado. Por eso sé que les molará.

No veía por qué no iba a aceptar la sugerencia de Eugenio salvo por la muy ridícula afectación de que fuera un chaval de veinte años quien tomara las decisiones donde era yo quien debía hacerlo. Aunque descubrí de inmediato que tenía su lado amable. Lo descarga a uno de preocupaciones y le permite pensar en lo que quiera, cosa que no sucede cuando hay que estar pendiente de algo.

El tramo de carretera de Almería hasta Jerez de la Frontera atraviesa la Costa del Sol, el lugar más típico del desarrollo turístico español, zona de especulación salvaje, crecimiento desordenado, pura rapiña del suelo, delincuencia, tráfico de drogas, tráfico de cualquier otra cosa, de personas, de niños, centro de blanqueo de capitales, meca de los vividores, pied à terre de los ricos del momento, lugar en el que hay que hacerse ver si se quiere ser alguien en según y cómo dónde.

El paisaje ha desaparecido, sumergido en una oleada de construcción continuada a lo largo de kilómetros y kilómetros de carretera. Parece la invasión de la hormigonera que atruena más que la razónen marcha, acompañada de las grúas que se alzan por doquiera como las grandes columnas de un templo disparatdo que pretendiera sostener la bóveda del cielo. Apenas se ven tierras de cultivo ni baldías. Si acaso de vez en cuando una triste yuca en mitad de un terreno que ya es solar y nunca volverá a ser campo. Animales, los pintados en vallas de reclamos. Y todo lleno de publicidad sin limites, anuncios de inmobiliarias, urbanizaciones, clubs de golf, grandes superficies, supermercados, y tiendas, tiendas, tiendas a lo largo de kilómetros y kilómetros y kilómetros.

- Esto es otro mundo, ¿verdad?

Otro mundo, otro planeta, otra galaxia. Uno espera ver surgir ejércitos de alienígenas entre los postes publicitarios al borde de la carretera. Eugenio estaba asombrado de la vista que se iba desplegando ante nosotros y yo también. La Costa del Sol es el lugar de vacaciones de Europa entera y medio mundo; allí se aglomeran varias lenguas, inglés, alemán, danés, noruego, francés, ruso, árabe con una población venida de todos los puntos de la rosa de los vientos y se enhebra una abigarrada mezcla de locales, centros de diversión, boutiques, restaurantes étnicos, lugares exóticos, la carta entera de tabernas europeas, bistrós franceses, pubs ingleses, kneipes alemanas, smorrebrot e iglesia de los santos del último día o Jesucristo te ama, empresas de alquiler de automóviles y de cualquier otro objeto móvil, peluquerías de perros, notarías y tiendas de deportes. Toda la Costa del Sol es una calle comercial atiborrada desde Málaga hasta Cádiz. Por fortuna Jerez de la Frontera queda un poco retranqueada en el interior y eso le ha permitido salvarse de momento de la inundación de ladrillo y cemento que ha sumergido la costa. Tierra adentro se ven olivares, pitas, cactus, agaves, chumberas, palmitos y más vegetación propia de la zona en tierra abierta. Un regalo para la vista que sólo ha podido ver trozos de mar azul enmarcados por construcciones residenciales.

La pareja vivía en un chalet a la entrada de Jerez con una pequeña parcela en donde Hamilton, cultivaba un huerto, algún tomate, pimientos, patatas y unas judías. Lo suficiente para entretenerse. Lo ayudaba en la tarea Ivvy, la dentista que trabajaba en una clínica dental tipo franquicia en el centro de Jerez. Sólo entonces me dijo Eugenio que eran colombianos, inmigrantes ya muy hechos. Él no los consideraba inmigrantes. Esa noticia aumentó mi interés por el encuentro. Lo de cambiarse de ciudad no me parecía muy propio de inmigrantes, aunque debía confesar que no sabía gran cosa de ellos. Se me hacía más cosa de españoles, no sé por qué puesto que tampoco los españoles que conozco son dados al nomadismo. Con eso ya veía a Hamilton e Ivvy con otros ojos. Y lo merecían porque eran una pareja especial.

(Continuará).

(La imagen es una viñeta de Aubrey Beardsley, 1894).

diumenge, 11 de gener del 2009

Caminar sin rumbo (XXXIV).

La evolución personal.

(Viene de una entrada anterior de Caminar sin rumbo (XXXIII), titulada La frontera cerrada.

No había duda de que Lobo tenía eso que se llama "capacidad de convocatoria". El salón de actos del Círculo Cultural estaba a rebosar. Lucía el local una impronta franquista en su aspecto, los ornamentos, unos vitrales. Claro que eso no es extraño. Tanto Melilla como Ceuta, las dos plazas de soberanía, hoy "ciudades autónomas" son los últimos enclaves africanos de España y Franco fue el último general "africanista" español. Lobo nos dijo que, con el follón de la frontera, tanto el presidente de la Ciudad Autónoma como el delegado del Gobierno no podían asistir y que ya veríamos si conseguían llegar para la hora de la cena. Añadió que ya que las autoridades excusaban su asistencia, quizá me apeteciera sentarme en la mesa presidencial pero le dije que no y, mientras él ocupaba su sitio junto al conferenciante, Eugenio y yo tomamos asiento en primera fila para no perder ripio.

Agustín del Valle hablaba bien. Se le notaban las tablas. Era alto, delgado, huesudo y tenía unas manos de finos dedos que movía mientras hablaba de una forma muy personal, subrayando lo que decía pero sin parecerlo. Lucía unos globos oculares protuberantes y cierta fiereza en la mirada con lo que su mera presencia imponía. Su discurso consistió en un encendido elogio de la nación española, milagroso ente colectivo autorreflexivo que estuvo a punto de situar en las cuevas de Altamira en el paleolítico pero que al final hizo arrancar de la guerra de la independencia contra el francés. Aquí hallan muchos el nacimiento de la nación española como autorreferente muy probablemente desde el momento en que la guerra de la independencia ayuda mucho a identificar un elemento esencial en su visión como es el extraño, el ajeno, el otro, el enemigo, en este caso el gabacho. La segunda parte de la charla estuvo destinada a atacar a los nacionalismos "periféricos" que se obstinaban en defender el erróneo punto de vista de que hay varias naciones en la Península Ibérica siendo así que está clarísimo que sólo hay dos, la portuguesa y la española que proceden de un mismo origen y tienen tantos elementos en común. Tuvo mucho éxito entre un público, compuesto por hombres maduros de cuarenta y cincuenta con sus esposas, empeñadas en quitarse por lo menos diez ante el espejo, todas peinadas de peloquería. No hubo preguntas del público, excepto una intervención de un hombre con pinta de brigada que quería saber algo concreto sobre la financiación de las comunidades autónomas de lo que Del Valle no parecía tener mucha idea con lo que no dijo más que vaguedades.

La cena tuvo lugar en un lujoso restaurante del centro de la ciudad, uno que se preciaba de servir langostino de la Mar Chica si bien no esa noche pues no había habido pesca a causa del temporal. Finalmente las autoridades no pudieron asistir. Se vivían momentos tensos y de problemas. En la mesa, además del conferenciante y Heriberto Lobo, estaba su señora, una mujerona que casi le sacaba la cabeza. con un gesto adusto e intemperante que trataba de suavizar inútilmente con mucho maquillage y otros dos matrimonios a quienes también tomé por militares sin saber muy bien por qué, un periodista, amigo de Heriberto y director de una radio local cuyo nombre no retuve y el director de una asociación cultural hispano-islámica, llamado Mahmud.

En la primera parte de la cena se trató el asunto de la frontera que, según el marido de uno de los dos matrimonios, estaba más fea que de costumbre.

- En todo caso parece que los dos muertos los han causado los marroquíes.

- No es que sea una buena noticia- dijo Heriberto- pero nos permite un descanso. Imagináos la que se nos viene encima si nos los cargan a nosotros.

Agustín del Valle mostró interés por informarse acerca de los problemas de la inmigración ilegal en la ciudad.

- Esto es un coladero -aseguró el otro militar que aún no había hablado.- Y no podemos hacer nada porque en la Península no quieren saber nada de nosotros.

- Tampoco es para tanto -terció Heriberto que era muy crítico con lo que llamaba el "victimismo" melillense.- En ese aspecto no podemos quejarnos; tenemos los recursos que necesitamos.

- Eso es siempre según se mire -insistió el otro.- En mi opinión, necesitamos hombres. Los que hay no son suficientes. Una bandera de la legión nos vendría de miedo.

Su mujer soltó una risita como dando a entender que aquel problema de logística militar no le era enteramente desconocido.

Intervino Mahmud diciendo que el problema verdadero no estaba a nuestro lado de la verja sino al otro, en donde se acumulaba mucha desesperación. Y no solamente marroquí, sino africana en general. Si los países europeos -y parecía deleitarse al pronunciar "europeos", como queriendo saborear las consecuencias del sonido- nos tomáramos en serio la situación y ayudáramos a la gente en sus países de origen, la mayoría no emprendería la aventura de escapar que es siempre muy incierta. Y no se refería sólo a Marruecos de donde al fin ya al cabo no sale mucha inmigración ilegal sino de los países más abajo, al sur del Sahara.

- Claro -dijo el militar- seguramente tienes razón, Mahmud, pero nosotros somos responsables aquí de esta frontera. Lo otro son los planes de los políticos que estarán muy bien seguramente pero no tienen mucho que ver con las necesidades reales, sobre el terreno. -Y, mirando a Heriberto, dando la impresión de que buscaba su aquiescencia, añadió: una bandera de la legión. Con una bandera de la legión me comprometo a sellar la frontera mientras los políticos arreglan la situación de África al sur del sahara.

- De eso no quiere saber nadie nada -terció el periodista que parecía un hombre taciturno.- Siempre pasa igual. Sólo se habla de nosotros cuando hay malas noticias. Del hecho de que seamos los guardianes de una puerta por la que quiere entrar un continente nadie dice nada.

Eugenio dio un respingo.

- Un continente por una puerta- me dijo por lo bajo.- No está mal la imagen.

- No es una imagen -contestó el otro que lo había oído-. Qué más quisiéramos nosotros. Es la realidad, el día a día. Estamos conteniendo un continente con una valla.

- Con una valla y con la ayuda de Marruecos -dijo Heriberto.- Cosa esencial.

- Al fin y al cabo -tercié yo que no tenía muchas ganas de escuchar una teórica sobre las necesidades de defensa fronteriza en Melilla- el ejército está para eso, para defender a la patria, a la nación española, sobre la que nos ha ilustrado Agustín.

Éste me miró con cierta sorpresa. Estaba seguro de que igual que yo a él, me conocía, aunque nunca hubiéramos coincidido. Supongo que decidió salir al paso de lo que podía suponer fuera irónico por mi parte.

- No te convence lo de la nación española, ¿verdad? En la izquierda tenéis un verdadero lío con eso.

- No, no creas. O quizá sí. No sabría decirte. -Los otros comensales me escuchaban con atención, como si estuvieran esperando que me aclarase. - Pero, en todo caso, no es la nación española lo que más me interesa, ahora que tengo la oportunidad de hablar contigo sino algo distinto que siempre me ha preocupado y que me gustaría plantearte si no te parece inconveniente.

- Por supuesto, por supuesto -dijo Del Valle, dejando los cubiertos sobre el plato en un gesto que parecía contradecir la disponibilidad que anunciaban sus palabras.

- No vayas tan seguro -intervino de pronto Eugenio que hasta entonces no había dado muestras de especial interés en la conversación.- Te va a preguntar por tus convicciones políticas.

Del Valle enarcó las cejas, como si no entendiera.

- Bueno, sí, verás- arranqué yo antes de que Eugenio acabara de fastidiarme la intención.- Tengo curiosidad por tu cambio de actitud. Tú eras un significado izquierdista, comunista incluso; recuerdo haber leído cosas tuyas en que se hacían planteamientos del partido. De pronto, cambias de opiniones y te haces propagandista de la derecha. ¿Por qué? ¿Qué te movió a eso?

Antes de que Del Valle pudiera hablar se adelantó Heriberto que debía de pensar que entraba en sus obligaciones acudir al quite de su invitado si alguien lo ponía en un compromiso.

- No tiene nada de extraño que la gente cambie. Se cambia con el tiempo. Además, ese tipo de cambio, que quizá sea más bien una evolución, ¿no? lo ha experimentado mucha gente.

- Ya te digo- exclamó con cierta sorna Eugenio.

Se había acercado un vendedor de fósiles que traía algunos ejemplares sobre una especie de gamuza y Eugenio se quedó mirando una especie de trilobites incrustado en una piedra mientras el otro se lo acercaba diciéndole que tenía doscientos cincuenta millones de años.

- Pero es que estos casos -dije yo- no me parecen muestra de una evolución, que lleva siempre tiempo y una transformación progresiva. Más me parecen mutaciones y repentinas.

- Bueno -dijo Del Valle, haciendo ondular sus bellas manos y señalándose el pecho- si es mutación o evolución, la procesión va siempre por dentro. Uno tiene sus dudas, se las calla, o las habla con los íntimos, vacilaciones, reconsideraciones, hasta que...

- Hasta que uno ve la luz -dijo Eugenio, que había devuelto el trilobites a la gamuza y no estaba interesado en escuchar las ofertas del vendedor- y actúa uno en consecuencia.

- Algo así, algo así -contestó Del Valle- pero eso es irrelevante. Aquí supongo que lo que te interesa -y se dirigió expresamente a mí- no es cómo se hace eso, sino por qué, por qué abandona uno la izquierda. Y aviso de que no digo por qué se pasa uno de la izquierda a la derecha porque no me reconozco en ese periplo. Sí, he dejado de ser de izquierda...

- Incluso abominas de ella -dije.

- Abomino, sí, por muy justificadas razones. Al principio, en tiempos de Franco, lo único sensato que se podía ser era de izquierda porque sólo la izquierda estaba contra la Dictadura. Lo que sucedía era que estaba contra la Dictadura pero no a favor de la democracia, sino a favor de una dictadura distinta.

- Mientras que tú sí estabas a favor de la democracia.

- De la democracia y de algo más que no hay que olvidar: de la libertad individual, de la unidad de la Nación española. Ese es un elemento esencial. Si por la izquierda fuera esto se habría ido ya al garete.

- No me parece tan claro.

- Clarísimo. Otra cosa es que quieras engañarte u ocultar algo. Todas aquellas tonterías de la izquierda con el derecho de autodeterminación eran eso: destruir la nación española. Como son las componendas con los nacionalismos periféricos, todos empeñados en destruir la nación española y con los terroristas. La izquierda no soporta la idea de España y apuesta siempre por la leyenda negra.

Veía en los otros comensales claros gestos de asentimiento y creo que no aplaudían por no singularizarse demasiado. Hasta Heriberto, habitualmente comedido seguía la alocución de Del Valle con la mirada brillante y un gesto de atención e interés notable.

- Bueno -prosiguió éste- ya inspirado. La izquierda tiene muchas propuestas específicas en muchos terrenos pero todo acaba llegando siempre a lo mismo: la negación de la nación española.

- La antiespaña -dije, tratando de que no se me notara mucho la burla, pero sin éxito.

- Puedes hacer las bromas que quieras pero es así. La izquierda sostiene muchos disparates. Lo veo ahora con claridad. Disparates sobre la sociedad, el Estado, el mercado, la propiedad, los impuestos... prácticamente todo lo que dice la izquierda desde sus puntos de vista son disparates. Pero en lo que respecta a nosotros, los españoles, esos disparates se orientan siempre a debilitar la idea de la nación española, dejarla inerme frente a quienes sepultarla en el olvido.

- ¿A qué esperas, que no respondes enarbolando tu sentido patriótico? -me preguntó Eugenio. Están llamándote vendepatrias.

- O algo peor -dije- Antiespañol.

Del Valle sonrió con el gesto de quien espera una respuesta que sabe inevitable y la obtiene y puso gesto de "¿qué había dicho yo?" y añadió:

- Conozco ese sedicente patriotismo de la izquierda. Es el de la tradición liberal republicana, las historias de la Institución Libre de Enseñanza y el krausismo, alimentada con algo de costismo y lucha contra los males que afligen a la patria. Lo que sucede es que el mayor mal que ha afligido siempre a la patria ha sido la izquierda. La tradición liberal, el llamado nacionalismo español liberal ha sido siempre pusilánime y, de hecho, en cuanto ha podido, se ha echado en manos de extranjeros. Eso es lo que es el krausismo, influencia extranjera, como el marxismo, todo doctrinas extranjeras que no se adaptan a nuestro ser nacional.

- Que está mucho mejor representado en Donoso Cortés.

- Pues sí, mira. Ya sé que lo dices con ironía. Pero fíjate, Donoso es un pensador español que se encuentra en la obra de importantes pensadores del siglo XX, como Carl Schmitt...

- Sí, estas cuestiones son muy claras y se refieren a las cuestiones digamos públicas, en donde se debaten las ideas. Y eso es lo que dice la derecha: Balmes, Donoso, el pensamiento reaccionario que reputan esencialmente español. Es el discurso público. Pero lo que me interesa es un asunto distinto, privado, mi pregunta es si ese cambio de perspectiva es o no sincero, esto es, si crees en lo que dices. Tendrás que admitir que la duda es razonable. Como ves, eso no se nos plantea a quienes nos hemos mantenido más o menos fielmente en nuestras convicciones. Se nos puede acusar de rígidos, de ir en contra de la esencia misma de la realidad que dice que todo cambia, todo fluye, nadie se baña dos veces en el mismo río; pero lo que no se puede poner en duda es la sinceridad de nuestras convicciones mientras que en el caso de quienes las habéis cambiado...

- Sí, sé lo que quieres decir: que se plantea un problema de sinceridad. Eso ha pasado siempre con los conversos. Y nosotros somos conversos. Hemos abandonado el sueño sectario de la izquierda y hemos abrazado...

- Otro sueño sectario -atajó Eugenio con una sonrisa.

- Nada de eso. La izquierda es sectaria. Abandonar el sectarismo te cura de espantos. Por eso no me gusta nada que me digan que he pasado de la izquierda a la derecha. Desde luego, he dejado la izquierda porque es ideológicamente insatisfactoria, pero eso no me hace de derechas.

Después de unos primeros instantes en lo que los otros comensales siguieron la conversación, la unidad discursiva se había roto. Las tres esposas de los militares, no muy interesadas en cuestiones políticas, se pusieron a hablar de sus cosas, interrumpiendo sus intercambios con abundantes risas. Los cinco hombres, a su vez fueron desenganchándose de la controversia izquierda-derecha y comenzaron a hablar entre sí y, por las frases que llegaban al lugar en el que nos encontrábamos, seguían tratando el problema de la frontera.

- Sin embargo -y a las pruebas me remito- se hable de lo que se hable siempre coincides con los puntos que defiende la derecha.

- Pura coincidencia.

- Ya. Pura pero total porque coincidís en todo.

- Porque sigues pensando que quienes hemos cambiado, los que hemos dejado la izquierda, convencidos de que es una forma de pensamiento profundamente errónea, tenemos un problema de sinceridad, de verosimilitud y por lo tanto de crédito.

- No tendría que extrañarte si tú mismo reconoces que estás en la actitud del converso. Pero no es por ahí por donde van mis tiros. Al fin y al cabo no es muy productivo enfrentarse a lo que dice alguien poniendo en cuestión que crea de verdad en ello o no.

- ¿Por dónde van tus tiros? -preguntó Eugenio, que le gustaba afear el uso de frases hechas.

- Déjame preguntarte algo -dije a lo que él asintió con la cabeza- si has abandonado las posiciones de la izquierda, ¿se debe a que crees ahora que estabas equivocado?

- Desde luego.

¿Y qué te hace pensar que no vayas a estarlo una segunda vez?

Del Valle soltó una carcajada que hizo que los demás comensales interrumpieran sus conversaciones y nos miraran.

- ¿Ves? Eso es lo que os preocupa en la izquierda: estar o no en lo cierto. No es mi caso ahora. Ahora no me equivoco porque no presumo de estar en lo cierto. Sostengo lo que me parece probable y nada más.

Pero aquello tampoco daba la impresión de ser muy cierto. En la conferencia en aquel salón tan hispánico y marcial, había hablado con fe de misionero. Antes de que pudiera responderle sonó el móvil de Heriberto que estuvo un par de minutos escuchando lo que parecía un informe con unos sí, si o no, no. Al interrumpir la comunicación se volvió a nuestro lado de la mesa para decir:

- Como estaba previsto. Mañana seguirá cerrada la frontera con Marruecos y se restablecerá el servicio de ferry con Almería.

(Continuará).

(La imagen es una viñeta de Aubrey Beardsley).

diumenge, 4 de gener del 2009

Caminar sin rumbo (XXXIII)

La frontera cerrada.

(Viene de una entrada anterior de Caminar sin rumbo (XXXII), titulada La tormenta.

Después de desayunar, habiendo remitido algo el temporal, mientras visitábamos los comercios de la Avenida de la Duquesa Victoria a fin de aprovisionar a Eugenio de lo imprescindible para mudarse un par de días percibimos una extraña efervescencia en la ciudad. Había corros de curiosos que se guarecían como podían del temporal mientras charlaban animadamente y una presencia notoria de policía nacional por las calles. Fue así como nos enteramos de que por la noche se habían dado varios intentos de cruzar en masa y al asalto por diversos puntos la valla metálica que aísla la ciudad de Marruecos. Al parecer había intervenido la fuerza pública a ambos lados de la frontera para rechazar a los asaltantes, varios cientos de africanos negros, de los que llaman en España subsaharianos. Según se decía hubo refriegas, disparos, con resultado de algún muerto y los puestos fronterizos cerrados. Volvimos al parador y propuse a Eugenio que nos acercáramos al puesto de la carretera de Farhana, para ver cómo estaban las cosas. La Guardia Civil había bloqueado el acceso antes de la frontera y no nos dejó pasar. El número que nos salió al paso no quiso o no pudo darnos explicaciones pero sí nos confirmó que la frontera estaba cerrada hasta nueva orden. Dimos media vuelta, de regreso al centro y pudimos ver grupos de musulmanes por el camino que también parecían alterados y como a la expectativa. Había bastante tensión y Eugenio parecía estar pasándolo en grande. Se paró a hablar con la gente en un par de ellos pero sólo obtuvo noticias más y más confusas. Pensé por mi parte que si el cierre de la frontera se prolongaba algunos días, la ciudad estaría bloqueada por entero. Aislada de la Península por el temporal y cortadas las comunicaciones con Marruecos a lo mejor tenía que cambiar de planes y renunciar a mi proyecto inicial.

Tenía y tengo algunos amigos en Melilla y decidí llamar a uno de ellos, un militar, presidente de una Asociación Cultural Melillense que era muy activa y que me había invitado en alguna ocasion a participar en actividades de debate y algún ciclo conmemorativo. El comandante Heriberto Lobo estaba en su despacho de la Asociación, ubicado en el Círculo Cultural de la ciudad y nos dijo que fuéramos a visitarlo al final de la mañana. Hicimos tiempo tratando de enterarnos de qué pudiera haber sucedido, mientras seguían pasando dotaciones de la policía, alguna ambulancia y coches de bomberos. El Telegrama de Melilla había hecho una tirada especial en la que se daba cuenta de los sucesos de la noche. Al parecer, hasta tres grupos de un par de cientos de africanos cada uno habían tratado de asaltar la verja armados con piedras y palos por tres puntos distintos al amparo de la tromba de agua. Probablemente era una acción concertada. Hubo enfrentamientos con la policía y la guardía civil de nuestro lado y con la policía marroquí del otro, disparos, dos muertos de momento y varias docenas de heridos, entre ellos un par de agentes españoles y algunos gendarmes, sin que se supiera cuántos. Encontramos un café con wi-fi y recogimos los últimos datos en la red que confirmaban las informaciones de El Telegrama y precisaban que la situación era complicada, no se descontaban nuevos asaltos la próxima noche ya que la valla había quedado dañada y, desde luego, la frontera estaba cerrada. El temporal comenzaba a aflojar pero no había servicio de ferry ni vuelos a la Península. Un bloqueo completo.

- ¿Ves? Esta ciudad es muy peculiar. Puedes tomarla como un enclave ejemplar para poner en marcha la llamada "alianza de las civilizaciones". La mitad de la población es musulmana y la otra mitad, cristiana. Una situación muy desequilibrada.

- ¿Por qué? Si hay mitad y mitad...

- Sí, pero ya sabes que los cristianos son mucho menos cristianos que los musulmanes musulmanes.

Al parecer no se le había ocurrido pero aseguró que la ciudad molaba un pegotón y que no se arrepentía de haber venido.

- Luego, si quieres, vamos a visitar la ciudadela, que tiene una fortaleza del siglo XVI ampliada y reforzada en los posteriores y seguro que te gustará.

Heriberto Lobo nos recibió a la hora convenida en pleno esplendor de sus funciones como el gran pope de la vida cultural ciudadana. Años atrás habíase hecho cargo de un Círculo Cultural Castrense, lo había rebautizado dejando caer el "castrense" y abriéndolo a la sociedad civil, se las ingenió para conseguir el apoyo económico de la Ciudad Autónoma que era el ente en que se había trasmutado el antiguo Ayuntamiento cuando la ola autonómica llegó a la plaza y ahora presidía una institución que pesaba mucho en la vida ciudadana. Era un hombre enteco, adusto, cetrino que, a pesar de su condición, casi nunca vestía de uniforme y gastaba unos trajes oscuros que combinaba con corbatas chillonas, como si quisiera contrastar con el aspecto algo sombrío de su semblante. Había estudiado Filosofía, tenía una genuina pasión por la cultura y, en el fondo, detestaba al ejército, si bien estaba embebido en un espíritu de disciplina y sentido del deber particularmente militares. Tenía una mirada escrutadora, era parco de expresión, muy observador y gastaba un sombrío sentido del humor que a veces no era bien entendido. Yo había trabado amistad con él a raíz de una invitación suya a dar una conferencia en un ciclo sobre el Mediterráneo. Me dijo que había leído un artículo mío sobre el asunto y que eso lo movió a invitarme. Congeniamos en aquella ocasión, la invitación se había repetido tres o cuatro veces más con diversos motivos pues siempre se daba alguno por mor de la gran actividad que desplegaba el círculo y acabamos intimando en el trato con una bienquerencia mutua que ahora se manifestaba de nuevo.

Le presenté a Eugenio, explicándole que era el hijo de un amigo pero sospecho que por su cabeza debió de pasar la idea de que Eugenio y yo pudiéramos tener algún otro tipo de relación, más íntima. Seguramente lo imaginó porque le hubiera gustado que fuera así sólo para dar pruebas de su talante avanzado y abierto. Saludó a mi acompañante y me preguntó cómo diablos se me pudo ocurrir venir a la ciudad en mitad de un temporal y con lo que estaba sucediendo en la frontera. Le expliqué que era una desgraciada coincidencia. Mi intención original, aunque tampoco muy firme, había sido pernoctar si acaso en la plaza y continuar luego viaje por Marruecos. Pero parecía que el destino estaba empeñado en torcer mis designios. En primer lugar se me había sumado Eugenio.

- Que aunque no te lo creas no estaba previsto inicialmente.- Aquí esbozó una sonrisa, como dándome a entender que no eran necesarias las explicaciones y que él no me preguntaba nada, lo cual me hizo sentirme incómodo. Heriberto estaba casado con una mujer que por lo menos le sacaba una cuarta y con la que tenía cinco hijos. Le gustaba exhibir convicciones avanzadas en asuntos de costumbres pero en su vida personal se atenía a un modelo moralizante y austero que valoraba la virilidad como superioridad sobre la mujer y un comportamiento caballeresco y jerárquico que contrastaba agudamente con opiniones casi libertarias en lo que no fueran sus asuntos personales y familiares.

Seguí explicándole que la tormenta se había presentado casi de improviso y respecto al conflicto en la frontera, ¿quién podría haberlo imaginado sólo veinticuatro horas antes?

- Pues mira, creo que te vas a divertir. Tenemos en marcha un ciclo sobre el ser de la Nación española que sabes que es tema querido en esta histórica plaza y no tengo la menor intención de interrumpirlo porque además está teniendo mucho éxito y para hoy por la tarde está prevista una conferencia de Augustín del Valle que llegó ayer antes que tú y anda por ahí de visita. Hablará sobre el Futuro de la Nación española. Si te interesa, bueno, si os interesa, estáis invitados. ¿Conoces a Del Valle?

- Personalmente no. Lo conozco de oídas y he leído algunas cosas suyas. La verdad, no soy muy aficionado a esos izquierdistas que se ha pasado a la derecha con grandes fuegos de artificio

Efectivamente Agustín del Valle era un publicista que había destacado en los primeros momentos de la transición española por un izquierdismo extremo más radical que el del Partido Comunista. Era ensayista, hombre polivalente, crítico músical, guionista de televisión. Había publicado un par de libros de bastante éxito, un ensayo sobre la literatura del exilio y otro sobre la idea de España a comienzos del tercer milenio. En un momento dado que no sabría determinar, siendo ya conocido, abandonó sus ideas políticas, convirtiéndose en uno de los más característicos representantes de una derecha resurrecta. En sus columnas en los periódicos, frecuentes tertulias en la radio y algunos programas de televisión atacaba ahora con saña lo que antes defendía con fanatismo. Tenía muchos seguidores y bastantes detractores. Eugenio dijo que también lo conocía y los dos prometimos asitir a la conferencia por la tarde, si se mantenía.

- ¿Te refieres a lo de la frontera? No tendrá mayor importancia, ya lo verás. Los peninsulares creéis que esto es un polvorín a punto de estallar en cualquier momento. Pero nunca pasa nada. Lo de anoche es lo habitual. Quizá haya habido algo más de violencia, lo que es lamentable pero, por lo demás, es el pan nuestro de cada día.

- Sí pero aquí hay dos muertos -interrumpió Eugenio y me sentí en la obligación de apoyarlo pero sólo pude decir como eco suyo:

- Dos muertos; ¿que vas a hacer?

- ¿Yo? Nada por supuesto. Ya se ocupan otros. Y si, cada vez que hay un conflicto en la frontera, suspendiéramos actos, aquí no se movería nada.

Después de la conferencia estaba prevista una cena a la que asistirían autoridades como el presidente de la Ciudad Autónoma o el delegado del Gobierno. Estábamos invitados. Salió de estampida porque dijo que tenía un almuerzo apalabrado al que ya llegaba tarde y si queríamos que nos recogiera en algún punto. La dije que no, que haríamos nuestra vida, pero iríamos a la conferencia. Tenía curiosidad por escuchar lo que venía a decir Del Valle quien, cuya evolución de la izquierda casi hasta la extrema derecha se había hecho precisamente a cuenta del patriotismo español.

Siempre he pensado que el llamativo resurgir del nacionalismo hispánico debe mucho a las actividades de los nacionalistas llamados periféricos hostiles a aquel. Sé de mucha gente, amigos, conocidos, que se pasó media vida predicando el cosmopolitismo e internacionalismo de la izquierda, seguramente como reacción al estomagante hipernacionalismo heredado de Franco y que pareciera haber sufrido una especie de trasmutación genética, convertida de pronto en patriota a machamartillo. Se lo comenté a Eugenio tomando unos bocadillos en el bar del Círculo Cultural, antes de seguir nuestro camino con ánimo de visitar el pueblo viejo y la zona fortificada.

- El nacionalismo de Franco era vomitivo y como reacción dio las generaciones más antinacionalistas que quepa imaginar. Además, era de pacotilla. Había vendido su sagrada patria, la soberanía nacional bla bla bla a los estadounidenses por un poco de reconocimiento internacional, algo de calderilla y un par de viejos navíos de la segunda guerra, pero cuanto más vendepatrias, más patriotero, y era insufrible.

Eugenio masticaba un bocadillo de lomo, pensativo, como si sólo estuviera escuchándome a medias. Alcancé a oírle comentar con cierta desgana como si aquellos afanes le resultaran exóticos:

- Esa bronca de los nacionalismos en España aburre a las ovejas, tío. Es que yo paso, de verdad.

- Sí, es aburrido, pero es lo que hay. Y si queremos vivir aquí, hay que sobrellevarlo. Pues esos antifranquistas que eran antinacionalistas por estar contra Franco se han hecho todos ahora nacionalistas españoles, como reacción a los nacionalismos vasco, catalán... O sea, que se hace verdad el viejo dicho del doctor Johnson de que el nacionalismo es el último refugio de un canalla.

- Eso mismo dice mi padre. Os parecéis mucho. Pero yo creo que no os coscáis una mierda de lo que pasa.

- ¿No?

- No.

- ¿Qué pasa?

Eugenio se volvió hacia mí como para dar mayor empaque a sus palabras y como con cierto cansancio, como si supera de antemano que su explicación no serviría de nada pero, en lugar de hablar del nacionalismo dijo:

- ¿No íbamos a visitar no sé qué fuertes?

Mientras el coche subía por las empinadas callejas del pueblo viejo volví sobre el asunto. Me había quedado la curiosidad de averiguar cuál podía ser la original opinión de Eugenio sobre un asunto del que yo creía que no podía tener ni la décima parte de idea que su padre o yo. Tardó en decidirse a hablar y sólo lo hizo cuando, al ver que arreciaba inopinadamente la lluvía, renunciamos a nuestro paseo por el segundo recinto fortificado y nos refugiamos en el museo municipal en el que se conservan muy interesantes piezas arqueológicas de origen púnico y romano.

- Es muy sencillo. Todo los conversos neonacionalistas españoles y vosotros también, no creáis, tenéis complejo de excedente de cupo.

- Pero ¿tú sabes qué es eso? -pregunté con sorpresa-. Si no has hecho el servicio militar.

- Bueno, a lo mejor no es una expresión muy adecuada. Te cuento lo que quiero decir: dábais por supuesto que la finca era vuestra. Os permitíais el lujo de criticar al franquismo por su visión de la nación española pero, en el fondo, coincidíais en que había tal nación y tenía para tooooooodos la misma dimensión. Os jodía lo de "una, grande, libre" pero, en el fondo, pensábais lo mismo. Las diferencias eran de matiz. Nacionalismo fascista, nacionalismo liberal, tanto da.

- Pero, hombre, ¿cómo va a dar igual?

Se plantó ante un ánfora de la antigua Russadir, la contempló en silencio y dijo:

- Sí, sí, tanto da. Franco os quitaba de encima la molesta tarea de ser nacionalistas agresivos que es la única forma de ser nacionalista, por cierto. Y vivíais como Dios. Hasta que llegaron los otros con sus nacionalismos y de pronto os distéis cuenta de que querían separarse de verdad y llevarse con ellos un trozo de vuestra nación y eso sí que os jode.

Como le dije que no le entendía, aunque no era del todo sincero porque sí creía intuir lo que decía y, en efecto, me daba cuenta de que me fastidiaba, lo aclaró:

- Muy sencillo. Estáis en vuestra casa. Decís en ella lo que os parece. Habláis pestes del casero, de lo que sea. Pero es vuestra casa. Estáis a gusto. De pronto llegan unos y os dicen que parte de vuestra casa no es vuestra casa, que estáis de okupas y que os abráis que no tenéis derecho a estar allí. Todos esos amigos tuyos convertidos al nacionalismo español están indignados porque otros quieren despojarlos de lo que creen que es suyo. Peroi no suyo como algo que has comprado y te pertenece pero que no eres tú mismo... A ver si me explico: algo que véis como vuestro, como inherentemente vuestro, no como algo que tenéis, sino como algo que sois. Es como os quisieran quitar una libra de vuestra carne, como quería hacer Shylock con Antonio,. ¡Os quieren trocear la Patria! -Aquí engoló la voz y, reconociendo que tenía razón, no me quedó más remedio que reír- ¡Quieren dejaros sin nación! ¡Dios mío! ¡Quieren desnacionalizaros, dejaron en el aire, colgando de un sueño! ¡A vuestros años! Es natural que algunos muerdan.

Seguí riendo un buen rato y le confesé que tenía razón. Lo de "excedente de cupo" no era muy acertado pero lo de "okupas" estaba muy bien. Cuando terminamos con el museo, como parecía haber escampado, nos acercamos a la plaza de los aljibes en donde se quedó muy impresionado contemplando los sillares que forman la pared de la entrada. Anduvimos todavía un tiempo, ahora sí, visitando las defensas de segundo recinto y, como se empezaba a echar el tiempo encima, decidimos volver a escuchar a Del Valle a quien, después del discurso de Eugenio, ya imaginaba mordiendo.

(Continuará).

(La imagen es una viñeta de Aubrey Beardsley (1894).

dissabte, 3 de gener del 2009

Caminar sin rumbo (XXXII).

La tormenta.

(Viene de una entrada anterior de Caminar sin rumbo (XXXI), titulada La elasticidad del tiempo.

Según Eugenio se sentaba y se acomodaba a mi lado pude comprobar por la ventana que el tiempo, ya desapacible cuando llegué al Comercial, empeoraba perceptiblemente. Ya daba por casi cierto que para cuando hubiera terminado mi conversación con el hijo de Daniel, estaría lloviendo, lo que no me permitiría ir disfrutando del paisaje durante el trayecto. Como si adivinara mis pensamientos, Eugenio dijo:

- He oído que viene una tormenta fenomenal.

- ¿Cómo te va?

- Bien.

- ¿Bien, bien?

- Fenomenal.

Todo era fenomenal.

- Tu padre dice que quieres abandonar la carrera.

- Jo, el viejo. Da mucho la brasa con eso pero no es verdad.

Tenía a Eugenio por un chaval excelente y lo quería casi tanto como a mis hijos con los que, sin embargo, él no congeniaba porque los encontraba muy mayores o ellos muy pequeño a él. Lo conocía desde niño y siempre me llamó la atención una madurez suya superior a su edad. Además me parecía muy guapo y muy inteligente. Seguramente por eso nos llevábamos tan bien.

- ¿No es verdad?

- No. A ver: estoy en tercero, tengo veinte años, que no está mal y llevo estudiando desde ni me acuerdo. Le he dicho que quiero parar un poco, esperar, largarme, pensar. Corto por una temporada, quizá un año, quizá menos, luego vuelvo. Voy a terminar, no soy gilipollas. Quiero ver un poco el mundo, no pasar.

- Pero corres el peligro de no reengancharte, de abandonar; luego, cuesta mucho volver...

- Sí, eso es lo que dice el viejo. Pero bueno, ¿y qué? Es mi vida, ¿no? Que no, hombre, que eso no va a pasar.

- Además, si andas tonteando, aflojando, te bajará el expediente académico.

- ¿Y para qué quiero tener un buen expediente? Los McDonalds están llenos de expedientes geniales.

- Y ¿por qué crees que vas a terminar en un McDonalds? Puedes hacer oposiciones a juez.

- Paso como de la mierda.

La cosa estaba peor de lo que suponía. Eugenio no era ya un chaval. Tenía las ideas claras. Probablemente equivocadas pero claras. Pensé que no iba a ser tan fácil como creía en un primer instante. El tiempo corría y el día se oscurecía por momentos. En la calle se había levantado viento. Tendría que aplazar la conversación con Eugenio. Se lo dije. Le dije que tenía algo de prisa, pues salía de viaje.

- A dónde vas?

- No sé. A Melilla en un principio.

- ¿Cómo?

- En coche.

- ¿Asuntos de negocios?

- No. Estoy de excedencia. Me voy de visita. Quizá siga luego por Marruecos.

- Pues si quieres que sigamos hablando, puedo ir contigo.

- ¿Hasta Melilla?

- O me vuelvo antes; no sé. No tengo nada que hacer y me apetece dar un rulo.

- ¿Y qué van a decir tus viejos?

- Nada, supongo. Ya los aviso ahora- y sacó el móvil- si estás de acuerdo.

"¿Por qué no?", me dije para sentirme fiel a mí mismo. Una novedad. Y era cierto: podríamos hablar por el camino. Además sería entretenido. Nos pusimos de acuerdo, pagué y salimos. El viento arreciaba. El cielo estaba oscuro, la luz era gris plomo. Venía tormenta. La gente apresuraba el paso. Mientras Eugenio hablaba por su móvil yo llamé a Caridad pero no la encontré. En cambio di con Olga y le dije que llamaba para despedirme pues me iba de viaje.

- Pero si llevas diez o veinte días de viaje, tío.

Era cierto. Entonces recordé que ya me había despedido de ellos. Simplemente se me olvidó y, al advertirme Daniel de que avisara a los míos no se me vino a la memoria que ya lo había hecho. Es lo que pasa con las admoniciones de la vida ordinaria: se imponen revestidas de cierta dimensión moral que te empequeñece y te hace sentir culpable, sin capacidad de respuesta.

- Bueno es que ahora estaba de paso y vuelvo a marcharme. Ya os cuento más si consigo conectarme esta noche.

- Vale, ciao.

- Tú ¿qué tal estás?

Pero Olga ya había colgado. Era una muchacha expeditiva. Me di cuenta de que Eugenio me alargaba su móvil.

- Es mi viejo. Quiere hablar contigo.

- ¿Qué coño vais a hacer? -bramaba Daniel.

- Ya ves. Quiere venirse conmigo. ¿Tienes algo en contra?

- No pero mándalo pronto para casa. ¿Habéis hablado algo?

- Sí pero está muy duro. Creo que vas a tener que dejarlo de momento.

- Bueno, bueno, tú sigue; no quiero perder las esperanzas.

Salimos de Madrid por la carretera de Andalucía y, viendo que llevábamos la tormenta pegada a los talones, traté de pisar el acelerador, pero Eugenio no me dejó, diciéndome que respetara los límites de velocidad. Era algo que me llamaba la atención en la gente de su edad que combinaba un radicalismo ideológico y social grande con una actitud de respeto por bastantes normas de convivencia civilizada, cosas que en mi concepción bastante estereotipada de la juventud no solían ir de consuno. Así que me atuve a las normas, siempre con la tormenta detrás. Cruzamos una Mancha con un cielo bajo y oscuro que metía miedo pero el clima entre nosotros había ido distendiéndose y charlamos alegremente saltando de un tema a otro. Creo que los dos estábamos contentos de la decisión. Él rompía una rutina y yo me había buscado un compañero de viaje con el que congeniaba. Me habló de la música techno y de los escritores de ahora. No tenía aficiones literarias. Simplemente estaba bien informado. Le tiraba más la acción colectiva, el voluntariado. Daba vueltas a pasar unos meses en algún punto de la costa del Sur en contacto con inmigrantes, sinpapeles y cosas así. Yo le hablé de la vida de mayor y de lo que él llamaba el glamour del triunfo, protestando de que me tuviera por un triunfador cuando no paso de ser un pringao. Hablamos también de política en la que él se inclinaba por los partidos verdes a los que criticaba que no fueran capaces de unir fuerzas; la política nos llevó a preguntarnos por la idea de justicia y de la justicia saltamos al Derecho. Quise volver por mi compromiso de plantearle algún tema profesional pero se zafó diciéndome que el Derecho era siempre el mismo rollo, según de qué lado te situaras en la polémica entre la idea de Protágoras de que el Derecho es la ley del más fuerte y la de Licofrón de que es la ley del más débil y así, en ese vaivén se resume toda la preocupación jurídica. Ese era el segmento en el que estamos todos insertos. Del Derecho volvimos a la música a través de la idea de armonía y de aquí, por una sencilla asociación de ideas, al matrimonio que formaban sus padres. Eugenio estaba convencido de que en la pelea que mantenía con su viejo, la madre estaba de su lado. Yo tenía mis dudas aunque sus razonamientos, adornados de experiencias concretas y recuerdos eran convincentes.

La tormenta nos alcanzó tomando café en el alto de Despeñaperros. Empezó a caer agua y salimos disparados de nuevo porque se me ocurrió pensar que, si nos retrasábamos y dejábamos que la tormenta fuera por delante y llegara a Almería antes que nosotros, era posible que cancelaran el servicio de ferry a Melilla. Pasado Bailén, en donde Eugenio se empeñó en que lo dejara conducir, tomamos la carretera de Sierra Nevada y, a la altura de Albolote, giramos a la izquierda, buscando Almería a donde llegamos siempre con la tormenta detrás. La mar estaba picándose cuando alcanzamos al muelle. Allí mismo Eugenio, al que hacía ilusión embarcarse en aquellas circunstancias, decidió seguir conmigo hasta el otro lado. Tuvimos suerte porque nos admitieron en un ferry a punto de salir y del que luego supimos que era el último con lo que, cuando llegamos a Melilla, con una travesía muy movida, la plaza se había quedado aislada de la península en lo que ya era un temporal. Estaban decretadas alertas de varios colores y, según las noticias, los servicios de emergencia no daban abasto en Andalucía oriental. Llegamos de noche cerrada. La subida al parador, atravesando un barrio moruno por cuyas calles pinas bajaba el agua a raudales tuvo algo de aventura. Sólo entonces se le ocurrió a Eugenio preguntarme si conocía Melilla.

- Sí, claro, mucho.

- Y ¿tú crees que esto es España?

- Esa es algo que aquí levanta pasiones. No se te ocurra cuestionarlo.

- Pero tú ¿lo crees o no?

- Mira, yo no creo nada. Sólo te digo que la ciudad me gusta mucho. Una vez escribí un cuento por entregas en un periódico ambientado aquí. Se llamaba Intriga en Melilla.

- Vaya.

Era una historia de crímenes, como de detectives. Ya no recuerdo bien. Es que, aunque parezca mentira, uno puede olvidar incluso lo que uno se haya inventado.

- Ya te digo. Eso lo que más.

Pedimos una habitación doble para ahorrar y pasamos un rato en un balcón, respirando al viento y a la lluvia ante lo que, según mis cálculos, había de ser el Monte Gurugú que ahora no se veía por estar oculto tras la tromba de agua.

- ¿Y la verja? ¿Se ve la verja?

No, no se veía y yo empecé a pensar que quizá no hubiera sido tan buena idea que Eugenio se sumara al viaje. Pero ahora ya no tenía remedio. Por la mañana le propuse que saliéramos a a desayunar algo a la ciudad y a comprar algo de ropa para él. Camino de la calle más comercial, mientras el agua seguía cayendo a raudales, le dije:

- No sé si esto es o no España pero te puedo decir que Melilla es una de las ciudades más españolas que conozco.

- Eso sí que mola- respondió.

- De las más españolas- insistí. Y muy catalana.

- Remola.

(Continuará).

(La imagen es una viñeta de Aubrey Beardsley (1894).

dijous, 1 de gener del 2009

Año Nuevo.

La fraternidad universal. Los recuerdos. Los propósitos. Las enmiendas. Examen de intenciones. Formulación de deseos. ¿Por qué pasa el tiempo? ¿Para qué? El bien y el mal avanzan a la par. Todas las visiones. Abrumado por la responsabilidad. La conciencia de ser. El gemido del cautivo. Sensaciones. Palabras. Saludos. El camino sin retorno. El valor de la amistad. Curarse de amores. La persecución. La novedad. El sentido de la belleza. La espera sin esperanza. La especie humana. Los dioses. Un castillo de mentiras. El valor del guerrero. La indiferencia. Un segundo de plenitud. De la gloria hacia arriba. Los encuentros fortuitos. Los cambios. La conciencia de los cambios. Saber. Conocer. Engañarse. De lo más bajo a lo más alto. Coincidencias. El vano empeño de enderezar la existencia. Los seres queridos. La sinceridad. Ocultarse a uno mismo. Sísifo, nuestro númen tú siempre serás. Que los demás te vean. La serenidad del justo. El dolor de la ausencia. Aunque parezca mentira, todos contamos. Compartir la vida. Entender al prójimo, no sé si quererlo. La búsqueda de la felicidad. El contrato del trato humano. Las ilusiones. Las desilusiones. Vernos, oírnos, sentirnos en los demás. Lo mucho que hay por aprender. Encajar el desorden de la existencia. Sobrellevarnos. No hay respeto a los símbolos. El anhelo del pasado. Desentendernos de los sueños. Esbozar un gesto. ¿Fue tan decisivo aquel momento? Las flores de los afectos. Pedir perdón por el daño causado. La vista no descansa. El color de los recuerdos. Nadie sabe hasta dónde puede llegar. Torciendo el destino. Los puntos de referencia. La extraña conciencia del ser. Tras el paroxismo, el llanto. Caminar sin descanso. Estaríamos mejor dormidos. Contar mentiras. ¡Dejadnos a nosotros! Las raíces, nuestras raíces. El día en que supieron. No te dejes matar. Las temibles convicciones. Nada hay peor que infligir injusticia. Inspirar confianza. La mirada que te cautivó. Muestras de entereza. Por fortuna no hay fondo. Nada que valga tiene precio. La sonrisa del lactante. Los amores de antaño. De cómo se camina erguido. Los que dan órdenes. Los que las acatan. El mundo es de los decididos. Y las decididas. La nada que nos espera. El silencio ahí fuera, muy fuera. El grito del agonizante. Los sentidos sublevados. Volver es muy sencillo pero no al lugar de partida. ¿Quién dijo que fuera fácil? Resuena el eco del entusiasmo. La memoria de la reencarnación. De cómo la justicia se apaga con un soplo de venganza. Ocupar el sitio que nos corresponde. Ejercer. Sucumbir al misterio. Sacar de donde no hay. La benevolencia del espíritu. Exteriorizar los sentimientos. Nunca los tuvimos en cuenta. Lo que te costará conseguir lo que quieres. Dar vueltas sobre uno mismo. Pensar en los padres. En los hijos. El mundo se mira en sí mismo. La cárcel del yo. Intercambios sin prisas. Estirar lo inevitable. Vivir.Vivir.

(La imagen es una foto de Soul Sense (Oscar Ordenes), bajo licencia de Creative Commons).

dimecres, 31 de desembre del 2008

Cuentos someros.

El rostro del Emperador.

El Emperador dio por terminada la audiencia con un chasquido de los dedos. El súbdito se retiró caminando hacia atrás, la cerviz inclinada, mirando las lujosas baldosas del salón imperial, porque nadie puede poner sus ojos en el rostro del Emperador, hijo del sol. Las había puesto su padre, el más afamado solador del Imperio. Después de ponerlas, el padre del súbdito recibió una tanda de azotes por haber osado mirar el rostro imperial explicándosele que, de no haber sido por su obra de pavimento, hubiera muerto en el sitio. Al recuperarse el padre del súbdito imprimió y difundió por todo el Imperio un manifiesto en contra del Emperador al que acusaba de tirano, y a favor de una República benefactora. Fue detenido y recluido en una oscura mazmorra sin que se supiera más de él. Al cabo de cierto tiempo su hijo presentó una respetuosa solicitud de audiencia al Emperador con el propósito de invocar el derecho de habeas corpus e inquirir por el paradero de su padre. Entre tanto, el movimiento republicano fue cobrando creciente fuerza, sumándose a él la mayor parte de los sectores sociales, los sindicatos, los empresarios, las asociaciones profesionales, las deportivas y finalmente el ejército. El Emperador abdicó y huyó al extranjero rodeado de su familia y sus incondicionales, estableciendo su corte en la capital de un pequeño Reino contiguo que vivía de explotar una red de casinos. Las fuerzas armadas acabaron por liberar al padre del súbdito de la lóbrega mazmorra con ánimo de proclamarlo presidente de la República benefactora. Camino del palacio presidencial el solador más afamado del Imperio convenció al general que mandaba la tropa de que lo suyo no era establecer la República sino restaurar la Corona imperial. El solador quedó proclamado Emperador y lo primero que hizo fue proseguir con la agenda de trabajo de su predecesor en el trono. La actividad prevista aquel día y hora era la audiencia de un súbdito que venía a invocar el derecho de habeas corpus y a preguntar por el paradero de su padre. El súbdito entró con la vista puesta en las baldosas, el Emperador escuchó su petición, le aseguró que ordenaría se hicieran las pesquisas pertinentes y dio por terminada la audiencia con un chasquido de los dedos.

(La imagen es un anónimo chino que representa al Emperador Cheng Tsu, de la dinastía Ming).

diumenge, 28 de desembre del 2008

Caminar sin rumbo (XXXI).

La elasticidad del tiempo.

(Viene de una entrada anterior de Caminar sin rumbo (XXX), titulada Rito de iniciación.

El trayecto del puente aéreo se me fue en un visto y no visto, embebido como fui en mis recuerdos de adolescencia tan gratos, tan tiernos y tan selectivos. Es la peculiaridad de viajar no en el espacio sino en el tiempo. El tiempo, que es la forma de la intuición interna pura, uno de los dos apriori kantianos que nos encontramos ahí hechos y que no acabamos de entender muy bien probablemente porque somos sus productos, pero que nos permiten elaborar nuestras representaciones. Lo que sucede es que el tiempo tiene una dimensión distinta según que lo aborde como resultado de esa intuición directa interna, aquí y ahora, o lo haga, por así decirlo, enlatado, en mi recuerdo. El tiempo/ahora condiciona absolutamente mis representaciones pero éstas, a su vez, condicionan el tiempo pasado, el tiempo rememorado, recreado, resurgido. Y lo hacen de modo absoluto, rompiendo su misma esencia que es el decurso pautado, medido, que se me impone aquí pero se retuerce, altera y disloca a extremos imprevisibles cuando lo rememoro. Esa experiencia es la que me permite resumir en el instante fugaz de una frase un tiempo que se mide en meses, en años, en siglos, en lo que se quiera. Cuando, acupado en la peripecia de Montse Llombart y el atentado contra Ovidi digo que aquella "...me recordaba a mí mismo en un tiempo que pasé en la adolescencia también encendido de celo religioso" condenso en cinco segundos un tiempo que puede medirse en semanas o meses. Por supuesto algo parecido sucede con la intuición directa del tiempo/ahora, cuyo resultado puede variar y de hecho varía cuando nuestro estado de animo determina nuestra experiencia. A veces el tiempo se nos hace más breve; a veces más largo. Experiencias que todo el mundo ha tenido, pero éstas se dan dentro de unos límites o márgenes determinados por cuanto al margen de nuestra predisposición, presumimos que el tiempo tiene la duración que tiene y no depende de nosotros, mientras que cuando me enfrento al tiempo/memoria, la dislocación, la administración caprichosa de las duraciones no tienen límites. Es el tiempo de las narraciones, de la ficción. Por eso dicen muchos literatos que escribir es rememorar, como el pensar para Platón y que toda la literatura es memoria y lucha contra la desmemoria. Por supuesto es más cosas; es también el deseo de contarlo, de relatar a los demás nuestra memoria. Porque esa experiencia es, en efecto, común a todos los seres humanos ya que todos viven en un aquí y ahora y también en un pasado cuya duración administran a su capricho. Pero sólo unos pocos, los que se consideran a sí mismos escritores creen que merece la pena exteriorizar dicha experiencia (no tanto las cosas recordadas como la forma que se da al recuerdo de las cosas) a los demás, someterla a juicio ajeno, a otra experiencia del tiempo. Pero es desde luego el meollo mismo del relatar. Homero concentra en cuatro o cinco días y sus noches ante Troya una guerra que duró diez años y cuyo final hay que ir a buscar a otra parte. Joyce condensa en un solo día en Dublín los diez años del viaje de regreso de Ulises a Itaca que, a su vez, también están dislocados en la propia Odisea en que la mayor parte de ese decenio aparece a su vez concentrado en un flash back del relato de Ulises en la corte del Rey Alcinoo, el padre de Nausicaa. ¿Y qué decir de la celebérrima magdalena de Proust que le permite recuperar un tiempo que había perdido? Siempre que pienso en esto me viene a la memoria un relato de Ambrose Bierce, Un incidente en el Puente del Búho en el que un civil confederado que ha intentado un sabotaje es condenado a morir ahorcado en el Puente del Búho y Bierce relata la experiencia de su milagrosa escapada, su huida río arriba, esquivando las balas y la metralla, su desesperada carrera a través de los campos hasta llegar a su casa y todo ello en los breves segundos en que los soldados retiran los tablones sobre los que se mantiene el condenado y este cae a plomo y muere ahorcado. Una vez pasado el tiempo es irremediablemente nuestro y hacemos con él lo que queremos (salvo que estemos muertos), lo detenemos o aceleramos no como resultado de una experiencia intuitiva directa que no podemos controlar sino por obra de nuestra voluntad que es la que determina nuestra representación que a su vez es pura ilusión, como sostenía Schopenhauer. Y ¿hay mayor ilusión que la ficción literaria?

Todo eso hizo que los tres cuartos de hora del puente aéreo me parecieran breves minutos mientras rememoraba a mi entero capricho tiempos de mi adolescencia que habían durado meses y, en la medida en que el relato aludía a tradiciones y costumbres, años. Tres cuartos de hora, breves minutos, meses y años. El espíritu humano es sorprendente.

Tras recoger mi mochila en la cinta de equipajes salí del aeropuerto como alma que lleva el diablo, cogí un taxi y llegué a casa, en el piso en el que vivo, cerca de los Cuatro Caminos. Me faltó tiempo para conectarme a la red en busca de nuevos datos sobre Montse Llombart, pero no había nada. Tendría que esperar hasta ver si materializaba mi propósito de entrevistarme con ella. Tenía que ser una mujer especial. En cambio sí encontré un parte médico sobre Ovidi que decía que seguía en observación y que, dentro de la gravedad de sus heridas, evolucionaba satisfactoriamente, cosa que me tranquilizó bastante. Encontré dos recados de Laura en Skype insistiendo en que nos viéramos. Tendría que seguir esperando; no estaba dispuesto a emplear en ella el tiempo que estuviera en Madrid. En el correo electrónico había media docena de recados de cierta variedad. El único con relativa urgencia el de un editor que me decía si quería corregir las pruebas de un libro de un sociólogo alemán que había traducido o me fiaba de sus colaboradores. Como no estaba la cosa para entretenerme corrigiendo le respondí que me fiaba de sus correctores, aunque no era verdad. No me fío de ningún corrector; ni de mí mismo. De mí es de quien menos me fío pues tengo experiencias de haber dejado pasar faltas y errores garrafales que simplemente no veía y, proyectando esa carencia en lo demás, tampoco me fiaba de ellos, si bien era relativamente injusto. Las editoriales, no todas, tienen correctores estupendos, gentes profesionales a cuyo ojo de águila no escapa nada. Cerré el correo y me quedé un rato pensando a dónde iría el día siguiente, esta vez ya en coche. Pensé en dirigirme hacia el sur y, si me animaba, incluso cruzar el estrecho y presentarme en Marruecos. No era una posibilidad desagradable esta de bajarse al moro como se dice. Podía desembarcar en Melilla y luego ya veríamos. Google daba una distancia Madrid-Almería de 553 kms y, luego, de Almería salía un ferry con una duración de cuatro a cinco horas. Con un poco de suerte, levantándome y saliendo temprano podía estar en Melilla mañana mismo. Aún leí un par de crónicas en un diario digital sobre la pavorosa crisis económica que afecta al mundo y me fui a dormir después de preparar una maleta con abundancia de indumentaria, mudas, accesorios, lo necesario para un viaje largo.

Desperté de buena hora pero, en lugar de ponerme de inmediato en la carretera cual había sido mi propósito, se me ocurrió la desatentada idea de llamar a Daniel, mi socio en la consultoría al móvil. Sabía que se levantaba temprano y que no lo despertaría. Así fue. Se puso contento de escucharme. Quiso saber en dónde estaba. Le dije que en Madrid y me propuso que nos viéramos a almorzar. Le dije que no, que tenía pensado salir de inmediato pero me rogó que, cuando menos, nos viéramos en el desayuno, ya mismo porque, aprovechando que estaba en la capital, había algo de lo que quería hablarme. Quedamos en el Comercial de la Glorieta de Bilbao y, cuando llegué allí, ya estaba sentado en el interior pues hacía un día desapacible para sentarse en el exterior.

Daniel era un tipo de celta puro. Rubio, con los ojos azules, tenía una pequeña cicatriz en el labio superior que resultaba llamativa no por su tamaño que era reducido, sino por su situación, ya que se estiraba y ondulaba mientras el dueño hablaba o reía, cosas que Daniel hacía continuamente porque era un temperamento fogoso y muy vitalista. Durante una época había tratado de disimular la cicatriz dejándose crecer un tupido bigote pero al final se había decidido a prescindir de él porque quería aparecer como era y no como no era.

Manifestó gran alegría al verme, ordenó la consumición que yo le había pedido y se quedó mirándome con atención y no diré que de hito en hito pues sería extralimitarme. Por fin dijo:

- Vaya, trotamundos, ¿qué haces por aquí?

- He venido a coger el coche para seguir mi viaje.

- ¿Sigues sin tener rumbo fijo?

- Claro. Ahora pensaba ir hacia el sur.

- ¿Qué mosca te ha picado?

Las gentes cambiamos mucho. Esa pregunta, me quedé pensando, no me la hubiera hecho Daniel treinta años atrás. El coruñés había sido un ejemplar típico de los remanentes del 68. Lo sabía porque me contó bastantes cosas mientras hacíamos juntos el servicio militar, que era una inactividad en la que, para matar las horas en los campamentos, en los servicios de guardia, de imaginaria o de cuartel la gente acaba contándose sus intimidades y, para lo que hizo después, me había enseñado una colección de fotos. Precisamente en ella había documentado un viaje que él había hecho en moto por Europa con un amigo hacía veintitantos años los dos imitando descaradamente a Peter Fonda y Denis Hopper en Easy Rider, película icónica para toda una generación y eso fue antes de asociarse a un despacho de abogados laboralistas para defender a los sindicalistas y de fundar con otros dos socios un local de jazz en el centro de Madrid que, aunque visitado por todos los amigos, fue un rotundo fracaso.

- Sí.-Rió- Ese fue mi canto del cisne. Luego vino lo que vino.

Lo que vino fue que se había casado con la novia de toda la vida, una arquitecta dicharachera, competente pero muy poquita cosa, con la que había tenido dos hijos, como todo el mundo y con la que seguía, encargándose de los aspectos jurídicos del gabinete de arquitectura y administrando nuestra próspera consultoría.

- Por cierto, ¿que le has dicho tú de tu viaje, bueno, de esta cosa que estás haciendo a Caridad y a tus hijos?

Era un pensamiento que me había asaltado con frecuencia en los últimos tiempos. Caridad y yo nos habíamos separado civilizadamente unos años antes; mis hijos, Olga y Esteban, se quedaron con ella hasta que se emanciparon hacía relativamente poco tiempo y manteníamos unas relaciones fluidas. Pero lo cierto era que no les había dicho nada de mi partida y tampoco había contactado con ellos.

- Yo, en su lugar- dijo Daniel- estaría mosca.

- En lugar ¿de quién?

- De Cari y de los chicos. Te vas, no dices nada, hombre, esas no son formas.

No lo eran y pensaba remediarlo de inmediato, pero no estaba de ánimo para soportar recriminaciones, así que le dije que tenía prisa y por qué quería que nos viéramos. El camarero, una de esas venerables instituciones del Comercial con su chaqueta blanca y un sexto sentido profesional que le hacía advertir que estábamos levantando el campo, se acercó con intención de cobrar. Pero Daniel me pidió que nos quedáramos algo más, no sería mucho y encargó otros dos cafés.

- Porque tú sabes que yo tengo muy buena relación con Cari.

Sí, lo sabía, pero seguía sin ver qué tenía que ver mi ex-mujer con aquel asunto. Entró un grupo de estudiantes armando un alboroto indecible y ganándose miradas asesinas de un par de clientes de toda la vida, lectores impenitentes de la prensa diaria junto a una taza de café con leche. Daniel también los miró pero no los veía ni los escuchaba porque estaba pensando cómo plantearme el asunto que lo había llevado a citarme allí. Y por fin lo soltó. Se trataba de su hijo menor, Eugenio que todavía vivía con sus padres pero que estaba causándoles todo tipo de problemas.

- ¿Cómo qué?

- Quiere abandonar la carrera. Imagínate tú. ¡Y en tercero!

- El tercero de ahora ¿es como los de antes o ya están las reformas en marcha?

- No, no, como los de antes. Tercero es la mitad de la carrera.

Eugenio estudiaba derecho, como su padre y a diferencia de su hermano mayor que se había hecho controlador aéreo.

- Entonces yo he pensado... he pensado que como tú te llevas tan bien con él y te hace tanto caso... porque lo que es a mí ni me escucha y a su madre, menos, como a ti te admira, he pensado...

Le constaba lanzarse a la petición, así que le facilité la tarea:

- Que yo lo vea, que hable con él, que lo convenza de que siga.

- ¡No, no, no! Por favor. De ningún modo. Que hables con él, sí, pero sin propósito alguno, sólo para enterarnos de qué piensa y orientarnos a ver qué hacemos. No creas que me empeño en que estudie Derecho...Por mí puede estudiar lo que quiera...

- Pero tiene que estudiar algo.

- Más o menos, más o menos. ¿Qué tiene de malo? Tú sabes cómo está el mundo...

Tenía gracia. Yo estaba acomplejado por creer que no había sabido educar a mis hijos, que no había conseguido que llegaran a dónde creía que sería bueno para ellos, lo que me tenía comida la moral y resultaba que mis amigos, confiando en mí, me decían que me hiciera cargo de los suyos. Héteme aquí que Daniel, además, me encomendaba una labor de intermediario similar a la de Luján con Willie, si bien en este caso, la relación no era paterno-filial sino de otro tipo, más simple o más compleja, según se mirara. Le dije a Daniel que lo haría si me daba el número de móvil de su hijo y liquidaba el asunto por la mañana y podía ponerme de inmediato en camino. Ya lo llamaría luego a él o le pondría un correo electrónico dándole las cumplidas explicaciones. Eugenio respondió de inmediato, se alegró de escucharme y me dijo que sí, que encantado, no tenía nada que hacer de inmediato, me vería donde quisiera. Lo cité en el mismo Comercial media hora más tarde y rogué a Daniel que se esfumara. Mientras se levantaba y se iba, mi socio me dijo:

- Oye se me ocurre que si vas al sur y no tienes destino fijo, igual puedes hacerte cargo del proyecto de campaña que nos ha aprobado el Gobierno autonómico; te pones en contacto con nuestra gente en Sevilla...

- No me jodas, Daniel. Estoy de excedencia.

- Bueno, bueno, era solo una posibilidad. -Y se encaminó hacia la puerta. Pero, antes de llegar dio media vuelta y volvió sobre sus pasos:

- ¿Y si la oferta fuera que te hicieras cargo de la campaña de prendas deportivas en los Estados Unidos, por ejemplo en Nueva York?

- De eso podríamos hablar.

- Lo sabía, lo sabía -dijo entre risas. Y esta vez sí desapareció tras la pesada puerta de cristal dejándome solo en la mesa, pensando qué sabía yo de Eugenio, qué era lo que me gustaba, lo que no me gustaba de él, qué recuerdos tenía de su persona, cómo se había tratado con mis hijos, que no fue mucho por cuanto era bastante menor que ellos, cuáles eran sus gustos, sus aficiones, qué experiencias habíamos pasado juntos. Tan entretenido estaba haciendo balance del conjunto de mis conocimientos sobre la persona con la que en breve habría de encararme, que no me di cuenta de que un chaval de barba y melena se había plantado de pie ante la mesa y me miraba, seguramente pensando en qué mundo estaría yo que, teniendo los ojos abiertos y mirándolo, no lo reconocía. Hasta que, de pronto, caí en la cuenta de que hacía un par de años que no veía a Eugenio, que no parecía el mismo. Me levanté de un salto, le di un abrazo y le dije que se sentara.

- Has cambiado mucho.

- Tú también.

(Continuará).

(La imagen es el grabado nº 7 de la serie de W. Hogarth, Historia de un libertino (1735), titulado Escena en Bedlam).

dissabte, 27 de desembre del 2008

Caminar sin rumbo (XXX).

Rito de iniciación

(Viene de una entrada anterior de Caminar sin rumbo (XXIX), titulada Sublime decisión.

Desde que mi padre se fue al exilio hacía ya algunos años se había establecido la costumbre de que mi madre, mi hermana Adelaida y yo fuéramos a veranear a la casa solariega que mis abuelos maternos tenían en Castropol, una villa marinera cercana ya a la desembocadura del río Eo en Asturias, casi enfrente de Ribadeo que era el último pueblo de Galicia en la frontera de las dos provincias. Tomábamos el tren en la estación de Príncipe Pío en un viaje que duraba un día y una noche hasta Lugo. Como vivíamos en gran estrechez viajabamos en tercera, en unos compartimentos con asientos de madera que debían de ser sumamente incómodos pero que a mí me parecían entonces llenos de interés y novedades. Hacíamos el trayecto con gentes muy variadas, algunas de las cuales llevaban el mismo destino que nosotros mientras que otras se apeaban en estaciones intermedias en las que el tren hacía paradas que a veces duraban media hora o más y, cuando volvía a arrancar, si se había apeado algún viajero, procurábamos disimular las plazas vacantes para evitar que quienes acababan de subir al convoy y venían por el pasillo abriendo las puertas en busca de sitio, se instalaran en ellas, un empeño escasas veces coronado por el éxito ya que lo habitual era que los recién llegados descubrieran las plazas libres y se las apropiaran, mientras colocaban sus equipajes en las redes superiores en medio de muchos "disculpe" y "permítame". Se entablaban conversaciones entre los ocupantes a las que los recién llegados se incorporaban sin cumplidos, dando por supuesto que una charla en un compartimento de ferrocarril estaba abierta a la intervención de cualquiera. A veces eran intercambios animados interrumpidos de cuando en cuando por la presencia de vendedores de rifas o buhoneros de distinto trajín, de los que normalmente estábamos excluidos los chavales de mi edad, salvo que se nos interrogara de modo directo, generalmente acerca de nuestros estudios o de lo que querríamos ser cuando fuéramos mayores. Mi hermana que me sacaba dos años y tenía ínfulas de señorita sufría mucho con lo que debía de parecerle insoportable promiscuidad y generalmente se pegaba a mi madre, apoyaba la cabeza en su hombro y simulaba ir durmiendo la mayor parte del tiempo. Pero yo sabía que no era así y que estaba muy pendiente de lo que se hablaba. Luego, según iba haciéndose de noche, las conversaciones languidecían hasta morir, las luces se apagaban, quedando únicamente una especie de piloto azulado que teñía el compartimento de un color fantasmagórico, mientras los pasajeros se acomodaban como mejor podían tratando de conciliar el sueño y yo, que solía ocupar el asiento contiguo a la ventanilla que me dejaba la gente de buena gana en atención a mi corta edad y en cuyo alféizar rezaba una inscripción que señalaba que È pericoloso sporgersi, una advertencia que mi hermana y yo seguimos usando bastantes años después cuando queríamos avisar de que algo o alguien implicaba algún tipo de peligro, oscilaba entre el sueño y la vigilia, quedando en un estado de duermevela. Me despertaban los pitidos de aquel renqueante tren, las paradas en estaciones y apeaderos desiertos en mitad de la noche y pasaba un rato mirando por la ventana por donde no se veía nada excepto alguna luz ocasional perdida a lo lejos que desaparecía rápidamente. E iba pensando en mis cosas hasta que el sueño me vencía de nuevo. Mis cosas en aquel viaje eran las que habían venido ocupándome los últimos meses pero, por mucho que me ocuparan, no podían impedir que, arrullado por el traqueteo del vagón, volviera a quedarme dormido.

Llegábamos a Lugo hacia los ocho de la mañana, cuando llevaba un tiempo amanecido. Mi madre y mi hermana ya se habían aseado y arreglado en unos lavabos que había al final del pasillo y dejaban mucho que desear en cuanto a limpieza y me insistían en que yo hiciera lo mismo. Cuando descendíamos al andén principal, cada uno de nosotros arrastrando su maleta, pues siempre me educaron en la idea de que debía hacerme cargo de mis cosas, yo iba entumecido y arrastraba algo de sueño, pero me espabilaba en el bar de la estación donde mi madre nos hacía desayunar un vaso grande de colacao con diversa bollería, según surtido del momento, magdalenas, bizcochos, torteles, suizos, ensaimadas, etc porque sostenía que debíamos alimentarnos ya que nos esperaba un largo trayecto por carretera.

En efecto, a la entrada de la estación estaba esperándonos el coche de mis abuelos, un Lincoln de importación que tenía la rueda de recambio entre la portezuela del copiloto y el guardabarros izquierdo, y lucía un galgo a la carrera sobre el tapón del radiador. Lo mandaban a recogernos porque, aunque había un tren de Lugo a Vegadeo, la villa más importante de la zona y a unos nueve kilómetros de Castropol, su horario era caprichoso y tardaba mucho más que el automóvil. José, el chófer, salía a recibirnos con una gran sonrisa, saludaba a mi madre, a la que llamaba "señorita" porque la había conocido de niña, a nosotros nos decía que habíamos crecido mucho, colocaba el equipaje en el portamaletas y, tras preguntarnos si se nos ofrecía algo más, se instalaba en su asiento con el que nosotros en los de atrás nos comunicábamos por un cristal que se abría y cerraba, poseído de una solemnidad que ya se había hecho costumbre en él y arrancaba para coger la carretera de Lugo-Castropol, unos ochenta kilómetros de curvas que atravesaban la hirsuta región de los Oscos, pasaba por Vegadeo y nos dejaría en Castropol unas dos horas y media más tarde.

Durante el trayecto, José iba informándonos de qué y quiénes nos encontraríamos en la casa de los abuelos y a quiénes se esperaba y cuándo. Lo habitual era que los veranos nos encontráramos en la casona de Castropol los cuatro hijos de los abuelos, dos varones y dos mujeres, con sus respectivos cónyuges, excepto en nuestro caso y un total de once nietos, incluidos nosotros dos, seis chicos y cinco chicas, de los que mi hermana hacía la número tres y yo el cinco, más o menos en el límite que vagamente separaba a los pequeños de los grandes. Precisamente aquel año contaba yo que se produciría mi ascenso al mundo de los mayores, lo que significaba caer bajo la égida de mi primo Arturo que me sacaba cuatro años y llevaba el nombre de su padre y el de nuestro abuelo, lo que contribuía a perfilarlo como la mayor autoridad entre los nietos. Arturo acababa de ingresar en la universidad y era el jefe indiscutible del grupo de los grandes, el que tomaba las decisiones y organizaba las actividades.

José informaba de que ya habían llegado mi tío Arturo con su mujer Beatriz, y sus hijos, Arturo, Milagros y Fernando, así como mi tía doña Lola, hasta José la llamaba así por deseo expreso de ella, su marido Ernesto y sus tres hijos, Nieves, Juan Antonio y Pedrito. Estaba ya anunciada la llegada mi tía Alfonsa con su marido el tío Dionisio y sus tres hijos, Dionisio, al que llamábamos Dioni, Ana Isabel y Luisa, Lulú. Él tenía orden de ir a recogerlos a la capital lucense, como había hecho con nosotros, tres días más tarde. A los otros dos matrimonios, como eran bastante acomodados, incluso ricos, no les hacía falta el servicio ya que se presentaban en Castropol con sus propios coches. Además tampoco se quedaban todo el verano como hacíamos los pobres sino que volvían a marcharse en un mes o mes y medio.

En los veranos la casa solariega parecía un verdadero campamento sobre el que gobernaba con autoridad indiscutible mi abuela doña Alfonsita que se ocupaba de la intendencia y de acomodarnos a todos, lo que no era tarea fácil porque, aunque la propiedad era muy grande y tenía muchas habitaciones, no eran tantas que pudieran alojar a cerca de veinte persona,s razón por la cual había que estar haciendo siempre cambios y recambios. Cada matrimonio disponía de una habitación, incluida mi madre que, a los efectos, figuraba como matrimonio. En cuanto a los nietos, las dos chicas mayores, Milagros y Adelaida, dormían en un cuarto y las tres menores en otro. Algo parecido sucedía con los chicos: los dos mayores, Arturo y Juan Antonio dormían aparte y los cuatro menores en una habitación común que era una especie de brigada. Precisamente aquel año estaba previsto que yo me alojara con los grandes, lo cual haría visible mi tránsito a la segunda pubertad.

Al llegar frente a la casa me paré ante la fachada que me encantaba contemplar. Era una mansión del siglo XVIII de piedra caliza con un escudo de armas en el tímpano de la entrada que proclamaba la hidalguía del solar Alvador. Una casa que mandó construir el primer Alvador que consiguió ejecutoria de nobleza, un tatarabuelo de doña Alfonsita, Gaspar Alvador, que había prestado señalados servicios a SM Carlos III en el saneamiento de Madrid, razón por la cual el Rey le otorgó una baronía y él añadió un chorro de agua en el cuartel inferir izquierdo del escudo de armas por debajo de otro de un torreón en campo de gules.

La contemplación de aquella fachada tan noble y familiar me llenaba de alegría. Tanto así que, según escribo esto, estoy haciendo planes para incluir una visita a Castropol en este viaje sin destino tantos años después, si bien es cierto que la mansión no pertenece ya a la familia pues fue vendida al obispado de Mondoñedo que instaló en ella un seminario. Es cierto que Castropol pertenece al obispado de Asturias y en concreto al arciprestazgo del Eo, pero los Alvador se llevaron siempre especialmente bien con el obispo de Mondoñedo, probablemente por considerarse más gallegos que asturianos, ya que el fundador, don Gaspar, había nacido en Vilagarcía de Arousa donde también poseía una casa doña Alfonsita con unas extensas propiedades pero que no visitábamos con tanta frecuencia.

Nuestra posición en la familia era bastante especial. Los Alvador eran todos monárquicos a machamartillo y algunos de ellos, por ejemplo el tío Arturo y tía Lola con su marido Ernesto que era una especie de aditamente suyo, además, rabiosos franquistas que habían hecho sendas fortunas con licencias de importación y otras actividades al amparo del régimen. Para ellos, nosotros, una familia de rojos que había perdido la guerra, éramos poco menos que unos apestados. Jamás se hablaba de mi padre y a mi madre así como a nosotros dos, Adelaida y yo, se nos trataba con una obsequiosa deferencia que apenas ocultaba la irritación que los dos matrimonios sentían al tratar con republicanos irredentos. Para los niños, sin embargo, los gestos, las miradas, los silencios, eran más elocuentes que mil discursos. Por fortuna, la fuerte personalidad de madre, la más pronunciada de los cuatro hermanos Seibane Alvador impedía siempre que los conatos pasaran al terreno de los menosprecios. En todo caso, allí jamás se hablaba de política por expresa imposición de doña Alfonsita, que tenía predilección por mi madre precisamente porque era la más rebelde y por nosotros por extensión, si bien nunca consiguió ver realizado su sueño del que siempre hablaba, aunque cada vez con menor insistencia de conseguir que su hija y sus dos retoños nos mudáramos a vivir con ella y su marido, el abuelo Arturo en Madrid. Decía no comprender cómo podíamos -cómo podía mi madre- preferir llevar una vida de necesidad y estrechez, al haber sido abandonados por mi padre, en lugar de hacerlo en la condición y dignidad que correspondía a nuestra posición. De esta situación volveré a hablar en su momento si se tercia, ya que fue decisiva en mi vida. No era infrecuente que en medio de las grandes necesidades y escaseces que vivíamos en casa, mi abuela Alfonsita enviara un coche a recogernos a Adelaida y a mí, nos sacara de paseo, nos invitara a pasteles en una repostería y luego nos llevara a ver una película, a ser posible un musical, a los que era muy aficionada.

Los veranos en Castropol eran agitadísimos. Los chicos teníamos siempre muchas cosas que hacer. La casa y sus dependencias anejas, la huerta, de la que se recolectaba parte de los alimentos que allí se consumían, los prados donde pastaban las vacas de cuya leche se hacía de todo, mantequilla, unos quesos de forma y sabor especiales que jamás he vuelto a encontrar y sobre todo un requesón fresquísimo que nos daban con el desayuno, las cochiqueras donde los cerdos estaban en permanente tumulto, o el gallinero, todo ello ofrecía posibilidades sin cuento. Casi todos, excepto los más pequeños, teníamos bicicletas con las que andábamos por el pueblo, reuniéndonos con pandillas de amigos, generalmente también hijos de veraneantes. Había excursiones fabulosas y gozábamos de relativa libertad para acercarnos a la playa, al muelle, aa jugar con un par de bombardas de bronce que estaban allí probablemente desde la guerra de la Independencia. Lo único que teníamos prohibido si no íbamos acompañados por algún adulto, era acercarnos a los acantilados, especialmente camino de Tapia de Casariego, a unos diez kilómetros de Castropol, que mi abuela consideraba muy peligrosos desde el momento en que una tía suya fue a pasear por ellos y ya no regresó. Los adultos también organizaban excursiones que a veces duraban todo el día y a las que nos llevaban de buen grado. La que más me agradaba era la que se hacía todos los veranos hasta santa Eulalia de Oscos, una zona salvaje, de montes cerrados, bosques tupidos y nieblas frecuentes incluso en verano que a mí me gustaba identificar con el fin del mundo, no en un sentido temporal, sino geográfico, el lugar más apartado del planeta, allí en donde el alma, pensaba yo cuando tenía el arrebato místico, puede entrar en comunión con Dios.

A finales de junio había fiesta en Barres y en julio en otros pueblos cercanos a las que acudíamos siempre. Precisamente en una de éstas había conocido a una amiga de mi hermana, un año mayor que yo, que había cautivado mi atención con un imperio completo. Se llamaba Marta y era alta, esbelta, morena, con unas piernas largas que yo no podía dejar de mirar fascinado, una boca de fresa y una sonrisa pícara. Cuando empezamos a hablar el verano anterior ya quedaba muy poco tiempo para la desbandada general, apenas pudimos estar juntos y casi siempre acompañados por los demás chavales en un par de ocasiones. No obstante me las ingenié para utilizar los servicios de Adelaida, le pedí que averiguara qué posibilidades tenía con Marta y ya el último día que estuvimos juntos me confirmó que yo le gustaba, que era la fórmula que se utilizaba para avanzar en estos menesteres de los amoríos todos por entonces severamente prohibidos. Me pasé en consecuencia una parte del año siguiente recordando a Marta, su sonrisa, su mirada clara, sus piernas tan largas luciendo debajo de una falda escocesa que llevaba un imperdible y haciendo planes para cuando volviera a Castropol, donde lo primero que haría sería buscarla para declararle mi amor. Entre tanto, sin embargo, se cruzó la repentina vocación religiosa que descubrí gracias al padre Martín y, tras unos días de cruel incertidumbre, decidí enterrar el recuerdo de Marta que sólo podría distraerme de la dedicación plena al Señor que anhelaba y fue tal mi concentración en la tarea que lo conseguí plenamente. Sólo muy de tarde en tarde me asaltaba un vago recuerdo de aquella agraciada muchacha que únicamente servía para confirmarme en la solidez de mi vocación, mostrándome con qué fuerza había conseguido vencer la tentación de la carne.

Pero ahora estaba de nuevo allí y no ya el recuerdo sino la presencia de Marta, su belleza y su simpatía, sería lo que pondría a prueba mi fe. Esperaba el momento en que se produjera el encuentro y estudiaba distintas actitudes que compondría a su vista y algún parlamento que inevitablemente habría de dirigirle. Imaginaba el gesto quizá de incredulidad con que ella me escucharía, quién sabe si de indignación por sentirse burlada, pero no me arredraba en mi propósito y hasta pensaba incluso en animarla a que me imitara en mi decisión, poco menos que como San Francisco había hecho con Santa Clara. Podríamos quizá, así, llevar una existencia plena, el uno al lado de la otra, pero si concesiones a la concupiscencia, a plena vista del Señor que, sin duda, aprobaría nuestra decisión, si bien me quedaba la duda de si no estaría buscando un modo torticero de aunar mi devoción y mi placer pensando, ingenuo de mí, que podría engañar a Dios. En modo alguno. Lo mejor sería tener una única entrevista con Marta y tomar la decisión de una sola vez. Probablemente le rompería el corazón, pero estaba convencido de que sería la única forma de salir triunfante de aquella nueva prueba.

Pero no hubo lugar a nada de esto. Uno de los ritos iniciáticos de la comunidad de los mayores a la que me incorporé aquel año de la mano de mi primo Arturo consistió en introducirme en los placeres del sexo con una criada de la casa que era su amante desde el verano anterior, así como una hermana suya, un poco más joven, lo había sido de Juan Antonio. Eran dos mozas garridas, procedentes de una aldea perdida en los Oscos, las dos fornidas, de sanos colores y anchas caderas a las que mi abuela Alfonsita que no sé si no se maliciaría algo, tenía destinadas a la limpieza de la casa y la atención de las vacas. Dos vaqueras, pues, me explicó Arturo entre risas, dándome una palmada y diciéndome que allí había tetas en donde elegir. Las dos mozas, que debían andar por los diecisietie a dieciocho años, eran alegres, se movían con energía y decisión y se mostraban dóciles y sumisas a las decisiones de los señoritos, admitiéndolos en sus camastros en la especie de chamizo contiguo al huerto en que se alojaban o deslizándose sigilosas por la noche para ir al cuarto de ellos que en aquel verano era también el mío. Tampoco parecían objetar al hecho de que Arturo impusiera de vez en cuando cambio de parejas y menos cuando éste las informó de que tendrían que hacerse cargo asimismo de mi persona en tanto se me buscaba alguien más con quien pudiera entablar una relación "formal". Arturo no pensó ni un instante en que yo pudiera tener alguna objeción a aquella repentina y algo brusca pérdida de la virginidad. Me explicó que, habiendo entrado en la cofradía de los mayores, aunque no hubiera cumplido aún los quince años, no era pensable que durmiera en la misma habitación que ellos, obstaculizando las interesantes relaciones que tenían con Ludivina y Tina, que eran los nombres de las dos mozas. De forma que no me dio ni tiempo a objetar mi inminente paso de tomar las órdenes. Me empujó al interior del dormitorio, cerró la puerta del otro lado con dos vueltas de llave la primera noche que llegué allí y me dijo que cuando terminara diera un par de golpes, que ellos también querían dormir.

De forma que allí me encontré yo de pronto, en manos de las dos mozas que, prevenidas de antemano, estaban desnudas y procedieron a desnudarme a mi vez entre risas, susurros y caricias que no tardaron nada en desarmar mis más firmes propósitos y hacerme olvidar mi no menos firme decisión de mantenerme casto al servicio del Señor. Aquella noche el destino, mi primo Arturo, las dos bellas y rollizas vaqueras y la locura de la carne dieron cerrojazo a mi intensa fiebre vocacional, como si jamás hubiera existido. Y todo de forma tan acelerada e imprevista que, cuando quise reparar en ello, ya me encontraba lanzado de bruces en mitad del siglo.

En los días siguientes, en un momento en que estábamos escuchando un concierto a la banda municipal de Vegadeo que actuaba en un kiosco instalado por entonces en la plaza del Cruzadero, mi madre me preguntó por mi vocación religiosa y tuve que reconocerle que la había perdido por entero. No hizo falta que le explicara cómo. Por lo demás tampoco hubiera tenido mucho éxito con Marta a quien empecé a ver muy acaramelada con un mozalbete de Ribadeo que tenía una moto Guzzi, con la que hacía verdaderos estragos entre las chicas. Pensé que ya sólo me quedaría desengañar al bueno del padre Martín pero, como ahora contemplaba el mundo con otros ojos, unos ya experimentados, que se habían saciado de ver y disfrutar espléndidas redondeces, el asunto no se me hizo tan difícil. Difícil de entender empezaba a parecerme que alguna vez hubiera pensado en serio que iba a responder a la llamada del Señor. Meses después también dejé de creer en el Señor.

Pero esa es otra historia.


(La imagen es el grabado nº 7 de la serie de W. Hogarth, Historia de un libertino (1735), titulado En la prisión de Fleet).