diumenge, 28 de desembre del 2008

Caminar sin rumbo (XXXI).

La elasticidad del tiempo.

(Viene de una entrada anterior de Caminar sin rumbo (XXX), titulada Rito de iniciación.

El trayecto del puente aéreo se me fue en un visto y no visto, embebido como fui en mis recuerdos de adolescencia tan gratos, tan tiernos y tan selectivos. Es la peculiaridad de viajar no en el espacio sino en el tiempo. El tiempo, que es la forma de la intuición interna pura, uno de los dos apriori kantianos que nos encontramos ahí hechos y que no acabamos de entender muy bien probablemente porque somos sus productos, pero que nos permiten elaborar nuestras representaciones. Lo que sucede es que el tiempo tiene una dimensión distinta según que lo aborde como resultado de esa intuición directa interna, aquí y ahora, o lo haga, por así decirlo, enlatado, en mi recuerdo. El tiempo/ahora condiciona absolutamente mis representaciones pero éstas, a su vez, condicionan el tiempo pasado, el tiempo rememorado, recreado, resurgido. Y lo hacen de modo absoluto, rompiendo su misma esencia que es el decurso pautado, medido, que se me impone aquí pero se retuerce, altera y disloca a extremos imprevisibles cuando lo rememoro. Esa experiencia es la que me permite resumir en el instante fugaz de una frase un tiempo que se mide en meses, en años, en siglos, en lo que se quiera. Cuando, acupado en la peripecia de Montse Llombart y el atentado contra Ovidi digo que aquella "...me recordaba a mí mismo en un tiempo que pasé en la adolescencia también encendido de celo religioso" condenso en cinco segundos un tiempo que puede medirse en semanas o meses. Por supuesto algo parecido sucede con la intuición directa del tiempo/ahora, cuyo resultado puede variar y de hecho varía cuando nuestro estado de animo determina nuestra experiencia. A veces el tiempo se nos hace más breve; a veces más largo. Experiencias que todo el mundo ha tenido, pero éstas se dan dentro de unos límites o márgenes determinados por cuanto al margen de nuestra predisposición, presumimos que el tiempo tiene la duración que tiene y no depende de nosotros, mientras que cuando me enfrento al tiempo/memoria, la dislocación, la administración caprichosa de las duraciones no tienen límites. Es el tiempo de las narraciones, de la ficción. Por eso dicen muchos literatos que escribir es rememorar, como el pensar para Platón y que toda la literatura es memoria y lucha contra la desmemoria. Por supuesto es más cosas; es también el deseo de contarlo, de relatar a los demás nuestra memoria. Porque esa experiencia es, en efecto, común a todos los seres humanos ya que todos viven en un aquí y ahora y también en un pasado cuya duración administran a su capricho. Pero sólo unos pocos, los que se consideran a sí mismos escritores creen que merece la pena exteriorizar dicha experiencia (no tanto las cosas recordadas como la forma que se da al recuerdo de las cosas) a los demás, someterla a juicio ajeno, a otra experiencia del tiempo. Pero es desde luego el meollo mismo del relatar. Homero concentra en cuatro o cinco días y sus noches ante Troya una guerra que duró diez años y cuyo final hay que ir a buscar a otra parte. Joyce condensa en un solo día en Dublín los diez años del viaje de regreso de Ulises a Itaca que, a su vez, también están dislocados en la propia Odisea en que la mayor parte de ese decenio aparece a su vez concentrado en un flash back del relato de Ulises en la corte del Rey Alcinoo, el padre de Nausicaa. ¿Y qué decir de la celebérrima magdalena de Proust que le permite recuperar un tiempo que había perdido? Siempre que pienso en esto me viene a la memoria un relato de Ambrose Bierce, Un incidente en el Puente del Búho en el que un civil confederado que ha intentado un sabotaje es condenado a morir ahorcado en el Puente del Búho y Bierce relata la experiencia de su milagrosa escapada, su huida río arriba, esquivando las balas y la metralla, su desesperada carrera a través de los campos hasta llegar a su casa y todo ello en los breves segundos en que los soldados retiran los tablones sobre los que se mantiene el condenado y este cae a plomo y muere ahorcado. Una vez pasado el tiempo es irremediablemente nuestro y hacemos con él lo que queremos (salvo que estemos muertos), lo detenemos o aceleramos no como resultado de una experiencia intuitiva directa que no podemos controlar sino por obra de nuestra voluntad que es la que determina nuestra representación que a su vez es pura ilusión, como sostenía Schopenhauer. Y ¿hay mayor ilusión que la ficción literaria?

Todo eso hizo que los tres cuartos de hora del puente aéreo me parecieran breves minutos mientras rememoraba a mi entero capricho tiempos de mi adolescencia que habían durado meses y, en la medida en que el relato aludía a tradiciones y costumbres, años. Tres cuartos de hora, breves minutos, meses y años. El espíritu humano es sorprendente.

Tras recoger mi mochila en la cinta de equipajes salí del aeropuerto como alma que lleva el diablo, cogí un taxi y llegué a casa, en el piso en el que vivo, cerca de los Cuatro Caminos. Me faltó tiempo para conectarme a la red en busca de nuevos datos sobre Montse Llombart, pero no había nada. Tendría que esperar hasta ver si materializaba mi propósito de entrevistarme con ella. Tenía que ser una mujer especial. En cambio sí encontré un parte médico sobre Ovidi que decía que seguía en observación y que, dentro de la gravedad de sus heridas, evolucionaba satisfactoriamente, cosa que me tranquilizó bastante. Encontré dos recados de Laura en Skype insistiendo en que nos viéramos. Tendría que seguir esperando; no estaba dispuesto a emplear en ella el tiempo que estuviera en Madrid. En el correo electrónico había media docena de recados de cierta variedad. El único con relativa urgencia el de un editor que me decía si quería corregir las pruebas de un libro de un sociólogo alemán que había traducido o me fiaba de sus colaboradores. Como no estaba la cosa para entretenerme corrigiendo le respondí que me fiaba de sus correctores, aunque no era verdad. No me fío de ningún corrector; ni de mí mismo. De mí es de quien menos me fío pues tengo experiencias de haber dejado pasar faltas y errores garrafales que simplemente no veía y, proyectando esa carencia en lo demás, tampoco me fiaba de ellos, si bien era relativamente injusto. Las editoriales, no todas, tienen correctores estupendos, gentes profesionales a cuyo ojo de águila no escapa nada. Cerré el correo y me quedé un rato pensando a dónde iría el día siguiente, esta vez ya en coche. Pensé en dirigirme hacia el sur y, si me animaba, incluso cruzar el estrecho y presentarme en Marruecos. No era una posibilidad desagradable esta de bajarse al moro como se dice. Podía desembarcar en Melilla y luego ya veríamos. Google daba una distancia Madrid-Almería de 553 kms y, luego, de Almería salía un ferry con una duración de cuatro a cinco horas. Con un poco de suerte, levantándome y saliendo temprano podía estar en Melilla mañana mismo. Aún leí un par de crónicas en un diario digital sobre la pavorosa crisis económica que afecta al mundo y me fui a dormir después de preparar una maleta con abundancia de indumentaria, mudas, accesorios, lo necesario para un viaje largo.

Desperté de buena hora pero, en lugar de ponerme de inmediato en la carretera cual había sido mi propósito, se me ocurrió la desatentada idea de llamar a Daniel, mi socio en la consultoría al móvil. Sabía que se levantaba temprano y que no lo despertaría. Así fue. Se puso contento de escucharme. Quiso saber en dónde estaba. Le dije que en Madrid y me propuso que nos viéramos a almorzar. Le dije que no, que tenía pensado salir de inmediato pero me rogó que, cuando menos, nos viéramos en el desayuno, ya mismo porque, aprovechando que estaba en la capital, había algo de lo que quería hablarme. Quedamos en el Comercial de la Glorieta de Bilbao y, cuando llegué allí, ya estaba sentado en el interior pues hacía un día desapacible para sentarse en el exterior.

Daniel era un tipo de celta puro. Rubio, con los ojos azules, tenía una pequeña cicatriz en el labio superior que resultaba llamativa no por su tamaño que era reducido, sino por su situación, ya que se estiraba y ondulaba mientras el dueño hablaba o reía, cosas que Daniel hacía continuamente porque era un temperamento fogoso y muy vitalista. Durante una época había tratado de disimular la cicatriz dejándose crecer un tupido bigote pero al final se había decidido a prescindir de él porque quería aparecer como era y no como no era.

Manifestó gran alegría al verme, ordenó la consumición que yo le había pedido y se quedó mirándome con atención y no diré que de hito en hito pues sería extralimitarme. Por fin dijo:

- Vaya, trotamundos, ¿qué haces por aquí?

- He venido a coger el coche para seguir mi viaje.

- ¿Sigues sin tener rumbo fijo?

- Claro. Ahora pensaba ir hacia el sur.

- ¿Qué mosca te ha picado?

Las gentes cambiamos mucho. Esa pregunta, me quedé pensando, no me la hubiera hecho Daniel treinta años atrás. El coruñés había sido un ejemplar típico de los remanentes del 68. Lo sabía porque me contó bastantes cosas mientras hacíamos juntos el servicio militar, que era una inactividad en la que, para matar las horas en los campamentos, en los servicios de guardia, de imaginaria o de cuartel la gente acaba contándose sus intimidades y, para lo que hizo después, me había enseñado una colección de fotos. Precisamente en ella había documentado un viaje que él había hecho en moto por Europa con un amigo hacía veintitantos años los dos imitando descaradamente a Peter Fonda y Denis Hopper en Easy Rider, película icónica para toda una generación y eso fue antes de asociarse a un despacho de abogados laboralistas para defender a los sindicalistas y de fundar con otros dos socios un local de jazz en el centro de Madrid que, aunque visitado por todos los amigos, fue un rotundo fracaso.

- Sí.-Rió- Ese fue mi canto del cisne. Luego vino lo que vino.

Lo que vino fue que se había casado con la novia de toda la vida, una arquitecta dicharachera, competente pero muy poquita cosa, con la que había tenido dos hijos, como todo el mundo y con la que seguía, encargándose de los aspectos jurídicos del gabinete de arquitectura y administrando nuestra próspera consultoría.

- Por cierto, ¿que le has dicho tú de tu viaje, bueno, de esta cosa que estás haciendo a Caridad y a tus hijos?

Era un pensamiento que me había asaltado con frecuencia en los últimos tiempos. Caridad y yo nos habíamos separado civilizadamente unos años antes; mis hijos, Olga y Esteban, se quedaron con ella hasta que se emanciparon hacía relativamente poco tiempo y manteníamos unas relaciones fluidas. Pero lo cierto era que no les había dicho nada de mi partida y tampoco había contactado con ellos.

- Yo, en su lugar- dijo Daniel- estaría mosca.

- En lugar ¿de quién?

- De Cari y de los chicos. Te vas, no dices nada, hombre, esas no son formas.

No lo eran y pensaba remediarlo de inmediato, pero no estaba de ánimo para soportar recriminaciones, así que le dije que tenía prisa y por qué quería que nos viéramos. El camarero, una de esas venerables instituciones del Comercial con su chaqueta blanca y un sexto sentido profesional que le hacía advertir que estábamos levantando el campo, se acercó con intención de cobrar. Pero Daniel me pidió que nos quedáramos algo más, no sería mucho y encargó otros dos cafés.

- Porque tú sabes que yo tengo muy buena relación con Cari.

Sí, lo sabía, pero seguía sin ver qué tenía que ver mi ex-mujer con aquel asunto. Entró un grupo de estudiantes armando un alboroto indecible y ganándose miradas asesinas de un par de clientes de toda la vida, lectores impenitentes de la prensa diaria junto a una taza de café con leche. Daniel también los miró pero no los veía ni los escuchaba porque estaba pensando cómo plantearme el asunto que lo había llevado a citarme allí. Y por fin lo soltó. Se trataba de su hijo menor, Eugenio que todavía vivía con sus padres pero que estaba causándoles todo tipo de problemas.

- ¿Cómo qué?

- Quiere abandonar la carrera. Imagínate tú. ¡Y en tercero!

- El tercero de ahora ¿es como los de antes o ya están las reformas en marcha?

- No, no, como los de antes. Tercero es la mitad de la carrera.

Eugenio estudiaba derecho, como su padre y a diferencia de su hermano mayor que se había hecho controlador aéreo.

- Entonces yo he pensado... he pensado que como tú te llevas tan bien con él y te hace tanto caso... porque lo que es a mí ni me escucha y a su madre, menos, como a ti te admira, he pensado...

Le constaba lanzarse a la petición, así que le facilité la tarea:

- Que yo lo vea, que hable con él, que lo convenza de que siga.

- ¡No, no, no! Por favor. De ningún modo. Que hables con él, sí, pero sin propósito alguno, sólo para enterarnos de qué piensa y orientarnos a ver qué hacemos. No creas que me empeño en que estudie Derecho...Por mí puede estudiar lo que quiera...

- Pero tiene que estudiar algo.

- Más o menos, más o menos. ¿Qué tiene de malo? Tú sabes cómo está el mundo...

Tenía gracia. Yo estaba acomplejado por creer que no había sabido educar a mis hijos, que no había conseguido que llegaran a dónde creía que sería bueno para ellos, lo que me tenía comida la moral y resultaba que mis amigos, confiando en mí, me decían que me hiciera cargo de los suyos. Héteme aquí que Daniel, además, me encomendaba una labor de intermediario similar a la de Luján con Willie, si bien en este caso, la relación no era paterno-filial sino de otro tipo, más simple o más compleja, según se mirara. Le dije a Daniel que lo haría si me daba el número de móvil de su hijo y liquidaba el asunto por la mañana y podía ponerme de inmediato en camino. Ya lo llamaría luego a él o le pondría un correo electrónico dándole las cumplidas explicaciones. Eugenio respondió de inmediato, se alegró de escucharme y me dijo que sí, que encantado, no tenía nada que hacer de inmediato, me vería donde quisiera. Lo cité en el mismo Comercial media hora más tarde y rogué a Daniel que se esfumara. Mientras se levantaba y se iba, mi socio me dijo:

- Oye se me ocurre que si vas al sur y no tienes destino fijo, igual puedes hacerte cargo del proyecto de campaña que nos ha aprobado el Gobierno autonómico; te pones en contacto con nuestra gente en Sevilla...

- No me jodas, Daniel. Estoy de excedencia.

- Bueno, bueno, era solo una posibilidad. -Y se encaminó hacia la puerta. Pero, antes de llegar dio media vuelta y volvió sobre sus pasos:

- ¿Y si la oferta fuera que te hicieras cargo de la campaña de prendas deportivas en los Estados Unidos, por ejemplo en Nueva York?

- De eso podríamos hablar.

- Lo sabía, lo sabía -dijo entre risas. Y esta vez sí desapareció tras la pesada puerta de cristal dejándome solo en la mesa, pensando qué sabía yo de Eugenio, qué era lo que me gustaba, lo que no me gustaba de él, qué recuerdos tenía de su persona, cómo se había tratado con mis hijos, que no fue mucho por cuanto era bastante menor que ellos, cuáles eran sus gustos, sus aficiones, qué experiencias habíamos pasado juntos. Tan entretenido estaba haciendo balance del conjunto de mis conocimientos sobre la persona con la que en breve habría de encararme, que no me di cuenta de que un chaval de barba y melena se había plantado de pie ante la mesa y me miraba, seguramente pensando en qué mundo estaría yo que, teniendo los ojos abiertos y mirándolo, no lo reconocía. Hasta que, de pronto, caí en la cuenta de que hacía un par de años que no veía a Eugenio, que no parecía el mismo. Me levanté de un salto, le di un abrazo y le dije que se sentara.

- Has cambiado mucho.

- Tú también.

(Continuará).

(La imagen es el grabado nº 7 de la serie de W. Hogarth, Historia de un libertino (1735), titulado Escena en Bedlam).