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diumenge, 26 d’octubre del 2014

La muerte en Toledo.

Ayer, sábado, asistí a un interesante seminario en Toledo organizado por una asociación de la sociedad civil, compuesta por gentes del lugar y profesionales de la UNED, llamada La peña pobre. Con ese título ya está dicho todo en el terreno económico. Pero no en el intelectual y espiritual, que es el que cuenta. El tema que se trataba –y sigue tratándose hoy- desde muy distintas perspectivas era el de la muerte. Nada menos. La muerte en Toledo. Y en el marco del Castillo de San Servando, antigua fortificación árabe desde la que se disfrutan unas vistas incomparables de la ciudad del Tajo. La asociación, compuesta por gentes encantadoras y motivadas, capaces de aguantar a silla firme cavilaciones dispares sobre tan acongojante tema en unas horas en las que se jugaba el partido Madrid-Barça, está alentada e impulsada por Paz Rincón, colega mía de la UNED y Paco Carvajal, que sabe más de Toledo que Tirso de Molina y Marañón juntos. A ambos mi agradecimiento por permitirme participar en la reunión.
 
Mi exposición habría de haber sido brevísima puesto que consistió en intentar demostrar que la muerte, cuyo tratamiento es una constante en la historia de la filosofía occidental, fuertemente influida por la obsesión cristiana con el fenómeno, es un indecible, algo incomprensible y sobre lo cual, en relidad, no cabe decir nada que no sean vaguedades, topicazos o puras tonterías. En mi apoyo llamé a Epicuro, señalé cómo su indiferencia ante la muerte es la causa del odio cristiano al epicureísmo que, a pesar de todo, ha subsistido  como venero oculto en la historia del pensamiento, según demuestran casos como el de los libertinos (Gassendi, etc) y llega al día de hoy, bravamente defendido por Michel Onfray. No obstante, esa indiferencia no ha conseguido evitar que la muerte haya seguido siendo motivo central de la reflexión filosofica y por eso corona Heidegger su sistema  considerando que el hombre es un ser para la muerte, una forma profunda y obvia de decir que no hay nada que decir al respecto. Por eso, la fórmula enlaza con el famoso final del Tractatus de Wittgenstein: De lo que no se puede hablar, hay que callarse.
 
Y ahí hubiera terminado mi charla. Un viaje a Toledo para decir que sobre la muerte no hay nada que decir. Afortunadamente y a modo de explicación, se me ocurrió hacer una pequeña presentación en pwp, comentando los puntos más interesantes y a vuelapluma de la iconografía de la muerte en la pintura occidental. Desde la Edad Media al tiempo de hoy. La he convertido en un vídeo y es la que espero se despliegue si se pincha en la ilustración de este post, coronado con una reflexión artística sobre la impenetrabilidad de la muerte.

dijous, 6 de març del 2014

El paisaje de un hombre.

Una exposición monográfica de Cézanne en Madrid es un acontecimiento porque la última tuvo lugar treinta años atrás. Así, bien puede uno rascarse el bolsillo y pagar la pastizara que pide el museo, uno de los más caros del lugar, por una muestra relativamente modesta del pintor de Aix-en-Provence. Además, si no me equivoco, se ha roto el convenio que tenía el museo con Cajamadrid y las exposiciones se han reducido pues ya no se prolongan en los salones de la plaza de Celenque. También aquí han llegado los recortes. La selección de obras expuestas se concentra en los paisajes y los bodegones y deja fuera de foco los otros temas o series, según el término que el propio Cézanne utilizaba, que representan lo abigarrado y variado de una obra diversa pero constante, casi entendida como un experimento prolongado en el tiempo. Faltan (o hay algún cuadro suelto) la pintura de su primera época, así como los desnudos, los autorretratos, la montaña Sainte Victoire y, sobre todo, alguna de las versiones de los jugadores de cartas que debieran ser de exposición obligada. 

La muestra está a rebosar de gente. La figura de Cézanne ha ido agrandándose con el tiempo, a medida que se rompían los clichés, los prejuicios y la ideología que se ha vertido sobre el arte del XIX y el XX. Cézanne nunca pasó hambre ni extrema necesidad, como parecía obligado en los vanguardistas de la época. Tuvo momentos difíciles, cuando la asignación paterna, de la que vivió toda su vida, hasta que heredó la fortuna de su padre, no le alcanzaba y, en tales casos, recurría a amigos acomodados, como Zola, a quien le unía una relación desde los tiempos de colegiales. Su padre era un parvenu, hijo de inmigrantes, que llegó a ser banquero de provincias y amasar una fortuna. Las relaciones con el hijo nunca fueron buenas, aunque tampoco de abierta hostilidad, gracias a la mediación de la madre y la gran habilidad del hijo para no irritar en demasía a su progenitor. Este lo quería banquero o, en su defecto, abogado. Pero él se salió con la suya de ser pintor.

Tuvo una educación esmerada, era poeta tanto en latín como en francés, y músico. Decidió dedicar toda su vida al arte de la pintura, cosa que consiguió enfrentándose a su padre. Una rebelión con buenas formas, pero firme y triunfante. En nombre de su dedicación al arte mantuvo una actitud inconformista extrema que lo convirtió en una persona muy querida pero por muy poca gente, casi exclusivamente pintores, artistas, intelectuales y marchantes. Para todo lo demás resultaba un ser solitario, asocial, una mezcla de timidez y hosquedad. Aunque no le importaba vivir en París, prefería el campo, la posesión de la familia en Jas de Bouffan y la suya de l'Estaque, desde la que podía ver la montaña de Sainte-Victoire, el emblema de una época de su pintura, el punto final de su evolución, una reproducción casi obsesiva de la montaña que muchos comentaristas no dudan en incluir en una especie de mitología simbólica, en donde no es raro que aparezcan los nombres de Sinaí y Tabor. Claro, la magia de la montaña, la montaña mágica, presente en muchas latitudes, culturas, obras artísticas. Para Cézanne, con todo, se trata de representarla con diferentes colores, según la luz del día (el gran descubrimiento del impresionismo), mezclarla con el cielo y relacionarla con los paisajes, también cambiantes. Hay algún ejemplo en la exposición.

Los paisajes, la pintura al aire libre. Cézanne adoraba a Poussin, conocía muy bien la escuela de Barbizon y su obra es una sucesión de paisajes (con alguna, escasísima, presencia del mar) vistos con los ojos de un pintor y sentidos con el espíritu de un poeta virgiliano. Maravillosos. Todos. La exposición abunda en ellos y el comisariado va dando explicaciones muy oportunas por las paredes, cosa muy acertada porque este hombre, tan peculiar, apenas firmó una veintena de sus abundantísimas obras y dató no más de diez o doce, con lo que las aclaraciones se agradecen. ¿Y quién no ha teorizado sobre los paisajes de Cézanne, la heterodoxa línea del cielo, la mezcla de planos, las vueltas del camino en el bosque, los edificios entre los árboles?

El otro gran tema de la exposición son los bodegones y las celebérrimas manzanas sobre las que se ha escrito tanto como sobre la Gioconda. También se le han buscado interpretaciones en todos los sentidos. ¿Por qué manzanas? Seguramente porque era lo que tenía más a mano y el suyo no era un fin simbólico de la manzana como aparece en mucha ocasiones en la historia sino el de recrear la realidad en la que y con la que vivía, a propósito, interpretándola. Manzanas, peras, melocotones, frutas de temporada. Hay quien dice que esas manzanas vienen de las que, siendo niños, Zola le regaló un día en que lo había defendido de uno de los frecuentes ataques a que lo sometían los otros alumnos por su fragilidad. La interpretación más extendida es la que ve las dos series, los dos temas, paisajes y bodegones, entrelazados. Bodegones como paisajes y paisajes compuestos como bodegones. ¿Por qué no? En los bodegones se da esa factor casi inapreciable de la ruptura de la perspectiva con la que se inició el cubismo. 

Así como se tiene a Cézanne por fundador del impresionismo, se lo tiene por antecedente del cubismo y, por ahí, de toda la pintura moderna. Ese es el punto de las disquisiciones sobre las jarras de agua o lo tarros, que reaparecen en las obras cubistas, no ellos mismos sino la situación y forma que tienen en un conjunto con una armonía nueva, subjetiva, sin reglas de perspectiva. 

Esa pintura no podía gustar a su padre y menos a los señores de la Academia, que daban paso a los salones oficiales. Por eso rechazaron sus obras, verdaderas patadas al amaneramiento neoclásico. Y por eso acabó formando grupo con los rebeldes y presentando obras en el salon des refusés, en acción común con sus compañeros impresionistas. Pero la rebeldía de Cézanne se acababa aquí. Era una posición personal, como la que lo enfrentó a su padre, una rebeldía en defensa del arte y de su cultivo casi como un sacerdocio. En defensa del arte, todo. Pero solo del arte. 

Enseñó a su generación a salir a pintar al aire libre. Esta era la consigna. Lo había sido en Barbizon y lo fue para Monet, Manet, Renoir, etc. Pero, para ellos, salir al aire libre significaba, sobre todo, las calles de las ciudades, los pueblos, los ferrocarriles, los puentes, los acontecimientos sociales, los bailes, las verbenas, las regatas, las kermeses, hasta las revoluciones. En la inmensa obra de Cézanne no hay nada de esto. Vivió acontecimientos como el hundimiento del II Imperio, la Comuna, el conflicto dreyfusard. Pero no se refleja en su obra. Él vivía en el mundo, absorbido, empapado en el mundo; pero en otro mundo, el de la naturaleza y el de él mismo. Los bañistas (hay también alguno en la exposición), en el fondo, son paisajes. Solo los autorretratos, muchos a lo largo de su vida, y todos magníficos, parecen distanciarse del tema dominante. Lo parecen. Son indagaciones, introspecciones sin ningún tipo de concesión, intentos de comprender cómo iba realizándose en su proyecto vital de conseguir una representación plena de la naturaleza.

Su experiencia continua fue una muy escasa aceptación (salvo los círculos próximos, iniciados) cuando no, hostilidad. Él, sin embargo, jamás vaciló en el convencimiento de su vocación y la seguridad de que conseguiría lo que se proponía, representar la naturaleza de una forma nueva, recrearla, revolucionar el arte y revolucionar la revolución del arte. Ahí, en ese alto concepto en que Cézanne se tenía, está la razón de su ruptura con su amigo de toda la vida, Zola quien, en el fondo, nunca lo había entendido, como tampoco entendió el impresionismo. Se vio retratado en la figura de Claude Lantier, un pintor fracasado en  L'oeuvre, de Zola. Él sabía que, de fracasado, nada.

Y la prueba, esas colas de gentes que vamos a quedarnos pasmados delante de sus increíbles paisajes.  

dijous, 13 de febrer del 2014

¡Qué visita!

Leo en El País que el Real Museo de Bellas Artes de Amberes, ahora de reformas, ha prestado hasta el mes de mayo al del Prado este cuadro del francés Jean Fouquet, uno de los paneles del famoso díptico de Melun, pintado en 1450, del que falta el otro. El título oficial de la obra es la Virgen y el Niño rodeados de ángeles. Es maravilloso, ¿verdad? Uno no se cansa de mirarlo. Pilar Silva, competentísima especialista en pintura flamenca del Museo, dice que es una "obra única" en el arte europeo. A la vista está. Es uno de esos cuadros que, sin ser considerados grandes obras por el saber convencional, jalonan la historia de la pintura como fogonazos, por su originalidad, su atrevimiento, por eso, por su carácter único, como el autorretrato en un espajo cóncavo, del Parmigianino, el origen del mundo, de Courbet o el último autorretrato de Picasso, meses antes de su muerte. Así que, en efecto, honores a nuestra ilustre visitante y a verla en cuanto se pueda. A embobarse ante esa muestra de audacia, de libertad, de irreverencia, pintada en un estilo fuerte, abigarrado, casi sin un solo espacio libre, como corresponde al oficio de miniaturista de Fouquet, si bien la tabla es de dimensiones medias, de casi un metro por 0,80.

Eso de pintar a la Virgen con un seno descubierto no era extraño en la tradición cristiana, en la que no son infrecuentes las vírgenes lactantes, incluso hasta la exageración, como se prueba por las representaciones del llamado "milagro de San Bernardo". Extraño, desde luego, es representarla con elegante atuendo de cortesana, casi media cabeza afeitada, a la moda de las bellas de antaño, sentada en un riquísimo trono de pedrería con borlas doradas. Pero lo más extraño, hasta inquietante, es la actitud de la mujer y el modo en que mira al niño. En El otoño de la Edad Media, Huizinga señalaba el peligro que tenía mezclar de ese modo el amor religioso y el profano, un tema también frecuente, pero nunca de un modo tan obvio. Ayudan y mucho a esa sensación que la obra produce esos querubines rojos y azules, que tienen un punto de demoníaco.

La representada es Agnès Sorel, casada, dama de honor de la Reina María de Anjou y primera favorita del Rey, Carlos VII, con quien tuvo tres hijas. Eran también los tiempos de Juana de Arco, en que se daban marcados contrastes como este. Además de su extraordinaria fuerza, el cuadro es el símbolo de  una época turbulenta, repleta de leyendas. Por leyenda se tuvo hasta primeros de este siglo lo que, sin embargo, parece haber sido un hecho:  que la hermosa Agnès Sorel murió a los veintiocho años de edad envenenada con mercurio. Si fue suicidio o asesinato, no está claro. 

dilluns, 3 de febrer del 2014

¿Tiene historia el arte?

Valeriano Bozal (2013) Historia de la pintura y la escultura del siglo XX en España Madrid: Antonio Machado. Vol. I: 1900-1939 (295 págs.). Vol. II: 1940-2010 (457 págs.).


En algún lugar de este documentado estudio sobre la pintura y la escultura españolas del siglo XX se da cuenta de cómo un puñado de artistas, más o menos partidarios de la dictadura de Franco (aunque también los había del "exilio interior") quiso poner en marcha un grupo o tendencia, una de esas extrañas fraternidades a que tan dados son los artistas, quizá para compensar el carácter radicalmente individualista de la actividad creadora. Eligieron el nombre de Altamira. En parte, la intención apuntaba a ese espíritu nacionalista que alentaba en todas los postulados ideológicos de aquel régimen tiránico, genocida y corrupto. Y, desde luego, resultaba más ambicioso -si bien menos duradero- que el elegido por sus colegas literatos de profesión política con la revista Escorial. En ambos proyectos se trataba de sintetizar en una palabra la idea de las profundas raíces históricas de España, la continuidad del genio creador de una raza que, en el caso de los artistas plásticos, se hacía arrancar del paleolítico mientras que en el de los ideólogos de la palabra (los Camón, Tovar, Ridruejo, etc.) se situaba en la época de mayor esplendor del Imperio.

Pero lo que los dos intentos ponen de relieve es la interesante cuestión de si cabe hablar de una historia del arte, esto es, una consideración de la actividad artística como un discurso, un desarrollo o progreso, una construcción acumulativa con unidad de sentido, como cabe hablar del desarrollo de la química o la medicina, por ejemplo o solo puede concebirse el arte de forma simultánea, como manifestación de una actividad creadora que empieza y acaba en sí misma y que, si bien ocasionalmente, acusa influencias de otras épocas o tendencias (no necesariamente las más próximas en tiempo y lugar) es autónoma y autosuficiente porque contiene en sí misma todo su pasado. Es algo parecido a esa disyuntiva que suele plantearse en la pintura entre las formas narrativas (propias de la Edad Media y primer Renacimiento) y las simultáneas.

Se trata de un tema que desborda el intento del ensayo de Bozal quien, con muy buen criterio, ni lo plantea. Obviamente, si nos atenemos a ese concepto estrecho de historia como discurso causal, la del arte no existe. Pero tampoco la de la literatura, la filosofía o la política. Las obras de los seres humanos no tienen historia pues en todas ellas se contienen todas las demás, igual que cada individuo concreto lleva en su interior a todos los demás. Toda ontogénesis comprende una filogénesis y a la inversa. En realidad, si entendemos la historia en una perspectiva historicista, esto es, como un programa sometido a unas normas o "leyes", tanto si  se postula un proceso teleológico como si no, nada humano es histórico y esta idea de la historia solo existe en la cabeza de quienes creen en ella.

Resultaría así que, paradójicamente, solo existiría lo que la antigüedad clasica llamaba la historia natural, la historia de la naturaleza, lo cual no tiene mucho sentido salvo que por tal se entienda la historia del modo en que los seres humanos comprenden la naturaleza, esto es, acumulan el conocimiento sobre ella. Una historia que, por su esencia, se reduce a la mínima expresión del beneficio de inventario, el del conocimiento del pasado. Este, sin embargo, es imprescindible en el conocimiento no experimental, humanista, social, artístico, filosófico. Es obvio que nada de cuanto los hombres producimos hoy puede entenderse cabalmente ignorando el pasado, conocimiento que, sin embargo, no garantiza la comprensión del presente ya que, por mucho que respetemos a Vico y los historicismos posteriores, las supuestas "leyes de la historia" solo existen ex post facto y hasta pueden modificarse a placer sin límite alguno. Dos ejemplos muy conocidos: ¿cuál juicio sobre la Edad Media es más justo, el romántico o el neoclásico? ¿Cuál más apropiado sobre el naturalismo, el cubista o el hiperrealista?

Al titular su libro historia, el autor está en su derecho y no queda obligado a justificar la elección del substantivo. En realidad es un uso admitido de carácter metafórico, consistente en llamar "historia" a todo relato que refleja el paso del tiempo, pero sin que se espere de él el descubrimiento de "relaciones de sentido" en sus manifestaciones, fuera de las de una influencia inmediata o las lejanas reminiscencias de un pasado remoto, esto es, fuera de señalar que determinado artista prolonga (o rechaza) las influencias de otro inmediatamente anterior o que en la obra de un tercero alumbran reflejos de su admiración por formas de un pasado remoto o de un primitivismo coetáneo.

En este contexto más amplio se inscribe esta obra de Valeriano Bozal, un espléndido trabajo de madurez de uno de los más reputados especialistas en estética e historia del arte de nuestro país. Ha acotado el tiempo, el siglo XX, y ha hecho una extraordinaria labor de presentación, síntesis y explicación. Más que una historia del arte plástica española es un catálogo completísimo de la pintura y escultura de nuestro país en el siglo XX. Una exposición detallada, perspicaz, original que junta un valor expositivo muy notable con un espíritu crítico refinado pero nunca injusto. Una exposición, asimismo, que relaciona las manifestaciones artísticas con sus contextos sociales, políticos y económicos con los que suelen tener diálogo. Una obra de un maestro. Y en una edición cuidada, con abundancia de ilustraciones, aunque no tantas como uno desearía, si bien ello es comprensible.

La narrativa se estructura en torno a la gran cesura española del siglo XX: la guerra civil. Un antes y un después del arte español, se quiera o no. Con ese pie forzado, el autor da cuenta de su material tan sistemática y rigurosamente como es posible en estos casos. Dado que los dos volúmenes tienen más de 700 páginas, es imposible  hacer justicia aunque sea aproximativa a tan enorme riqueza de contenido. Resulta obligado sintetizar y dejar fuera creadores, estilos, obras, hechos significativos, así como confesar que el tratamiento selectivo se guiará tan solo por las aficiones de este crítico.

Arranca la historia de Bozal con una interesante y completa reflexión sobre el modernismo español, que se plasma en el noucentisme catalán: Rusiñol, Casas, Anglada Camarasa, el primer Picasso, Mir, Nonell y otros. El modernismo es la España europea a la que pronto se contrapone, la España negra (p. 63), el título de aquel famoso librito que editaron al alimón Emile Verhaeren (texto) y Darío de Regoyos (ilustraciones) y que, en la edición que tengo, cuenta con un divertido prólogo de Pío Baroja, gran amigo de Regoyos. Regoyos, muy influido por el impresionismo francés, tenía muchos amigos literatos. Unamuno, por ejemplo, lo alababa sin mesura y lo contraponía a Picasso, de quien tenía pobrísima opinión, lo cual prueba que tampoco él era extraordinario en el juicio estético. "La España negra", realidad y concepto que Bozal explora atinadamente mezclando pintura y generación del 98, tiene abundante representación: Zuloaga, Sorolla (aunque parezca contradictorio con su amor por la luz mediterránea), Iturrino, algo de Castelao y, por supuesto, el príncipe mismo de las tinieblas hispánicas, Gutiérrez Solana, repartido entre la miseria del campo, los prostíbulos urbanos y la vida de la élite diletante.

Un capítulo dedicado a Picasso no solamente hace justicia al pintor malagueño sino que incluye una afirmación con la que me identifico: el cubismo no es un "ismo" sino que es la condición de todos los "ismos", tendencias o estilos del siglo XX (p. 107). Eso es Picasso. Sigue un primer capítulo sobre Joan Miró (habrá otro en la segunda parte para los dos, Miró y Picasso) por el que Bozal siente especial predilección y al que explica de modo admirable.

El resto del primer volumen es una tercera parte llamada Renovación y vanguardia que, como era canónico entonces, comienza con el aprendizaje de los artistas en París, singularmente Juan Gris y María Blanchard, pero también Josep de Togores (a quien Bozal atribuye la introducción de la "nueva objetividad", Die neue Sachlichkeit, (p. 156)), Luis Fernández y el escultor Pablo Gargallo. El "arte nuevo" de la República (Barradas, Aurelio Arteta, Victorio Macho) se caracteriza por el eclecticismo y la diversidad (p. 174). Cierto,  lo más importante de la República sería el impacto del surrealismo y este aparece personalizado en la figura de Dalí, al que el autor dedica escasísima atención a mi juicio, medio capítulo junto de Federico García Lorca y un breve epígrafe al tratar de la guerra civil, específicamente dedicado a su cuadro Premonición de la guerra civil (p. 247), sin mencionarlo apenas en el segundo volumen. Una carencia injusta que contrasta con la omnipresencia y ubicuidad de Pablo Picasso a lo largo de todo el relato.

La República trajo realismo, compromiso, política y un incipiente -y luego desbaratado- surrealismo, presente en la llamada Escuela de Vallecas, con Alberto Sánchez, Benjamín Palencia y Maruja Mallo o con casos especiales como el del muy interesante pero malogrado Alfonso Ponce de León (p. 216). Luego, la catástrofe de la guerra que fue en el arte un campo de experimentación y transformación. El debate que se abre sobre "arte de masas y arte popular" (p. 130), ya lo dice todo y en el pabellón de España de la Exposición Internacional de París en 1937, construido por Josep Lluís Sert y Luis Lacasa se dio cita lo más representativo del arte español entonces, singularmente Picasso (que exhibió allí el Gernika), Joan Miró, Julio González (p. 237), así como Regoyos, Solana, Ferrer, Gaya, Zubiaurre, etc. Por cierto, sería la última vez que España se codeara de igual a igual en el escenario internacional del arte en una exposición que la Alemania nazi y la Rusia Soviética -que tenían sus respectivos pabellones frente a frente- vieron como un momento típicamente propagandístico. El pabellón nazi, obra de Albert Speer, coronado por el águila imperial y la esvástica, quería presentarse como un baluarte contra el comunismo y exhibía un famoso grupo escultórico de exaltación racista, Camaradería, de Joseph Thorak, mientras que el pabellón comunista lucía el no menos famoso de exaltación clasista de la campesina y el koljosiano, de Vera Mukhina, símbolo perfecto del "realismo socialista" de Stalin.

Este primer volumen se cierra con sendas interesantes consideraciones acerca de la cartelística de la guerra, muy abundante en el campo republicano, Renau, Bardasano y otros (p. 250) y sobre la actividad artística en la España rebelde, los franquistas.

El segundo volumen, todavía más minucioso que el primero, se divide en seis partes cuyo enunciado es muy ilustrativo tanto del proceder del autor como de sus inclinaciones ideológicas que, por supuesto, están presentes, aunque Bozal las refrena con prudencia y tacto: Postguerra y exilio, Picasso y Miró tras la guerra, el fin de la postguerra, la época del desarrollo, 1880 y sin canon y Coda: Work in Progress. Imposible dar cuenta del completísimo inventario de las artes plásticas que se realiza en este texto. Solo son posibles algunas referencias salteadas. El panorama de teoría del arte de la postguerra , la llamada "retórica hueca de lo sublime" y el intento de "renovación desde dentro", bajo el magisterio de Eugenio d'Ors (p. 43) y las obras muy diferentes de Benjamín Palencia, Ortega Muñoz y Pancho Cossío, uno de los escasos pintores falangistas de cierta categoría.

Trata el autor el arte del exilio, de la España peregrina que, en su gran mayoría, continuó haciendo lo que venía haciendo antes de su marcha (p. 57). Ramón Gaya, Luis Fernández, Francisco Bores, Alberto Sánchez, José María Ucelay, etc. Varios de estos volvieron al país; otros, no. Especial atención dedica Bozal al "exilio interior", un fenómeno interesante en sí mismo por su curiosa dimensión humana (artistas obligados a vivir una existencia creativa desdoblada) y que nunca se analizará lo suficiente. Ángel Ferrant y el muy discreto Joan Miró. Este exilio interior es el que fomenta la creación de grupos, como si los artistas quisieran adquirir más fuerza agrupándose de la que tenían como individuos: grupo Pórtico, Dau al Set, el mencionado Altamira, que no llegó a cuajar porque su carácter netamente fascista echó para atrás a varios posibles participantes (p. 97).

La orientación ideológica del autor asoma en los capítulos IV y V, dedicados a Picasso y Miró, con interesantes noticias sobre las relaciones entre el malagueño y el realismo socialista del partido comunista al que se había afiliado (p. 108). Por cierto, magistral el juicio sobre el último autorretrato de Picasso ( p. 113). Ese autorretrato es una pesadilla. La ideología vuelve a asomar al referirse a los tres grandes anteriores al informalismo, los escultores Chillida y Jorge de Oteiza (con algunas referencias a Agustín Ibarrola) y el gran pintor del muro, Antoni Tàpies (p. 143).

Le explosión de los años de crisis, previos a la complacencia del desarrollo, la "pintura gestual" y la llamada "poética del informalismo" es aquella en la que Bozal se siente obviamente más a gusto probablemente por su carácter comprometido, radical, innovador, no convencional y volcado hacia el tratamiento de lo contemporáneo: Guinovart, Ràfols Casamada, Canogar, Chirino, Manolo Millares y Antonio Saura (p. 196). El juicio sobre este, que le permite una nueva definición de lo moderno, adquiere dramatismo y profundidad en su análisis del perro semihundido del pintor aragonés goyesco a su modo: "Saura ha pintado que Goya es el perro y que el perro somos nosotros" (p. 202). Me atrevería a decir que las mejores páginas de este libro son las que van desde el tratamiento de Tàpies a las de Saura a las que añadiría las que dedica a otro genio de casi insondable profundidad, Antonio López (p.248).

A partir de la época del desarrollo, la pintura y la escultura españolas, todavía con las memorias del pasado, se abren a las influencias exteriores, dejan de alimentarse a sí mismas en la tragedia española y se adaptan a las corrientes y modas. Y lo hacen de modo sobresaliente. Bozal muestra, a mi entender, cierta frialdad en el juicio que engloba bajo un epígrafe "genérico" que llama la ironía. Sin duda hay de esta en el Equipo Crónica y otros equipos y algunos sobresaltos al estilo ZAJ que, aparentemente, no concitan el pleno entusiasmo del autor. Sí lo hacen, sin embargo, Juan Genovés y Rafael Canogar, que innovan formalmente, por cierto, pero en un mundo conceptual más tradicional o respetuoso con las tradiciones de la protesta y la movilización (p. 235). Incluido en este capítulo aparece Eduardo Arroyo, a quien el autor trata con el debido respeto pero sin especial entusiasmo. Palinuro, en cambio, lo tiene por uno de los artistas españoles contemporáneos más fascinantes quizá en medida pareja al juicio que le merece algún novísimo como Pérez Villalta (p. 305) y, ciertamente, el inmenso Luis Gordillo (p. 311).

Son ya las últimas páginas de este libro, que se lee casi como una novela, aquellas en las que la cercanía del fenómeno impide toda perspectiva y en donde el juicio carece de referencias o bien corre el peligro de emplear las equivocadas. Bozal traza un elenco de los artistas vivos actualmente, hablando, claro es, de "diversidad" porque no es posible hacerlo de otro modo. Trata de hacer justicia a todos, incluida la que juzgo sea su hija, Amaya Bozal (p. 389), en un trabajo que tiene el valor orientativo que siempre adornan estos juicios emitidos por expertos incuestionables.

dissabte, 9 de novembre del 2013

El sueño del surrealismo.


José Jiménez es el comisario de una exposición en el Thyssen sobre El surrealismo y el sueño, un título provocativo al contraponer dos términos que, en cierto modo, suelen darse por sinónimos. Razona, sin embargo, Jiménez que, si bien hasta la fecha se ha indagado mucho sobre la relación entre el surrealismo y lo onírico en un sentido, por así decirlo, transversal (el sueño como medio para la representación surrealista), no hay prácticamente nada sobre la contraposición directa del surrealismo con el sueño como objeto de la misma representación. Está muy bien visto y es la idea de una exposición muy interesante, articulada cuidadosamente en ocho apartados distintos, bautizados con títulos poéticos ("la conversación infinita", "el agudo brillo del deseo") o cargados de referencias ("yo es otro", "más allá del bien y del mal") que tratan de armar aquella imagen del sueño como el terrain vage en el que se expresa el surrealismo.

El primer paso es la referencia a los precedentes o antecesores, con un par de cuadros del aduanero Rousseau, Arp, de Chirico y especial parada y fonda en Odilon Redon. Esto de los precedentes es campo muy subjetivo. Los propios surrealistas reclamaban algunos (por ejemplo, Jarry) y, en otros casos,  el de los simbolistas (Klinger, Ensor, Moreau o Böcklin) hay una cercanía palpable. Aunque se me hace que el gran padre inspirador es el Bosco, el pintor de la muerte, que es, bien se sabe, un sueño prolongado.

Subraya Jiménez en sus notas que es notoria la presencia de mujeres, no solo como objetos sino como sujetos de la representación. En efecto, hay una nutrida presencia de mujeres y es muy interesante ver juntas muestras de todas ellas, Remedios Varo, Eleonora Carrington, Dorothea Tanning, Leonor Fini, con puntos de contacto y, de casos más particulares, aislados, personalísimos, Dora Maar, Toyen, Kay Sage o Meret Oppenheim. En algunos casos con multiplicidad de obra: pintura, dibujo, fotografía.

Porque el surrealismo ha impregnado terrenos adyacentes, incluida la escultura (hay piezas de Giacometti y Miró), los objetos y, por supuesto, el cine. La exposición incluye siete vídeos, algunos de obras muy conocidas, como La edad de oro, El perro andaluz o Recuerda, de Hitchkock, con la famosa secuencia de Dalí. Dalí está muy presente y también Magritte y Delvaux. Pero hay mucha más gente (son 173 piezas), viejos conocidos, como Masson, Ernst o Tanguy (por cierto, el marido de la infeliz Kay Sage), Breton, el pirado de Artaud, el fotógrafo Brasaï, Man Ray; otros a los que no es frecuente ver en exposiciones, Joseph Cornell, óscar Domínguez; y otros que tiene uno que ir a mirar en el catálogo para ilustrarse.

Las representaciones oníricas en su intenso simbolismo suelen ser patentes y, de no serlo, las explicaciones en la exposición son de enorme ayuda. A veces hacen bucle. La presencia de Freud se hace ver en la Gradiva descubre las ruinas antropomorfas daliniana con la trasposición de Gala en Gradiva.

El surrealismo es una realidad que emana del sueño y, cuando se vuelve sobre este y lo interpreta, se interpreta a sí mismo como arte; se psicoanaliza y representa todo lo que la realidad ordinaria tiene refoulé.

dimecres, 11 de setembre del 2013

El hijo del notario.


Formé parte de ese casi millón de personas que, de abril a septiembre de este año, fuimos a ver la magnífica exposición sobre Dalí que organizaron el Museo Reina Sofía y el Centre Pompidou de París, en colaboracion con la Fundació Sala-Salvador Dalí de Figueres y el Museo Salvador Dalí de Saint Petersburg (Florida). Pero, como odio hacer colas cuando puedo evitarlo, retrasé la visita hasta dar con un momento de menos apreturas. Porque, si hacer colas es odioso, pasear por un museo atestado de gente aun lo es más. Dado el éxito de la expo, hube de esperar casi al último momento. Finalmente pude ir y me quedé tan impresionado que he tardado un par de semanas en reaccionar. De tal modo que, cuando me decidí a escribir algo sobre ella, la exposición se había clausurado. Será, pues, la primera vez que escriba sobre un evento ya pasado. Es un poco daliniano, por utilizar un término frecuente en las manifestaciones públicas del pintor. Nunca la había entendido y la atribuía a alguna de sus frecuentes excentricidades. Veo ahora, después de visitar una exposición tan completa (más sistemática, aunque no tan abundante como la que hubo en 1983) que se trata de una expresión cargada de sentido. Le servía al pintor para dar a entender que se consideraba por encima de las distintas escuelas o corrientes artísticas, incluso de aquella cuya autoría y jefatura solía atribuirse: el surrealismo. El dalinismo es un estilo propio, que recoge muchas tradiciones pero rompe todos los moldes. Algo muy acorde con la peculiar visión que Dalí tenía de sí mismo, al considerarse como un revolucionario (mucho más que sus compadres surrealistas, al estilo de Breton o Aragon) amante al mismo tiempo de la tradición, la jerarquía, la aristocracia y el catolicismo.

La exposición contenía algunas de sus obras más famosas, junto a muchos otros óleos, dibujos, bocetos, fotografías, escritos, libros, revistas, objetos surrealistas, vídeos y documentales. Se subtitulaba todas las sugerencias poéticas y todas las posibilidades plásticas. Y sí señor, así es. La obra de Dalí es tan original, tan creadora, que cada cuadro es un universo cerrado en sí mismo y muchos juntos forman una constelación tan abigarrada y extensa que que no permite imaginar haya algo fuera de ella. Y tal es la aportación, casi la revelación de esta extraordinaria muestra: que permite comprobar cómo las distintas manifestaciones que el pintor fue sembrando a lo largo de su vida en sus múltiples escritos, algunas de sus expresiones más características y aparentemente inconexas, formaban parte de un proyecto unitario que, al final, tenía un sentido... daliniano. Las expresiones se encuentran por toda la exposición: el estilo paranoico-crítico, la miel es más dulce que la sangre; y también sus manifestaciones que pueden leerse en sus extraños y dispersos escritos: el artículo sobre San Sebastián, dedicado a Lorca, el Manifiesto amarillo o manifiesto antiartístico catalán, con Lluís Montanyà y Sebastià Gasch, contra "los putrefactos", el Manifiesto místico, La vida secreta de Salvador Dalí, el Diario de un genio,  la interpretación paranoico-crítica de una imagen obsesiva: "el Ángelus" de Millet, o el increible Manifiesto sobre el  derecho del hombre a su propia locura, etc. Dalí debe de ser el pintor más volcado en otras artes, la literatura, la poesía, el teatro, el cine, el ballet, la música. Y en todas partes impone su huella daliniana, como se aprecia en sus más famosos cuadros, complejas historias, compuestas por elementos de varias dimensiones (y no solo de la tercera, que tanto le ocupó) espacio-temporales, auténticos mosaicos simbólicos cuya contemplación agita al espectador, lo sacude de mil modos, lo incita, se le escabulle, lo provoca, lo sacude y no le deja descanso. Por estar está hasta ese Enigma de Hitler (1939) del que el propio autor decía que no lo entendía.

Es imposible dar razón en una crónica de ese denso mundo que la exposición muchas veces se limita apuntar. Solo cabe hacer algunas reflexiones sobre los aspectos que suelen llamar más la atención. Por supuesto, el cine en muy primer lugar, El perro andaluz y La edad de oro, capaces de sobrevivir en las inolvidables escenas oníricas de la peli Recuerda, de Alfred Hitchcock. Los otros surrealistas hablaban del subconsciente en la línea psicoanalítica. Dalí, que estaba muy orgulloso de haber conocido a Freud en Londres, en 1938, lo recrea. Tiene gracia ver a Gregory Peck e Ingrid Bergman, dos doctores muy serios, hablar de las paranoias de Dali, pensando que son propias.

No es extraño que Breton acabara por expulsar al bueno de Salvador del grupo surrealista. Me parece que se buscó una excusa típica, dando a entender que Dalí se hubiera comercializado y seguramente de ahí viene ese perverso anagrama que le dedicó de Avida dollars. Me parece injusto. A Dalí el dinero le parecía muy importante, como a todo el mundo. Pero, a diferencia de todo el mundo, siempre supo que tendría el que le hiciera falta y se dedicaba a despilfarrarlo. Breton perdió la oportunidad de dar una interpretación psicoanalítica de la expulsión: achacarla al destino del artista. Dalí es el eterno expulsado, el que no encaja en ningún sitio: lo expulsaron del colegio, de la Academia de Bellas Artes y hasta de su familia. Breton, en realidad, cumplía un designio.

Hay varias manifestaciones delÁngelus, de Millet que, como se sabe, fue influencia permanente a lo largo de la obra de un genio que siempre supo que lo era y, por tanto, jamás fue parco en reconocimiento a aquellos de quienes hubiera aprendido algo. Un hombre leal, caramba. ¿Qué mejor reconocimiento de influencia que el Autorretrato al estilo rafaelesco? Rafael, Miró, Picasso, mucho Picasso aparecen aquí y allá y también las influencias literarias y musicales que siempre reconoció, en el Busto de Voltaire que desaparece o la portentosa síntesis de la copa/cáliz de Tristán e Isolda.

En fin, quien se canse de contemplar Las tentaciones de San Antonio o La metamorfosis de Narciso, entre otras muchas, que levante la mano. Que la levante quien no vaya buscando relojes blandos, cuerpos cajoneras, hormigas o panes. Y por supuesto, los españoles se quedan petrificados, literalmente petrificados delante de la premonición de la guerra civil viendo que, en efecto, es de 1935 y, por lo tanto, una verdadera premonición. Una en la que se ve a Goya.

La relación de Dalí con Gala -abrumadoramente presente en su obra- era, por lo menos extraña. Su sexualidad, de la que habla mucho, no menos.  Tiene uno la impresión de que Gala fuese la substituta de la madre, tempranamente perdida y de la que él era muy dependiente. Mírese El gran masturbador. Una especie de pansexualidad anima muchas de sus obras que se abren al espectador pero lo envuelven, lo atraen, lo absorben, lo penetran, lo hacen suyo, se proyectan en él. Luego, cuando lo dejan partir de nuevo al encuentro con la realidad, encontrarse un teléfono cuyo auricular es una langosta dorada es lo más normal del mundo.

dissabte, 17 d’agost del 2013

El impresionista tranquilo.


Muy buena exposición retrospectiva de Camille Pissarro en el Thyssen. Son 79 lienzos pero están muy bien organizados, son representativos de sus distintas épocas en su larga vida y mantienen equilibrio, desde las obras iniciales a las últimas. Como el autor y su obra, muy organizado, representativo y equilibrado. Sin estridencias, sin aspavientos, un pintor normal, que pintaba gentes normales y paisajes normales, naturales y urbanos; nada de apoteosis, salvo la que cada cual quiera ver en algún ferrocarril solitario o un puente con denso tránsito.

Su ruptura más violenta fue con la Academia, para orientarse al impresionismo, del que el saber convencional lo hace fundador y no sé si teórico. Es posible. Su fidelidad a la escuela fue a prueba de bomba porque es el único impresionista que expuso en los ocho años de salones. Pero estos eran los salones des réfusés precisamente por la Academia de la que, sin embargo, el propio Camille procedía al haber presentado alguna obra de la mano de su maestro Corot. Este fue el primero en romper el baluarte ampuloso, patriótico, historicista de la insttución, al colocarle sus serios y graves paisajes naturales utilizando alguna ruina romana para dar el pego neoclásico.

De Barbizon al impresionismo el camino está hecho y, por eso, cuando los académicos se dan cuenta de a dónde los llevan los bosques y los prados, se cierran en banda y rechazan el mal gusto de los impresionistas, les réfusés. El hecho es que el joven Pissarro, ferviente discípulo de la escuela de Barbizon, cuya infuencia arrastró toda su vida es el que ha cubierto todas las etapas del tour. Como la puntillista, que traía de sus relaciones con su medio discípulo, medio amigo, medio maestro Seurat. Hasta el punto de que, en mi modesta opinión, eso que se llama el "postimpresionismo" de Pissarro es, en realidad, impresionismo puntillista pasado por Barbizon.

Pissarro es un impresionista de manual, casi de ritual. No innova temas ni oficio, pero introduce sutiles variaciones en el programa de mano habitual: mucho Sena arriba y abajo, de Rouen a los puentes de París con inevitables paradas y fonda en Pontoise, Eraigny, Marly, Louveciennes; muchos bosques estilo Barbizon; almiares, cosechas, campesinas al trabajo; calles de París (Brd. Montmârtre, etc) con efecto lluvia; pajares efecto nieve; figuras humanas del común, criadas, mucha horticultura, campesinos, familiares; algún autorretrato. Por cierto, poquísimos. Le conozco uno de 1878, bastante convencional, otro de 1898 que parece una caricatura y el muy famoso que aquí se expone, de 1903, al año de su muerte, una especie de epitafio. El hombre de la larga barba blanca con un aire a Walt Whitman. Creo que hay algún otro, pero no lo conozco.

El tumultuoso siglo XIX, especialmente en París, parece haber pasado por la obra de Pissarro sin tocarla. En la guerra franco-prusiana se medio-exilió en Inglaterra y la Comuna de 1871 no le llamó la atención (salvo que esté yo equivocado), como tampoco parecen habérsela llamado otros temas caros a los pintores entonces vanguardistas, como las estaciones de trenes, la vida de la burguesía, los asuntos exóticos (entre ellos, España), los espectáculos, la fiestas civiles. Él siempre a lo suyo: de pequeño le dijeron que había que pintar au plein air y es lo que hizo hasta el fin de sus días. Era tan de manual que, en sus años juveniles, fundó una cofradía, una hermandad, cosa a la que son muy proclives los artistas, especialmente los pintores, sin duda por el sentido místico que tienen de su arte, la del gremio de San Lucas. En cuanto pueden se montan una especie de conjura en pro de sublimes valores.

Confieso que esto es más o menos lo que pensaba al entrar en la exposición del Thyssen. Y salí muy contento en la idea de que lo visto corroboraba mis prejuicios: el padre del impresionismo, oscurecido por el ínclito Monet, maestro de todos pero no aclamado por ninguno. Un hombre correcto, amable, tranquilo, reposado tirando a plano. No la llama; no el genio explosivo que deslumbra, no Monet, no Manet, no Degas, no Van Gogh, no Gauguin. Justo el hombre organizado que convierte en cotidiana la insólita ruptura de los demás. Bien, bien. Tranquilo a casa. La exposición, magnífica. Primera monográfica, me parece, en España.

Buen momento, me dije (es la razón por la que escribo esta entrada) para averiguar de dónde viene ese Pissarro que siempre me ha intrigado porque sugiere el inmediato Pizarro. ¿No había un Narciso de la Pena en Barbizon? Vayan a Google y tecleen Camille Pissarro. Vayan a Wikipedia, por no caminar mucho. Este hombre, nacido en la isla caribeña de Santo Tomás, hoy parte de las Islas Vírgenes, de los EEUU, pero entonces bajo soberanía danesa, era hijo de un comerciante judío portugués que viajó a la isla a hacerse cargo del negocio de un tío fallecido y se casó con la viuda, Raquel, madre de Camille. La comunidad judía se tomó muy a mal el matrimonio y negó a hijo el acceso a la escuela mosaica, obligándolo a estudiar la enseñanza primaria en una escuela solo para negros, que en esto del racismo los judíos también se las traen. Y el resto de su vida más o menos así, hasta su llegada a París, de donde ya no salió, me parece, excepto las escapadas a Londres.

Es decir, este hombre tranquilo, reposado, equilibrado, contenido, volcado en el exterior, venga a pintar paisajes con figuras humanas borrosas, tenía que llevar el demonio en el cuerpo. Un hombre a quien su padre obligó durante cinco años a trabajar de contable en su empresa de cargo en la isla caribeña para que olvidara que era un artista, un pintor y a quien, por último, desheredó, repartiendo sus bienes a partes iguales entre la sinagoga y la iglesia luterana del lugar suele tener algunas cuentas que ajustar con el mundo.
 
Bueno, dirá alguien, eso lo único que demuestra es que Wikipedia es un lugar para cotilleos irrelevantes y vete a saber si ciertos. Parece que el hombre casó con la criada de su madre, que era una criolla (la madre) a la que el pueblo elegido despreciaba por no ser de su fe, un motivo que cualquier hijo de cualquier madre entenderá en su justa medida.
 
Bueno, ¿y qué? tornará a decir el alguien. ¿Qué tiene eso que ver para disfrutar, interpretar las obras de arte y perorar sobre ellas? Probablemente nada pues lo que nosotros recibimos son puras impresiones, no expresiones; eso vendrá después. Pero ¿seguro que no hay nada de tal peripecia vital en la creación del hombre tranquilo? Entra la duda. Hay que volver a ver la exposición con los ojos de un chaval rechazado por su comunidad y por su familia. Y el autorretrato. ¿Qué expresa ese autorretrato del hombre de larga barba cana que se da un aire a Walt Whitman?

(El autorretrato es una reproducción de Wikimedia Commons, bajo licencia Creative Commons).

dijous, 25 d’abril del 2013

Sfumato cantabile.


Hay en la Fundación March una interesantísima exposición de Paul Klee que se centra sobre todo en sus años en la Bauhaus, entre 1921 y 1931. Viene motivada por el hecho de que se ha abierto una base de datos en la red en la que cabe consultar las 4.000 páginas manuscritas que dejó el artista, con sus bocetos, esquemas, reflexiones y teorías sobre colores y formas, sus notas de clase, parcialmente publicadas ya en inglés y consideradas una de las cumbres de la teoría del arte contemporáneo. Porque Klee dedicó parte de su vida a enseñar lo que él mismo consideraba no enseñable. La prueba, su célebre consideración final, cuando se despidió de sus alumnos: "señores, les he enseñado un camino; yo he seguido otro". Esa enorme cantidad de material escrito, debidamente ordenado y clasificado por las dos comisarias de la exposición, Fabienne Eggelhöffer y Marianne Keller, del Zentrum Paul Klee de Berna, pueden ahora consultarse en este banco de datos.

Enseñar lo que no puede enseñarse. El mismo Klee tuvo grandes dificultades para aprender el arte en la que quería expresarse porque, aunque su educación primera fue en música, llegando a ser un notable violinista desde temprana edad, acabó decidiéndose por la pintura, con disgusto de sus padres, músico él y cantante ella, algo así como al revés de lo que pasó con Schönberg. Pero el aprendizaje del arte elegida se le hizo cuesta arriba, sobre todo de su materia prima, los colores. Después del obligado viaje a Italia, en la tradición de los italianizzati y otro a Túnez, llegó a dudar de si alguna vez sería capaz de dominarlos, de si llegaría a ser pintor. Pasó por varias asociaciones, la más notoria, Der Blaue Reiter, con Franz Marc y Vassily Kandinsky y luego por Los cuatro azules, de nuevo con Kandinsky, Feininger y el tremendo Jawlensky. Pero no perteneció en realidad a ninguna por su muy pronunciada singularidad. Amistad duradera mantuvo con Kandinsky (a Marc y Macke los mataron en la primera guerra), cosa que se les nota a ambos; con él ingresó en la Bauhaus, de la que fueron dos puntales. A enseñar lo que no se podía enseñar.

Gran parte de la obra de Klee es experimentación de color, pero no entendido en puridad cromática sino también tonal. A eso llega cuando, con pleno dominio de lo que tanto le costara, asimila los matices a los tonos musicales y su obra se hace sinestésica. Ahí es donde, por mucho que se teorice, la cuestión se hace inefable porque la confluencia de las dos sensibilidades, la cromática y la tonal es muy infrecuente. De todo esto da cumplida cuenta la exposición en donde está todo muy bien explicado. Sale de ella un Klee mucho más poderoso de lo que suele parecer normalmente a causa de los prejuicios existentes sobre la estética de la Bauhaus. Y sin rehuir dificultades añadidas. Esa preocupación de Klee por reflejar la naturaleza como proceso, esa insistencia, un poco enloquecedora, en lo que las cosas están siendo se acomoda muy bien a las oscilaciones y modulaciones de matices y tonos. Pero no solo hay mucho sfumato, también abundante de su contrario, cangiante. Merece la pena contemplar esas composiciones en las que Klee ha convertido en veleros los movimientos de la batuta de un director de orquesta.

Los nazis, con su habitual olfato, clasificaron la obra de Klee de arte degenerado, sacaron sus cuadros de los museos y exposiciones y llevaron muchos de ellos a la exposición que hicieron en Munich en 1938 sobre arte degenerado. En concreto, malvendieron esta fabulosa pieza de 1922, llamada La máquina de trinar (Die Zwitscher-Maschine) a un marchante que se la revendió al MoMA en Nueva York que hoy lo exhibe como una de sus piezas más valiosas y de las más reproducidas por cierto, generalmente para decorar espacios infantiles. La parte de naïf que hubo siempre en Klee se sentirá gratificada. Se me ocurre que se podía usar también como símbolo de Twitter, en lugar de ese gorrión azul. Al fin y al cabo el cuadro se llama en inglés the twittering machine. Ya lo he propuesto en Twitter pero sin esperanza alguna porque el trinar de Twitter es ensordecedor.

(La imagen es una foto de Wikimedia Commons en el dominio público y se titula La máquina de trinar, 1922).

dimecres, 17 d’abril del 2013

Picasso y Els quatre gats.


Palinuro grabó ayer por la mañana el programa Singulars en TV3 en Barcelona que se emitirá esta noche. En él trata de explicar su punto de vista de por qué los españoles deben reconocer el derecho de autodeterminación de los catalanes. Básicamente porque cuando tanta gente pide el derecho a decidir hay que reconocérselo. El derecho a decidir no prejuzga la decisión. Lo que la prejuzga es negarlo; pero ya hablaremos de eso en otro momento. Negar el derecho a decidir porque se supone que es decidir la independencia, aparte de mostrar muy escasa confianza en la nación que se defiende, carece de grandeza. El derecho de autodeterminación debe reconocerse especialmente cuando puede ejercerse en contra de quien lo reconoce. Lo otro no tiene mérito. En fin, que agradezco a TV3 la oportunidad que me ha dado de explicarme un poco más y sobre todo a su conductor, Jaume Barberá, un gran periodista.


En un par de horas distraídas entre TV3 y el AVE en Sants, zas, museo Picasso al canto. Los cinco magníficos palacios góticos corridos del carrer Montcada (siglos XIII y XIV) son tan dignos de contemplar, con sus ojivas góticas, sus trifolios a patios interiores, como la colección. Aunque esta es estupenda. Se compone de piezas de la época inicial de Picasso en Barcelona, con los comienzos de la época azul y rosa y el cubismo que aquí se ve nacer. Resulta sorprendente comprobar que algunas de las obras más celebradas del artista proceden de su etapa más juvenil, en torno a los veinte años y no necesariamente tan clásicos y naturalistas como Ciencia y caridad, sino el loco por ejemplo, de la época azul o el Autorretrato con peluca, con apenas 17 años. Hay un primer arlequín y un caballo corneado que reaparecerá años después en el Guernica. El segundo lote, donación del propio Picasso en 1968, son Las meninas (obra de mediados de los 50) y el más de medio centenar de piezas que son como el gran acompañamiento preparatorio de la reproducción acabada de la obra cumbre de Velázquez. Es curioso observar qué elementos de la composición del artista sevillano resalta el malagueño: el hombre del fondo en el dintel de la puerta que sirve para dar profundidad a la escena, la Maribárbola (que a mí siempre me ha recordado a Charlie Brown) y la figura del pintor en la que lo más relevante es la cruz de Santiago. Un genio interpretando a otro genio siempre da qué pensar. Entre los dos lotes hay alguna obra también celebérrima, como el Retrato de Sabartés, ilustrado aquí con fotografías del amigo del pintor, gracias a las cuales uno adquiere una más cabal comprensión de la interpretación picassiana de su rostro.


De camino al AVE, escala a tomar un café en Els quatre gats, en donde también paraba mucho Picasso y donde realizó sus dos primeras exposiciones individuales. Es un café-restaurante modernista de la calle Montsió, siempre en el barrio gótico. El lugar era el centro de la vanguardia artística barcelonesa de primeros del siglo XX, fundado por eso, por cuatro gatos: Ramón Casas, Santiago Rusiñol, Miquel Utrillo y Joaquim Mir. El propietario era Pere Romeu, el segundo en el tandem que aparece en el fresco de Ramón Casas que adorna el comedor de entrada del establecimiento hoy día. El primero, con la pipa de fumar puros como si fuera una locomotora, el propio Casas. Qué tipos tan simpáticos los del tandem, qué lugar tan agradable quatre gats, literalmente abarrotado de recuerdos y testimonios gráficos de aquellos estupendos pintores en su vida bohemia.

La imagen es una foto de Wikimedia Commons en el dominio público).

diumenge, 10 de març del 2013

Más impresionismo.

Está muy bien la exposición del Thyssen, Impresionismo y aire libre. De Corot a Van Gogh. Es mucho más rica e importante que la de Mapfre pero entre las dos dan testimonio de una invasión impresionista de la Corte. En el caso de la del Thyssen, el comisario ha dividido la muestra por temas paisajísticos: ruinas, bosques, pedregales, montañas, cielos, marinas, etc. Unidad temática en cada caso, pero gran variedad de estilos y maneras. La muestra quiere reflejar el resultado de la tendencia de la pintura al aire libre, como una aportación revolucionaria del impresionismo, la otra sería el modo de ver ese aire libre. El resultado paradójico es que, una vez más, no hay nada nuevo bajo el sol. La reacción impresionista era contra la tendencia academicista e historicista de la pintura hecha siempre en taller por entonces dominante. Pero para enlazar con la tradición paisajística no idealizada, naturalista, en la pintura ya desde el siglo XVII y el XVIII, con la influencia de algunos italianizzati, como Pierre-Henri de Valenciennes, de que se exponen dos obras con sendas loggie romanas. Y convivir en el XIX, durante la hegemonía de la pintura histórica con la escuela de Barbizon, de la que hay abundante representación, Corot, Díaz de la Peña, Rousseau, Daubigny etc. Estos de Barbizon, cómo no tratándose de pintores, formaban una hermandad y por eso, quizá, atrajeron a los impresionistas al bosque de Fontainebleau en donde ellos trabajaban.

Da gusto encontrar viejos conocidos y obras que uno desconocía, muchas, lo que convierte la visita en un placer. La división por temas, un acierto, trae continuamente a la memoria otros ejemplos. Es imposible no recordar a Claude Lorrain al entrar en la sala de ruinas, azoteas y tejados, igual que los bosques de Monet evocan los grandes paisajistas holandeses, Ruisdael o Hobbema y, por supuesto, los ingleses, Constable (del que hay varias obras) con aquel padre espiritual del impresionismo que fue Turner. Hay asimismo alguna muestra de paisajística norteamericana, a la que no suele prestarse la atención que merece, con obras del venerable predecesor Asher Durand, el inspirador de Alfred Bierstadt quien, sin embargo, no parece habernos visitado. Estos norteamericanos ya practicaban la pintura al aire libre mucho antes de que los impresionistas teorizaran sobre ella. Y ¡qué aire libre! Desde el Niagara las Rocosas y de allí al Yosemite: abrieron un continente. El Oregon Trail es inolvidable.

Hay más gratas sorpresas. Desde luego, los propios impresionistas, Monet, Manet, Van Gogh, Renoir, Sisley, etc. Marinas, torrentes, riachuelos, campos de trigo, los acantilados de Etretat, los pueblos de Normandía, Honfleur y también Argenteuil y las proximidades de París. Esa fusión del impresionismo con sus predecesores permite asimismo ver a estos con nuevos ojos. Creo que es la primera vez que me he tomado en serio uno de esos cuadritos galantes de Boucher en los que los más frondosos robles sirven para que de sus ramas se columpien adorables damiselas con el rostro emplastado de polvos de arroz con un lunar.

Y hay rocas. Se exhibe Peñascos en el bosque, de Cézanne (1893) que podría pasar tranquilamente por un manifiesto cubista. Y es que la exposición también trae muestras postimpresionistas. Hay algunas piezas del suizo Hodler que nunca ha sido de mi gusto pues recuerda un poco los vitrales de las iglesias y unos terribles nubarrones sobre el Mar del Norte de Emil Nolde que son ya completamente expresionistas.

Junto a esta espléndida exposición hay otra minúscula (y gratuita) que alberga diez obritas, quinta edición de Miradas cruzadas, consagrada ahora al Juego de interiores. La mujer y lo cotidiano. Son piezas de la colección permanente del museo destinadas a mostrar esa redundancia de la mujer y lo cotidiano. La mujer en el ámbito privado, aislado, recluido, alejado del público, que es territorio viril. Desde la pintura holandesa a los interiores del siglo XX. En fin, un anticlimax del 8 de marzo, día internacional de la mujer.

dissabte, 16 de febrer del 2013

El arte por el arte.

El arte desafía la lógica. Se manifiesta de repente, porque quiere, sin preaviso y, cuando reflexiona sobre sí mismo y se da un nombre, por ejemplo impresionismo, es para introducir mayor incertidumbre. Ganas de fastidiar. La exposición de la Fundación Mapfre, Impresionistas y postimpresionistas trae setenta y ocho obras del Quai d'Orsay que ilustran muy bien un momento de la agitada historia del impresionismo. El nombre procede de una tela de Monet, Impression soleil levant, de 1872. Por entonces, los impresionistas, rechazados por la Academia, estaban en pie de guerra contra esta y organizaban su Salon des réfusés. El término "impresión" tiene vocación de manifiesto, es la traducción pictórica de la teoría del arte por el arte, que había abanderado Théophile Gautier. El arte no es mensajero ni portador de significados morales, religiosos, políticos; no está al servicio de ninguna causa. La elección del término "impresión" evoca lo momentáneo, pasajero, fugaz, como aquello con verdadero valor artístico frente a la huera trascendencia del academicismo, siempre ejemplificando con héroes muertos y grandezas del pasado. El arte está ahí fuera, ahora, en los paisajes urbanos o naturales. Hay que salir y captarlos en un momento determinado, con una luz concreta. Dar una impresión de ellos. La impresión es evanescente, frente a la perennidad de lo clásico. Pero, al quedar fija, esa impresión se incorpora al mundo contra el que lucha, el mundo de las reglas y las normas. Para combatir esa consolidación de la impresión, por así decirlo, los artistas pintan repetidas veces los mismos temas con iluminaciones distintas. El caso extremo, Monet y sus cuadros de la fachada de la catedral de Rouen a varias horas del día (de los que hay dos en la exposición), como también hizo con los acantilados de Entreat o sus estanques de nenúfares. En la exposición, el de la armonía verde, de 1899

Los impresionistas -quizá por su común condición de refusés- tenían conciencia de grupo. Eso pasa mucho y especialmente en pintura, quizá por la tradición de los talleres del gremio de San Lucas. El XIX y el XX están llenos de "fraternidades" y "comunidades". Los prerrafaelitas eran una "fraternidad", como la de los nazarenos alemanes, el grupo Secession o el de Die Brücke. En realidad, cuando el impresionismo entra en crisis (por utilizar la terminología de la exposición, que no es muy acertada porque, hablar de "crisis" tratándose de arte, no tiene mucho sentido), da lugar a su propia comunidad, la de los nabis, abundantemente representados en la exposición de Mapfre (Valloton, Sérusier, Denis, Roussel, Vuillard).

Es que, en concreto, el nudo de la exposición es el postimpresionismo, desde 1885 en adelante, cuando el Salon des refusés se ha convertido en el Salon des independents, más ecléctico y menos combatido por el agresivo "buen gusto" del academicismo que ya estaba de retirada. Basta con echar una ojeada a la producción del almibarado Walter Bouguereau para darse cuenta de ello. Los postimpresionistas, o los impresionistas más longevos, ya no son los temibles revolucionarios de los refusés, algunos de los cuales habían tenido relaciones con la Comuna de 1871. Ahora son los reconocidos maestros, incluso cuando se recrean en los desnudos femeninos al estilo de Rubens (Las bañistas, de Renoir) o "descienden" a los bajos fondos de la sociedad, como hace Toulouse-Lautrec (La payasa Cha-U-kao). Los nabis, esto es, los profetas, quizá por esa costumbre de las vanguardias de ir a buscar su razón de ser a la antigüedad del pueblo elegido, son más planos, en todos los sentidos. Esa condición plana se acentúa con su empleo del cloisonné, en algunos casos, que abriría el camino al modernismo, pero no es suficiente para ponerlos a la altura de Cézanne o de Gauguin, a quien reconocen como maestro. De Cézanne un ejemplo de sus celebérrimas manzanas y de Gauguin un bodegón con un abanico de japaniserie, testigo de la pasión del artista por lo exótico.

Es una magnífica exposición y está siendo muy visitada. Seguro que se complementa muy bien con la que hay en el Thyssen también sobre el impesionismo como pintura de exterior. Habrá que verla.

dijous, 27 de desembre del 2012

El genio y el ingenio.

Es interesante la exposición del Prado sobre El joven Van Dyck. En realidad debiera llamarse el jovencísimo Van Dyck porque, aparte de morir relativamente temprano, con 42 años, el pintor de Amberes, fue muy precoz. La primera obra (de las cuarenta y tantas en exposición) en saludar al visitante es un famosísimo autorretrato con dieciséis años. No es rara la precocidad en la pintura (Dalí y Picasso mostraron su talento muy pronto, de adolescentes) y en la música (el caso de Mozart o, en otra dimensión, el de Juan Crisóstomo Arriaga, fallecido a los veinte años) y no tanto en otras artes. Las audiovisuales son más tempraneras y demuestran que el genio artístico es innato. El aprendizaje lo perfecciona, pero no lo sustituye. Se da mucho menos en las literarias. Bastante sin embargo en la poesía. Pero es que esta no es un arte literaria a secas, sino la primera y más profunda forma de la sinestesia pues consiste en encontrar la música del espíritu, expresada a través de las palabras.
Lo fascinante del autorretrato de 1515, que nos mira al desgaire, como de pasada, cual si estuviera dejándonos detrás, es la serena seguridad en sí mismo que transpira; en un crío de 16 años. A los veinte era ya maestro del gremio de San Lucas, el mejor discípulo de Rubens y pronto su igual. La compenetración con este, cuyo estilo adoptaría, haciéndolo suyo e imprimiéndole su personalidad era muy grande. Tanto que le regaló un primoroso retrato de su mujer Isabella Brant, que también era modelo del propio Rubens y puede verse en la exposición.
La muestra atribuye a Van Dyck la capacidad de trabajar simultáneamente en varios estilos. No es mérito pequeño. Por ejemplo, dos de los estilos más frecuentes son antagónicos: la exuberancia rubensiana de grandes composiciones bíblicas o mitológicas y la sobriedad austera de la retratística flamenca en la tradición de Frans Hals. Junto a los cuerpos retorcidos de animales a la manera de Snyders con quien colaboró, aparecen en la misma época los graves ciudadanos holandeses y sus señoras tod@s ataviad@s de negro y con altas golas almidonadas de encaje, al estilo del primer Pourbus.
Quiere la historia que la larga estancia de Van Dyck en Italia lo encaminara después hacia otra forma de pintura, un estilo más reposado, más elegante en el que el tumulto rubensiano se apacigua en la serenidad clásica de la escuela veneciana que hace suya con el mismo ardor con que tomó el estilo de su maestro flamenco. La Pomona de su Vertumnus y Pomona (1625) está calcada de las Dánaes de Tiziano. Ya había intentado seguir sus pasos con su retrato ecuestre de Carlos V, muy inferior al Carlos V en Muhlberg del maestro veneciano. La escuela veneciana fue decisiva en su maduración. Esa suavización de la forma, conjugada con su fondo de sobriedad y el dominio de la composición, le hizo maestro consumado en un estilo realista y elegante que le daría fama y riqueza cuando se instaló en Londres, como pintor del Rey Carlos I de Inglaterra, de quien dejaría unos cuarenta retratos, algunos magníficos, como ese triple que había de servir para un busto y la serie de retratos ecuestres. Fue el artista preferido de aquel monarca absolutista que tenía pasión por las artes. Prueba es que antes había tratado de fichar al propio Rubens, que andaba por la corte como embajador informal o medio espía. Las artes, las letras, el pensamiento, pues tuvo también como amigo y mentor a Hobbes. Todo lo cual no impidió su muerte en el cadalso en 1649. Van Dyck no solo retrató al Rey sino a una porción importante de la nobleza, sentando las bases de la espléndida retratística inglesa del XVIII, Reynolds o Gainsborough singularmente. Pero esa es otra historia. La exposición se concentra en la obra primera. Hay varias piezas sacras, de la pasión de Cristo, el prendimiento, la coronación de espinas, el descendimiento y abundantes retratos de las series de apóstoles todos en estilo que revela también la influencia y el trato de Jordaens, otro discípulo bienquisto de Rubens. Pueden contemplarse asimismo bastantes bocetos, que dan idea del modo de trabajar del artista, asunto que suele interesar a la gente minuciosa.
A título de curiosidad se entera uno de que el Aquiles descubierto por Ulises en la corte del Rey Diomedes, que siempre había supuesto obra de Rubens y Van Dyck juntos, no está claro que sea de ninguno de los dos, o solo en algunos trazos, pues es producto de taller. Juraría que el rostro de Aquiles es de Van Dyck. Ofrecía la posibilidad de plasmar su ideal de belleza, el que se atribuye a sí mismo desde el principio, una mezcla de rasgos femeninos y masculinos que aquí deberían manifestarse porque lo requiere el episodio mitológico. El astuto Ulises revela la naturaleza viril de Aquiles por debajo de su disfraz de mujer mostrándole una espada. Un tema frecuente en la pintura del XVII. Poussin lo trató varias veces. Aquí la supuesta hija que se abalanza sobre el arma y la blande con destreza recuerda al propio Van Dyck, a quien los españoles de la época llamaban Vandique.

diumenge, 16 de desembre del 2012

Pintar a otr@.

Está muy bien la exposición de Mapfre (Recoletos, Madrid) de los retratos que hay en el Centre Pompidou en París. Son 80 piezas de pintores del siglo XX, unos más famosos que otros. Algunas, las menos, son muy conocidas. La mayoría es obra menor. El comisariado, en advertencias sabiamente diseminadas por las paredes, nos insta a observar el impacto de las distintas corrientes, las vanguardias, etc. en el género. Desde luego, es curioso e interesante.
Aunque sea una muestra tan reducida, constituye un buen aliciente para repasar ese género pictórico del retrato, lleno siempre de enseñanzas. El retrato tiene una dimensión metafísica muy pronunciada por cuanto quiere representar a un ser ausente y, muchas veces, ausente para siempre, pues está muerto. Su impulso primitivo es esa negación de la muerte en forma de signo. Los retratos de Fayum son de personas difuntas. Mucha retratística renacentista era mortuoria, en algunos casos con retratos célebres, como el de Giovanna Tornabouni, de Ghirlandaio, en 1488. El culto a los antepasados y a los descendientes (son muy frecuentes las imágenes de niños fallecidos) empieza en los retratos.
Tiene también el género una dimensión social, habitualmente ostentosa y narcisista. Este era yo. Todos los poderosos se han hecho retratar. Y, cuando las sociedades se democratizaron, la afición caló en las clases medias. Así, el retrato llegó a ser un modus vivendi de muchos pintores. Se da aquí una diferencia interesante. Son muy distintos los retratos hechos por pintores especializados en retratística que los que ocasionalmente hayan hecho otros artistas con más temas o géneros. Igual que si para los retratos se emplean modelos reales o son imaginarios. Los pintores especializados tienden a "serializar" sus obras y, en ese trayecto, amaneran su estilo a extremos insólitos. Todas las mujeres retratadas por Giovanni Boldini se parecen. Es difícil encontrar un retratista de éxito que, como Sargent, muestre tan amplia variedad de estilos.
Todo eso se ve también en la exposición de Mapfre (retratistas y generalistas, modelos reales o invención) que muestra, además, la ruptura del género del retrato con cualesquiera convenciones. Si alguna quedaba, el cubismo y el expresionismo dieron buena cuenta de ella. A partir de ahí se llega al retrato abstracto, sin temor a la contradicción en los términos. Hay también muchos retratos de los que se llaman psicológicos con no más razón que porque el psicoanálisis es un hallazgo del siglo XX. Digo, porque el carácter psicológico de muchísimos retratos (si no todos) muy anteriores es patente. ¿No es psicológico el retrato de Inocencio X, de Velázquez? No hace falta seguir.
Los más psicológicos de los retratos son los autorretratos, un subgénero tan potente que es género por sí mismo. Porque, si en el retrato el artista pinta al otro (e, inevitablemente, proyecta en él su visión), en el autorretrato se pinta a sí mismo como si fuera otro. Aquí las variaciones son infinitas. La exposición de Mapfre tiene el buen tino de reunir un puñado de autorretratos en una sala; pero tiene también el malo de desperdigar otros autorretratos en otras partes, por ejemplo, uno de Bacon estupendo. En la sala llaman la atención dos óleos de Giorgio de Chirico que son autorretratos con su madre. En los dos es ella la figura dominante. Uno saca la conclusión de que el autor pretende -quizá sin saberlo- autorretratarse en su madre. Autorretrato psicológico.
En fin, merece la pena dejarse caer por la exposición de Mapfre.

diumenge, 4 de novembre del 2012

Jardín con Sorolla.

En el centro de Madrid, en el Paseo del General Martínez Campos está la casa en que vivió Sorolla los últimos veintitantos años de su vida. Está como él la dejó, aunque convertida en museo por decisión de los herederos y de la fundación que gestiona su legado. La planta es la misma, salón, taller del artista, comedor etc. Se ha pretendido (y conseguido) aunar la conservación de la intimidad con la exposición de la mayor cantidad posible de obra del autor y los objetos de que se rodeaba incluida su colección de cerámicas. Conserva asimismo los jardines como él los pintó, con la natural renovación del reino vegetal. Ni que decir tiene que es un lugar casi mágico, semioculto tras un muro de mediana altura. Un lugar muy agradable que apetece visitar de vez en cuando, si no para contemplar los cuadros del pintor valenciano (y se exponen permanentemente muchos de los más famosos y gran cantidad de pintura familiar, a la que era muy aficionado, especialmente retratos de su mujer, Clotilde), para pasear en el silencio de los jardines, concebidos por Sorolla como reproducciones en pequeño de los del Generalife o sentarse en algunos de los bancos a contemplar las escasas estatuas que los pueblan. Es gratis porque la entrada al museo se paga una vez atravesados los jardines.
Es el caso que acaban de traer una exposición de cuadros sorollianos dedicados a los jardines. Es una  itinerante que primero estuvo, creo, en Ferrara, luego en Granada y ahora llega a Madrid, su última etapa. Recoge mucha producción de esta temática y hasta ahora nunca vista porque en gran medida procede de colecciones privadas y se centra en dos momentos: de un lado, la experiencia del viaje del pintor a Andalucía ya en plena madurez y la impresión que le causaron el Alcázar de Sevilla y la Alhambra y el Generalife en Granada y que se refleja en numerosas representaciones de los jardines nazaríes. De otro lado, las no menos abundantes representaciones de sus propios espacios, en los que indagó incansablemente en los efectos de la vegetación, los colores, la luz, esos jardines por los que ahora podemos pasear nosotros con la curiosa sensación de estar paseando por un cuadro. Lo cual es una especie de ironía porque, precisamente, el rasgo común a toda la pintura de jardines de Sorolla es que la figura humana está ausente. 
Es una pintura magnífica y modesta, enamorada de aquello que ve y quiere apropiarse reproduciéndolo. Por eso es al mismo tiempo tan intensa. Andalucía, en efecto, parece haber sido una revelación para Sorolla. Nada extraño. Es una sensación muy común entre artistas, literatos, músicos, pintores y gente del común: Andalucía es siempre una sorpresa. Y no tanto por la luz, que esa la llevaba Sorolla puesta de su Valencia natal, sino por los colores y, sobre todo, por la organización de la naturaleza por la obra humana que integra los aromas con los colores, las formas y los rumores del agua de fuentes y acequias. Eso es lo que fascina a Sorolla, lo que pinta y lo que trata de conseguir en Madrid, en su casa. 
Es una magnífica idea traer la exposición a la casa del autor. Un pretexto también para visitarla de nuevo, aunque está algo cambiada. Aparte de haber puesto la taquilla en otra parte, lo cual es indiferente, varía la disposición habitual de algunos espacios para dejar sitio a la exposición que se concentra en la planta baja los jardines madrileños y en la primera los nazaríes. Es como meter los jardines en la casa. Así hay un contrapunto a los temas habituales en la exposición permanente, con la que se mezcclan aquellos. Y ya se alcanza el sentido de la obra de un artista en su madurez creadora, socialmente reconocido, rico, casado con una mujer a la que parece adorar a juzgar por cuanto y cómo la pinta, feliz padre de familia. Un artista burgués que ha olvidado el contenido social, popular, crítico, de sus orígenes, ha actuado casi como pintor oficial de lo español al aceptar el encargo de la Hispanic Society de Nueva York y sublima ahora sus ocios pintando jardines con distintos efectos de luz, como solían hacer algunos impresionistas (Monet) con los que Sorolla tiene tanto en común.

dissabte, 20 d’octubre del 2012

El amor al arte.

El museo Reina Sofía expone obra de María Blanchard, una pintora española poco conocida para el gran público y, desde luego, para Palinuro que es parte de él. Apenas había visto alguna de sus obras, las más conocidas, La comulgante, alguna maternidad, el niño del canotier y diversa obra cubista. Hasta pensaba erróneamente que, habiéndose afrancesado, firmaba Marie Blanchard, cuando jamás apeó el María.
Así que la exposición es un gran hallazgo, está muy bien hecha, en orden cronológico, con lo que se obtiene una idea bastante clara de la evolución de la artista a lo largo de su no muy prolongada vida.
Blanchard nació con una deformidad que la marcó toda su existencia y fue causa de que esta fuera turbulenta y agitada, así como bastante nómada. Es interesante comprobar, sin embargo, que esos percances, a veces crueles o que la inducían a tomar decisiones drásticas como la de profesar religiosa, profesión que no llegó a realizar precisamente por consejos de un cura, no se reflejan en absoluto en su obra. Es como si Blanchard se desdoblara en dos desconocidas entre sí: la Blanchard inmersa en una vida cotidiana de sinsabores, hnumillaciones, dificultades económicas, etc y la Blanchard poseída del puro amor al arte, del afán de representar la belleza, que siempre había anhelado, como negación de su deformidad. No hay en sus obras referencia directa a su persona como sucede en gran parte de la de una pintora contemporánea suya que igualmente sufrió una vida de martirio físico: Frida Kahlo. Hay, sin embargo, en la exposición un curioso vínculo con Kahlo en un retrato de Diego Rivera. Blanchard llegó a convivir con Rivera y una pareja de este una larga temporada en París. Así que cuando, más tarde, de regreso a México, Rivera se uniera a Kahlo ya tenía cierta experiencia de convivir con alguien que arrastra una penosa tara física que incide en su carácter.
En el carácter, sin duda, pero en la obra artística no tanto. Mucho en el caso de Kahlo, prácticamente nada en el de Blanchard. Pasado el periodo del academicismo y el realismo de sus comienzos, entra de lleno en el cubismo a través de Rivera y de Gris y realiza una amplia obra dentro de los cánones de esa vanguardia. Sigue muy de cerca las composiciones de Gris, aunque su paleta es distinta, más personal, más cálida. Y también más apagada.
Pasada la primera guerra, la tercera etapa de Blanchard es un retorno al figurativismo. Ya no hay tanto bodegón y predominan los retratos, algunos muy celebrados que aparecen en la exposición como el hombre con canotier y el niño con canotier o dos maternidades de opulentas formas, que recuerdan a Renoir y en algunos casos, a Léger. En todo caso sigue siendo una temática intimista, niños, madres, escenas hogareñas, apenas hay paisajes y menos escenas urbanas, públicas, lo cual condiciona mucho el juicio de su obra pues lo reduce. Bien es cierto que no por tendencia de la propia autora sino como consecuencia de sus problemas puesto que el mero hecho de desplazarse le costaba mucho trabajo. Se dice que en esta tercera etapa ya se hace visible la experiencia personal de la artista, pero la verdad es que las figuras que crea, las mujeres, trasmiten una impresión de clásica serenidad. Quizá quepa decir, por eso mismo; pero quizá también sea mucho decir.
A pesar de todo, Blanchard participó activamente en la vida artística parisina de los años veinte, fue muy conocida, expuso con los grandes, tenía un mercado relativamente seguro en Bélgica. Pero luego su nombre y su obra no suelen aparecer en las historias ni en las retrospectivas. Lo cual puede ser injusto. Hay que reconocer, no obstante que, aunque se trata de una obra de calidad y calidez, que transmite sentimiento y es muy correcta, le falta originalidad. Todos los cuadros recuerdan algún otro; a veces lejanamente pero lo suficiente para reducir el alcance de la obra.
Es un gran acierto del Reina Sofía esta exposición en la que, por cierto, hay fondos suyos, porque ayuda a comprender una notable pintora sobre la que Palinuro al menos tenía ideas muy erróneas.

dissabte, 6 d’octubre del 2012

La isla ¿de qué?

La Fundación Juan March tiene una actividad de exposiciones sumamente encomiable. Todos los años trae dos o tres de gran interés, con temas innovadores, muy cuidadas. Y eso en pintura y artes gráficas. También es excepcional su programación de música de cámara y en conferencias. En suma, una actividad de primer orden.
Pero a veces patina. Ayer se inauguró la exposición La isla del tesoro que promete ser un recorrido por el arte británico, desde Holbein (previa explicación de por qué se considera a Holbein británico) hasta Hockney. Este raro emparejamiento levanta una sospecha: ¿qué tienen que ver Holbein, Van Dyck (otro "adoptado"), Hogarth o Reynolds con La isla del tesoro? La visita, la triste visita a la exposición lo explica todo: la que no tiene nada que ver con La isla del tesoro es la exposición misma.
El título del evento es falso, induce a error, tiene algo de fraudulento. A cualquiera que le hablen de La isla del tesoro, preguntará por Long John Silver y la mota negra y saldrá corriendo a ver la exposición de la March solo para encontrarse que allí únicamente se habla de Stevenson en una retorcida explicación/justificación de la entrada.
¿Qué resulta? Que se pretende jugar a la metáfora. La isla del tesoro, buenas gentes, es la Gran Bretaña misma. Pero tampoco se crea que la exposición se orienta por la vía simbólica, especulativa, casi metafísica de la isla como representación de la humanidad. Se habla de Utopía, pero porque se trata de una obra "británica", no porque verse sobre la isla como ideal sublime de la humanidad o lugar de maravillas y portentos, la Atlántida, hundida para siempre, las islas de Rabelais, la ínsula Barataria, la isla de Tamoe del Marques de sade.
No, al final es una exposición patriótica basada en la idea de que Gran Bretaña es una isla que alberga un tesoro artístico. Sin duda. Pero si quiere uno verlo tiene que irse allí porque lo que han traído aquí, francamente, es muy pobre. Un repaso por cinco o seis siglos de arte "británico" concentrado en autores menores o de segunda y obras de segunda o menores de autores de primera. Lo que han traído de Gainsborough, de Stubbs, de Blake, los paisajes de Constable o Turner o las ñoñerías de Leighton y hasta el siglo XX, de Lowry, de Bacon, del propio Hockney, parecen retales.
Y eso si nos resignamos a reducir el arte a pintura y dos o tres tallas desangeladas. Sin escultura, ni literatura, ni música ni mucho menos las artes posteriores, como la fotografía y el cine, hablar de la "historia del arte británico" resulta un poco exagerado.
Bueno, de todas formas, merece la pena acercarse a contemplar la Perséfone de Rossetti o el Harlot's progress, de Hogarth.