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divendres, 2 d’octubre del 2015

Ver para leer para ver.


En el (antiguo) Matadero de Madrid, hay una instalación, la casa del lector, dedicada al estudio y fomento de esa hoy casi exótica costumbre de la lectura. Está patrocinada por la Fundación Germán Sánchez Rupérez, el fundador del grupo Anaya, potente empresa editorial. Es un espacio, como todos los del Matadero, muy amplio, magníficamente distribuido y organizado para exposiciones y que en sí mismo ya es digno de contemplación. Acoge muestras de gran interés expuestas con mucho ingenio y poco convencionalismo. Para visitarlas no basta con la benévola y ociosa curiosidad de los espectadores, pues suelen exigir mayor implicación, complicidad y hasta preparación.

En este caso se trata de una exposición muy original comisariada por Eduardo Arroyo y Fabienne Di Rocco sobre algunos aspectos, los que los  comisarios consideran más curiosos o interesantes, de las complejísimas relaciones entre la escritura y la pintura. Está dividida en siete secciones, cada una de ellas con un tema principal. Podría estar dividida en siete mil o más, pues la sinestesia entre la literatura y la pintura es más abrumadora que entre la música y la pintura. Gran parte de la pintura occidental es la iconografía del discurso civilizatorio materializado en libros, libros para mirar, para adornar y para leer. Lecturas.  Por ejemplo, aunque sea comenzar la noticia de la exposición por el final, la sección VII está dedicada a El retrato de Dorian Gray, una película de Albert Lewin en 1945 con Hurd Hardfield como Dorian Gray y el gran George Sanders como Lord Wotton. La historia, ya se sabe, la novela de Oscar Wilde sobre el dandi que no envejece porque ya lo hace por él su retrato, pintado por su amigo el pintor Basil Hallward. Pintura y literatura en una misteriosa y terrible relación. Por cierto, Lewin tenía afición por el arte de San Lucas. En 1957 rodó en Tossa de Mar una extraña fantasía, Pandora y el holandés errante, con Ava Gardner, James Mason y Mario Cabré. Cuando el buque fantasma fondea frente a Tossa, el holandés errante está pintando el retrato de una mujer que es la Pandora/Ava del film. Literatura y pintura. No obstante, la referencia a la película de Dorian Gray sirve aquí para llamar la atención de que al cine le sucede como a la pintura: en su inmensa mayoría, las películas proceden de novelas, dramas, cuentos, poemas; en definitiva, literatura.

La exposición se abre bajo la advocación de San Jerónimo, al que está dedicada la sección I, autor de la Vulgata y patrón de los traductores. Es la personificación de la escritura. Los comisarios han reunido 14 cuadros del santo, casi todos del siglo XVII y casi todos también anónimos, excepto algunos de autor, Murillo, Polo, Tristán, Van Dyck, del Castillo, Reni. No son deslumbrantes pero cautiva la unidad temática y la llamativa coincidencia en los elementos identificatorios. San Jerónimo se muestra siempre como eremita, con el torso desnudo y una hopalanda generalmente roja que ya basta para aludir a su condición de cardenal, príncipe de la Iglesia. La vestimenta se corresponde con el capelo cardenalicio, que no siempre aparece, como tampoco lo hacen sus otros atributos, el pedrusco con el que se daba golpes de pecho, el crucifijo, la calavera y, desde luego, el león cuyo amor se ganó por haberle quitado una espina que lo atormentaba.

Esa relación entre el hombre y la bestia da luego un giro insospechado. La sección II es una curiosísima experiencia. En 1964, los pintores Gilles Aillaud, Eduardo Arroyo y Antonio Recalcati decidieron interpretar pictóricamente una novela breve de Balzac, incluida en las escenas militares de la Comedia humana, llamada Una pasión en el desierto, que cuenta los intensos amores entre un soldado francés y una pantera, así como la muerte de esta a manos del militar en lo que entonces se llamaba un "crimen pasional" y hoy se conoce como "violencia de género". Pintaron trece cuadros con un par de reglas, la más importante era que todos tenían que haber pintado en todos. Las 13 piezas están aquí expuestas y muchas son verdaderamente alucinantes, porque interpretan una historia muy difícil, por no decir imposible, de imaginar. Los ejemplos que se ponen de la única edición ilustrada de la novela en 1949 son, sí, fascinantes por lo exótico, pero no excepcionales. Los trece cuadros de los tres pintores son, en sentido estricto, trece creaciones colectivas. Muy notables. Y el resultado es sorprendente.

La sección III es una interpretación libre de Simón el estilita con recuerdo explícito a la película de Buñuel, solo que, en la cúspide de la columna hay una pantalla. La pieza que saluda al visitante es un corto con un monólogo de Ramón Gómez de la Serna, que da luego paso a una obra emblemática de la estética del 68, un precioso cuadro (muy en el estilo del referido a Marcel Duchamp) obra colectiva de Aillaud, Arroyo, Biras, Fanti y los Rieti, con el curioso título de Louis Althusser dudando si entrar en la dacha Tristes Mieles De Claude Lévi-Strauss donde están reunidos Jacques Lacan, Michel Foucault, Roland Barthes, en el momento en que la radio anuncia que los obreros y los estudiantes han decidido abandonar alegremente su pasado. Título abreviado, La dacha. Puro situacionismo con unas gotas de la Escuela de Atenas. La sección continúa luego con unas ciento y pico fotografías de los más diversos temas, formas, ángulos, tomas, encuadres y todas ellas unidas por el dato de que siempre hay alguien que no tiene los dos pies en el suelo. Lo propio de los estilitas, desde luego.

La sección IV, la escritura ilegible contiene abundantísimas muestras de la mezcla entre pintura y escritura pero entendida esta como arte gráfica. Representaciones caprichosas, alfabetos, mezclas, grafismos, portadas e ilustraciones de libros, preciosos acrílicos de Saura, dibujos de Michaux, guaches de Voss, tinta china de Gordillo, unos magníficos collages de Cortot en homenaje a Blaise Cendrars y el dicho Michaux, decenas de delicadas portadas sobre todo de libros de poesía (Joan Brossa y muchos más) pues suelen ser lo poetas los autores que más cuidan la estética de presentación de sus obras que llegan a ser lo que antaño se llamaba "libros-objeto". Muy grato ver una edición de los Agrafismos de José Miguel Ullán. Termina la sección con una abundante muestra de arte letrista. El nombre es insuficiente. La letra ha sido de siempre objeto de contemplación en sí misma, como se ve en los manuscritos góticos, pero es que aquí no es la letra el objeto sino la escritura misma. Y con efectos bien curiosos.

Las secciones V y VI vuelven a la plástica; la V recoge obra de cuatro pintores franceses de fines del XIX y gran parte del XX no muy famosos, todos ellos al margen de escuelas y estilos predominantes si bien el que suele estar bastante presente es el surrealismo: Pierre Roy, Clovis Trouille, Alfred Courmes, y Jules Lefranc. Son conocidos por algún motivo específico del que se tiene especial noticia. Por eso es interesante que la exposición permita una visión más completa de su vida y obra. Roy fue ilustrador de Vogue durante muchos años. Clovis Trouille, un exquisito, es el autor de un cuadro cuyo título pasó a uno de los espectáculos musicales más célebres del siglo XX: "¡Oh Calcuta!", slang apache de "¡oh, qué culo tienes!". De este Trouille tenía Dali la mejor impresión por su absoluta falta de reverencia hacia los respetos humanos y usos sociales. Los españoles son Rafael Cidoncha (retratos), Sergio Sanz (muy llamativos acrílicos de motivos rizomáticos) y Carlos García-Alix con obra mezclada. por un lado, retratos de grandes autores (Babel, Koestler, Céline, Jacob, Mandelshtam, Benjamin, Bulgakov, Platonov, etc) que nos están llamando y pidiendo que revivamos las emociones de haberlos leído. Por otro lado, óleos temáticos de montones de libros, pasillos atestados, desvanes: al parecer, la guarida del pintor. Libros y más libros. Buen final de la exposición.

Merece mucho la pena verse. Da para pensar.

dilluns, 14 de setembre del 2015

Fuera de límite.

La Fundación Telefónica de Madrid muestra una exposición de Luis González Palma, un interesante fotógrafo guatemalteco, afincado desde hace más de doce años en Córdoba (Argentina), titulada Constelaciones de lo intangible y que contiene una buena parte de su obra dividida en grupos y de ahí lo de las constelaciones, porque cada uno de ellos es temático y tiene un motivo central. Los más destacados son los retratos, la serie Möbius y las obras catóptricas.
Todos están marcados por un rasgo personalísimo que los unifica, una capacidad para fabricar imágenes que exhalan, por así decirlo, un espíritu, una atmófera, un hálito inquietante, hecho de misterio, lejanía, ambigüedad e inquietud. González Palma trata y casi siempre lo consigue, de trascender los límites mecánicos y técnicos de la fotografía, y de tomarla como fundamento para otras exploraciones. Para ello nunca presenta las imágenes sin más, sino que les añade algo. En su primera constelación, la serie de retratos de rostros en su mayoría indígenas centroamericanos, trata el producto con emulsiones especiales que le den una pátina de oro y tonos sepia, de forma que casi parece una galería de retratos sacados de alguna vieja serie con finalidad antropológica. Pero todos ellos son muy intensos y el autor consigue su objetivo de obligarnos a indagar en la mirada de unos rostros que nos interpelan. Otra serie incluye elementos ajenos al propio retrato, simbólicos, peces, flores, geometrías, superpuestas a los rostros y que anuncian la evolución posterior del artista en la dirección de un nuevo maridaje entre la fotografía y la pintura, como si se tratase de una resurrección del pictorialismo de comienzos del siglo XX, pero penetrado de realismo mágico latinoamericano.
 
La serie Möbius, algunas de cuyas obras se ven aquí por primera vez, aplica muy variadas técnicas a la imagen fotográfica, pictóricas, pero también volumétricas, con objetos, añadidos, que distorsionan la figura y la recomponen según crriterios personales. Las obras catóptricas permiten reconstruir imágenes distorsionadas mediante espejos cónicos, cuyo resultado son unos rostros que nos miran desde un reflejo. No son muy originales porque reproducen los anamorfismos renacentistas, pero contribuyen a la atmósfera inquietante cuando percibimos que esas miradas nos siguen a donde quiera que nos desplacemos.
 
El peso de la pintura en la obra de Palma es apabullante. Hay una serie de fotos, como la de la ilustración  que recuerda directamente a Magritte y, en términos más generales, el surrealismo. Algunas otras traen a la memoria el mundo onírico de Remedios Varo, quizá pasado por una visión de Antonio López. Cierro mi consideración con una referencia a una serie de cuatro fotos, muy modesta, sin pretensiones, que representan el mismo objeto, un lienzo doblado irregularmente, dispuesto de distintas formas  y como suspendido en el vacío. Cada uno es una alegoría de cuatro pintores: Murillo, el Greco, Rubens y Zurbarán. Y todos ellos se reconocen por un elemento sutil que los hace inconfundibles: la luz.
 
Merece la pena pasarse por esta exposición. Es un material tan extraño y original que impresiona y las imágenes se quedan como grabadas.

En el piso inferior de la misma fundación hay otra exposición retrospectiva dedicada al conjunto de la obra de Alberto Corazón, uno de los mejores diseñadores actuales, si no el mejor, y que también he visitado con gran entusiasmo porque conocí al autor en los ya lejanos tiempos de los estudios universitarios. Pero de él hablaremos mañana o cuando los dioses dispongan.

divendres, 8 de maig del 2015

Al pie de la cruz.

Muy buena idea la del Museo del Prado de dedicar una exposición monográfica a Rogier van der Weyden, un oriundo del Tournai francés que, en realidad, se llamaba Roger de la Pasture (o, sea, Rogelio de los Pastos o de los Pastizales) pero germanizó su nombre al residenciarse en Bruselas a comienzos del siglo XV. Van der Weyden tuvo un gran reconocimiento internacional, disponía de un poderoso taller, servía a clientes en el extranjero, cortes, palacios, iglesias, monasterios. Hoy, sin embargo, apenas sabemos nada de él y ese apenas, tras haberlo rescatado de un injusto olvido en los últimos doscientos años. Al no firmar ninguna de sus obras, el artista contribuyó mucho a emborronar su figura como autor y creador.

Casi todos sus datos biográficos se han perdido en destrucciones provocadas por guerras o incendios y una parte considerable de su muy extensa (presuntamente extensa) obra fue destruida en el curso del movimiento iconoclasta del siglo XVII, un antecedente de lo que hacen ahora los guerreros de Alá en Afganistán y el Irak. Su obra más conocida, la que asentó su prestigio, las Justicias de Trajano y Herkinbald, destruida en 1695, nos ha llegado por descripciones o comentarios de artistas posteriores, como Durero o en copias o tapices. 

Así que las obras aquí expuestas, como una veintena, son atribuciones, otras de su taller y otras copias de terceros. Las atribuciones gozan de consenso universal, aunque no todas. Por ejemplo, se exhibe el retrato del hombre robusto, que siempre se atribuye a Robert Campin, pero que Lorne Campbell, que debe de ser quien más sepa de Van der Weyden, atribuye a este, argumentado su parecido con el José de Arimatea del Descendimiento.

 En realidad, la exposicion quiere mostrar la relación de Van der Weyden con España, juntando las piezas que la prueban, bien porque están aquí, bien porque se pintaron para estar aquí. Son el celebérrimo Descendimiento, la Madonna Durán, ambas en el Museo del Prado y el Tríptico de Miraflores, actualmente en Berlín. Se les añade el Calvario en San Lorenzo del Escorial. Por supuesto, hay más cosas y algunas bien interesantes, como el retrato de Felipe el Bueno y el de Isabel de Portugal, que está en Los Ángeles, ambas del taller del maestro y ambas muestras del estilo Borgoñón, que luego se haría mucho más adusto en España.

La atribución del descendimiento a Van der Weyden es incuestionable. No hay nada parecido en toda la historia del arte. Ni entre los primitivos flamencos, de los que el autor era uno de los más representativos. Se le igualan y en algunos aspectos superan, los otros dos genios contemporáneos, Jan Van Eyck y Robert Campin. Campin y Van de Weyden que parece estudió con él, se influyeron mucho recíprocamente. Pero el estilo y los temas de Campin son muy otros y tienen un espíritu muy distinto al descendimiento que, por cierto, debe de ser uno de los cuadros más copiados de la historia.

Los tres artistas procedían del gótico internacional y se valían de medios similares. A veces recurrían a formatos parecidos: altares o retablos. Eso nos permite comparar, por ejemplo, tres piezas extraordinarias pero con similitudes formales: el tríptico de Dresde, de Van Eyck, el maravilloso retablo Mérode, de Campin y el descendimiento de Van der Weyden. Nada que ver unos con otros. Son tratamientos totalmente distintos, personalísimos. La piedad al pie de la cruz no tiene parangón en ninguno de los otros. Si Van der Weyden no hubiera existido hubiera sido necesario inventarlo.

La pintura primitiva flamenca es muy religiosa, aunque Van Eyck atendía a una numerosa clientela burguesa, sobre todo en cosa de retratos. Basta recordar su retrato del matrimonio del banquero Arnolfini, esa suma iconográfica de un mundo y una mentalidad. Pero Van de Weyden estaba concentrado en la religión. Su tema obsesivo era la la pasión, el Calvario, la crucifixión, el descendimiento, la inhumación, la resurrección, la ascensión, en suma el ciclo esencial de la fe cristiana. Todo presidido por la cruz, aunque tratado con una paleta de colores vivos y alegres, que eliminaba la truculencia medieval del tormento para dejar el sitio al dolor de la piedad, el decaimiento de la madre, la soledad de los discípulos.
 
Van der Weyden quizá no sea tan imaginativo con Van Eyck o tan detallista como Campin, pero es más profundo. Pinta almas, sentimientos. Es imposible olvidar esa Virgen desvanecida en el descendimiento. Van der Weyden trataba con arquitectos y él mismo tenía trazas de escultor. Muchos critican la inverosímil distribución espacial o las proporciones de sus composiciones. Desde luego, Cristo no hubiera podido ser crucificado en la cruz que aparece en el descendimiento, es demasiado pequeña. Pero es que eso da igual. Toda la dislocación del espacio y la perspectiva resalta el motivo central de la obra: el dolor de la madre. A este propósito, ayuda mucho contemplar el tríptico de los siete sacramentos, que está en el museo de bellas artes de Amberes. Es un ejemplo magnífico: Cristo crucificado alcanza desde el suelo casi hasta la bóveda de la nave gótica, con el travesaño de la cruz en Tau a la altura de las nervaduras de los arcos, muy por encima de las columnas laterales. En la parte de abajo, los seres humanos apenas guardan proporciones entre sí.

Ver las cosas como son lo hacemos todos. Verlas como debieran ser es privilegio del genio.

dijous, 19 de març del 2015

El museo dentro del museo.


El Museo de Arte de Basilea cierra una temporada por reformas y, entre tanto, cede parte de sus fondos a nuestro Reina Sofía que ayer inauguró esta exposición llamada Fuego blanco y la tendrá abierta hasta septiembre. Una ocasión única porque, como he leído en algún sitio, lo más probable es que no se repita nunca. Única porque no es una exposición al uso, temática, de analogía, personal, de escuela, retrospectiva. Simplemente, no es una exposición. Es un museo alojado en otro museo, como si vinera una temporada y de paso. Como un inquilinato temporal.

Los papeles dicen que el Kunstmuseum Basel es el primer museo de arte municipal de Europa. Será. Y tiene su mérito, claro, sobre todo porque alberga una colección impresionante de pintura flamenca (muchos Holbeins) y renacentista y de los siglos XVII y XVIII. Lo que aquí ha venido, entre los fondos del museo y dos colecciones particulares, la Im Obersteg y la de Rudolf Staechelin, perfectamente complementarias, es una muestra de la pintura del siglo XX, con especial hincapié en las obras de vanguardia de comienzos de siglo (cubismo, dadaísmo, surrealismo, restos de simbolismo, la Bauhaus, el expresionismo y la abstracción) y las corrientes de finales (sobre todo expresionismo abstracto, algo de pop, conceptualismo, minimalismo y hard edge); predominantemente europea la primera y estadounidense la segunda. También se exhiben algunos volúmenes muy interesantes. Sobre todo tres esculturas de Giacometti: una pierna, un rostro de hombre buido, casi en un plano y un gato absolutamente genial, casi la idea platónica del gato.
 
Abundan los artistas suizos, lo cual es bueno porque ayuda a recordar que, además de un paraíso bancario, el país es un paraíso artístico. El citado Giacometti, Ozenfant, Le Corbusier, Klee, Böcklin (que, además, era de Basilea), Ferdinand Hodler, etc. Del último, aparte de algunas piezas de interés, hay tres relacionadas con la terrible serie que pintó al final de su vida, registrando la muerte por cáncer de su compañera Valentine Godé- Darel, quizá una de las reflexiones más estremecedoras que se hayan pintado sobre la muerte.
 
Es un placer pasear por la exposición. Hay muchas obras conocidas que normalmente se ven en reproducciones pero raramente en vivo: un arlequín de Picasso, tres judíos de Chagall en tres tonalidades distintas que uno no se cansa de mirar, figuras de Léger, incluso una obra del muy injustamente preterido Lovis Corinth, con algunas composiciones de Nolde, Kirchner, Munch y Beckman. Hasta un pastel de Odilon Rédon, geometrías de colores de Klee o Mondrian, grafismos de la Bauhaus de Moholy-Nagy, naturalezas muertas de Juan Gris, un retrato de  Modigliani y surrealismo de Tanguy, Ernst o Masson. Hasta se encuentra uno con Van Gogh y varios impresionistas, Renoir, Pisarro, Cézanne, aunque estos me parece están en las colecciones privadas.
 
La ruptura con el arte de fines del siglo XX es clarísima. Parece que fue política del Museo de Basilea, convencido de que las musas habían cruzado el océano. Pero el resultado es más pobre. El mayor tamaño de las piezas, su evidente desconexión y su referencia a un mundo artístico distinto, a veces hermético, desconciertan. Como soy un poco antiguo, estuve un buen rato estudiando un cuadro de Andy Warhol sobre un accidente de coche, justo el que me ahorré mirando un enorme Rothko de preceptivos negros y las cosas de Kline. En cuanto a las distintas direcciones del resto, no tengo nada contra el minimalismo, pero lo encuentro frío.
 
La muy recomendable visita puede coronarse luego con un recuerdo a la ciudad de Basilea ciudad obispal durante siglos, la que albergó el Concilio que terminó con el conciliarismo, proclamando la supremacía papal. Y una ciudad mercantil,  gremial, incorporada a la Confederación Helvética en 1501 como el undécimo cantón que, en unos años, pasó a ser regido por una oligarquía comercial. Una ciudad de mercaderes que siempre tuvieron buen ojo para las artes, de las que se sirvieron como medios de legitimación y como mercancías.
 

dijous, 12 de març del 2015

El arte y la imbecilidad.

En un par de años se celebrará el primer centenario de la inauguración del Palacio de Comunicaciones, luego Palacio de Cibeles y actual sede del Ayuntamiento de Madrid. El centenario de un horrible chafarrinón, atentado contra el buen gusto, palacio ostentoso, rebuscado, cursi y feo hasta el agotamiento. Durante toda su vida fue sede de Correos en Madrid y algunos detalles populares y simpáticos como la galería con los buzones de provincias con cabezas de león, ayudaban a los sufridos madrileños a sobrellevar la carga de esa espantosa tarta de nata, mal imitada de las construcciones estadounidenses que a su vez eran una mala imitación de las europeas.

Pero como sobre gustos..., etc., alguien habría de llegar con el suyo tan estragado que valorara semejante adefesio. Ese fue Ruiz Gallardón, por entonces alcalde de Madrid, un cursi relamido y petulante con ínfulas de esteta. A este exministro de Injusticia,  el precioso y castizo conjunto arquitectónico municipal de la Plaza de la Villa, en el Madrid de los Austrias, con la antiquisima Torre de los Lujanes, parecía algo de pobretes e indigno de un suculento emperador de la Trapobana con espíritu de indiano enriquecido, como él. Su anhelo  era deslumbrar al mundo con su Xanadú particular, por supuesto, a costa del contribuyente, personaje a quien los mangantes peperos cargan todos sus desmanes.
 
Gallardón cedió luego su puesto a otra cursi, Ana Botella, paleta reprimida, tan necia como él, incapaz de entender una conversación de nivel medio tirando a bajo, pero convencida de ser una inteligencia solo segunda, a causa de su condición femenina, a la de su portentoso marido, un zoquete malicioso y perverso.  Esta ya levitó con el adefesio del palacio y terminó de convertirlo en un centro de exposiciones artísticas para mayor gloria de Madrid, un Parnaso, un Helicón, un lugar de encuentro con las musas. Y a esto se ha dedicado este horrible edificio, llamado a tales efectos CentroCentro, a ser un escaparate de lo más sublime que hay en la vida, el arte.
 
Pero como de los imbéciles solo cabe esperar imbecilidades, el criterio que impera en las exposiciones de la casa, y en todo lo demás, es el dogma neoliberal de la empresa privada. Todo al servicio de lo privado. Nada público. A machamartillo, a lo bestia, en su estilo. Para eso, ¿qué hacen? En lugar de apalabrar exposiciones con gentes entendidas en arte, con museos y colecciones, salen en busca de colecciones privadas enteras, de fondos de empresas que son las que verdaderamente reflejan su miseria espiritual, su supina ignorancia y su papanatismo. Porque las empresas, los bancos, las aseguradoras, no coleccionan arte por su valor estético sino económico, como inversiones y entienden tanto de él como de las aventuras del Ramayana.
 
Pero eso da igual. Como es habitual en los neoliberales cuya esencia ideológica es la mentira, de lo que se trata es de ensalzar los valores de lo privado, siempre con dinero público, por supuesto y, de paso, si se puede, pillar alguna mordida o comisión. Es la naturaleza humana. Entre otros atentados a la elegancia y la estética, este espantoso espacio alberga dos exposiciones temporales de dos colecciones de empresas: Iberdrola y la Fundación Pedro Barrié de la Maza. Poco que comentar. Este Pedro Barié era un amigo y enchufado de Franco que, tras enriquecerlo lo nombró Conde de FENOSA, o sea, de su empresa, Fuerzas Eléctricas del Noroeste de España, Sociedad Anónima, con tan escaso sentido del ridículo como el que muestran los expositores con esta colección de pintura y arte abstracto general contemporáneo perfectamente irrelevante y que, salvando algún caso digno, no es más que basura.
 
Lo mismo sucede con la  colección de Iberdrola, otra empresa que compra pintura como el que adquiere valores bursátiles, con la misma mentalidad. Aunque, en este caso, quizá por la antigüedad, el resultado es menos ridículo que en el de la Fundación Barrié. Iberdrola, empresa originalmente vasca, tiene un importante fondo de pintura vascuence, con cosas de Arteta, Regoyos, Guiard,  Ucelay, Iturrino , etc y también, al expandirse, ha adquirido algo de arte de calidad de los más recientes y de categoría, Arroyo, Pérez Villalta, Barceló, Antonio López, etc. Han traído uno de cada uno y dos a tres vascos. El resto, lo importante, se ha quedado en Euskadi. Aquí, de relleno, un fondo de fotografías de un valor e interés inexistente. Y no es difícil averiguar cuál haya sido el criterio de la selección y la exposición: de lo que se trata es de exhibir algo en Madrid, para que se vea la empresa. ¿Qué? Eso da igual. Nada de llevar una buena muestra, que cuesta una pasta en seguros. Dos o tres cositas y, si puede cobrarse una mordida o comisión que saldrá, claro, de los impuestos de los madrileños, mejor. No están los tiempos para dispendios. Hay que ser neoliberales.
 
Poner ladrones e imbéciles en la gobernación del país no solo tiene malas consecuencias en lo político, jurídico, económico y social. En lo estético son peores que el caballo de Atila.

dissabte, 28 de febrer del 2015

Paseo por el amor y la muerte: Delvaux.

Es privilegio de los artistas vivir en la Edad de Oro porque la llevan dentro. Pueden exteriorizar sus imágenes, inmortalizarlas, dejarlas fijas. Es lo que habitualmente llamamos creación. Los artistas imaginan, o sea, crean mundos y por eso, los más audaces entre ellos, que suelen ser poetas, se atribuyen dotes divinas y proféticas. Los otros podrían ser, quizá, dioses menores. Crean mundos y ahí los dejan, como su obra en la que los demás podemos entrar de visita, por así decirlo. Lo hacen en literatura. Dostoievsky es un creador y Faulkner crea un mundo, y tantos otros. Y lo hacen los músicos, Bach, Mozart. Y, por supuesto, los pintores. Estos son los de las imágenes gráficas, visuales, inmediatas.

Delvaux es uno de ellos, no tan valorado como otros del siglo XX quizá porque su mundo sea más complejo, más fragmentario, más compuesto por los retazos de otros a los que se ha asomado y de los que se ha llevado lo que le interesaba para acabar articulando uno propio que tiene algo de desconcertante. Su obra suele calificarse de "onírica", "inquietante", "extraña" y otros adjetivos menos confusos, como "surrealista". Cualquiera cosa menos anodina, convencional o vulgar.

El Museo Thyssen de Madrid tiene una exposición de Paul Delvaux, comisariada por Laura Neve, hecha sobre todo con fondos de la coleccion de Pierre Ghêne, el mayor fondo delvauxiano. Y se distribuye sabiamente en cinco áreas temáticas, muy representativas del pintor: Eros y Tánatos; Venus yacente; el doble y el espejo; la arquitectura clásica y las estaciones de trenes y los esqueletos. Con ese programa, cabe pasarse unas horitas, sobre todo para compensar los nueve eurazos que cuesta la entrada.

Uno de los entretenimientos con la pintura de Delvaux es ir detectando las influencias que la marcaron en la primera mitad de su casi centenaria y fructífera vida. Y en efecto, aquí y allí aparece Picasso, en los rostros, Modigliani en las siluetas, Chirico en los paisajes urbanos, las estatuas caldeas en muchos ojos, Ensor en los esqueletos, Magritte por doquiera, Dalí y hasta algún eco de Rousseau el aduanero en lo naif de alguna composición. En esa turbamulta surgen esos términos de "inquietante", "surrealista", "onírico", que viene a ser otra forma de decir "surrealista". De todo eso hay, desde luego, y está muy bien visto.

Para Palinuro, lo más característico de Delvaux, eso que se considera "inquietante" y suele atribuirse a la influencia de Chirico, esos ambientes metafísicos, como congelados, esas plazas, calles, estaciones vacías, paradas en el tiempo, tienen su origen en el simbolismo belga. El simbolismo prevalece. Sin duda, Ensor está presente en los esqueletos, pero Spilliaert y Delville lo están en los ambientes y Fernand Khnopff es omnipresente. Se hubiera notado si la exposición, que deja fuera mucha obra muy representativa de Delvaux, hubiera incluido sus pinturas nocturnas, sus retratos y paisajes a la luz blanca de la luna como si fueran noches americanas pictóricas.

Solana, el director artístico del museo, habla mucho de los esqueletos en Delvaux. Los trabajó en sus estudios de anatomía. Son los de Ensor, pero menos violentos y humanos, más esqueletos. Recuerdan a los de José Guadalupe Posadas y vienen directamente de otra tradición de pintura simbólica, si no simbolista, que son las danzas de la muerte. Quizá por ello la exposición se llame como se llama.

Lo del amor es importante y es una forma de referirse a la superabundancia de desnudos femeninos habitualmente dotados de un lejano y frío hieratismo. Hijo de familia muy estricta y filistea, Delvaux se vio obligado a casarse con una mujer a la que no amaba, lo cual debe de ser un infierno que tomó forma de sublimación freudiana. Luego se casó con la mujer a la que sí amaba, pero su imagen del género pareció quedar fijada.
 
Los omnipresentes desnudos se mezclan con las estaciones de ferrocarril a la luz de la luna y los espacios urbanos solemnes y vacíos. Lo del doble siempre me ha parecido un overstatement. Hay parejas, sí, pero no necesariamente dobles. Dan más juego los espejos que tienen una larguísima tradición en pintura.

diumenge, 22 de febrer del 2015

La belleza del cisne.


La historia la escriben los vencedores, dice el saber convencional, dando por supuesto que aquella es producto de batallas y guerras. Ampliemos sin miedo a otras actividades que, siendo humanas, tendrán su parte belicosa. Al arte, por ejemplo. La historia del arte del siglo XIX la han escrito los vencedores, los que se alzaron contra el gusto dominante y empezaron siendo rechazados por este, los refusés, los que tuvieron que montar salones paralelos, alternativos, porque los consagrados querían condenarlos a la invisibilidad. Al final fueron los únicos visibles, prevalecieron y, claro, escribieron la historia. En ella desaparecieron los pintores academicistas, los de temas históricos, mitológicos, religiosos y si quedaron los simbolistas fue como precedente del triunfo incontestable del impresionismo y sus derivados vanguardistas. Sin embargo, las otras corrientes sobrevivieron, siguieron tratándose temas históricos en formatos de gran tamaño con un espíritu edificante, aleccionador, moralizante. No era un arte muy apropiado para la burguesía con ínfulas que pronto tiraría por otros formatos y, sobre todo, otros temas, más de la vida cotidiana. Pero sí lo era para los grandes espacios, las obras públicas, los monumentos. Y las autoridades e instituciones, las que financiaban los "salones" siguieron encargándolos y los artistas consagrados produciéndolos con un estilo cada vez más refinado y que pronto pasó la frontera de lo artificioso, relamido, falso. Este arte académico es frío tanto en la forma como en el contenido. Pero sigue siendo bello y de grata contemplación a pesar de tiempo pasado porque, como dice Keats, A thing of beauty is a joy forever" ("la belleza es una alegría eterna").

El canto del cisne, llama la Fundación Mapfre de Madrid a la exposición que ha abierto hace unos días en su sala del Paseo de Recoletos. Una ocasión única. 84 piezas representativas de la pintura academicista francesa de la segunda mitad del XIX, algunas míticas. Vienen del Museo d'Orsay y son todas francesas ¡Qué país, Francia! ¡Qué genio artístico! Porque si el impresionismo de la época es extraordinario, aquellos contra los que se alzó, a los que combatió, los academicistas, los vencidos, no lo son menos. A su modo claro. El título de la expo lo dice todo: "el canto del cisne", el crepúsculo, el ocaso de un estilo, de un arte bello como un cisne.

Si no yerro, todas los autores son franceses excepto un Böcklin, un Sargent y un Franz von Stück. Aquí están Ingres, Meissonier, Tissot, Bonnat, Bouguereau, Belly, Puvis de Chavanne, Gérome, Courbet, Cabanel, Laurens, Moreau y otros. Por supuesto, hay notables diferencias de temas y tratamientos. Para pasarse horas mirando y remirando.
Recibe al visitante El manantial, de Ingres que, además, se emplea como banderola para anunciar la exposición. Ese desnudo es el más representativo de la imagen femenina que luego se adoptaría como patrón y se llevaría al extremo en los dos Nacimiento de Venus de Cabanel y de Bouguereau que también pueden admirarse aquí. Y es un experimento bien curioso: son desnudos integrales femeninos que quieren revestir de erotismo una estatua clásica a base de encarnar sus redondeces pero privándola de sexo. La verdad es que en el caso de Bouguereau (del que se exhiben cuatro telas, entre ellas su sorprendente Virgen de la consolación) es un poco estomagante. Lo mismo con Cabanel, del cual también hay cuatro cuadros: la consabida ninfa raptada por el fauno para el desnudo y dos obras de más interés, una Tamar y un Dante y Virgilio en el episodio de Francesca de Rimini. Esto apunta a otro factor de esta pintura: que hay que venirse con la enciclopedia británica bajo el brazo, porque está llena de referencias cultas. Un episodio napoleónico de Meissonier; el Herculano de Leroux, que trata de trasmitir un sentimiento de catástrofe inminente casi al modo en que podría haberlo hecho Racine; los famosos Peregrinos a la Meca de Belly; un par de Orfeos y el Jasón y Medea, de Moreau, un cuadro que cuenta una leyenda.

Un par de retratos. Está Victor Hugo, maduro, pintado por Bonnat (de quien también hay un Job). Al lado, casi como no queriendo, el retrato de Marcel Proust de Jacques-Émile Blanche. Junto al león romántico y revolucionario de Cromwell y Los miserables, un pisaverde de veintiún años, atildado como un dandy, con un cuello almidonado, una orquídea en la solapa y la raya del pelo al medio, un diletante de la alta sociedad que diez o doce años después empezaría a escribir En busca del tiempo perdido. En otras partes hay otros retratos, de esos de marquesas y condes sin mayor interés.

La historia la escriben los vencedores, pero los vencidos también cuentan su batalla.

diumenge, 11 de gener del 2015

De genios y reyes.


El Museo del Prado ha montado una exposición con los cartones de Goya para la Real Fábrica de Tapices. No con todos, pues tiene más en la exposición permanente. Y no solo de Goya porque también los hay de los hermanos Bayeu y algún otro, así como otros cuadros y obras diferentes, incluso esculturas, también procedentes del Prado y que los comisarios consideran que ilustran esta importante parte de la vida del pintor aragonés. Algunos Bayeus y varias otras piezas tienen procedencia ajena pero, en lo esencial, la exposición se nutre de los fondos permanentes del Prado. Estos se exhiben ordenados cronológicamente mientras que la exposición se organiza por áreas temáticas: la caza, los divertimentos, las clases sociales, la música y el baile, los niños, los sueños, las cuatro estaciones y el aire. Una buena idea. El que había de ser pintor de la corte y retratista de reyes, altezas y nobles, se había forjado tomando los modelos al aire libre. Por eso los impresionistas lo consideran un precedente. Y también los surrealistas, aunque estos más por los caprichos y las pinturas negras.

Entre 1775 y comienzos de los 90 del siglo XVIII, Goya, que había viajado a Madrid precisamente para aceptar el encargo que se le hacía de participar en la producción de estos cartones, concentró toda su actividad en esta obra de forma que la etapa puede considerarse la decisiva en la formación y maduración de este genio. Su perfección técnica, su dominio de los colores, la originalidad de sus composiciones, su audacia de trazo, la fidelidad y el realismo de las escenas deslumbran a lo largo de toda la exposición. 

Parece que no hubo programa del encargo salvo un propósito general: por tratarse de la decoración de los aposentos reales en los palacios del Pardo, y el Escorial, lugares de recreo y esparcimiento, los temas habían de ser alegres, hasta jocosos, divertidos, sanamente populares y alusivos a la ocupación a que con mayor ahínco se dedicaban los Borbones: la caza, que estos habían heredado de los últimos Austrias, llamados menores y que el rey Juan Carlos, siguiendo la tradición, cultivó con igual asiduidad y pasión hasta bien entrado el siglo XXI. Casi se diría que para las sucesivas dinastías españolas, España era una finca de caza y recreo. Como tal la gobernaron.

Salvado este factor, en efecto, no había programa, entre otras cosas porque ello era más propio de la pintura religiosa y justamente esa es la que no hay aquí, expresamente excluida. Se trataba de representar la vida social y campestre de los amados súbditos de S.M., la España real, amable, la de los juegos, las diversiones, los bailes y los cambios de las estaciones. ¿Cómo? Eso lo decidió Francisco Bayeu, que era el que marcaba la pauta e influía en su hermano Ramón y su cuñado, Goya. El criterio sería naturalismo, sana alegría de vivir, costumbres populares, el día a día de gente sencilla, ajena a las procesiones, el culto, los autos de fe, pero también a la política, la guerra, la revolución. Cuando uno piensa que esa pintura decoraba los palacios de los reyes en medio de la guerra de independencia de los Estados Unidos, la guerra intermitente con Inglaterra, la revolución francesa, no sabe uno qué admirar más, si la capacidad de crear un mundo ficticio, como aislado en una burbuja, o la estupidez de unos monarcas que vivían en ella mientras se quedaban sin Imperio y sin país. 

Pero el arte triunfa sobre las miserias del siglo. Los tapices son piezas geniales que todo el mundo recuerda por el impacto, el dinamismo y la fuerza que tienen y los identifica sin duda. Ahí están el juego de la gallina ciega, los majos y majas, la cometa, los zancos, la pelea de gatos, la merienda campestre, etc. Pero, además de ello, los tapices son un documento histórico, antropológico, sociológico, cultural, de primera magnitud. Goya registra lo que ve, le da vida propia, lo interpreta a su modo, pero es fiel hasta la exactitud en las formas. Los romances de ciegos, los vendedores ambulantes, la riña en la venta nueva, la boda apañada (que es una poderosa requisitoria contra la hipocresía de las clases sociales, magistralmente analizada por Manuela B. Mena Marqués en el catálogo), el cruce de caminantes en una nevada tarde de invierno, todo eso y más es la otra cara de la moneda, el lado feo, miserable de aquellas imágenes edulcoradas. La mirada del artista sobre su propio pueblo, completamente identificado con él.

Lo lamentable de esta historia es que, para sobrevivir, para realizarse, para regalar su obra a las generaciones posteriores, este genio hubiera de estar al servicio de semejante serie de idiotas que solo pensaban en darse la buena vida. Siendo además un hombre que simpatizaba con las ideas de la Ilustración. Algo de esto habrá influido en la posterior evolución anímica del habitante de la Quinta del Sordo.

diumenge, 28 de desembre del 2014

Los límites de la fotografía.

Gran ocasión la que ofrece la Fundación Mapfre con su exposición sobre la obra fotográfica de Alvin Langdon Coburn. Siendo, quizá, uno de los fotógrafos más importantes del siglo XX es uno de los menos conocidos. La razón, sencilla: aunque tuvo una larga vida (1882-1966) y aunque comenzó su brillante carrera muy pronto, pues hizo su primera exposición en Londes a los 17 años, tambien se retiró en muy poco tiempo. Al final de la Iª Guerra Mundial, con 35 años, marchó a vivir con su mujer a un lugar remoto de Gales del Norte, cosa que podía permitirse pues siempre fue hombre de abundancia de medios, dedicado a la búsqueda mística, destruyó todo su archivo de negativos, miles de ellos, y solo muy ocasionalmente retornó a su antigua profesión de fotógrafo, en especial al final de sus días y tras la muerte de su mujer.

La razón de esta especie de autoexilio del mundo, de este apartamiento material y espiritual de alguien que se encontraba en el cenit de su carrera, gozaba de reconocimiento general de público y colegas, publicaba en donde quería, retrataba a las personalidades del momento y se relacionaba con intelectuales y artistas de varios países no está clara hasta que se repasa su vida y entonces se entiende. La frustración lo llevó a dejar su profesión. La frustración, el desengaño, la decepción. Coburn fue de vocación y pasión muy temprana. Tuvo su primera cámara a los ocho años y, desde entonces hasta que la dejó de lado 27 años después, con ella lo intentó todo en una carrera fulgurante a caballo entre los Estados Unidos e Inglaterra, país en el que se instaló definitivamente en 1912 (no volviendo ya nunca a los States) y cuya nacionalidad acabó adquiriendo. Una carrera que estuvo obsesivamente presidida por una idea: elevar la fotografía al status de arte, nivelarlo con la pintura y la música (sus dos grandes e inconfesas vocaciones) y ser él su principal y más reconocido representante.

Comenzó firmemente encuadrado en la tendencia pictorialista, bajo la dirección de su jefe de fila, Alfred Stieglitz, quien lo introdujo en el grupo Photo Secession, en el que también estaba otro amigo de Coburn y célebre fotógrafo, Edward Steichen. Más tarde, los británicos, especialmente su protector Fred Holland Day, lo incluyeron en la Brothethood of the Linked Ring y Ezra Pound y Wyndham Lewis lo admitieron a su vez en el movimiento vorticista. Todo en unos breves y vertiginosos años y todo apuntando siempre a lo mismo: la fotografía podía ser un arte de vanguardia, como la pintura y él su gran maestro. Obvio: la Photo Secession reproducía la Sezession austriaca de Klimt y otros; la Brotherhood se hacía eco de la de los pintores prerrafaelitas y el Vorticismo se concebía como continuación y superación del cubismo.

Con este fuego en su interior, Coburn hizo una vida errática, en busca paisajes, de la foto al aire libre, como los impresionistas. Viajó así al Gran Cañón del Colorado, al Yosemite, a las cataratas del Niágara, lugares de los que hizo fotografías muy originales y muy dignas de verse, siempre concebidas con la mentalidad del pintor. También buscó temas abiertos en las ciudades, dejó un reportaje impresionante sobre el comienzo de la industrialización en Pittsburgh y abundantes fotografías de Nueva York, sus avenidas, sus rascacielos, desde perspectivas originales, el Central Park, en donde tomó esa simbólica imagen llamada el Octopus, que se ha escogido para el anuncio de la exposición.

Pero todo eran fotos, esto es, una visión mediada por un elemento mecánico que, de un modo sutil, pero inevitable, siempre mata la punta de creatividad que tiene la acción humana, la pluma, el buril, el cincel,  el pincel del artista que jamás serán iguales al hecho de apretar un botón.

Merced a sus buenas relaciones, Coburn, quien´compró un estudio en Hammersmith, Londres, vivió como un típico expatriado yanqui en contacto con las vanguardias. Su sólida fama como buen fotógrafo le permitió retratar a algunos de los artistas e intelectuales más importantes de su tiempo. Gracias a él, por tanto, que cambió la pintura al aire libre por el trabajo de estudio, tenemos estupendos retratos -algunos casi iconográficos, expuestos en esta muestra- de Bernard Shaw, Ezra Pound, Wells, Twain, Matisse, Stein o Rodin. Solo por ver el retrato de G. B. Shaw posando para Coburn en pelota picada como Le penseur rodiniano, merece la pena llegarse a la exposición.

Coburn, que fotografiaba por afición y no por necesidad, en el sentido en que Baudelaire defendía l'art pour l'art, quemó todas sus ambiciones en unos breves años y topó con los límites de la fotografía. Quiso luego pintar y, de hecho, cabe ver algunos de sus dibujos y acuarelas en la muestra. Quiso orientarse hacia la música. Pero para ninguna de ambas actividades tenía el talento que tenía para la fotografía; y esta se le había quedado pequeña. Por eso se retiró a la meditación mística.

Y por eso también es hoy el menos conocido de la pléyade de extraordinarios fotógrafos estadounidenses de fines del XIX y primeros del XX.

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Echando el día a la fotografía, nos acercamos asimismo a ver la exposición de la obra de Pablo Genovés en el Canal de Isabel II, en Santa Engracia, que se anuncia bajo el título de el ruido y la furia buscado a propósito por las resonancias de Faulkner quien, a su vez, también lo  buscó por las suyas shakespearianas. No está mal traída la invocación pues, aunque parece fijarse sobre todo en el aspecto material del asunto, ruido y furia de los elementos desatados, la conjunción entre estos y los salones, bibliotecas, museos que las aguas invaden transmite en cierto modo esa idea de decadencia, degeneración y destrucción que las obras de los dos genios citados presentan.
 
El único inconveniente -y no menor- es que el tema se repite sin descanso. Aunque la narrativa de la comisaria, por cierto, concebida en términos casi tan gongorinos como los barrocos de algunas fotos, pretende hilvanar una secuencia desde la irrupción de la naturaleza hasta el destrozo que deja a su paso, en el fondo, es siempre la misma fotografía. Mejor dicho, el mismo montaje ya que no se trata de tomas simples, sino de superposiciones, normalmente con la misma técnica: un primer plano de elemento desencadenado, el agua y un segundo plano solemne, barroco, arquitectónico, de biblioteca, coro de iglesia o sala de antigüedades.
 
El trabajo de montaje es por ordenador y, la verdad, si la fotografía a pelo pronto revela sus límites, la trabajada digitalmente, aunque sea tan pretenciosa como esta, llega a aburrir. Una sola, como muestra, hubiera estado bien por su originalidad. Treinta o cuarenta, todas muy parecidas, son una penitencia.

dissabte, 27 de desembre del 2014

El sol es Dios.

Palinuro, que tiene este mes en la cabecera del blog una reproducción de un cuadro de Turner, por el que siente una admiración rayana en la idolatría, no podía dejar de ver esta película que acaba de estrenarse. Los dos, el pintor y el piloto, aman el mar, las tormentas, las olas, la espuma furiosa, la luz del cielo confundiéndose con los vapores y las nubes, los acantilados batidos por el viento, los naufragios (no en cuanto infortunio o desgracia, claro, sino desde el punto de vista estético), las rocas, los desfiladeros, la fuerza de la naturaleza desatada, ignorante de las peripecias humanas. Los dos quisieran habitar espacios incontaminados con la presencia del hombre y ninguno de los dos puede resolver el problema de que ellos mismos son ejemplo de lo que quisieran evitar.

Solo una mirada humana puede entender la fascinación de la naturaleza virgen y, hablando ya en concreto de este gran Joseph Mallord William Turner, solo la mirada de un genio puede captarla y reflejarla de un modo que la revele a los otros ojos humanos, incapaces de verla por sí mismos; que la revele igual que Dios comunica sus ideas, o la luz del sol devuelve los colores a la realidad. Porque el autor de Anibal cruzando los Alpes siempre creyó que el sol es Dios.
 
La película de Mike Leigh quiere ser el relato de un genio. Pero solo lo consigue en parte y, además, para un auditorio que tenga algún conocimiento del lugar de Turner en la pintura británica y mundial, desde luego. Apenas se destacan las obras, ni las más conocidas, sino es de refilón o en segundo plano, objeto de comentarios por los diversos actores. No importa. No es un film sobre el arte de Turner sino sobre Turner como hombre, artista, genio, lo cual ofrece grandes posibilidades a Timothy Spall para lucirse en un papelazo a base de gruñidos, pero tampoco es un acierto del todo porque las opciones del guión son a veces confusas. En lugar de una narración cronológica de la vida de Turner, una biografía, se ha decidido concentrar la historia en los últimos veinte años y renunciar a los flash back con lo cual los episodios determinantes del pasado han de presentarse en forma dialogada, como en el teatro, y entorpecen el ritmo de la narración, tampoco muy animado.
 
En fin, se trata de una película desigual. Dos aspectos son, sin embargo, muy dignos de reseñar  y justifican los siete euros que cuesta la entrada; de un lado,  la fotografía de paisajes, marinas, montañas, bosques, lo cual obviamente  era obligado tratándose del pintor que se adelantó a todos y enseñó al mundo a ver la tierra a través de la luz, antes que los impresionistas, todos ellos, en realidad, prolongadores de su obra.
 
De otro lado, el impacto del genio en una sociedad tan plana, chata, convencional y biedermeier como la victoriana. Turner, a diferencia de otros revolucionarios del arte, gozó siempre de un gran reconocimiento social y consiguió desde muy temprano una acomodada situación que le permitió la máxima libertad de creación. Sus cuadros se exhibían en las exposiciones de la Academia Real, aunque no siempre en los lugares que a él le hubieran gustado y, aunque poca gente era capaz de apreciar en su valor su audacia estilística, su ruptura con el clasicismo, el historicismo, el naturalismo y todo tipo de figurativismo (mucha gente lo considera con razón un precedente del abstracto) todo el mundo le rendía pleitesía por seguir la moda y sus obras se vendían muy bien.
 
Pero no lo comprendían; ni él, a quien la sociedad importaba poco, se molestaba en dar pistas para hacerlo. El guión acumula escenas muy significativas del impacto del arte de Turner en la opinión de sus contemporáneos, especialmente colegas, gentes educadas, de clase alta y hasta la realeza. Son momentos que tienen el éxito garantizado, pues nada es más fácil que ridiculizar los espíritus ramplones una vez que el genio ha sido ya reconocido y consagrado socialmente. Lo difícil es preguntarse por qué se da esta incomprensión, por qué se daba y por qué sigue dándose. El gusto y el juicio estético de la imensa mayoría es siempre heterónomo, viene dado por pareceres y doctrinas exteriores que se absorben a falta de discernimiento autónomo, propio, interior. A falta de audacia, penetración, valentía. Las escenas de la Reina Victoria bufando de rabia, desconcierto e incomprension ante los cuadros de Turner regocijan nuestras almas, pero iguales se darían cambiando la Reina Victoria por Sofía de Grecia. La única diferencia es que la última, menos zoquete, se guarda su adocenado parecer y solo emite juicios a tono con los catálogos de las exposiciones.
 
Y quien dice la Reina Victoria, dice la insoportable, pedante y absurda cháchara de John Ruskin, el hombre que, como nuevo Petronio, determinaría las pautas estéticas de la segunda parte de la era victoriana, el que confundía el arte con el oficio y el estilismo de interiores. Ver a Turner conteniendo sus risotadas ante los cuadros de William Holman Hunt y el mundo artúrico de los prerrafaelitas, a los que Ruskin admiraba, es muy revelador, pero no nos dice gran cosa.  Es como si Picasso tuviera que juzgar los cuadros de Darío de Regoyos o Cézanne los de Aureliano Beruete. El genio es una fuerza interior. En el exterior, rige el decoro, la costumbre, la fama. Y hasta tal punto es atosigante esta circunstancia que no es difícil contemplar cómo gentes con espíritu gallináceo se adornan con plumas de águila pues siempre habrá tontos que aseguren haberlos visto volar como las águilas.

Esa fuerza interior del genio aplasta a su paso las consideraciones menores, pacatas, con las que los mortales nos acicalamos para parecer algo. Pero no puede aplastar las mayores. Que la genialidad haya de ir acompañada del egoísmo y el desprecio a los demás no puede darse por admisible sin más. Turner tuvo la inmensa suerte de congeniar con su padre con quien se llevó bien hasta el fin de sus días (del padre), pero no parece haber sido especiamente considerado o sensible frente a él. En cuanto al trato de las mujeres, la conducta del genio es francamente detestable. La película introduce una especie de vergonzante explicación recordando el hecho de que la madre fuera una desequilibrada mental a la que encerraron en un psiquiátrico cuando Turner tenía diez años. Es frecuente justificar la misoginia de algunos genios con desencuentros con las madres. El caso más conocido es el de Schopenhauer. Con ello se consigue una baza de añadido: echar la culpa del machismo masculino a las propias mujeres. Algo de eso hay en la película. Por ejemplo, el trato de Turner a su primera amante y sus dos hijas (cuya paternidad negaba)  es repudiable y de todo punto reprochable y no ayuda gran cosa que el guión presente a las tres mujeres, sobre todo la madre, como unas brujas histéricas insoportables. Por no hablar del trato humillante que el pintor infligía a su criada, un  ser deficiente en varios aspectos, objeto de sus libidinosos ataques. El film guarda aquí cierta mesura y no ataca cuando menos a la víctima.
 
Entre los deshilvanados retazos de este guión un poco sobresaltado hay algunas escenas muy reveladoras de dos aspectos distintos. En el comienzo, las visitas a la mansión de su amigo, protector y mecenas, el conde Egremont, lo que fue determinante en posibilitar la carrera de Turner en una época de transición a la economía de mercado pero en la que aún era decisiva en la vida de los artistas la protección de sus acaudalados amigos. Al final, la visita del también muy acaudalado cliente estadounidense, empeñado en comprar por una fortuna toda la obra de Turner, cosa a la que este, ya en sus últimos días, se niega porque tiene propósito de legarla a la nación británica. Entre medias, no hubiera estado de más que se concediera alguna atención a los abundantes viajes de Turner por Europa, especialmente a sus frecuentes visitas a Venecia, sin las cuales casi resulta incomprensible esa fascinación del pintor por la luz.
 

divendres, 12 de desembre del 2014

La fortuna y el arte.


La Fortuna es una diosa reiteradamente representada en la pintura. Aparece a veces alada, con los ojos vendados y todos los signos de la inconstancia y la incertidumbre. Es caprichosa e imprevisible. Puede darle por cualquier cosa. Por coleccionar obras de arte, por ejemplo, una dedicación que exige estar en posesión de una unorma fortuna, de ser un predilecto de la Fortuna. Es el caso de Juan Abelló, empresario y financiero de gran éxito que anduvo una temporada en negocios con Mario Conde, pero supo mantenerse a este lado de la ley. Y uno de los puntos más llamativos de su abigarrada biografía es el de ser poseedor de una colección de quinientas obras arte, generalmente pintura, de incalculable valor. Parece que en ello ha sido decisiva la influencia de su esposa, Anna Gamazo Hohenlohe.

En exposición en el CentroCentro del Ayuntamiento de Madrid hay 160 piezas de la colección y es una visita fascinante. Se trata de una muestra de coleccionismo en estado puro. La selección de las piezas no se ha hecho por razones temáticas, no es de paisajes, retratos o bodegones, ni de técnicas, aunque haya un cuantioso acopio de dibujos. La selección se ha hecho con un criterio puramente cronológico, con la intención de que se vea una o más muestras de todos los estilos y temas de la pintura desde el gótico internacional al arte de hoy, de Rothko o Bacon. Es un viaje a través de la pintura occidental de todos los países desde el siglo XV a hoy. No hay nada de pintura oriental y no europea salvo eso, algún Rothko. Un viaje por obras poco vistas porque pertenecen a una colección privada de alguien que ha tenido la fortuna de comprar obras de arte y el juicio y el gusto de escoger piezas representativas. Hay muchísimas ausencias, por descontado pero las presencias superan con mucho la mayor parte de las colecciones privadas.

La nacionalidad más representada, la española y dentro o al margen de esta, según cada cual lo considere, la catalana. Hay una Virgen lactante de Pedro Berruguete de transición del gótico al renacimiento fascinante u otra Virgen del silencio, de Luis de Morales, por quien Palinuro tiene especial debilidad. Hay mucho retrato de la realeza. Uno de Felipe II con la orden de la Jarretera, como Rey de inglaterra bastante sorprendente. Igualmente dos retratos de Carlos II y de Mariana de Neoburgo, de Jan van Kessel, el Mozo, medallones desde los que los retratados parecen mirar con tristeza el destino del imperio que no supieron gobernar. Otros dos retratos, de Felipe V y María Luisa de Saboya, de Jacinto Meléndez, inauguran la segunda parte de la representación, cuando la sobria etiqueta borgoñona fue sustituida por la pelucas empolvadas y los bordados rococó de la corte del Rey Sol.

La pintura italiana se reduce a unas cuantas vedute de Canaletto y Guardi y se vuelve luego al mundo goyesco, incluidos dos estupendos retratos de los consuegros de Goya. La colección se hace fuerte en el siglo XIX y el XX. Hay bastantes muestras de pintura catalana, Fortuny, Casas, Nonell, Rusiñol, Anglada Camarasa, etc, algunos vascos, valencianos. Hay impresionismo, con Bonnard o Degas, un notable Modigliani. Hay abundante cubismo, de Bracque a Maria Blanchard, Picassos, con muchos dibujos, expresionismo alemán, con algún dibujo de Grosz, etc, culminando el viaje con un par de trípticos de Bacon que lo dejan a uno, como dicen los chavales, flipándolo en colores, los rojos y los cobaltos de Bacon.

dissabte, 6 de desembre del 2014

Sorolla hizo las Américas.

Muy buena idea de la Fundación Mapfre de traer la exposición de Sorolla y los Estados Unidos organizada por el Meadows Museum, el San Diego Museum of Art y la propia fundación. Determinante ha sido, claro, la colaboración de la Hispanic Society of New York (HSNY), entidad que está en el origen de estos dos momentos decisivos en la vida del artista, los dos viajes a los States en 1909 y 1911. En ambas ocasiones el pintor valenciano causó verdadero furor en los círculos artísticos y de la alta sociedad estadounidense tanto por su arte, entonces en su mejor momento, como por sus buenas relaciones con círculos influyentes.

Cuando Archer Milton Huntington, un millonario con una pasión por la cultura española, lo invitó a exponer en Nueva York en 1909 por haber visto obra suya expuesta en Londres en ese año, Sorolla es ya un pintor reconocido, aclamado y muy bien relacionado socialmente. Veranea con la corte en Zarautz y es retratista de la alta sociedad, retrata incluso a los Reyes, Alfonso XIII y Victoria Eugenia precisamente para la exposición de la HSNY. Al mismo tiempo produce obra propia casi de modo compulsivo, retratos de su familia, jardines, escenas de playa, que son las que causaron mayor impacto en los Estados Unidos. Fiel a sí mismo, a sus origenes humildes, de cuando el contenido social de su pintura y al luminismo, el nombre que se quiso dar a su estilo una vez pasado por París y contemplado la pintura impresionista que es eso, básicamente, luminismo. Comparte con los impresionistas el rechazo a la pintura de estudio y el gusto por los exteriores. Solo que los suyos son más de por aquí. Los bosques impresionistas de Boulogne o Bougival y los prados de Louvenciennes son en Sorolla jardines del sur, de la Alhambra, el Generalife, el Alcázar de Sevilla, que luego reconstruyó en su casa de Madrid, convertida hoy en Museo, en Martínez Campos, 37. Y las playas de Deauville o Trouville, las de la Malvarrosa.

Éxito como artista y como hombre de mundo, cosa poco frecuente. Por mediación de su protector y mecenas Huntington, retrató a las gentes más importantes de los EEUU, incluido su presidente, William Howard Taft, numerosos prohombres y sus esposas y algunos colegas de éxito. Como retratista es excelente ya que la rudeza tradicional española aparece modulada por cierta influencia de su amigo, el muy elegante John Singer Sargent, sobre todo en los retratos femeninos.

Excelente exposición porque permite ver producción sorolliana casi desconocida a este lado del Atlántico y que allí abunda pues vendió toda la obra que llevó en ambos viajes  y estuvo ocupado luego varios años realizando las numerosas comisiones que se le hicieron. De todo hay abundante y muy grata muestra en la exposición, incluidos retratos de su esposa Clotilde, aportados por el Museo Sorolla, una señora dotada de fuerte personalidad que se adivina decisiva en la vida del artista.

Entre los encargos que el autor de ¡Y aun dicen que el pescado es caro! trajo figura uno magno, esencial: pintar una Visión de España, cosa que se materializó en los 14 cuadros de grandes dimensiones que hoy adornan la Sala Sorolla de la HSNY, con tipos y paisajes de todas las partes del país. Allí están esas telas que condensan la visión de España de un artista que viajó por ella un año entero haciendo bocetos y documentándose. En realidad son una parte más de esa curioso museo de la cultura española, sito en la calle 155W, que corta Broadway a la altura de los últimos altos de Washington. Un edificio impresionante cuyas puertas de bronce ostentan sendos mediorrelieves con los Reyes Católicos y en cuyo patio de entrada se yergue una muy airosa estatua ecuestre del Cid. Por cierto, obra de Anna Hyatt Huntington, esposa del millonario y escultora afamada.

Huntington fundó la HSNY en 1904, seis años después de la guerra hispano-norteamericana. Los reyes españoles precisamente se hicieron retratar como muestra del ánimo de recomponer las relaciones con aquella poderosa nación que nos había vapuleado, arrebatado los restos del imperio y confrontado con la triste imagen de nosotros mismos. Hay algo extraño en esta historia y es que nadie habla de ella. Unos estadounidenses ricos deciden erigir una especie de monumento a la cultura de la nación que su país acaba de derrotar en una guerra humillante. Porque la HSNY no solo tiene Sorollas; también muestra obra de Goya, de Velázquez y muchos otros pintores españoles, y alberga una riquísima biblioteca de temas españoles con algunas joyas como una edición príncipe del Quijote. Sin embargo, no es propiamente un museo, ni un centro de investigación, ni una fundación. Tiene cierto aire de mausoleo. Es como un monumento funerario a una vieja nación europea, rebosante de cultura, derrotada por una joven potencia industrial. Y tiene algo de metafórico que el símbolo iconográfico más representativo de España como nación en su pluralidad, la Visión de España del artista, esté al otro lado del Océano.

La exposición contiene asimismo una serie de apuntes en hojas de menú de los restaurantes, guaches en los cartones de la lavandería del hotel en que Sorolla se alojaba en Nueva York, a la entrada de Central Park. Son instantáneas, escenas callejeras en contrapicado, como si tratara de captar el bullicio de la 5ª Avenida, al modo que lo quería Boccioni. Pintar al aire libre en Nueva York, cuando se está de visita y de negocios con galerías y marchantes debe de ser complicado. Pero estos bocetos juntamente con las obras acabadas componen el material de esta exposición que podría llamarse pintor en Nueva York de no ser porque Sorolla, en realidad, fue a hacer las Américas.

divendres, 5 de desembre del 2014

El sueño de la razón...


... produce monstruos, reza el capricho nº 45 de Goya. Monstruos repulsivos, muchas veces odiosos, repugnantes; seres fantásticos, amenazadores, agresivos. Pero no siempre. La fantasía carece de límites y abarca todo, lo odioso y lo amoroso, lo repulsivo y lo atractivo. Hasta se permite el lujo de mezclarlos y hacer atractivo lo repulsivo u odioso lo amoroso. Pocos versos más citados que el odio y amo. Monstruos, la creación de la fantasía, seres que no se atienen a la norma. Pero ¿qué norma? En la naturaleza no hay normas y todo es monstruoso porque nada lo es. La erupción de un volcán es tan monstruosa como una aurora boreal. Las normas son invenciones de los seres humanos, que solo conocen una universal: ellos mismos. El hombre es la medida de todas las cosas, dice el filósofo. El hombre es la norma. Y todo lo que no se ajuste a ella es monstruoso. El mundo es monstruoso. En el fondo, lo más monstruoso de todo quizà sea misma razón.

La exposición de la Casa Encendida "Metamorfosis. Visiones fantásticas de Starewitch, Švankmajer y los hermanos Quay" es una exhibición de monstruos en todos los sentidos del término, desde los amables y poéticos hasta los repulsivos y criminales. Es una muestra muy completa y muy bien concebida, sobre todo porque se apoya en una serie de actividades complementarias a lo largo de varios días, con proyecciones de películas relacionadas con el tema, seminarios, lecturas, etc. Todo ello es muy meritoria labor de la comisaria Carolina Pérez, experta en animación, acreedora de muy efusivos parabienes. Enhorabuena.

El material expuesto son piezas, diseños, artilugios, cámaras, sombras, mecanismos, ilustraciones, films que utilizaron estos genios del cine de animación desde los orígenes. Starewitch, que era entomólogo, se valió de sus especímenes para rodar películas, varias de ellas, célebres como la que representa un pelea entre escarabajos de los llamados "rinocerontes". Porque, puestos a buscar monstruos, el mundo de los insectos los conoce de todo tipo y condición.

Las explicaciones que se ofrecen al visitante (pues el catálogo está agotado) dan suficientes pistas para entender el espíritu de estos cineastas tan peculiares, con tan poco acceso a los circuitos comerciales. El mismo caso de los hermanos Quay que tienen un elemento propio del género que cultivan, pues son gemelos univitelinos y han alcanzado un éxito considerable, es paradigmático. Pero tampoco son necesarias las aclaraciones. Quien se sumerja en la exposición muy bien montada y se pare a considerar las piezas, irá identificando poco a poco a los referentes, unas presencias a veces solo insinuadas y otras explícitas que componen una especie de universo pictórico del que dependen muchos de los elementos de estas películas. De hecho tanto Starewitch como Svankmajer se sitúan en la tradición pictorialista. Pero es una pintura con un hilo conductor: lo irracional, lo onírico y, por supuesto, lo surrealista. Presentes están de una forma u otra Monsú Desiderio (alguno de los que se engloban en este nombre), Goya, los goyescos Lucas Velázquez y Leonardo Alenza, Dalí, Ensor, Kubin y en buena parte de la obra de los Quay, reina incontestable Arcimboldo.

Pero se trata de cine, de fotografía en movimiento, de cine de animación. No de dibujos animados, sino de objetos, de figuras, guiñoles. Y, en una forma de sinestesia, a los referentes pictóricos, se unen los literarios. La versión del Roman de Renart, que saluda al visitante nada más entrar, lo avisa de que este cine explotará la rica tradición occidental de cuentos, fábulas, relatos en los que los animales, los objetos, los árboles, los ríos, los juguetes y artefactos hablan y actúan. Las mismas orientaciones de la pintura, el romanticismo, el simbolismo, el modernismo, el absurdo, lo onírico, lo fantástico, dan pie o adornan los relatos. Presentes de muchas formas están, además del Roman de Renart, Carroll, E.T.A. Hoffmann, Poe, Kafka, Gogol, Ghelderode, Walpole, Buñuel, los hermanos Kapek, el surrealismo o el inclasificable Robert Walser.

El ruso Starewitch (1882-1965), el primero de todos, es el que más trata los temas fabulísticos, dentro de la tradición de Lafontaine, la cigarra y la hormiga, la reina de las mariposas, el león y la mosca, sin abandonar otros temas fantásticos o misteriosos. Svankmajer recurre más a los motivos literarios y su abanico es enome: lo absurdo y fantástico en Alicia en el país de las maravillas, el increíble Jabberwocky de Al otro lado del espejo; lo terrorífico con la caída de la casa Usher; lo gótico, con el Castillo de Otranto, etc. Sin desdeñar los montajes animados tradicionales, ni los insectos o los objetos, Svankmajer se mueve en un universo más denso, más construido, con referencias literarias más claras. Su última producción, que se estrenará el año próximo, 2015, es una versión de las imágenes de la vida de los insectos, de los hermanos Kapek que, por supuesto, trae a la memoria la Metamorfosis kafkiana. Los hermanos Quay, también activos hoy y, como ya iniciara Svankmajer, acentúan el orden sinestésico al versionar obras de compositores famosos como Stravinsky o Leo Janascek. Toda su obra, sembrada de homenajes a sus predecesores, como Svankmajer o fuentes de inspiración, como el dramaturgo Ghelderode, está marcado por dos influencias notables y manifiestas, la del polaco Walerian Borowczyk, gran maestro del cine francés que, sin embargo, está ausente en esta exposición y la pintura de Arcimboldo.
 
Merece la pena pasear por este territorio oculto, fantástico, inquietante, de alucinación, fascinación y espanto porque es lo que alienta en muchas narrativas literarias, pictóricas, musicales, lo que pervive en las tradiciones artísticas occidentales generalmente despojadas de estos efectos ambiguos, a veces siniestros, amenazadores o angustiosos. La corriente de miedos y temores que mana por debajo de la débil capa de la civilización racional y muestra que basta quizá un pequeño twist in the tale para enfrentarnos a eso, al sueño de la razón, a lo monstruoso, a los Freaks,  de Tod Browning, el locus solus de  Raymond Roussel, las obsesiones meticulosas de Piranesi, la angustia de Klinger, los temores de Spilliaert, ninguno de los cuales está físicamente en la exposición, pero sí anímicamente, como si se encontraran en su territorio encantado.
 
¿Es ocioso recordar que muchos de estos creadores de la animación, el misterio, lo absurdo, lo surrealista son eslavos (checos y polacos sobre todo, pero también rusos como Gogol o Maiakovsky) y centroerupeos, holandeses, belgas, alemanes como Ensor, Spilliaert, Ghelderode, Klinger, Kafka, los Kapek, Hoffmann o Walser?  Seguramente sí; pero tiene su punto.

dilluns, 1 de desembre del 2014

Arte y propaganda.

Hace unos días se inauguraba en el Fernán Gómez Centro Cultural de la Villa, en Madrid, la exposición A su imagen. Arte, cultura y religión, organizada por la Fundación Madrid Vivo, una asociación conservadora de empresarios y curas, la Conferencia Episcopal Española y la Archidiócesis de Madrid. Los medios ilustraban la noticia con una foto del acto en la que figuraban diez personas, entre ellas la consejera de Educación de Madrid, Lucía Figar, el obispo Osoro, el cardenal Rouco, Ana Botella, la ex-reina Sofía, el presidente del Congreso, Jesús Posada, y la vicepresidenta del gobierno, Sáenz de Santamaria, además del empresario y ex-ministro Villar Mir. Puro antiguo régimen. Puro nacionalcatolicismo que, según, Luis Goytisolo sigue vigente.

Los figurones del trono, el altar, la política y la empresa se hicieron retratar delante de un cuadro de Rubens que representa a Sansón dando muerte al león. Pensé entonces que a lo mejor y, a pesar de los antecedentes citados, la exposición era de verdad de arte y cumplía lo que anunciaba a través de los medios de comunicación de ser una muestra "de lo mejor de la pintura y la escultura españolas" de tema religioso, con piezas de grandes maestros, como Goya, Velázquez, el Greco, Murillo, Rubens, Ribera, Zurbarán, Berruguete, Gregorio Fernández, etc.

Nada más lejos de la realidad. La exposición abarca, sí, unos diez siglos, del X al XX. Pero todas las piezas son de autores (o anónimas) de segunda fila u obra menor de contados maestros. De escultura, nada, salvo cuatro o cinco tallas de Gregorio Fernández y algún otro, ideales para adornar iglesias. Y eso sin mencionar varias muestras de un mal gusto estomagante, como unos candelabros gigantescos de plata repujada, algún relicario, cáliz, arqueta, etc todos de oro, plata, pedrería, pruebas de ese espantoso boato a que tan aficionado es el culto católico desde siempre.

La finalidad de la exposición, su hilo temático, es mostrar el interés y el apoyo de la iglesia al arte en todos los tiempos y actualmente. Es decir, una finalidad de propaganda. Durante siglos, el arte ha sido vehículo de propaganda de la religión, especialmente la católica. Se trata, pues, de que siga siéndolo hoy, si no como antaño, sí para lo hoy necesario. Para redondear el carácter eclesiástico/católico del evento, se cobra una entrada de 7 euros completamente abusiva, primero porque es una institución pública (el Ayuntamiento) y después porque la muestra no los merece. Los organizadores tratan de justificarlo obligando a los visitantes a acarrear esos ridículos audiotrastos con informaciones grabadas sobre algunas obras también teñidas de propaganda católica, como lo están las explicaciones que figuran en las paredes, redactadas con espiritu militante.

La misma clasificación temática de la exposición muestra esa estrecha visión catequística peculiar al catolicismo español: de algunos episodios del Antiguo Testamento a las representaciones del Dies Irae, pasando por la narrativa canónica de la Virgen, vida de Cristo, apóstoles y evangelistas, padres y doctores de la Iglesia, la Iglesia en sí y su peculiar negocio, el memento mori. Cierto que la exposición habla de "arte, cultura y religión", pero por esta última se entiende tan solo la católica. Si no yerro, hay una sola pieza de religión no católica, un fragmento de pergamino de una Torá de Calahorra o Tudela del siglo XV y algunas menciones obligadas por el contexto a las otras dos religiones del Libro. El resto, catolicismo a machamartillo que, por lo demás, es el contenido casi exclusivo de la producción artística española prácticamente hasta el siglo XIX.

Las aportaciones extranjeras, en su mayoría, que tampoco es mucha, flamencos, a veces anónimos, algún Teniers y un Lucas Cranach. El resto, italianos, entre los que destaca un genial Tintoretto con una Judith a punto de degollar a Holofernes. Todo lo demás, pintura española que si, al principio, parecía ser algo más suelta, más abierta, con la implantación del canon tridentino, empieza a agarrotarse cada vez más, hasta desembocar en ese arte acartonado, manoseado, mercenario,  apagado propio de las sacristías, los refectorios de los conventos y los altares de las iglesias. Producción iconográfica, sí y programática, pero de calidad artística deplorable.

Alguna ventaja habría de aparecer: es una pintura (también hay algunas tallas, códices y tapices, siempre del canon de Nicea) poco vista, por encontrarse en su mayoría desperdigada por museos diocesanos, parroquias, cofradías, catedrales, algún banco y colecciones privadas. De varias de ellas hay reproducciones accesibles, pero se agradece ver el original, como el célebre In ictu oculi, de Juan de Valdés Leal, del siglo XVII, que se conserva en la Hermandad de la Santa Caridad de Sevilla replicado siglos después con expresa referencia a él en el cuadro de Gutiérrez Solana, la procesión de la muerte, que el Museo Reina Sofía ha prestado para esta ocasión. Igualmente impresiona un pequeño lienzo de Goya, de 1819, que representa la oración de Cristo en el huerto de los olivos, a quien un ángel aporta el amargo cáliz, que se guarda en las Escuelas Pías en Madrid. Ese Cristo, que debiera proclamarse como adelantado del impresionismo, es una especie de revenant de la principal figura de los fusilamientos de La Moncloa en la memoria de un Goya ya anciano.
 
Si el desocupado lector dispone de tiempo y se divierte viendo cómo se representaba en un momento u otro a San Jerónimo, o los más conocidos episodios de los Evangelios, o el éxtasis de Santa Teresa, aquí podrá pasar el rato. Por mi parte, si tuviera que mencionar una última obra meritoria que, como algunas otras, sobresale de este pantano de mediocridad y beaterío, me quedo con la Virgen del pajarito, de Luis de Morales.

divendres, 31 d’octubre del 2014

Arte de guerra.


La Fundación Juan March tiene una interesantísima exposición sobre Fortunato Depero (Depero Futurista, 1913-1950), un futurista menos conocido e injustamente considerado secundario quizá porque abarcó muy distintos campos: la pintura, la poesía, el teatro, las artes decorativas, la publicidad entre otras varias. Una gama demasiado amplia para obtener especial reconocimiento en alguna de ellas, generalmente reservado a quienes las cultivan de modo exclusivo. Cuando se es tan polifacético como Depero, además, unos estilos y modos de hacer influyen sobre los otros y las obras resultan difíciles de clasificar.

Depero comenzó como pintor. Muy influido por Boccioni y Balla (no hay más que ver el motorista de la ilustración), fue tempranamente admitido en el movimiento futurista. Allí libró sus primeras batallas y ya nunca dejaría de hacerlo. Era un batallador en busca de un enemigo. El futurismo se lo dio: el arte adocenado, conformista, la literatura putrefacta, la falta de vigor y virilidad de las nuevas generaciones, el pacifismo burgués, todo lo que condenaba el manifiesto de Marinetti en 1909. De manifiesto en manifiesto, Depero acabaría escribiendo otro con Balla, titulado Reconstrucción futurista del universo, en el que se encuentran algunos de sus más preciados descubrimientos, como el paisaje artificial o el animal metálico.

Esto de concebir el arte como medio de enfrentamiento o batalla con el orden constituido venía ya del romanticismo y la sublimación de los ideales frente al mundo burgués. A partir de ahí, se hace más combativo y se articula en lo que después se han llamado vanguardias, la primera de todas, la impresionista, de la que van tomando ejemplo otras, aunque parezcan alejadas, como la escuela de la secesión austriaca y, desde luego, el futurismo. En los primeros textos futuristas hay una referencia explícita al impresionismo y su disolución de la forma en la luz. En la crisis de la preguerra y la primera guerra mundial, el futurismo convive con otras vanguardias, el cubismo, el dadaísmo y, sobre todo, el surrealismo con el que presenta similitudes formales.

Pero el futurismo tiene una voluntad claramente práctica, en donde las otras vanguardia, con el añadido del expresionismo, el suprematismo y otros ismos presentan una vocación exclusivamente estética. Los futuristas quieren cambiar la sociedad y la vida por la vía artística. Necesitan un arte de guerra. Todo apunta a lo mismo. El artista autoconsiderado profeta, anuncia, configura, predetermina el futuro. Es un visionario. Considerando los elementos que alumbran esa visión, el coraje, la violencia, la destrucción, lo irracional, sorprende que no se subraye más a menudo su carácter dionisiaco frente al apolíneo del arte decadente anterior. El famoso trozo del coche de carreras y la Victoria de Samotracia de Marinetti trae ecos nietzscheanos. Probablemente el culto a la máquina induzca a error al entender a esta como producto del cálculo, la regularidad y el orden cuando lo que los futuristas celebraban en ella era su fuerza, su potencia destructora y dominadora. Depero adoraba los aviones, pero también los carros de combate a los que veía conquistando desiertos para Italia.

Muchas de las lineas de acción de Depero tuvieron alguna influencia en España, en concreto en el clima de la residencia de estudiantes. Se ve en la rebeldía de Dalí y Federico García Lorca a la generación de los putrefactos y sus intentos, también en forma de manifiestos y otras publicaciones, de encontrar una forma de expresión distinta, un lenguaje diferente, como el que apadrinaba Depero como onomalenguaje que, entre otras cosas, trataba de reproducir los sonidos inarticulados de las máquinas.

La vita activa del futurismo desembocó en su fusión más descarada con el fascismo. Algo similar sucedió en Rusia con un movimiento análogo, el constructivismo, y la organización comunista. Pero no creo que los soviéticos llegaran tan lejos en fundir movimiento artístico y movimiento político como los italianos. Marinetti llevaba uniforme fascista que, por cierto, recuerda mucho el que gustaban lucir los intelectuales falangistas de la primera hornada tras la guerra en España, Dionisio Ridruejo o Antonio Tovar. La revista del movimiento, Futurismo, daba vivas al genio futurista de Mussolini y se declaraba fascista. En general el dictador confió a los futuristas la iconografía de su régimen: la lucha, la conquista, el imperio. Y de todo eso participaba Depero.

Pero también era creador en el más estrictamente privado ámbito de la sociedad civil, la publicidad comercial. Son fascinantes muchos de sus anuncios publicitarios, como los de Campari, o calendarios o portadas de revistas. Así como los decorados teatrales. Su creación de la Flora mágica para el canto del ruiseñor, el ballet de Strawinsky coreografiado por Dhiaguilev es deliciosa.

Hay un par de momentos en la vida de Depero, muy bien recogidos en la exposición: sus dos viajes a Nueva York. Con una prepotencia curiosa, Depero anunció en el primero que iba dispuesto a destruir los Alpes del Atlántico y, al llegar, se quedó tan sorprendido y anodado que no supo reaccionar, bautizando la ciudad con escasa imaginación como nueva Babel. Suele pasar cuando los intelectuales europeos llegan a la gran manzana; basta recordar el Poeta en Nueva York. Lo que más impresionó a Depero fueron los rascacielos; normal viniendo de Italia. Allí estaban los edificios futuristas, al alcance de la mano. Se encuentran en montones de dibujos que hizo en la época, tratando de captar el ritmo trepidante de la ciudad y sin duda pensando en cómo le hubiera gustado verla a su difunto amigo Boccioni. Montó un estudio de publicidad en la 5ª Avenida, pero no llegó a afincarse en los EEUU y volvió a su tierra. Luego haría un segundo intento y también retornaría. Es más grato y más estimulante imaginarse el futuro que vivir en él.

Quién sabe. Los cuadros y tejidos bordados e ilustrados son muy coloridos y dignos de verse. Hay mucha creatividad en la obra de Depero, aunque no siempre tenga el vigor y la fuerza que ensalzaba por convicción.