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dimarts, 23 de desembre del 2008

Caminar sin rumbo (XXIX).

Sublime decisión

(Viene de una entrada anterior de Caminar sin rumbo (XXVIII), titulada La llamada del Señor.

Aquella conversación fue decisiva en mi vida, si bien sólo lo vi así muchos años después, cuando me fue dado reinterpretarla. He observado que eso es algo muy frecuente. Como si la naturaleza, a quien atribuimos con harta soberbia una sabiduría que no sabemos si tiene sólo porque la cuestión nos afecta personalmente se hubiera encargado de atenuar el efecto que un impacto emocional fuerte pudiese causarnos eliminando su conciencia inmediata para devolvérnosla luego, pasado mucho tiempo, cuando ya estemos curados de espantos y podamos entenderla con mayor desapasionamiento.

Mi madre acogió la noticia de la visita del cura con su tolerancia y consideración habituales. Debió de darse cuenta de la importancia que tenía para mí en mi estado de enajenación religiosa y, lejos de hacer algún comentario irónico, como hubiera sido lo habitual, acerca de la insufrible afición del clero a meter sus narices donde nadie lo llamaba al amparo del dominio que ejercía en la España nacionalcatólica, fijó el día de la entrevista el último antes de las vacaciones en el colegio, para que no tuviera que volver al siguiente, y recibió al jesuita en el despacho de mi padre, que no se utilizaba desde que éste partió para el exilio.

Aquel despacho había sido siempre una especie de lugar misterioso a mis ojos de niño, un severo sancta sanctorum en el que, viviendo mi padre con nosotros, raramente se entraba y en su ausencia, nunca. Lo dominaba una mesa de roble macizo estilo renacimiento de espaldas a una ventana provista de pesadas cortinas. En un extremo había un pequeño tresillo en torno a una mesa baja, en donde mi padre recibía a las visitas. Con las cortinas echadas, a plena luz del día, era preciso encender la una lámpara de pie contigua al sofá que bañaba el despacho en una luz ocre, tamizada por la pantalla.

Mi madre saludó afablemente al padre Martín que parecía algo impresionado probablemente porque no esperaba encontrarse en un lugar así y lo invitó a tomar asiento en el sofá mientras ella lo hacía en uno de los sillones y le preguntaba si quería tomar un café o alguna otra cosa, a lo que él contestó que un vaso de agua que yo me apresuré a traerle quedándome luego de pie, sin saber qué hacer. Fue el padre Martín quien sugirió:

- Creo que sería mejor que habláramos a solas.

- ¿Por qué? -contestó mi madre con naturalidad-. ¿No viene Vd. a hablar de mi hijo?

- Precisamente por eso.

- Precisamente por eso. Ya es mayor -añadió, mirándome con una ligera sonrisa, como diciéndome "¿verdad que sí? ¿verdad que eres mayor?"- Al menos para escuchar lo que los demás mayores decimos de él.

Y, sin esperar más, me invitó con un gesto a sentarme en el sillón contiguo, cosa que hice sintiendo que el corazón me latía aceleradamente, como golpeando la caja torácica.

Si sintió alguna incomodidad, el padre Martín no la manifestó. Tras unos instantes en los que pareció recapacitar sobre lo que quería decir, abordó directamente el asunto de lo que a sus ojos era mi indudable vocación religiosa. La pintó con colores encendidos, alabó mi comportamiento en la "catequesis social", sostuvo que él sabía distinguir muy bien las vocaciones, que se había quedado sorprendido por la fortaleza de la mía, que debíamos sentirnos agradecidos a los designios del señor y que para aquella casa, y se refería a la nuestra, sería una bendición. Mi madre me miraba de vez en cuando con una expresión entre divertida y dudosa y, al escuchar lo de la bendición, esbozó una sonrisa.

- Todo eso que dice Vd., padre, está muy bien y tenga la seguridad de que, si es como Vd. dice, si la vocación de mi hijo es tan fuerte como dice, en esta casa nadie se opondrá a que se cumpla. Pero, de momento, me parece un poco pronto para que tome una decisión de esa importancia. Todavía es casi un niño que apenas ha visto nada de la vida. Hay que dejarlo que la viva y que luego se pronuncie.

- Creí que pensaba Vd. que ya es mayor.

- Lo suficientemente mayor para asistir a una conversación en la que se habla de él, pero no tanto como para tomar una decisión que comprometerá su vida posterior. Para eso, no; para eso, debe esperar. Cada cosa a su tiempo.

- El tiempo para estas cosas es lo más pronto posible.

- ¿Incluso aunque falten elementos de juicio? ¿Haremos como con el bautismo, esto es, condicionar la vida de un ser que no tiene uso de razón, que no entiende qué hacen con él, que sabe ni hablar?

Estoy seguro de que el padre Martín no habia oído nada semejante en su vida. Debía de tener por entonces treinta y tantos años y para él, como para todo el mundo entonces en el país, para mí mismo, había instituciones sociales y religiosas como el bautismo que nadie cuestionaba, que no eran cuestionables. No estoy seguro pero creo que comenzó a perder el aspecto de cisne negro que yo le había adjudicado en el Arroyo para retornar al de córvido, un córvido ominoso. Miró a mi madre de hito en hito y le salió una especie de discurso en el que después he pensado que ni él podía creer:

- Hay que tener en cuenta que, en la lucha por las almas, eso es lo que hace el enemigo: poner su impronta en el espíritu de los recién llegados para ganárselos, hacerlos adeptos...

- Perdone, padre, ¿qué enemigo es ese?

El jesuita parecía cada vez más desconcertado. Me miró como haciendo ver que no era cómodo exponer lo que pensaba en mi presencia. Es de suponer que hubiera querido contestar: "el demonio", pero pareció pensárselo mejor, paseó la mirada por el despacho cual si buscara inspiración y respondió:

- No sé, ¿los comunistas, tal vez?

Al llegar aquí mi madre que no era comunista pero estaba mucho más cerca de ellos que del padre Martín, rio abiertamente, con alborozo.

- ¡Pues déjelos hacer eso tan feo! ¿Por qué quiere imitarlos? ¿No tiene la Iglesia métodos mejores de reclutar a su personal?

Con el paso del tiempo, rememorando esta conversación que tengo grabada, he reflexionado qué sorprendente debía de resultar al jesuita el empleo de tales expresiones maternas. "Personal" debía de ser la última palabra en la que pensara el padre Martín al referirse al clero, a los sacerdotes, a los siervos de Dios, a los pastores de la grey, a los hermanos en Cristo; cualquier cosa menos "personal". En las dos ocasiones posteriores en que volví a hablar con el padre Martín, una meses después de esta conversación, en que ya le comuniqué definitivamente que no tenía vocación alguna pero que le estaba muy agradecido por lo que había hecho, y otra muchos años más tarde, cuando lo encontré en un país centroamericano entregado a la Teología de la liberación, como era de esperar, no salió este asunto. Él sí se acordó de preguntarme por mi madre y supo encontrar palabras de admiración hacia ella; pero eso fue muchos años más tarde.

A partir de aquel momento, como si hubiera un acuerdo tácito entre los dos, la conversación ya la dirigió mi madre. Tranquilizó al jesuita asegurándole que tomaba muy en serio lo que había dicho y que, llegado el momento, me dejaría elegir libremente, sin tratar de imponerse en sentido alguno. Y se lo decía a alguien que hasta entonces había dado por supuesto que los padres intervendrán en estos asuntos pero siempre en el sentido "correcto". Habla a favor del padre Martín que demostrara tanta cintura dialéctica y supiera contenerse y asimilar que estaba escuchando algo no previsto pero que, en cierto modo, tendría que haber imaginado. Continuó mi madre diciendo que yo era un muchacho muy reflexivo pero bastante impresionable, que tenía una sensibilidad delicada, que últimamente había vivido experiencias muy intensas y que encontraba recomendable dejarme un tiempo para asimilarlas. Pensábamos irnos de veraneo en unos días a una casa de sus padres, de los abuelos, en la costa, que tendría tiempo de reflexionar sobre todo ello y seguramente a la vuelta del verano, quién sabía, pudiera tomar una decisión. Luego lo acompañó hasta la puerta diciéndole que estaba encantada de conocerlo y se la cerró en las narices dejándome horrorizado en el vestíbulo y pensando que seguramente el padre Martín se habría sentido humillado. Pero no me dio tiempo a reflexionar sobre ello porque ya mi madre había dado media vuelta y se dirigía a mí:

- Espero que no te parezca mal lo que le he dicho. Todavía eres muy pequeño para estas cosas. Y, en todo caso, tú sí que no has dicho nada.

Para mi desesperación era cierto: no me había hecho oír. Es cierto que ninguno de los dos consultó mi parecer, pero también lo es que pude haber dicho algo y no lo hice. Estaba fascinado mirando a aquellas dos personas, por entonces las más importantes en mi vida, hablando sobre mí con la naturalidad con que se pudieran contar impresiones de un viaje. Me veía desde fuera, objeto de las cuitas de dos seres queridos y sentía como una especie de arrullo. Los dos sabían mucho más que yo y los dos me querían y querían lo mejor para mí. Pero desde puntos de vista muy distintos. Mi firme convicción religiosa volvió de golpe así que vi desaparecer al padre Martín porque con él se iba la promesa de un futuro de plenitud, entrega, sacrificio y ¿por qué no? santidad. Y ¿a cambio de qué? A cambio de las muelles relaciones con mi madre que no creía en nada, que se reía de la religión y que, en el fondo, odiaba a la Iglesia y a los curas, a los que culpaba del atraso secular de España. Por eso, en una especie de agonía, me encaré con ella y le dije que, en el fondo, todo el problema era porque ella no creía. Me miró con y alzando las cejas con unaq punta de burla dijo:

- ¿Y qué?

- Pues que todo se arreglaría si creyeses.- "Todo" venía a significar para mí el asunto de mi vocación, tan clara hacía unos instantes y ahora tan cuestionada.

- Pero si no creo, no creo. No se puede creer si más. ¿Por qué no tratas de converme?

- Yo no puede convencerte pero estoy seguro de que si quisieras creer, creerías.

- Me parece que no. ¿Cómo podría querer creer si no creo?

- Si fueras a misa, creerías.

Mi madre rio, me cogió de la mano atrayéndome hacia sí, me besó y me dijo:

- ¿Y tú quieres que vaya a misa sin creer? ¿No ves que eso es un sacrilegio? La sola idea debiera ofenderte. Ya sé que es lo que hacen ellos: mandar a la gente a la iglesia a la fuerza. Ya lo has oído: como los comunistas. Pero eso no es lo que hago yo.

Quedé confundido y como obnubilado. Tenía razón y tuve una sensación doble: el desconcierto de dársela y el orgullo de que quien así razonara fuera mi madre. Ella cambió de conversación como cerrándola:

- Ya hablaremos más despacio. Tendremos tiempo. El domingo nos vamos tu hermana, tú y yo a casa de los abuelos. Allí trataremos este asunto si quieres y si tus primos te dejan un minuto libre, que no creo.

(Continuará)

(La imagen es el grabado nº 6 de la serie de W. Hogarth, Historia de un libertino (1735), titulado Matrimonio de conveniencia).

diumenge, 21 de desembre del 2008

Caminar sin rumbo (XXVIII).

La llamada del Señor.

(Viene de un entrada anterior de Caminar sin rumbo (XXVI), titulada Recuerdos de infancia.

Debió de quedárseme gesto de perplejidad. Nadie me había hablado así hasta entonces y dudo de que tuviera una remota idea de qué pudiera significar la "llamada del Señor" aunque supongo que tenía una vaga intuición de su alcance. En todo caso el padre Martín me lo explicó de forma clara y oscura al mismo tiempo, con aquel estilo dramático y hasta melodramático (según veo hoy las cosas) que le caracterizaba. El Señor lo sabe todo, ve en el interior de nuestros corazones, nada se le escapa y, cuando encuentra un alma que se le entrega, un espíritu fuerte capaz de doblegar las debilidades de la carne, se complace grandemente en ello. Es más, no debemos dudar de que sea Él, Él mismo quien insufla esos ánimos en nuestro espíritu porque nos quiere para Él. Es entonces cuando sentimos su llamada.

Mi fe era grande, como podía corresponder a un chaval de trece o catorce años. Estaba viviendo un período de fuerte inclinación espiritual que me servía como una especie de protección a la par que elemento identificativo y singular frente a la actitud de indiferencia en asuntos de fe que tenía en mi casa. Experimentaba una especie de desdoblamiento entre mis fuertes convicciones religiosas adquiridas en el colegio y la aconfesionalidad de mi familia. Mis padres no eran creyentes, sobre todo mi madre, que era con quien convivía luego del exilio de mi padre, y en casa no había un solo símbolo de religión, como los que veía en las de mis amigos: crucifijos, cuadros del Sagrado Corazón o la última cena, imágenes votivas y, a veces, tallas en madera de la Virgen o de algún santo. Llevaba aquella disociación con mucha dificultad. No podía poner en duda la autoridad de mi madre pero, ¿qué era ésta frente a la autoridad eterna e infinita de Dios? Eso me impelía a una mayor y más profunda creencia, como si sintiera la obligación no sólo de impetrar el perdón de mis pecados, sino también de los de mi familia que, sin embargo, no podía declarar ni siquiera en el secreto de la confesión, cosa que me tenía muy inquieto. Porque, aunque vivía en la zozobra de ver que mi vida pública, por así decirlo, no encajaba con los valores de la privada, al mismo tiempo tenía la clara conciencia de que, salvo por las cosas de la religión, la segunda, la privada, tenía un encanto y una nobleza con las que el ambiente sórdido y brutal de la pública no podía, no podría jamás competir. Seguramente fue tal consideración la que acabaría salvándome a la larga de caer en las redes de Dios. Esa inquietud debió de ser la que no escapó a la aguda mirada de cuervo del padre Martín que estuvo un buen rato explicándome en aquella fría y luminosa galería que la llamada del Señor toma formas muy diversas y que uno no tiene que esperar a ser interpelado directamente porque sus caminos son inescrutables. ¿No sentía anhelo de encontrarme en relación más intensa con Dios? ¿No experimentaba acaso una sensación de infinita felicidad cada vez que comulgaba y dejaba que Cristo entrara en mí? ¿No me sentía llamado a muy altos fines de sacrificio por mi fe? ¿No envidiaba y pretendía emular las vidas de santos como Ignacio de Loyola o Francisco Javier, capaz de ir a los confines del mundo para salvar almas para el Altísimo?

Yo estaba confuso porque si bien no tenía conciencia de haber experimentado ninguna de las necesidades o urgencias que el padre Martín enumeraba, según iba haciéndolo me las representaba de forma viva, y eran como un substrato de necesidad que se me revelaba de pronto. El jesuita, que debía de ser ducho en la tarea de construir vocaciones, sin duda detectaba una fuerte en mí, o eso decía, pero al mismo tiempo observaba inquietud, desorientación, confusión y me pedía que confiara en él, que me abriera para que pudiera guiarme en la realización de aquel glorioso destino de servir al Señor. Sin embargo tengo idea de que en ningún momento, ni cuando más convencido me hallaba de dedicar mi vida a la fe, me sinceré con él sobre el objeto de mis angustias, aquella duplicidad de mi existencia entre la parte santa del colegio y la no santa de la familia. Y eso es algo que luego, más adelante en la vida, me haría reflexionar mucho acerca de la fuerza de convicción de las representaciones mentales. Porque, al fin y al cabo, creer o no creer, al margen de sus posibles consecuencias prácticas no es otra cosa que una decisión sobre representaciones mentales. Pero entonces me encontraba allí, sentado en aquel banco alargado de madera con patas de forjado de hierro, a punto de ser envuelto en las redes proselititas del cura que, sin embargo, me avisaba:

- Porque, cuidado, muchas veces el Señor quiere probarnos. Él pone la semilla en nuestra alma pero nuestra alma, como sabemos por la parábola del sembrador puede ser como el borde de un camino o un terreno pedregoso, las sueltas arenas del desierto en los que no germina nada o puede ser un suelo fértil y feraz en el que la semilla prende y hay una buena cosecha y es poco lo que se pierde. Con la diferencia de que somos nosotros mismos quienes decidimos qué tipo de tierra seremos, somos nosotros quienes, semejantes a los lugares pedregosos, llenos de cardos y espinos, rechazamos la palabra de Dios y nosotros mismos también quienes la acogemos y dejamos que fructifique en nuestro interior. Depende de nosotros. El señor nos llama pero muchas veces nos pone a prueba y somos nosotros, los llamados, quienes hemos de responderle.

No debí de parecerle suficientemente firme en mis propósitos religiosos aunque bien sé que eran intensos y genuinos. Por ello me propuso que lo acompañara a unas actividades de catequesis (así las llamaba con el fin de conseguir el permiso de la superioridad) que realizaba todos los domingos en una zona del extrarradio de la capital, un lugar de chabolismo, de gente de aluvión, mucha de la cual vivía en permanente conflicto con la ley. Sería una prueba que tendría que superar. Mi tarea consistiría en ayudarlo en la suya de llevar consolación y remedio a gente desesperada, de socorrer a los desvalidos, arrostrando muchas veces la incomprensión y quién sabe si la misma burla por su parte, porque nunca está todo garantizado. Era una actividad que él llamaba de "Iglesia social" y que, cuando, más adelante en la vida, tuve noticia de ella, no me resultó difícil identificar como los primeros pasos de una teología de la liberación en los arrabales de Madrid.

Fue así cómo, en alas de mi intensa fe religiosa del momento, me encontré acompañando todos los domingos al padre Martín a una zona de las afueras de entonces (hoy esa parte casi puede considerarse céntrica, comparada con otros extrarradios), relativamente cercana al Arroyo Abroñigal, en donde andando el tiempo y tras la metódica labor de detrucción de los poblados chabolistas se trazaría la autopista de circunvalación de la ciudad llamada M-30. Pedí permiso en casa y mi madre me lo dio un poco sorprendida de que prefiriera aquella especie de actividad misionera en lugar de otras que ella juzgaba más acordes con mi edad y temperamento y confiando, según me dijo después, en que la experiencia directa de la práctica de la religión en un contexto social tan sórdido, me haría recapacitar sobre lo que llamaría, con su innato sentido de la elegancia expresiva, la "correcta perspectiva de las cosas".

La actividad del padre Martín tenía muchas variantes y la mía como auxiliar asimismo, desde decir la misa (en la que yo ayudaba) en una especie de destartalado cobertizo que habían habilitado como especie de parroquia, hasta socorrer a gente en estado de necesidad, ir a sacar a algún chaval de la comisaría del distrito respondiendo por él o mediar en reyertas familiares o de otro tipo, por ejemplo, ajustes de cuentas por drogas o juego, con riesgo evidente de no salir siempre bien parado. La zona era un poblado especie de vertedero con chabolas sin agua corriente en la que se acumulaba población marginal casi se diría de desecho, quinquis, maleantes, algún grupo de gitanos que hacía rancho aparte pero se encontraba siempre hasta los corvejones en donde se cociera algo, inmigrantes del campo a la ciudad que venían con lo puesto en busca de empleo en la urbe que no siempre se conseguía, prostitución cochambrosa y hasta los primeros inmigrantes extranjeros, heraldos de un movimiento que andando el tiempo adquiriría dimensiones mucho más extensas de estadística sociológica. Si había que socorrer y albergar a algún recién llegado que venía con lo puesto, era el padre Martín quien se ocupaba de ello; si había que pagar una multa gubernativa para que algún habitante del lugar saliera del lugar, el Padre Martín echaba mano de sus magros ahorros; si había que buscar un centro médico para ingresar a algún niño o niña desnutridos o quizá con alguna otra afección grave, era él quien se encargaba de gestionarlo así como de hacer compañía a la madre o al resto de la familia en los primeros momentos. Sostenía que en el seno de aquellas familias miserables que vivían en promiscuidad y en la que muchas veces también había violencia, incestos o abandonos, era donde los lazos sentimentales eran verdaderamente intensos y él se desvivía por alentarlos, pues sólo necesitaban entrever un poco luz o de esperanza para que, siempre la parábola del sembrador, germinaran. La verdad era que el cura se transformaba entre aquella gente de trato áspero y difícil, llevaba las situaciones duras con ánimo y alegría y parecía convertirse en otro cuando las cosas se ponían duras, que a veces se ponían. En una ocasión, dos individuos recién salidos de la cárcel a quienes acababa de ayudar nos estaban esperando al término de nuestra faena, lo arrinconaron con amenazas y le arrebataron todo cuanto llevaba, incluida su indumentaria. A mí no me hicieron nada, probablemente porque me vieron muy crío.

Entre tanta miseria, mugre, roña, trapos sucios, quincalla, desechos, droga y violencia, alcancé una idea bastante exacta de la vida marginal de aquel tiempo tumultuoso. Era también el de lo que se llamaba los "curas obreros" pero, por lo que yo colegía, estos eran una especie de aristocracia clerical en comparación con lo que hacía el padre Martín cuya figura había acabado transformada a mis ojos de modo que, en lugar de un cuervo, ahora se me aparecía como un elegante cisne negro, sublimado por su entrega y desinterés y alguien por quien rezaba y a quien pensaba imitar algún día. Ya desde el final de la primera semana en que los ejercicios espirituales habían terminado, alternaba yo los dos ambientes, el de la escuela y sus actividades ordinarias los días laborables y el de los domingos por la mañana (sólo me permitía quedarme hasta el mediodía y luego me despachaba para casa a la hora de comer, acompañándome a la parada del tranvía) o, por decirlo mejor, los tres ambientes, la escuela, el Arroyo y me casa, a cada cual más distinto y de los que el que más intensamente me hacía vivir mi pasión religiosa era el de las chabolas.

Terminamos con dificultad aquella temporada especialmente dura pues, además de un invierno muy frío, la primavera trajo una oleada de nuevos inmigrantes a los que fue preciso ayudar a construir sus chamizos, habiendo echado los cimientos de una especie de frágil congregación de ayudantes que se habían comprometido a mantener ciertos visos de organización y a partir de la cual el padre Martín se proponía edificar una parroquia como Dios mandaba. Se acercaban las vacaciones del verano y, con ellas el tiempo en que yo tendría que poner fin temporal a mi actividad cristiana y misionera. Temporal porque ya esperaba con impaciencia el instante en el que se reanudaría al curso siguiente. Pero de momento era preciso interrumpir porque así lo había había acordado con mi madre y era preciso preparar el veraneo que en casa constituía siempre un rito. El padre Martín pensaba que aquel año había obtenido una doble cosecha: su labor en el Arroyo y el fomento de mi vocación y concluyó que lo oportuno sería tener una entrevista con mi madre para hablar de mi futuro que él ya veía dedicado a la Iglesia, momento que yo, confiado como estaba en la fortaleza de mi fe, sin embargo, veía con muy explicable inquietud. Sin darse cuenta de ello, mi mentor me hizo anunciar en casa su visita un día a la salida del colegio y, sin más preparación, allí se presentó.

(Continuará)

(La imagen es el grabado nº 5 de la serie de W. Hogarth, Historia de un libertino, titulada Arresto por deudas(1735)).

dissabte, 20 de desembre del 2008

Caminar sin rumbo (XXVII).

Recuerdos de infancia

(Viene de un entrada anterior de Caminar sin rumbo (XXVI), titulada Amor y dolor.

En esta verídica narración de un viaje sin destino fijo ocupará un lugar destacado la historia de la nueva Carlota Corday. De hecho constituye uno de los elementos esenciales sobre los que descansa su verosimilitud por cuanto, habiendo sido acontecimiento tan notorio, seguramente estará aún vivo en la memoria de muchos lectores. En los momentos en que, presa de la consternación, escudriñaba la red en busca de noticias de agencia que dieran razón de la desgracia del pobre Ovidi, apenas pude sacar algo en claro. El confuso relato del primer momento se repetía de agencia en agencia, con escasas variantes y solamente alcancé a saber que la joven estaba siendo interrogada en una comisaría de mossos d'escuadra. Haciendo tiempo hasta la salida de mi avión vi en Skype un recado de Laura al que acompañaba un par de fotos con un breve texto que decía: "Estoy encantada de que quieras verme antes de conocerme. Ahí te van dos fotos en las que no estoy especialmente favorecida. Espero que quieras verme en persona. Yo lo estoy deseando. Espero me digas en dónde podemos encontrarnos". Las fotos mostraban una mujer de treinta y tantos años, alta, agraciada, en plenitud de formas en una vestida con un traje sastre entallado, apoyada en una lujosa mesa de despacho, quizá de alguno de sus negocios, en ademán seguro con un toque de altivez, una de esas fotos con las que se ilustran entrevistas en la prensa de papel couché. En la otra, al aire libre, en una especie de terraza, aparecía de medio cuerpo con un vestido de tirantes muy escotado, sonriente, mirando directamente a la cámara, como si estuviera hablando con el fotógrafo y con una mirada de malicia burlona. Daba la impresión de que hubiera querido decirme que no era una persona unidimensional, sino que tenía varias facetas, para que no me hiciera una idea equivocada. Estuve un rato mirando las imágenes con atención, observando el rostro de Laura y asombrándome de que no se detectaran en él los rasgos que sin duda delatan a quienes dedican la vida al delito y acumulan una biografía repleta de ilícitos penales y que no sabía bien en que consistirían, aunque estaba seguro de que habrían de manifestarse de un modo u otro. Si los sabios científicos que en el siglo XIX sostuvieron que el rostro refleja la estructura moral de la persona habían resultado no ser tan sabios ni tan científicos, era imposible, cuando menos, librarnos de esa opinión generalizada, producida por la experiencia más terrenal de que, siendo la cara el espejo del alma, al final, acabas siendo lo que pareces. Lo que yo veía, sin embargo, era un rostro severo en un caso, de mirada decidida, de quien está acostumbrada a mandar y ser obedecida y, en el otro, uno risueño, de mirada burlona, con el sempiterno deje erótico de la incitación, la invitación y la evasiva, el quite. Y eso era desconcertante pues tenía ante mí casi a dos mujeres: de un lado, la emancipada que se ha integrado en el mundo masculino, adoptando sus valores y escalando la cima del poder social en la muestra del avance contemporáneo en la condición femenina; del otro la mujer del pueblo que se ofrece para el emparejamiento en el ancestral juego que suele expresarse en las danzas tradicionales populares de cortejo, requiebro y seducción.Y la verdad era que en los dos casos Laura resultaba atractiva. Pensé que el asunto estaba poniéndose interesante pero, no sabiendo qué decisión tomar, decidí aplazarla hasta mejor momento. Le di las gracias y le añadí una nota diciendo que me pondría en contacto con ella cuando llegara a Madrid. No se me ocurría nada más porque aún estaba concentrado en averiguar qué había sucedido con Ovidi. Hice un nuevo barrido por la red, buscando últimas noticias pero no encontré nada nuevo, así que cerré la conexión y embarqué en el vuelo de puente aéreo a Madrid.

En los días siguientes, mientras la prensa se ocupaba de la noticia e iban sabiéndose más cosas, la crónica verídica de que se hablaba más arriba fue llenándose de datos interesantes, de hechos incontrovertibles, de los que subyacen a historias increíbles, pues de eso sirve la facticidad que los hombres prácticos están siempre reclamando, de base para las más fantásticas construcciones que suelen ser las vidas de las gentes. En el límite, cual dicen los pensadores, la ciencia pura, el conocimiento cierto de la realidad es el primer paso para la invención de ésta en formas cada vez más estrafalarias y disparatadas. El atentado lo había cometido una joven delgaducha, oscura oficinista de Santa Coloma de Gramenet que tenía una mirada estrábica, como perdida en algún rincón místico. En la imagen que más difundieron los medios aquellos días se la veía mirando al cielo, como si estuviera en comunión con la divinidad, mientras un pie de foto (y hubo varios) decía: "Dios me dijo que estaba en mi mano impedir el sacrilegio, la blasfemia." Y para eso probablemente había puesto en ella el frasco de vitriolo que arrojó al rostro de Ovidi, desgraciándolo para siempre. Un Ovidi en el mejor momento de su carrera, que prometía muchos más éxitos. ¡Qué imprevisible es la fortuna! La joven, por supuesto, no se llamaba Carlota Corday, sino Montserrat Llombart, trabajaba de oficinista en una fábrica de aluminio de Santa Coloma y vivía en una comunidad de una oscura secta dedicada al ascetismo y a combatir con decisión todo lo que pudiera interpretarse como una manifestación del Anticristo. Evidentemente era una fanática. Pero había algo en su apariencia o en las dos o tres manifestaciones que los reportajes le atribuían que me resultaba familiar. Fue entonces cuando empezó a germinar en mí la idea de arreglármelas como pudiera para entrevistarme con ella. Me interesaba saber qué podía tener en la cabeza alguien capaz de desfigurar a otro para toda la vida movido por una fe religiosa. Tardé algún tiempo en entender qué había allí que me resultara familar y por fin caí en la cuenta de que, tanto por su comportamiento como por las cosas que decía, Montse (a fuerza de pensar en ella me consideraba autorizado a tratarla con cierta familiaridad) me recordaba a mí mismo en un tiempo que pasé en la adolescencia también encendido de celo religioso, dispuesto a salir al mundo a sangre y fuego a garantizar el reino de Dios sobre la tierra. Llevaba una temporada de intensa lucha religiosa interior, dedicado a pensar en la salvación de mi alma, que veía amenazada por la infinidad de acechanzas del mundo cuando caí en uno de aquellos ejercicios espirituales que teníamos que hacer obligatoriamente todos los chicos que nacimos en el pleno franquismo del Imperio recuperado, las cartillas de racionamiento, el cara al sol con la camisa nueva y la pertinaz sequía. Eran tres o cuatro días en los que se interrumpía el discurrrir normal de la vida, los estudios, los juegos, hasta la vida ordinaria de familia para dedicar todo el tiempo a asuntos religiosos, a la meditación, a la oración, a escuchar atentamente el adoctrinamiento que nos traían los curas, complementario del ordinario cotidiano que sufría toda la sociedad y el más concreto de los centros escolares. El colegio quedaba ese tiempo en manos de los jesuitas y en el recuerdo que yo tengo era como si la luz del día se velase y entrásemos en un mundo de tinieblas. Debíamos desplazarnos de un sitio a otro en filas de a dos, sin hablar, sin reír, en actitud de recogimiento, debíamos asistir a todo tipo de oficios religiosos, atender a las charlas de los padres rezar los rosarios enteros y, por las noches, levantarnos a hacer adoración nocturna. En resumen, teníamos que vivir haciéndonos perdonar nuestra existencia, como si estuviéramos arrepentidos no solamente de haber pecado, sino de estar vivos. Cada uno de nosotros tenía un director espiritual que era la única persona con quien nos estaba permitido hablar durante tales días de intensa práctica religiosa. El que me correspondió a mí aquel año fue el padre Martín, un jesuita joven de rostro anguloso, perfil aguileño, pelo cortado a cepillo, ojos negros muy abiertos y brillantes, como los de un cuervo con los que parecía querer horadarte el alma y que era un especialista capaz de convertir sus charlas religiosas en verdaderos montajes teatrales. Cuidándose de que estuviera a oscuras toda la nave de la capilla en cuyos primeros bancos nos concentrábamos, hacía instalar una mesa aislada sobre una peana al lado del altar con un flexo que iluminaba únicamente sus manos, dejándolo a él también en tinieblas mientras discurseaba y gesticulaba con ellas dando la impresión de que fueran las manos las que hablaban, las que se interrogaban como si fueran el alma de cada uno de nosotros que, angustiada por encontrarse en el infierno, a donde había ido a parar por haber muerto en estado de pecado, se preguntaba: "¿cuándo saldré de aquí?" y era también una de ellas la que, oscilando ante nuestros ojos asustados como si fuera un péndulo, respondía con voz lúgubre: "Nunca, jamás; nunca jamás".

En circunstancias ordinarias, cuando no estaba en escena, todo en este padre Martín subraya su naturaleza córvida. Su voz era como un graznido y una enorme e inverosímil nuez parecía querer rebosarle el alzacuellos y arrojarse desde allí al vacío. Se movía con gestos sincopados, como un ave y cuando quería hablar con alguno de nosotros, parecía posarse a su lado, como si hubiera venido volando del cielo. Este padre Martín fue el que un día, llamándome a su lado en la hora de la conversación con el director espiritual, me hizo sentar a su lado en un banco alargado de los que había en la clara galería acristalada que corría paralela a la capilla y, clavándome sus ojos, como si quisiera ver en mi interior, me dijo:

- ¿Sientes la llamada del Señor?

(continuará)

(La imagen es el grabado nº 4 de la serie de W. Hogarth, Historia de un libertino, titulada Arresto por deudas(1735)).

dimarts, 16 de desembre del 2008

Caminar sin rumbo (XXVI).

Amor y dolor.

(Viene de una entrada anterior de Caminar sin rumbo (XXV), titulada Mitos satánicos

Me senté en un bar al borde de la playa a contemplar el mar y pensando en ese mundo de los comunicadores hecho de imágenes, programas, movimiento, agitación y siempre mucha controversia. Lo que buscan todos es que se hable de ellos porque ahí es donde está la audiencia que es lo que importa. Lo de los Mitos satánicos era obviamente una provocación. Estaba claro que en España un programa metiéndose con la Iglesia no saldría. O quizá sí. No, no, de ningún modo. Hacerse podría hacerse pero nadie lo produciría, nadie lo distribuiría y nadie lo proyectaría. Es decir, que a la hora de condenar a los demás por actuar como borregos, siguiendo doctrinas disparatadas o asesinas como enunciadas en forma de fatua conviene pensar en qué pasaría en España en similar situación sólo que con la confesión religiosa cambiada. Pero justo eso era lo que hacía "tilín" a los ojos de Ovidi. Este Ovidi era un caso con aquel aspecto como de hombre jirafa y su capacidad para exponer un asunto de modo claro y rotundo. Quizá esa fue su perdición.

Decidí darme un descanso de Luján y Willie, anduve paseando perezosamente por la ciudad e incluso me metí en un cine a ver Troya la película de Wolfgang Petersen, interpretada por Brad Pitt que hace de Aquiles. No haya temor, que no me pondré ahora a largar puerilidades sobre la cinta. Quizá en otro momento. Lo que quería era retrasar el de volver a la casa de Luján, en donde tendría que implicarme de nuevo en su atormentada relación con Willie. Pero no tuve más remedio ya caída la noche. Y efectivamente estaban los dos esperándome con la televisión encendida, pero sin verla porque no paraban de discutir. Así quedé de nuevo mezclado con la vida común de la pareja. Una vez estuvo clara mi condición de observador participante las discusiones siguieron y siguieron. Tardé en darme cuenta de que era siempre así, que la pareja vivía discutiendo y que su implicación en las discusiones era la prueba de su mutua dedicación. Lo peor hubiera sido que uno de ellos hubiera visto hastío o desinterés en el otro. Llevaban una vida sentimental plenamente realizada y a mí me tenían de espectador de su dicha consistente en estar discutiendo todo el día. Luego del niño y la boda vinieron otro niño, un viaje que llevaban años aplazando, la compra de un coche nuevo, las relaciones con algunos lejanos parientes de Willie, el destino de las próximas vacaciones, la forma de vestirse de Willie, la de Luján y hasta la mía, que sufrió un duro examen crítico. Nunca faltaron motivos de controversia, encendidas discusiones cargadas de referencias crípticas a sus agravios del pasado que parecían ser muchos pero jamás los llevaron a la ruptura. Yo mismo una vez me di cuenta de que la relación llevaba mucho fuego de artificio empecé a despreocuparme de ella y así pude dedicar mi atención a otros asuntos, a pensar en mis cosas o en cualesquiera otras pero ya liberado de la angustiosa sensación de verme arrastrado a un conflicto sentimental que iba a terminar como el rosario de la aurora. Conflicto sentimental era, desde luego, pero se vivía a sí mismo como tal, sin esperar (y seguramente sin desear) solución alguna.

En aquellas discusiones ocupó un lugar estelar durante un par de días el Emperador Jones que Willie quería que Luján ayudara a producir para que él pudiera darse a conocer. Oyéndolo hablar con tanta delectación sobre su idea, la de mezclar la negritud con la homosexualidad se me ocurrió pensar que no conocía a nadie más opuesto a la imagen que yo tenía de Jones, un negrazo ex presidiario que él mismo, delgado, rubio, de ojos azules.

- Eso son pequeñeces- dijo con impaciencia, como si desdeñara tener que ocuparse de asuntos de tan escasa enjundia como el parecido físico entre el intérprete y el interpretado.- Minucias. A ver, ¿qué tenía de Medea Sarah Bernhardt?¿O qué tenía de Hamlet Lawrence Olivier? Todo eso es cosa de maquillaje, pelucas y un variado atrezzo. Lo importante es la idea, el espíritu con el que está abordada la temática.

Le dije que no veía relación alguna entre los negros de O'Neill y la homosexualidad y me confesó que también a él le parecía un poco traída por los pelos pero, en el fondo, todo era cuestión de proponérselo porque, a la postre, ¿qué historia se contaba en el Emperador Jones? La de un hombre cazado como si fuera una fiera, perseguido, acosado, negado, el símbolo mismo del trato social de la homosexualidad.

- Sí, pero lo cazadores, los acosadores que son hombres creen que la pieza que están cazando es una especie de dios al que sólo cabe matar con una bala de plata.

- Bueno ya te dije que venía algo traída por los pelos pero lo que quiero que te des cuenta es del clima que se va creando a lo largo de la obra, con el repicar permanente del tambor en la selva que Jones quiere atravesar sin conseguirlo. Es una metáfora de ese clima de cacería humana que se crea con los prejuicios machistas y heterosexuales de la sociedad en que vivimos. Es más, esa sociedad está prefigurada en la selva en la que el Emperador Jones se pierde porque no es capaz de atravesarla igual que muchos homosexuales no son capaces de sobrevivir en una sociedad hostil.

Luján no parecía estar especialmente interesado en el asunto y, apenas lo veía Willie, empezaba una agria discusión acerca de cómo el médico no hacía nada por la carrera del otro que se preguntaba con algún suspiro romántico, en definitiva, cuál había sido el sentido de su vida. Otras veces venía a ser al revés: si estábamos Luján y yo hablando de su consulta, un tema que, como buen profesional, lo estimulaba, los problemas que tenía con algún niño en especial, en poco tiempo Willie iba poniéndose sombrío y al final soltaba alguna indirecta maliciosa en relación con Luján y los niños que sacaba de quicio al otro.

- ¿Ves? - Me decía el médico con resignación- Hasta tiene celos de los niños.

- Precisamente porque son niños-. Añadía Willie sin piedad.

Vi que el rostro de Luján cambiaba de color y que su gesto se endurecía pero se contuvo, aunque no siempre lo conseguía cuando Willie lo provocaba demasiado con los infantes.

Ya había visto de todo, había pasado mis días en Barcelona y les comunqué que me aprestaba a partir. Al despedirse, los dos me dijeron que lo habían pasado muy bien conmigo y que volviera cuando quisiera, que aquella era mi casa. Se lo agradecí mucho. Realmente había pasado unos días agradables aunque al principio resultaron un poco exasperantes. Qedamos buenos amigos.

Con la mochila a cuestas, como era el día en que se presentaban los Mitos satánicos, decidí pasarme por el atrio de la Sagrada Familia ya que tenía tiempo pues había decidido ir en el puente aéreo. Estaba dando un paseo a la entrada de la iglesia por delante de las columnas que son como las rejas de una enorme celada mientras terminaban de montar el escenario, de ajustar los focos, situar las cámaras, los equipos, los ayudantes, la gente que se había ido arremolinando cuando hubo un tumulto, gritos, carreras, un movimiento general de desconcierto; de pronto todo se había detenido y parecía concentrado en un punto que yo no alcanzaba a ver. Me moví tratando de acercarme pero apenas pude, empecé a escuchar opiniones que saltaban de un lugar a otro, como cohetes que pasaran silbando. Que había sido un atentado. No se oyó ningún disparo. No había sido con pistola o bomba sino, al parecer, con arma blanca. Un par de minutos más tarde se aproximaron dos o tres sirenas de la policía que murieron justo a nuestra espalda y los agentes se abrieron paso perentoriamente, a fuerza de codos. El gentío que había delante de mí se los tragó como el pantano se traga la piedra y volví a enfrentarme al muro de espaldas agitadas e informaciones cruzadas que venían de cualquier parte y se iban a otra. Habían matado a Ovidi. No, sólo estaba herido. ¿Se sabe quién ha sido? Parece que fue una mujer con ayuda de un niño o un niño solo. Lo habían apuñalado. La mujer estuvo a punto de que la lincharan.

A partir de cierto momento cuando ya estaba establecido el dispositivo los agentes obligaron a desalojar y a circular a la gente. Uno podía acercarse a las cintas que prohibían el paso pero ya no se veía nada. Había llegado más gente que circulaba entre los camiones y los focos que ahora formaban una barrera impenetrable para los curiosos. De pronto se me ocurrió pensar que, hubiera sucedido lo que hubiera sucedido, habría pasado directamente delante de las cámaras y era probable que los siguientes telediarios dieran la noticia completa. Menuda primicia. Si no le había pasado nada grave, Ovidi tenía ya el lanzamiento más espectacular posible, un atentado.

Cogí un taxi hasta el aeropuerto del Prat y allí me conecté a internet desde un business center o algo parecido. Encontré un nuevo recado de Laura en skype, que seguía empeñada en dar conmigo, que seguía muy interesada después de lo que habló con Vlam o Vlam le contó. Una mujer constante. Cedí a la tentación (¿a quién no le gusta que lo soliciten?) y contesté contándole mis planes inmediatos: que volvía de Barcelona a Madrid, a mi casa y ya que estábamos en ello y si quería que entabláramos contacto, ¿por qué no me enviaba un foto? No debía de estar en ese momento porque no contestó de inmediato.

Aproveché para saltar a la página de una agencia de noticias que lo daba como un flash: alguien había atentado contra Ovidi Colomer cuando éste iba a presentar su nuevo programa Mitos satánicos. Apenas se sabían datos concretos. Parece ser que una mujer se abalanzó sobre él y le echó al rostro un ácido corrosivo que le ha producido quemaduras graves y hasta es posible que pierda la visión de un ojo. Se espera un parte médico en poco tiempo así como una rueda de prensa de la policía. No hace falta decir que estaba todo el mundo conmocionado, los compañeros de profesión -salía uno de ellos diciendo que la de periodista es de alto riesgo; los políticos -salía otro diciendo que Ovidi era un profesional extraordinario; gente de la cultura, del espectáculo que hablaban todas como si lo hicieran de un muerto. Aunque no lo estuviera, como si lo estuviese: un presentador de televisión con el rostro deformado y tuerto ha perdido su trabajo y es como si dejase de existir.

Abordé el primer avión que pude y me dejé caer en Madrid bastante atolondrado de lo que había visto y vivido en Barcelona pero contento de haber estado. Lo siento por Ovidi que ahora pasará el resto de su vida pensando por qué tuvo que ser él el objeto elegido por el mal para manifestarse. Me gustaría conocer algo más acerca de la mujer que había perpetrado el hecho y a la que ya llamaba en mi interior Carlota Corday.

(Continuará).

(La imagen es el grabado nº 3 de la serie de W. Hogarth, Historia de un libertino, titulada En la taberna (1735)).

diumenge, 14 de desembre del 2008

Caminar sin rumbo (XXV).

Mitos satánicos.

(Viene de una entrada anterior de Caminar sin rumbo (XXIV), titulada La vida burguesa

Ovidi me había dicho que el programa que pensaba sacar el aire en cuestión de días y para el que me entrevistaba se llamaba A salto de mata, aunque él gustaba escribirlo como Asalto de mata. Se me quejó de que la televisión anduviera aún tan atrasada que había que contentarse con el hecho de que las cosas tuvieran normalmente un solo nombre, en lugar de dos o tres, que es lo que mola.

-Por ejemplo, yo me llamo Ovidi pero hay días en que me gustaría llamarme Saúl o Washington Irving. ¿Por qué no?

Exactamente lo que he dicho siempre, ¿"por qué no?" Estoy convencido de que llamamos experiencia a la capacidad de la gente para preguntarse ¿por qué no? Lo curioso parecía ser que la televisión no estuviera tan adelantada como debiera, de forma que los programas, por ejemplo, cambiaran de nombre, según fueran rodando. Estaba convencido de que una de las razones de que hasta los mejores programas acabaran perdiendo audiencia era la puñetera costumbre de darles un nombre y mantenerlos en él. Estaba yo lejos de suponer que ya había él decidido cambiar el del suyo, sobre la marcha.

- ¿Quién puede mirar cien semanas seguidas un espacio que se llame "La familia Gutiérrez" o "los escondrijos de la naturaleza"?

Siendo así que la televisión no tiene nada que ver con la realidad, que hace rancho aparte.

- A ver ¿en dónde te maquillan antes de hablar contigo?

El maquillaje era la confesión paladina de que la televisión no tiene nada que ver con la realidad, es un paisaje inventado y quienes lo pueblan, personajes imaginarios, incluso cuando relata hechos verídicos. La televisión es la gran productora de los "simulacros" de Derrida. En la televisión todo se simula. Y lo curioso y complementario es que, además, se emite, esto es, penetra en el mundo de representaciones de cada cual, ha entrado en todos los hogares, la televisión está permanentemente puesta y presente en la mayor parte del tiempo de los ciudadanos: en sus casas, en los aviones, en bares y cafeterías, en los andenes del metro. Le extrañaba que nadie hubiera puesto en marcha una empresa de pompas fúnebres que garantizara un televisor TDT en cada féretro. Nunca se sabe lo que va a suceder y a lo mejor el muerto no quiere perderse su programa favorito.

Y porque la televisión es un mundo aparte me envió un coche a recogerme que me llevó a un estudio perdido en algún lugar del Maresme que no fui capaz de identificar. Yo, de todas formas, iba contento de librarme por unas horas del angustioso drama familiar que vivían Luján y Willie y en el que estaba a punto de zambullirme quién sabe con qué consecuencias.

Ovidi se movía como una anguila por el plató de un edificio que era una especie de nave con módulos, uno de ellos el que ocupaba "Producciones Grifo" que era su empresa. Me saludó de lejos y vino hacia mí ondulando su cuerpo larguirucho, pero firme y dominando el escenario.

- Hola, -me dijo, dándome la mano como de pasada-. Estupendo que hayas venido. Es una idea que se me ha ocurrido, no creas, bueno, tengo todo el proyecto hecho y empaquetado, con los guiones, todo, a punto de mandarlo todo a Televisión y de pronto se me ocurrió que podía meterle una entrevista breve con alguien así de peso en la actualidad. No es que pensara en ti; pero se me ocurrió al verte.

- Vaya, gracias. -siempre era un consuelo.

- Bueno, no hace falta que te explique: somos una empresa seria, con sucursales en montones de sitios, una página web.

Ya la había visto. Era una biografía/hagiografía de Ovidi y se rellenaba con cortes de sus programas, alguna entrevista, los premios que había recibido y una foto con el Rey, los dos muy sonrientes, como si acabasen de contarse un chiste.

- Quede claro: es una prueba; vamos a ver cómo queda. Si me gusta, la dejo; pero también puedo dejar el programa mas no el entrevistado o incluso puedo suspender toda actividad de entrevista ya que el programa, al ser un magazine, incorporaba momentos similares a entrevistas.

- Vamos a ver si la cosa da, si das, si damos.

Nos sentamos en sendos sillones de lona, frente a frente, bajo los focos.

- Empezamos de cualquier manera; luego lo edito yo porque esto queda enlatado. A ver, ¿qué es mejor, el bien o el mal?

- El bien, por supuesto.

- ¿Por qué?

- Porque es lo positivo, lo creativo. No lo que quiere destruir sino construir.

- Eso son descripciones del bien; pero no dice por qué sea mejor hacer el bien que el mal.

- ¡Ah, bueno! En realidad no hay razones; todo depende de lo que quieras hacer.

- O sea, las razones las pones tú.

- Claro, el hombre es libre.

- Y por eso mismo a veces prefiere hacer el mal.

- Exacto.

- Y además, no sabemos nada. LLoramos a nuestros muertos y nos alegramos de los triunfos del vecino, pero podía ser al revés.

- Sí, podía.

- Podía y si podía, podrá.- Se giró para mirar a una cámara a su derecha y fue como si yo, fuera de campo, hubiera pasado a ser un no-ser o aplicación empírica del dicho de que lo que no está en la tele no está en el mundo. Me interesaría más o menos desde el punto de vista ontológico, ese ser que pasa a no ser por obra de algo que se llama "Ente", pero me interesaba más el aspecto psicológico de la cuestión, incluso el cultural.

- Porque está claro, ¿verdad? No hay ninguna instancia en el mundo que sepa con certidumbre qué sea el bien y qué el mal. Las iglesias, jerarquías, órdenes que dicen ser especialistas en el tema, se arrojan unas a las otras sus contradictorias ideas a la cabeza. El bien, además, suele ocultar el mal y el mal el bien. Ningún intelectual, pensador, escritor, profesor, columnista, investigador o sedicente experto en el asunto tiene una noción válida de qué sea el bien y qué el mal. Las dos son opciones abiertas y el mundo vive desde siempre, desde que es mundo y tiene gente dentro eligiendo entre las dos opciones, a veces una, a veces la otra. ¿Y por qué no elegir estar para siempre en el bien? Parecería lo sensato ya que es opinión universal esa idea edulcorada de que el bien es lo mejor, lo fetén, lo que tiene que ser pero donde se disfruta es en el mal. Aunque nos comportamos como si lo cierto fuera lo contrario; lo que sucede es que nuestra enemiga la Iglesia no nos deja manifestarnos como somos y no nos gusta el bien que no es otra cosa que el tiempo que transcurre entre un mal y otro. De ahí ese dicho célebre de que "no hay mal que cien años dure." Obsérvese, además, que la idea de mal que aquí late (el mal como calamidad, catástrofe, desastre, ruina), tiene una dimensión propia en el tiempo que es lo único que dura en nuestra forma de ver las cosas. Porque eso es lo definitivo -y al llegar aquí vi cómo la cámara iniciaba un travelling hacia la iquierda, en donde se veía un a modo de escenario de teatro pero más reducido, un recinto decorado con grandes cortinajes de terciopelo carmesí y un círculo en el centro, en el que destelleaba el nombre del programa, Mitos satánicos. Ya no era A salto de mata. Un cambio portentoso. En cuanto la cámara lo dejó fuera, Ovidi dio un salto casi como de felino y, a la carrera, se acomodó en otro sillón, éste de respaldo gótico con una especie de dosel del que pendían dos lienzos carmesíes entreverados de oro, para estar allí repanchigado cuando la cámara lo enfocase.- Decidir en el fondo de nuestras conciencias, qué elegimos nosotros, cada uno de nosotros. Téngase en cuenta que el mal, y eso es lo que explica su inexplicable atractivo, a diferencia del bien, que es monocotiledóneo, es complejo, quebradizo y, por lo menos, comprende dos ideas: el mal como desgracia y el mal como fortuna: el goce carnal más desenfrenado, por poner un ejemplo que no me lleve directamente a la cárcel, al menos en el primer número del programa, que en realidad no tiene por qué clasificarse como mal en modo alguno y si lo hace es a causa de la labor destructiva, de termita, de comején maligno de la Iglesia, cuya función, dice ella, es procurar el bien pero en realidad sólo solicita el mal que es a lo que se dedica en cuerpo y alma, fascinada como está por el genio de su propia creación. ¿O no es la Iglesia la que cuenta que el ángel que se rebeló contra Dios, el que quiso ser como Dios, era Luzbel, de una extraordinaria belleza? La belleza del mal, la belleza luciferina.- Al llegar aquí la cámara había hecho zoom sobre el título del programa en el terciopelo carmesí, Mitos satánicos.- Los esperamos el próximo martes en el atrio de la Sagrada Familia a las nueve de la noche que será cuando inauguremos el nuevo programa de Mitos satánicos.

El parlamento de Ovidi coincidió con los últimos acordes del Dies irae del Requiem de Mozart. Era el trozo que empezaba ya a emitirse como publicidad por las radios y los televisores para anunciar el programa. Ovidi se vino directo en tromba hacia mí, agitando un papel y quitándose el micrófono:

- ¿Qué te parece?

- No está mal. Me hubiera gustado que me avisaras antes para no quedar de pardillo, pero supongo que está bien.

- ¿Bien? Está genial, hombre. Nadie ha hecho nada parecido, te lo juro. Está como Dios.

Ovidi me preguntó que si había comido y, sin esperar respuesta, me condujo a una sala cercana en la que había variados canapés sobre una mesa y varios tipos de refrescos, así como una cafetera con pastas y me dijo que me sirviera.

- Pero, -le dije mientras me servía. ¿Tú crees que te van a dejar sacar eso?

- ¿Por qué no?

Bien, buena pregunta. Aquí estaba yo pillado en mi propia ingenuidad como el Cándido de Voltaire. ¿Que por qué no? Porque se iba a armar un revuelo, la de Dios es Cristo, los obispos empezarían a intrigar y le echarían de una patada el culo.

- ¿Tú crees? -preguntó con malicia- ¿Crees que intervendrán los obispos? Sería fabuloso, menuda campaña de lanzamiento.- Añadió que tenía mucha prisa, me indicó que el coche que me trajo estaría esperándome para llevarme a donde quisiera, se despidió dándome un abrazo y diciéndome que deberíamos quedar para comer, cosa que no pensaba ni por asomo, y me dejó allí plantado con un sandwich de jamón y queso y un bote de fanta. Al salir, efectivamente, me esperaba el chófer. Le dije que me llevara a la Barceloneta.

- Pero ¿a dónde en la Barceloneta?

- Vd. vaya para allá, que ya le indicaré en dónde me bajo.- Tenía muchas cosas en que pensar mientras miraba el mar y no me apetecíoa volver de inmediato a casa de Luján.

Dos días más tarde, la joven estrábica de Santa Coloma de Gramenet acababa de solicitar un día de ausencia en la fábrica de aluminios por asuntos propios. No quería decir a nadie que pensaba acudir a la presentación del programa de Ovidi y además era claro que no le darían un permiso para eso. Su presencia en la sección administrativa de la fábrica no era imprescindible, pero sí muy necesaria de forma que sólo a regañadientes le concedían algún asueto. Tuvo suerte de que el departamento estaba a rebosar.

(Continuará).

La imagen es el segundo grabado de la serie de W. Hogarth La historia del libertino (1735), titulada La levée, rodeado de artistas).

dissabte, 13 de desembre del 2008

Caminar sin rumbo (XXIV).

La vida burguesa

(Viene de una entrada anterior, Caminar sin rumbo (XXIII) titulada Formas de salir del armario

Acogiéndome a la amable invitación de Luján me instalé en el piso que éste compartía con su novio Willie con el propósito de pasar allí un par de días mientras daba vueltas por Barcelona, visitaba los libreros de viejo del barrio gótico, aunque sin comprar casi nada por no cargar la mochila de peso o iba al Museu Nacional d'Art de Catalunya a extasiarme ante las colecciones de románico y gótico catalanes. En este tiempo de crisis universal en que nos ha tocado vivir, cuando todo parece convulso e incierto, cuando desaparecen los asideros a que las gentes somos tan aficionadas, las religiones, las doctrinas morales, los sistemas filosóficos, las tradiciones, las identidades colectivas de diverso tipo, cuando las manifestaciones del pensamiento y la sensibilidad se fraccionan, se distorsionan y se enfrentan entre sí en una cacofonía universal ininteligible, es una experiencia bien recomendable recorrer las salas de este Museu y meditar ante imágenes como el Pantocrator del ábside de Sant Climent de Taüll. Ese sentido grandioso de orden cósmico que trasmite, esa serenidad de la majestad de Cristo rodeado de los círculos angélicos que muestran el equilibrio eterno del universo en el que uno se siente cobijado, ajeno a las sacudidas muchas veces sin sentido de la vida cotidiana, invade el alma y derrama sobre ella una paz balsámica que lo reconcilia a uno con la naturaleza humana, esa que es capaz de masacrarse recíprocamente pero también de ejecutar pinturas tan excelsas que nos trasmiten la esperanza de encontrarnos algún día con nuestros mejores ideales, libres de las penalidades de la tierra.

Había puesto verdadero empeño en tomarme Barcelona como un destino turístico, pasear por el parque Güell, acercarme al Montjuic y, cómo no, a Montserrat, a fundirme como pudiera en el espíritu mismo de la nación catalana y, si no lo conseguía, ya que los espíritus nacionales se me antojan siempre, incluso en los momentos de mayor trance místico, estados de enajenación mental, hacerlo con la leyenda del Grial, mucho más interesante porque, aunque también tiene aristas nacionales en la medida en que se se ve como algo inherente al "espíritu europeo", cuando menos no es estrechamente nacionalista/estatal. También tenía planeado dar una vuelta por el Museu Picasso a empaparme de la fuerza de convicción de ese genio proteico que me ha parecido siempre el prototipo del artista descubridor, casi hipnotizador, esto es, el que no se limita a dar una visión del mundo (o de lo que sea) según criterios estéticos o narrativos propios o ajenos que aplica con regularidad si no que arremete contra todos los criterios, los reorganiza a su modo y nos descubre la realidad en una multiplicidad de manifestaciones que no sospechábamos.

Pero la verdad es que, aunque Luján me insistía en que me sintiera libre, me organizara la vida como quisiera y no considerara tener obligación de estar "haciéndoles la visita", como me llamaba con frecuencia por el móvil y en ocasiones hasta se apuntaba a las visitas, me fue absorbiendo poco a poco al interior de su atormentada convivencia. Yo le decía que no abandonara la clínica pero él me explicaba que, dada la ocasión, sabía administrar sus consultas y visitas según le convenía y que no me preocupara. Estaba claro que le interesaba más comentar sus asuntos matrimoniales con un oído comprensivo que mantener el ritmo normal de trabajo y que se podía permitir ese lujo porque era un médico de clase media con consulta privada y clientela más o menos fija con la que podía negociar las horas de atención.

Luján vivía su relación de modo apasionado y Willie formaba parte importante de su conversación. El tal Willie era un joven agraciado de aspecto normal, cosa que me llamó la atención porque cuando Luján me dijo que era del Raval yo pensé en una especie de macarra por esos estereotipos de los que andamos siempre cargados. Y no lo era. Hasta parecía un dependiente de comercio, de esos antiguos que se llamaban horteras. Era rubio, de piel muy blanca y sensiblemente más joven que Luján. Había estudiado algo inconcreto de arte dramático y algo más de acción dramática y quería ser actor y director, pero se quejaba de que en España y más en Cataluña, no hay ocasiones para la gente, que está todo repartido entre en los grupos constituidos y si no estás en uno de ellos, no tienes oportunidades. Así que iba a los castings, pero no obtenía buenos resultados y sus proyectos teatrales no conseguían productor. Tanta frustración lo tenía amargado y ello le hacía cargar contra su pareja en opinión de Luján que lo quería, según me decía, pero encontraba muy difícil de soportar una convivencia tan tensa.

El piso en que vivían y en el que yo ocupaba un cuarto, estaba puesto de modo convencional, al estilo de cualquier revista de decoración. Supongo que, al tratarse de dos hombres yo esperaba el habitual desorden que suele atribuirse a los varones y que muchos de estos tienen como símbolo incuestionable de su virilidad. Pero lo que allí había era un piso de matrimonio de clase media, con su televisión en el sitio de honor de la vivienda, en el salón con un tresillo, un jarrón chino y un bargueño, su cocina perfectamente equipada con los últimos adelantos y el dormitorio de matrimonio en el que por no faltar, no faltaba ni la consola de maquillage dotada de un espejo con cornucopia dorada. Y ese orden en las cosas reflejaba un impasible orden en la vida cotidiana. Luján salía a su consulta todos los días y volvía a media tarde, después de haber pasado todas las visitas y haber tomado las medidas necesarias para aquellos niños que estaban en tratamiento. Willie también se suponía que dedicaba a sus asuntos buena parte del día y regresaba asimismo por la tarde, charlaban un rato, veían la tele, cenaban, volvían a ver la tele u ocasionalmente, salían al cine y los fines de semana solía haber actividades, excursiones o vida social. Una existencia perfectamente burguesa.

Hay la idea de que, como los homosexuales rompen el principio mismo sobre el que, según muchos, se erige el matrimonio tradicional, esto es, la convivencia de gentes de sexo distinto, el resultado de la unión tiene que ser también distinto de los matrimonios habituales y probablemente por eso muchos también hacen cuestión del nombre y se niegan a que las relaciones de gays entre sí puedan llamarse matrimonios, aduciendo, claro es, las más peregrinas razones por no reconocer que operan sobre la base de un prejuicio. Porque los gays pueden formar y forman matrimonios incluso desde el punto de vista restrictivo de la Iglesia que no los ve como uniones duraderas entre dos o más seres humanos con el fin de compartir sus vidas y entregarse los unos a los otros sino como uniones heterosexuales con la finalidad de la procreación. Y efectivamente hasta con este último requisito pueden cumplir los matrimonios gays en una época en que se pueden tener niños de muy diversas formas, incluso consiguiendo que un hombre conciba; todo depende de lo que se implante. En el fondo esta es una de las razones principales por las que la Iglesia se opone a cualquier avance en las técnicas de reproducción. Es el caso sin embargo que, atacados en ese punto simbólico y sensible de negarles el derecho a constituirse en matrimonio, los gays se esfuerzan en probar que reúnen todos los requisitos de los matrimonios más convencionales. En Nueva York, los homosexuales publican los esponsales en la prensa y siguen idéntico protocolo de ceremonias que los heterosexuales.

Y luego una vez fundado el hogar su comportamiento es también ejemplarmente burgués. En el caso de la pareja formada por Luján y Willie, externamente,se guardaban todas las formas. Pero la procesión iba por dentro. Al menos por dentro de Luján que me preguntaba con insistencia si no percibía el distanciamiento de Willie, cómo parecía ofendido, desabrido, seco. Yo decía que quizá fuera su reacción porque no le gustara tenerme de huesped. A lo mejor estábamos haciéndole violencia. Pero no era el caso, no era el caso, aseguraba Luján. El caso era que, como no se aclaraba acerca de su propio papel en la relación, estaba manipulándola continuamente y de ahí venían sus dos exigencias permanentes: que se casaran y que adoptaran un crío. No era que él no quisiera ambas cosas; al contrario. Pero no estaba seguro de qué finalidad perseguía Willie con ellas. Algo así como si pretendiera usarlas para ligar a Luján, para tenerlo sujeto porque además, era casi seguro que pretendía que él se encargara de los cuidados del niño.

El problema parecía complicado y yo no estaba seguro siquiera de que me interesase gran cosa. Empecé a pensar que había hecho un mal negocio aceptando la hospitalidad de mi amigo que se cobraba el hospedaje en especie de murga matrimonial. Y justo en ese momento, Luján me propuso que hablara a solas con Willie. Sostenía que nos conocíamos lo suficiente, que lo invitara a tomar un café fuera de casa y tratara de sonsacarle cómo veía él la situación. Dijo que no se le ocurría nada mejor y que yo le prestaría un gran favor.

Mi propósito de salir del nido de pasiones se estaba convirtiendo en una necesidad apremiante. Barcelona había desaparecido detrás del serial de aquella relación torturada que ahora amenazaba con devorarme a mí también. Y de pronto me encontré en un velador de un café de la Plaça de Catalunya, hablando mano a mano con Willie, como quien no quiere la cosa. Resultó que el chaval era más despierto de lo que había imaginado y Luján me dio a entender. Lo primero que me preguntó fue si iba a hablarle por indicación del otro y, como no pude negárselo, me soltó un chorreo del que lo único que recuerdo son sus reproches a que me prestase a un papel tan indigno de arreglamatrimonios o consultor conyugal a instancia de parte y su rotunda afirmación de que allí no pasaba absolutamente nada salvo que Luján era un maníaco depresivo con complejo de inseguridad, que no sabía cómo comportarse en una relación normal y que todo el asunto del niño era una invención suya porque ya podía imaginarme yo para qué quería él un crío cuando tenía por delante una carrera en que pensar que le exigía plena atención. Ahora, por ejemplo, se le había ocurrido una ideaza, un arreglo del Emperador Jones que lo lanzaría al estrellato y me preguntaba si conocía la pieza. Pretendía hacer una interpretación en que se entendiera la condión de negro de Jones como una especie de alegoría de la de los homosexuales. Estaba empeñado en que la obra sería un éxito, pues son cuatro personajes. No hay necesidad de gran motaje y casi toda la obra es monólogo. ¿A que Luján no me había hablado del proyecto? Claro, parte del incordio venía del hecho de que le había pedido que ayudara en la producción, que él tenía un productor que se metería en harina si Luján ponía dinero. Ahí estaba la raíz del problema; no en ninguna otra parte, y Willie me miró directamente a los ojos desde el azul de los suyos no sólo tratando de parecer sincero, sino mezclando en la mirada un punto de invitación y complicidad del que creía oportuno no darme por enterado. Al fin y al cabo yo estaba allí por Luján, por muchos que fueran sus defectos, y no por él.

Al volver a casa tenía un recado de Ovidi. Yo lo había llamado por la mañana y él quedó en devolverme la llamada citándome para la entrevista. El recado fijaba ésta para el día siguiente a las tres de la tarde, en que el estudio estaría vacío.

(Continuará).

(La imagen es el grabado nº 1 de la serie de W. Hogarth La historia del libertino titulado Toma de posesión de la herencia (1735)).

dimarts, 9 de desembre del 2008

Caminar sin rumbo (XXIII).

Formas de salir del armario.

Viene de una entrada anterior de Caminar sin rumbo, la XXII, titulada Ciborgs.


Salí de la estación y me zambullí en un taxi dándole la dirección del círculo cultural que, cómo no, estaba en el barrio gótico. El taxista era un extremeño viejo que se pasó el trayecto hablando pestes de los catalanes. Pestes entreveradas de no vaya Vd. a creer que yo soy anticatalán, qué va, que la España de charanga y pandereta tampoco me va y reconozco las cosas buenas de los catalanes, que las tienen, no crea. Y volvía a cargar contra ellos por agarrados, insolidarios, muy suyos, que sólo saben hablar en ese churriburri chuchurrío que tienen como lengua.
El atardecer era muy agradable, la circulación no muy densa y daba gusto ver a la gente por la aceras de aquella ciudad tan viva, con tanto movimiento, tan colorida y entremezclada de públicos. De todas formas si el estar el día entero dando vueltas a la angustiosa pregunta por el ser nacional es característico de los españoles, los catalanes y los vascos son los más españoles que hay en la península porque además están absorbidos por el sentido de una segunda esencia, la vasca y la catalana. Por más que muchos digan que no tienen nada, res de res, de españoles, es claro que no es lo mismo ser catalán/francés (o vasco/francés) que catalán/español (o vasco/español) y quien asegure que los dos primeros no son genuinos vascos o catalanes porque tienen mucho de francés tendrá que demostrar que no pasa lo mismo con los segundos y "lo" español. Y es claro que pasa por cuanto lo que distingue a los independentistas vascos y catalanes es el rasgo típicamente y quizá neuróticamente español de estar preguntándose permanentemente por el "ser y el quién de los españoles" o de los catalanes o vascos; táchese lo que no proceda.
Pagué al taxista que por nada del mundo quería regresar a Don Benito a pesar de todo porque ya tenía hijos y nietos catalanes, más catalanes que los catalanes y pasé al círculo cultural que estaba muy cerca de la catedral de Santa Eulalia, que es la verdadera catedral de Barcelona aunque en eso que se llama el imaginario colectivo acabe siéndolo la Sagrada Familia. Habrá quien diga que es lógico porque son los dos estilos arquitéctónicos internacionales en que Cataluña y Barcelona han marcado una impronta más acusada, el gótico y el modernismo. Como además la iglesia gótica tiene una fachada neogótica del XIX, también habrá quien diga que no se pierde nada con una traslación de la Seu. Es claro que si a una catedral gótica de cierto empaque le quitamos la fachada todavía le quedan muchas cosas dignas de admiración, sin duda, la nave principal, el crucero, el ábside, el transepto, el cimborrio, la bóveda, el coro, etc incluso, como es el caso, el claustro con sus trece gansos blancos, en honor de la santa bienhablada. Pero hemos de admitir que la fachada es un punto importante y si recordamos que se empezó a construir en el mismo año que la Sagrada Familia, 1882, ya no resultará tan disparatado que sean intercambiables; hasta se parecen.
La sala en la que se presentaba el libro que se llamaba Sobremesas no era muy grande y estaba abarrotada. Suele pasar. Quienes organizan este tipo de actos, si no están seguros de la audiencia, preparan locales angostos porque prefieren que haya gente de pie, que da sensación de triunfo, en lugar de sitios más espaciosos con abundantes claros en el auditorio. De todas formas era una precaución inútil tratándose de Ovidi, un presentador conocidísimo de un canal catalán que ahora llevaba unos meses apartado, trabajando en un programa nuevo, experimental, mezcla de varietés, reality show, talk show y Magazine. Por supuesto, el Magazine se lo comía todo y uno conseguía hablar sin mezclar término romance alguno. El libro eran entrevistas que habían salido en antena en los últimos tres o cuatro años, las que más éxito habían tenido, una de un obispo, otra de un general que fue muy sonada porque, a continuación, el militar pasó a la reserva y, por supuesto, políticos, gente del espectáculo, la cultura, etc. Con razón estaba la sala llena porque, además, como ni Dios se fiaba de Ovidi y de lo que pudiera decir en el momento menos pensado, querían estar allí para neutralizar cualquier ataque. Hacia unos años que el presentador había salido del armario. La noticia se había comentado mucho en los medios; el propio Ovidi acudió a un par de espacios del corazón a explicar su caso. Pero si alguien pensó que aquello haría que su programa perdiera audiencia se equivocaba porque, muy al contrario, la ganó. Los barceloneses le mandaban mensajes de simpatía y apoyo y les encantaba preguntarse unos a otros:
- ¿Te imaginas un presentador gay en Madrid?
- Coño, hay muchos.
- Sí, pero que lo hayan dicho, que hayan salido del armario: ni uno. No se atreven.
Se confirmaba la imagen autocomplaciente de Cataluña la avanzada, la rompedora de España mientras que el resto del país arrastraba el botijo. Una imagen muy cultivada en el programa de Ovidi, el anterior, una especie de revista de actualidad que adquiría un tono especial cuando la actualidad versaba sobre cuestiones de los homosexuales, su derecho a contraer matrimonio y llamarlo así o no, su derecho a adoptar niños o no, su derecho a manifestar públicamente su sexualidad o no. Siempre que se planteaba alguna de estas cuestiones el presentador se trasmutaba en una especie de cáustico Voltaire que abogaba por los derechos de los homosexuales y fustigaba sin piedad los puntos de vista de quienes se se oponían a ellos, los conservadores y los eclesiásticos principalmente.
La sala estaba repleta de intelectuales, periodistas, celebridades, todos catalanes, con algún que otro meteco como yo mismo, infiltrado en las filas de Sant Jordi, y Ovidi estaba hablando de los casos de pederastia en la iglesia de los Estados Unidos, suscitando risas de aprobación. Estaba sumándome a ellas cuando alguien me tiró de la manga y me encontré con mi amigo Luján, un médico pediatra también homosexual que se había trasladado a vivir a Barcelona para estar con un novio que era del Raval. Se me ocurrió pensar que en aquel acto, además de los entrevistados del libro, habría muchos gays, quizá la Barcelona gay porque esto de saberse miembro de una minoría une mucho a la gente. De pronto uno descubre que un rasgo que hasta cierto punto lo define es socialmente minoritario y adquiere uno repentina conciencia de minoría y lo primero que hace es buscar a los iguales para formar piña con ellos. Los homosexuales, como los ludópatas, los alcohólicos, los ricos, los literatos, los devotos y los amantes del pan candeal tratan de sentirse arropados, buscan oídos amigos, el calor de la comprensión y el aliento. Quién sabe si el amor de su vida. Luján estaba encantado de verme y hacia unos aspavientos a los que contesté como mejor pude sin incomodar a los demás asistentes y quedamos en seguir juntos luego del acto.
Cuando éste terminó, el público se abalanzó sobre Ovidi libro en mano a conseguir una firma. Luján me regaló un ejemplar y me empujó a hacer cola para lo mismo. Al verme, Ovidi se levantó, me dio un abrazo, un gesto algo exagerado para nuestro grado de trato y, dirigiéndose a los más próximos, dijo:
- Ya véis: hasta los españoles vienen a verme.
Es verdad que Cataluña y España (o el resto de españa, como dicen quienes no quieren alentar la idea de que Cataluña no sea España) viven bastante de espaldas la una a la otra. Más España que Cataluña que mira mucho a la primera, sobre todo hacia Madrid, en donde espera encontrar siempre la confirmación negativa de su superioridad intelectual; algo así como cuando Weimar hablaba de Berlín. Lo mismo sucede con los vascos que también tienen a Madrid como punto de referencia si bien, quizá por su temperamento más religioso y hasta un poco meapilas, el equivalente de Madrid no es Berlín sino Sodoma y Gomorra.
- Los españoles- dije, esperando sonar como un Tercio de Flandes convincente-. Aman descubrir tierras vírgenes.
- ¡Uy, virgen!- exclamó Ovidi. Y rompió a reír.
Era un tipo delgado, como estirado, pero no estirado en el sentido de tieso (todo lo contrario, era muy acomodaticio) sino en el sentido de alargar, extender, como si lo hubieran dado de sí con alguna máquina, de forma que parecía que el cuello era demasiado largo con relación al rostro y el rostro tenía forma de pera que se prolongaba en el cráneo desde el que se lanzaba en agudas puntas fijas por la gomina un cabello negro brillante. Tenía gestos lánguidos, era de sonrisa fácil y acogedora y en su miraba lucía un punto de burla. Me preguntó qué hacía allí. Le dije que nada, que pasaba por casualidad y volvió a reír, dando palmadas sobre la mesa.
- ¿Vas a quedarte un tiempo?
Le dije que no lo sabía, que no tenía planes y lo captó al instante:
- En busca de ti mismo, ¿eh?
La verdad es que no se me había ocurrido y el hecho de que me lo definiera de forma tan abrupta me molestó un poco, me pareció una simplificación, una trivialización del sentido místico, trascendental de mi viaje sin destino. Pero no supe qué decir porque bien pudiera tener razón y con aquel viaje lo único que hacía era tratar de encontrarme.
- No te preocupes- añadió-. Le ocurre a todo el mundo en algún momento de su vida. Es muy típico de la crisis de la mediana edad. Los críos han crecido y no me necesitan; al cónyuge le huele el aliento a tabaco (y eso si todavía hay cónyuge), en el trabajo no hay más que imbéciles que sólo hablan de fútbol, los amigos están todos gagá perdiendo el culo detrás de las jovencitas y a ti, pobre peregrino del dharma, sólo te queda echarte el hatillo al hombro y darle al coche de San Fernando.
Había más gente en la cola que estaba impacientándose así que echó una ojeada a Luján, me alargó una tarjeta y me dijo:
- Llámame mañana por la mañana y quedamos. Estoy pensando que tienes una entrevista. Ya lo hablamos.
Camino de la puerta Luján me preguntó si iba a llamarlo y a aceptar la entrevista. Le dije que sí a ambas cosas. Todo dependía de lo que pagara. Le teoricé que llega a un momento en la vida en que uno sólo se entrega a una o dos cosas que le interesan por encima de todo, por las que está dispuesto a vivir y a morir; el resto, tiene un precio. ¿Por qué no?
- ¿Eso incluye la amistad, el amor?
- ¿Cómo?
- Que si la amistad y el amor también tienen un precio.
- Todo, te lo he dicho. Todo lo que no sea aquello a lo que hayas decidido entregarte (que también puede ser la amistad o el amor o puede no serlo), todo tiene un precio.
- Y ¿qué es lo que no tiene precio para ti?
- El entender.
- ¿El saber?
- No, el entender.
- ¿Cómo el entender?
- Sí, es muy sencillo: el entender, el comprender por qué pasa lo que pasa, por qué somos como somos, actuamos como actuamos y decimos lo que decimos.
- O sea, el saber.
- No, no, el saber tiene un elemento de acumulación de conocimiento pero no de comprensión profunda de las cosas y las gentes. El saber es cosa de la razón; el entender también, pero también cosa de la intuición, como en Bergson, de la empatía, de eso que llaman los filósofos el Verstehen y que es lo que es entender o comprender. Algo a lo que se puede llegar de muchos modos, por ejemplo viajando y encontrándose con viejos amigos.
Luján, que no era estrictamente hablando un "viejo amigo", sino un conocimiento que quizá se sintiera próximo por nuestra común condición de transterrados en este país de infieles lingüísticos, me cogió del brazo y me sacó fuera del local en donde Ovidi continuaba firmando ejemplares de Sobremesas entre un corro de admiradores y haciendo comentarios sarcásticos sobre todo acerca de la Iglesia católica y los curas que seguían levantando risas de celebración. Al día siguiente las páginas culturales de los periódicos catalanes o con sección catalana, darían cuenta del acto y comentarían los frecuentes ataques de Ovidi a la jerarquía y sus despiadadas críticas a la pederastia universal del clero. Y en un rincón perdido de Santa Coloma de Gramenet, una joven oficinista en una fábrica de aluminio con un problema de estrabismo mandaba decir una misa solemne en la iglesia mayor en desagravio por los pecados del mundo pero pensando exclusivamente en Ovidi.
Aunque le insistí en que fuéramos a Els quatre gats, Luján me llevó a un restaurante de las ramblas en donde encontramos mesa porque era amigo del maître. Me preguntó qué hacía allí con la mochila a cuestas, quiso saber en dónde pasaría la noche, ofreció su casa y no admitió excusas. Además podía quedarme unos días. Era seguro que Willy estaría encantado. Willy se llamaba el novio con el que vivía y con el que estaba pensando casarse, aunque no lo sabía; no las tenía todas consigo y ahí, en los entremeses del pa amb tomaquet, empezó a desgranar una historia de compleja convivencia que lo tenía absorbido y cuyo punto fundamental venía a ser que Willy estaba empeñado en adoptar un niño, cosa que él no sabía si era o no legal y que, además, le fastidiaba un montón porque veía que el asunto era una maniobra del otro para cargarle a él con el mocoso y dejarlo metido todo el santo día en casa.
Lo que hace obvio que los homosexuales son iguales que los heterosexuales (igual de listos, de tontos o de lo que sea), que les pasa exactamente lo mismo que a estos en la convivencia: es una relación generalmente de dominación, salvo si uno de los dos consigue evadirse a una región propia, exclusiva, no compartida con el otro y que se manifiesta como tal pues siempre hay uno que quiere decidir por el otro, organizarle la vida y decirle qué tiene que hacer y decir. Amor, celos, pasión, indiferencia, abandono, injerencia, egoísmo, altruismo, no hay nada en una relación heterosexual que no lo haya en una homosexual. Al final de los postres Luján que era un hombre sanguíneo con una calva pronunciada, una nariz protuberante a caballo sobre un bigote encrespado y unos ojos saltones como perpetuamente asombrados todavía estaba preguntándose cómo conseguir que aquel majadero de Willy comprendiera que una relación satisfactoria tiene que ser entre iguales, que ninguno de los dos trate de dominar al otro y que no se apliquen estereotipos de sexo ni se hagan maniobras de acoso. Quienes viven en algún tipo de relación acaban muy influidos por ella y hasta pierden de vista el mundo exterior. En mi caso tenía una experiencia bien a mano. En una temporada en la cárcel de Carabanchel, en la galería de políticos, me tocó hacerme cargo de la enfermería por no otra poderosa razón que porque había sido enfermero en el servicio militar, condición que allí se me había otorgado después de un cursillo de un mes de agosto en un cuartel de Hoyo de Manzanares en el que todo lo que hice fue pinchar almohadas con una jeringuilla. Como enfermero tenía a la galería de menores (la cuarta) a mi cargo, en donde no había menores, pero sí juveniles, y mi cometido consistía en averiguar cada día quién tenía qué achaques y, a una hora convenida, llevarlos al botiquín a que los viera el médico. Uno de los achaques que me encontré en la cuarta (no en la sexta) era el de los chavales que querían "derrotarse". "Derrotarse" equivalía al "salir del armario" en aquellos años negros de la dictadura y en la cárcel, cuando se consideraba que la homosexualidad era un ¡delito! Los chavales que se "derrotaban" se confesaban homosexuales, con lo que adquirían el derecho a ser transferidos a la galería tercera, en donde estaban los gays. En algunos casos la "derrota" era sincera porque el chaval era homosexual. En muchos otros era mentira, pero una mentira que los sacaba de la cuarta galería donde vivían en condiciones de abandono y penuria y entraban en la galería tercera, con un poco de suerte se buscaban una pareja y subían de nivel de vida ya que en la tercera (el llamado "Palomar") como en la sexta (políticos) reinaban principios de comuna en que todos compartían todo con todos; incluso más los gays que los políticos, pero de eso hablaré en otro momento. Todo lo que quedaba por averiguar era si el "derrotado" iba como "dante", como "tomante" o como de doble condición y, aclarado este extremo, se procedía a transferir al recluso quien, con un poco de suerte, entraba en una relación que, como todas, sería de dominación, que lo absorbería, justificaría su existencia y lo envolvería en una especie de burbuja, aislándolo del mundo exterior -quizá por su bien quizá por su mal- como lo estaba Luján del suyo.
Al llegar a su casa, un amplio edificio de enorme portalón que daba a un extenso patio interior, le ofrecí la ocasión de retractarse de su oferta pues siempre podía encontrar un hotel ya que no era muy tarde. Insistió en que subiera y me decidí.
(Continuará).
(La imagen es el número siete , titulado Ansiedad de la serie Historia de un guante, de Julius Klinger).


diumenge, 7 de desembre del 2008

Caminar sin rumbo (XXII).

Ciborgs.

(Viene de una entrada de Caminar sin rumbo anterior, la XXI, titulada La playa)

A la mañana siguiente, cargando con mi mochila nueva que era muy cómoda y tenía gran capacidad, decidí tomar un tren a Barcelona. Por ningún motivo concreto. Simplemente salí y como nada me retenía en X*** ni nada me obligaba a regresar a Madrid pensé qué ciudad podría agradarme más y di con Barcelona. Pregunté en dónde había una estación de autobuses de línea. Resultó que salía uno poco después de mediodía y llegaba no muy de tarde, dejándome cerca de la estación de Sants, en donde ya me buscaría la vida. Como tenía un par de horas de espera me metí en un cibercafé. De pronto pensé que igual daba con Teresa de los clavos de Cristo en la red. No tuve más noticias de ella desde que me anunció que se iba a Somalia pero nada me permitía suponer tampoco que no hubiera vuelto o estuviera en algún otro lugar, dedicada a vaya Vd. a saber qué. Con razón se llaman cibercafés los cibercafés. Ese prefijo, que está por todas partes, cibernauta, ciberjuego, etc hasta ciborg que es un ser doble de la época cibernética. Todas las épocas tienen representación de la condición dual del ser humano, a veces incorporándola en sí mismos, otras representándola iconográficamente, otras elaborando doctrinas de la dualidad. Uno de los primeros héroes de la humanidad, que surge casi en el amanecer de los tiempos, Gilgamesh de Uruk, que estaba en Sumeria y que hacia el año dos mil seiscientos antes de Cristo se componía de dos tercios de dios y uno de hombre. Los hombres conciben los dioses a su imagen y semejanza, los antropoformizan. La única religión que concibe un dios no antropomórfico pues no tiene forma alguna, al que sólo Moisés ha visto y tampoco tiene nombre pronunciable es la judía. Los cristianos han vuelto a lo antropomórfico y al politeísmo que quizá sean más naturales a las gentes que el alucinado monoteísmo hebreo: de sus tres dioses, dos tienen figura humana y el tercero es una paloma, Eros, el animal de Afrodita. Los musulmanes han encontrado un medio justo entre los dos: dios no tiene forma, su figura no se puede representar, no hay imagen de dios, pero sí la hay del profeta. "Sólo hay un dios y Mahoma es su profeta" quiere decir, además de lo que es obvio, también que sólo hay un profeta; no como en el mosaísmo que hay tantos que se dividen mayores y menores o como en el cristianismo que ha añadido algunos a los del Viejo Testamento, por ejemplo San Juan Bautista, el que se alimentaba de cigarras en el desierto. En la mayoría de los casos, la dualidad fundamental del ser humano la representa éste mediante seres imaginarios, normalmente compuestos de persona y uno (o más) animales; así las esfinges, las sirenas, los centauros, las arpías, los sátiros. De todos estos, la parte humana es dominante si por dominante entendemos aquella donde se asientan las funciones mentales. Por eso resulta de interés la figura del Minotauro en el que lo dominante es la parte animal. Suelo pensar que esta figura, aunque leyenda griega, es minoica, o sea cretense y, por lo tanto, trae la influencia de Egipto en donde hay muchos dioses zoocéfalos como Horus o Anubis. En lo que hace a las teorías, las que hablan de la condición dual del hombre, del bien y el mal y Caín y Abel y todo eso, los ejemplos son casi infinitos. Por ello el ciborg es una figura de ahora, un ser parcialmente biológico y parcialmente artificial, tecnológico, y tiene muchas variantes según cuáles predominen. En todo caso es un ser cibernético, un ciber, como mi café, es decir, algo que sirve para dirigir y pilotar o para der dirigido y pilotado que es lo que es el kubernetes griego, el piloto, de dónde viene la cibernética que, como la definía su fundador, es la ciencia del animal y la máquina y erl ciborg es su criatura, un ser que hemos aceptado ya porque se va imponiendo poco a poco. En un mundo en que cada vez hay más trasplantes, más prótesis, más gente anda por ahí con implantes, válvulas, fibras, pinzas, tornillos, circuitos, el ciborg no es un vaticinio sino un diagnóstico.

Aunque la busqué en todas las redes sociales no encontré a Teresa de los clavos de Cristo. No estaba en la red. O no estaba con ese nombre. Pensé en buscar por el apellido compuesto del primo Máximo pero no lo hice por pereza. En cambio me encontré un mensaje en Skype de Laura en el que me decía que tenía ganas de conocerme después de lo que Vlam le había platicado sobre mí, que no me procupara, que sólo pretendía que entabláramos contacto y que fijara yo día y lugar para una cita, que estaba a mi disposición. Era claro que no iba a conseguir librarme de aquella embarcada de mi amigo así como así. Un verdadero fastidio. Quizá debiera dejar la nueva intromisión sin responder. Pero mi buena educación manda contestar a las cartas y atender las llamadas de teléfonos porque en algo hemos de distinguirnos los seres humanos de las bestias salvajes que no saben leer ni hablar por el móvil, como si fueran subsecretarios, así que respondí que en este momento estaba de viaje. La respuesta fue inmediata. Aquella mujer debía de estar al pie del ordenador: "¿A dónde?". Ahora sí que no contestaría. Que se fastidiara y no supiera en qué dirección mirar, hacia dónde encaminar sus pasos. Abrí el correo electrónico con intención de liquidar mis compromisos del día si los hubiera y salir del ciber cortando la impertinente comunicación. Tenía un recado de mi socio en la consultoría. Veo que no he dicho que, luego de numerosos tumbos por la vida, de hacer una ristra de oposiciones y sacar alguna, no se crea, acabé montando una empresa de asesoría, marketing, consultoría y lo que se terciara con un socio, amigo que había conocido en el servicio militar, un tipo sobrado, un chaval de derecho con quien compartí una temporada de trabajo ambos en un gabinete de un ministro amigo, él como asesor jurídico y yo como jefe del área de comunicación, donde terminamos por conocernos. Quiso la vida que intimáramos, que nuestras familias se conocieran y se llevaran bien y, al final, montamos juntos el negocio del que él me dejaba ahora en excedencia mientras yo me dedicaba a lo que más me gustaba, a andar los caminos de la libertad sartriana que era lo mío. Aquel negocio además me permitía seguir cultivando mi afición publicística. Podía seguir escribiendo lo que me apeteciera y publicándolo donde pudiera, que siempre pasa lo mismo con algunos que lo difícil no es escribir si no publicar. El recado era entusiasta. Una compañía estadounidense que fabricaba ropa de deporte nos había comprado un proyecto de comercialización de sus productos entre los latinos residentes en los Estados Unidos. Eso de ser competente en las pautas culturales del personal tiene sus ventajas y el gobierno autonómico de Andalucía nos compraba otro proyecto de campaña para popularizar el logo de la Junta. Con esos dos planes, seguía diciendo mi socio, que se llamaba Daniel y era de La Coruña, había yo dejado la compañía provista de fondos para dos ejercicios presupuestarios así que no me preocupara de más y disfrutara mi excedencia. Visto lo cual y muy tranquilo con un negocio que marcha casi sólo y al que probablemente se pueda recurrir en un momento de apuro y que descansa sobre las buenas relaciones que uno tiene con todo el mundo, abandoné el ciber y me dispuse a hacer tiempo debajo de un ficus enorme.

Los viajes en autocar son los más baratos y aunque no especialmente cómodos, los más divertidos porque es en donde pasan más cosas, hay paradas para estirar las piernas y aliviar la vejiga, aunque ahora los autocares traen servicio, como los aviones y muchos otras comodidades que hace solo unos años en tiempos de La Segoviana eran impensables. El mío que era un ultimísimo modelo sueco, traía todos los adelantos y encima no iba lleno de forma que pude estirarme en mi asiento, ocupar dos y pasar la mayor parte del trayecto adormilado, en ese estado de duermevela en que cae uno ocasionalmente cuando no tiene nada que hacer, nada que lo mantenga despierto pero al mismo tiempo tampoco está necesitado de sueño y no puede concentrarse en una actividad como la lectura. En realidad había sacado un cuaderno y un lápiz con ánimo de pergeñar algunas notas, no recuerdo bien para qué ni por qué empecé a esbozar rostros, unos de perfil y otros de tres cuartos, que no se me dan mal del todo. Luego intenté reproducir el mío. Cosa muy difícil cuando no se tiene un espejo lo que demuestra que la memoria iconográfica es muy imperfecta. Cierto que yo iba medio dormido, acunado por el ritmo constante del autocar en la autopista y que sólo concedía atención parcial a mi propósito de reproducir en el papel mi vera efigie; pero venía a ser que no la encontraba. No existía. Era un fallo de la memoria. Pero no es costumbre pensar que dichos fallos puedan darse. Fallos conceptuales, para entendernos, sí: fallos en que uno olvida un nombre o una palabra; pero no fallos de imagen, de impresiones. Eso es como si en lugar de olvidar un nombre, por ejemplo, "castaña" olvidara la forma de la castaña misma. Lo cual no es posible. ¿O sí? No es posible si creemos en los universales. Seguramente el universal "castaña" es inolvidable porque es un constructo de la mente. Pero claro que puedo olvidar la castaña concreta, la que un día hallé en el pretil de un pozo y a la que dediqué unas rimas, juntando castaña con engaña, musaraña, araña y espadaña en las que lo que más resaltaba era cómo había evitado usar España. Igualmente ¿podía de repente quedarme sin ser capaz de reproducir en mi mente no ya la imagen de aquella castaña si no la de la Torre Eiffel o la de la Cibeles en Madrid? ¿Podía un recuerdo gráfico borrarse de la memoria? Por cierto que sí. ¿Acaso no se van borrando con el tiempo (o con lo que sea) los rasgos de algún rostro de forma que cuando queremos rememorarlo sólo lo conseguimos parcialmente y acabamos confiando el recuerdo a una especie de mostruosa especialización iconográfica de modo que decimos "me acuerdo de su mirada" o de su risa o de su nariz y aquel rostro queda de inmediato caricaturizado, reducido a uno de sus rasgos? Sin duda. ¿Qué de extraño tenía que me sucediera con mi propio rostro? Además, no acostumbro a hacérmelo presente con frecuencia y hasta cuando estoy ante un espejo voy pensando en otras cosas y apenas me concedo atención, de modo que no es extraño que me sorprenda pensando cómo he cambiado. Y el caso era que no podía dibujarme ni por aproximación. Obtenía unas figuras vanas, vacías con las que no me identificaba y que demás eran muy feas. Opté por ponerme a hojear un suplemento literario que había en la redecilla del respaldo del asiento anterior. Allí fue donde leí que un conocido presentador de televisión, alguien con quien había tenido relación cuando ejercía de asesor de comunicación del ministro, presentaba un libro de reportajes y entrevistas, de esos que se escriben para mostrar que uno se trata con la crema de la crema y que a uno se le pone el Papa al teléfono, y la presentación tendría lugar esa tarde en un un círculo cultural del centro de la ciudad. Si el autocar llegaba a tiempo a destino podía asistir. Llegaría seguramente con el acto comenzado, pero podría ir. Y, la verdad, pensé antes de caer vencido por el sueño, estaría bien encontrar a alguien amigo que me recibiera a mi llegada a Barcelona, aunque fuera lo último en que estuviera pensando.

(La imagen es nº 6 (Homenaje, de la serie Historia de un guante, de Julius Klinger).