El culto al héroe es viejísimo. Sus nombres propios adornan la historia real y la fantástica con grandes variantes. Aquiles, Alejandro, César, Napoleón. Algunos son prototipos ambiguos, como Ulises o Maquiavelo. Thomas Carlyle nos regaló su Sobre héroes y el culto al héroe en 1841, en donde, por cierto, no se menciona a los guerreros y la valoración de los héroes (dioses, profetas, escritores, reyes, etc) es generalmente positiva.
Por entonces, sin embargo, ya imperaba el modelo del héroe byroniano que aparece en Las peregrinaciones de Childe Harold (1812). El joven hombre de mundo, tempranamente hastiado de la vida, aquejado de melancolía, cínico, hasta cruel, pero también caballeroso, capaz de grandes pasiones y de una entrega ilimitada al amor o algún impreciso ideal hasta el sacrificio. Un ser contradictorio, una mezcla de héroe y villano. Un antihéroe.
Los románticos rusos reprodujeron el modelo byroniano. Pushkin directamente en Eugenio Onegin y Lermontov después, a través de él, en la figura de Pechorin, el protagonista de Un héroe de nuestro tiempo, cruel, despiadado, inquieto, insatisfecho, nihilista, capaz de grandes pasiones. Juega con los sentimientos de la gente y se atormenta por ello.
En el siglo XX, el héroe desapareció, sustituido por el antihéroe que lo ocupa todo, desde El hombre sin atributos y Gregorio Samsa, hasta los personajes de las novelas de Paul Auster. A mediados de la centuria, Vasco Pratolini revivió el título de Lermontov, en un contexto muy diferente y con personajes que no tenían nada que ver, salvo el carácter del héroe byroniano llevado a la degradación en la figura del adolescente fascista Sandrino, cruel y hasta sádico con los demás y capaz de entregarse a un sentimiento de amor puro.
¿Y cómo es el héroe de nuestro tiempo en el siglo XXI, al que llamamos líder? Es sobre todo mediático y está hecho a la sociedad de la información y de las redes. Su aventura no es personal, sino colectiva. Pero sigue siendo contradictorio. Predica la emancipación ciudadana a través de los medios que sirven para impedirla. No se preocupa por la intensidad y veracidad de sus sentimientos, sino por la audiencia, dando por supuesto que la verdad dependerá de la decisión de la mayoría a la que desprecia en el fondo de su dandismo byroniano. Porque, si no la despreciara (o la compadeciera, que es una forma de despreciar) no diría que quiere emanciparla.
Es el drama del antihéroe de nuestro tiempo. Si se adapta a la realidad, sabiendo que esta es obra de los seres humanos, renuncia a su condición heroica y se conforma con ser la idealización del hombre del traje gris. Si se rebela contra ella, pero no la destruye, esta lo asimila en un compartimento estanco dedicado a la rebelión dentro del orden. En él oficia el antihéroe con un discurso contrario que solo sirve para legitimar lo que dice querer destruir.
Si el héroe quiere cumplir la tarea que se autoimpuso cuando inició su andadura le interesa conocer el terreno que pisa, no perder el contacto directo con la realidad. Tal cosa sucede inevitablemente cuando, en la senda del triunfo, son sus partidarios y seguidores quienes le indican el camino y se lo explican. Al héroe le hacen entonces un Potemkin, y acaba convertido en un busto parlante. El solo faro de fiar del héroe es la crítica y el ataque del adversario. Es lo único seguro. Como seguro es que ignorarlas y ocultarlas lleva a la destrucción.
La imagen es un cuadro de Carlo Carrà, de 1918, titulado L'ovale delle apparizioni, Galeria Nazionale d'Arte Moderna, Roma.