Última entrega de la prolífica obra de Mario Benedetti; reflexiones en prosa poética y aforismos a la altura de sus ochenta y ocho años de mirada irónica, comprometida con su ya largo tiempo, lúcida, compasiva y de buen talante. En verdad es extraño cómo un hombre que lleva tantos años escribiendo literatura (fundamentalmente novela, narración corta, poesía, teatro y ensayo) que tiene un amplio reconocimiento en el mundo de habla hispana y ha sido traducido a más de veinte lenguas, no ha obtenido mayor reconocimiento público en un ámbito en el que, con muchos menos merecimientos, otros acumulan premios, incluso no solicitados. Quizá se deba a la personalidad del autor, concentrado en su obra y en su actitud de izquierda, consistente pero poco publicitada; quizá se deba al carácter de su literatura, sólida, pero no deslumbrante, pulcramente escrita, pero como familiar, cosmopolita y, al mismo tiempo, anclada en una mirada castizamente montevideana.
Si tuviera que buscar paralelismos a las obras de Benedetti, por los temas que trata, los personajes que crea, las situaciones que imagina, me iría sin dudarlo a la mejor tradición de la literatura rusa, especialmente a Gogol y también a Dostoievsky, aunque sin el patetismo del autor de Karamazov. Por formación de joven, educación y afición, Benedetti retrata magistralmente la vida cotidiana de la gente anónima, oficinistas sobre todo, clases medias urbanas que luchan por mantenerse a flote a veces en condiciones difíciles y en cmplicadas situaciones anímicas que Benedetti suele describir con maestría.
Buena parte de la obra de nuestro autor muestra frecuentes destellos autobiográficos, reflexiones sobre la vida, especialmente el paso del tiempo que, a estas alturas de su existencia, se ha convertido en una comprensble obsesión, balances del recorrido, las inevitables comparaciones entre los propósitos iniciales y los resultados, el decaimiento y el valor de la experiencia. Un mundo rico y abigarrado que no puede resumirse en unas líneas, salvo que lo intente el propio autor, como hace con esta obra, especie de quintaesencias de sus preocupaciones.
Vivir adrede consta de tres partes, una primera que se llama "vivir", una segunda de nombre "adrede" y una tercera, "cachivaches". Las dos primeras, entre las cuales no percibo diferencias de forma ni de contenido, forman el grueso de la obra, especialmente la primera, "vivir". Son relatos breves de una cara o cara y media y temática ensayística muy variada tratada con originalidad: ("Todo mandante, ya sea el mandamás como el mandamenos, se afana (sobre todo cuando afana) en no ser sencillo." -pág. 1); a veces con un giro filosófico ("En primera instancia somos un desatino y en última instancia un disparate. No sé quién se habrá ocupado de crearnos, tan indefensos, tan soberbios, tan inauditos, tan curiosos.-pág. 55); a veces crítica política ("Una loca ambición del miserable suele ser el poder".-pág. 64); reparación de injusticia ("Ah desaparecido, parecido, sido, ido. Nunca más te esfumes, por más que el tiempo pase, no vamos a perdonar lo imperdonable. Mientras tanto, confiemos en que cada uno de los desaparecedores reciba el castigo de su propia conciencia); o perspectiva metafísica ("De la nada a la nada pasa una historia efímera, esa imitación del algo que se llama vida, un lapso en el que amamos, respiramos, creemos y descreemos, repartimos semillas en los surcos que esperan y asumimos proyectos a largo o larguísimo plazo.-pág 8).
La tercera parte del libro, Cachivaches es una colección de aforismos, género difícil ya que se trata de ser breve y profundo al mismo tiempo; género muy difícil como se ve también aquí, por cuanto unos le salen y otros, no. Es imperdonable escribir: "Mi economía es lo contrario de la econotuya." (pág. 139) o que "Los pordioseros piden por Dios y por Eros" (pág. 137). En fin, a propósito de lo que se puede perdonar y lo que no, queda bien saber que "En los perdones siempre hay una pizca de hipocresía."