dissabte, 18 de gener del 2014

De héroes y dioses.


Círculo de Bellas Artes, de Madrid. Teatro Fernando de Rojas.
Áyax, de Sófocles.
Compañía Teatro del Noctámbulo.
Adaptación, Miguel Murillo.
Dirección, Denis Rafter.
Reparto: José Vicente Moirón, Fernando Ramos, Isabel Sánchez, Elena Sánchez, Gabriel Moreno, Javier Magariño, Cándido Gómez y José María Pizarro.

Visto y no visto. Dos días ha estado en cartel el Áyax de Sófocles en el Círculo de Bellas Artes en la interpretación del "Teatro del noctámbulo", de José Vicente Moirón (Áyax) que, al parecer, se presentó con éxito en Mérida este verano. Y no es de extrañar porque está muy bien. Excelentes los actores y gran dirección de Denis Rafter, con una escenografía minimalista, que suele ser lo más recomendable para el teatro clásico, cuya fuerza está en la historia que se narra. Una de las leyendas de Sófocles es que murió asfixiado al empeñarse en recitar un parlamento de su Antígona sin pararse a tomar aliento. La caracterización de los personajes, ajustada al tiempo, el lugar y la circunstancia. Detesto esas versiones vanguardistas que visten a los héroes griegos de motoristas. La coreografía y la música original de Roque Baños muy bien identificados con el texto y la historia. Un gran espectáculo y una pena que solo haya estado dos días.

Áyax es un relato lleno de claves. La más obvia y, por ello, quizá la menos verdadera, es la referente a la patria del héroe, Salamina. Sófocles se encargó del peán de esa victoria sobre los persas. Así que Áyax "el grande" (para distinguirlo de otro homónimo), hijo del rey de Salamina, Telamón, y héroe ínvicto de Troya, tenía que resultar grata a los oídos de los atenienses en aquellos festivales de exaltación patriótica que eran los concursos teatrales. Pero hay otras que se apuntan en los siempre profundos diálogos de la obra. Se cuenta que Áyax fue el único guerrero aqueo que no precisó nunca ayuda de los dioses en el largo sitio de Troya. Toda su fama y su gloria el telamónida se la debía a sí mismo y ahí es donde los dioses, probablemente molestos por sentirse menospreciados, se la juegan y Áyax sufre un destino atroz porque, como dice uno de los personajes, los mortales somos marionetas en manos de los dioses. Pero lo que estos no pueden evitar es que el hijo de Telamón lo sufra sin doblegarse, con la moral del guerrero, como un héroe. Y los dioses vuelven a resultar pequeños.

Podría ser un resumen de la obra, pero esta es mucho más compleja. Sabida es la fábula: muerto Aquiles, los átridas adjudican sus armas a Ulises y no a Áyax, quien se juzga con más méritos y titulos para obtener aquellos hierros forjados en el Olimpo por el dios de la fragua. Poseído por la hybris, según interpretación al uso, Áyax planea matar a Agamenón, Menelao y propinar cruel y lenta muerte a Ulises. Pero Palas Atenea se cruza en su camino, lo enloquece y le hace ver aqueos allí donde solo hay ovejas, bueyes y cabras; como le pasaría siglos después a don Quijote. Áyax hace una escabechina solo para descubrir, vuelto en sí, que ha sido objeto de una cruel broma de lo dioses quizá tramada por las artimañas de Ulises, como le pasaría al de La Mancha por las malas artes de un encantador que se la tiene jurada. Negándose a vivir en el deshonor, el telamónida se da muerte con la espada que un día le regalara su enemigo Héctor, luego de un singular combate bajo los muros de Ilión. A cambio él había regalado su escudo al troyano.

La obra también podría acabar aquí. Pero no es el caso. Con la muerte de Áyax se plantea un segundo conflicto cuando los átridas, primero Menelao y luego Agamenón, prohíben expresamente a Teucro y Tecmesa (hermano y esposa del héroe) que entierren el cadáver al que ordenan dejar insepulto para pasto de aves de carroña. Es el mismo choque al que Sófocles dedicó la que quizá sea su obra más admirada, Antígona. En esta ocasión el conflicto entre las órdenes tiránicas del gobernante y el deber de conciencia del gobernado está un poco más confuso; pero está. La razón de Estado (expresamente invocada por Agamenón) y la ley de la sangre que manda honrar a los muertos, chocan frontalmente y ese choque ha venido resonando a lo largo de los siglos hasta el mismo día de hoy como el derecho de resistencia a la tiranía. El tema por excelencia de la filosofía política de todos los tiempos. 

Tan profundo es el conflicto que las partes se atacan sin miramientos, mezclando lo divino y lo humano, las injusticias de los hombres y las atrocidades de los dioses. Menelao desprecia a Teucro llamándolo bastardo e hijo de esclava y Teucro recuerda al Rey de Esparta que es un descendiente de Pelops, sometido a la maldición de los átridas. Pero estas son cuestiones de familia. Al final, el conflicto se resuelve con una especie de truco casi de prestidigitación, cuando Ulises intercede y convence a Agamenón y Menelao de que Áyax es un guerrero, aunque en su desvarío haya sido traidor, y merece ser honrado como un guerrero. 

Este sí sería el resumen completo de la obra. Pero me gustaría añadir una especulación, una fantasía: Áyax es un drama sobre la moral de guerrero y el código del honor y, en tal sentido, una especie de boceto del espíritu caballeresco. La primera parte es obvia: el telamónida prefiere la muerte a vivir en la deshonra y por partida doble: despojado de las armas de su primo Aquiles y burlado cruelmente por los dioses a los que había menospreciado. Como guerrero, intenta tomar venganza por su brazo de la primera ofensa y, al impedírselo Palas Atenea, renuncia a vivir. Sin los dioses se puede combatir y triunfar; contra los dioses, no. 

En la segunda parte, el espíritu caballeresco -que sirve para resolver el conflicto de forma menos cruenta que en Antígona- corre a cargo de Ulises. El hijo de Laertes muestra magnanimidad y convence a los átridas de que lo suyo equivale a la venganza, la crueldad con el vencido, algo indigno y contrario a la voluntad de los dioses. Y la obra tiene una especie de final feliz; probablemente patriótico. Pero poco convincente. Mucho menos que el desenlace de Antígona. Por dos razones. Una general: no es creíble que el tirano ceda a la objeción de la justicia, la moral o el bien. Al contrario. Basa su poder en el miedo y al miedo lleva a través de la ejemplificación. Áyax Telamonio será pasto de las alimañas.

La otra razón es particular. Sófocles riza el rizo otorgando la misión caballeresca a Ulises, al que presenta al principio como una especie de perillán, capaz de engatusar a Palas para llevar a cabo en Áyax una de sus mil estratagemas. La magnanimidad no se cuenta entre las virtudes de Odiseo. Entiende la vida como lucha por la supervivencia y no se atiene a código moral alguno: engaña, miente y no tiene piedad con los troyanos ni con los pretendientes de Penélope. No encaja con el personaje el honrar al enemigo vencido si no es por un cálculo estratégico. Pero, justamente, ese es el que destroza el espíritu caballeresco.

No todos los dioses son iguales. Tampoco los héroes.