dilluns, 6 d’abril del 2009

La arrogancia de los intelectuales.

Tecnos acaba de reeditar una obra que había desaparecido de las librerías por estar descatalogada desde 1985 y de nuestras memorias por todo lo que ha llovido desde entonces; una serie de artículos y conferencias de Paul K. Feyerabend (¿Por qué no Platón, Madrid, Tecnos, 2009 (1ª edición, 1985), 188 págs.), el padre de la doctrina del anarquismo epistemológico. Feyerabend fallecido entre tanto, en 1994, alcanzó merecida celebridad en los años setenta del siglo pasado al abanderar una posición relativista y anarquista en la filosofía de la ciencia y polemizar acerbamente con la corriente entonces -y hoy en buena medida- dominante del racionalismo crítico, concretamente en la formulación popperiana del falsificacionismo, sosteniendo de forma provocativa que tales concepciones eran puras ideologías y que en lo relativo a la búsqueda metodológica la única verdad a la que cabía adherirse era la de anything goes, esto es, "todo vale".

El libro reeditado por Tecnos contiene varios trabajos sueltos, ensayos y alguna conferencia de aquellos años que, al hacerlo de forma sintetizada, permiten captar una idea aceptable de las audaces posiciones de Feyerabend, de sus aciertos y de lo que me parecen sus errores. En el primer trabajo, Tesis a favor del anarquismo aclara que el anarquista rechaza las normas generales, las leyes universales, las concepciones absolutas sobre cosas como la "Verdad", la "Justicia", etc y en materia de metodología, "todo vale" especialmente en un momento como el siglo XX en el que la ciencia ha renunciado a toda pretensión filosófica y se ha convertido en un gran negocio.

En el trabajo De cómo la filosofía echa a perder el pensamiento y el cine lo estimula afirma que no hay líneas de demarcación entre la filosofía y la ciencia. Necesitamos una filosofía que dé a los hombres el poder y la motivación para hacer una ciencia más culta en lugar de más supereficaz o superverdadera pero tan bárbara que degrada a los seres humanos. Y aquí aparece ya su propuesta concreta, de carácter positivo: la filosofía debe mostrar y probar todas las consecuencias de una existencia exigente, incluidas las que no pueden expresarse con palabras (p. 27), que es una premonición de su conocida tesis de la asimilación de la filosofía y la ciencia con el arte.

En Expertos en una sociedad libre dice tener una gran opinión de la ciencia y muy pobre de los expertos que son quienes determinan el 95 por ciento de lo que pasa por ciencia (31).Ya Aristóteles había avisado del carácter pernicioso de los expertos. Estos son hoy útiles e irremplazables pero la mayoría se ha convertido en unos esclavos desagradables atentos a la competencia y pusilánimes y no hay que permitir que los esclavos organicen la vida de los hombres libres (p. 42-43). La creencia esencial de los expertos es que el progreso y el éxito sólo pueden alcanzarse mediante métodos especiales y en concreto uno, que es el que se lleva la palma: el de la experiencia. La historia, sin embargo, muestra que la ciencia ha avanzado por métodos muy diferentes y que el único método que ha funcionado en la práctica es el de "todo vale" (p. 49). Cualquier método, hasta el más necio, puede conducir a algunos resultados (p. 52), La historia prueba que la ciencia ha avanzado a golpe de catástrofes y revoluciones y no hay una sola teoría científica libre de dificultades (p. 53). Los expertos quieren monopolizar el juicio pero la ciencia está al servicio de los ciudadanos y son éstos quienes deben enjuiciarla; además, no es raro que los expertos discrepen en cuestiones esenciales (p. 55). Entiendo que gran parte de lo que Feyerabend expone como filosofía de la ciencia es más sociología y entiendo, asimismo, que su crítica a la pretensión de unicidad metodológica, que comparto (y que, por cierto, convierte a Feyerabend en un adelantado de la posmodernidad) supone una defensa del pluralismo metodológico, pero no una negación de la necesidad de un método, el que sea, hasta "el más necio", pero método al fin y al cabo.

El trabajo En camino hacia una teoría del conocimiento dadaísta, el más consistente de la recopilación, sostiene que la supremacía de la ciencia es hoy artículo de fe y que la ciencia se ha convertido en parte esencial de la estructura de la democracia, igual que antes lo era la Iglesia con otras formas políticas y así como hoy Estado e Iglesia están separados, Estado y ciencia van juntos (p.59). Sin embargo no hay nada en la ciencia ni en ninguna otra ideología que haga de ella algo liberador (p. 61). El predominio de la ciencia hoy es en realidad una amenaza para la democracia ya que no admite la libertad de expresión de doctrinas distintas a ella misma (p. 65). Una sociedad libre puede existir sin una única verdad y moral. La única idea general compatible con una sociedad libre es el relativismo (pp. 66-67). Incidentalmente, se entiende por qué los curas atacan el relativismo con tanta saña. No obstante, entiendo que Feyerabend no resuelve el famoso problema de la indecibilidad de ciertos enunciados: afirmar que la única idea general válida es el relativismo remite al eterno problema de Epiménides el cretense. Una sociedad verdaderamente libre es "amoral" (p. 71). El juicio democrático no tiene en consideración la verdad ni la opinión de los expertos y todo discurso sobre la "verdad" no pasa de ser una construcción de intelectuales (p. 75). A menudo la opinión de los expertos está sujeta a prejuicios, no es digna de confianza y precisa de control externo (p. 78). Y no hablemos ya de la utilización políticamente interesada de ese juicio de expertos. Dos casos muy recientes y frescos en España: los juicios del experto Polaino sobre la homosexualidad y los recientemente vertidos por la catedrática de bioética que calificó de "enfermos" a los gays. Coincido por entero con Feyerabend en que los profanos deben y pueden vigilar a la ciencia pero debo reconocer que el ejemplo que pone me desconcierta aunque, a la larga, creo que adoptaría la misma actitud que él. Sostiene que no está claro que la teoría de la evolución esté tan fundamentada como dicen los científicos y que, por lo tanto, también deben enseñarse otras doctrinas en las escuelas (v. gr., el creacionismo) (p. 90). Puede parecer excesivo si se plantea en términos estrictamente metodológicos o epistemológicos pero si lo llevamos al terreno del control democrático de la ciencia no lo es tanto: en las escuelas debe enseñarse lo que los contribuyentes (que son los que las pagan) decidan. Otra cuestión posterior es el de la calidad de la formación de los alumnos. Pero, en efecto, es otra cuestión. Los argumentos extraídos de la metodología no demuestran las superioridad de la ciencia y la idea de un método universal y estable es tan realista como la de un único instrumento de medición con independencia de circunstancias externas (p. 93). Distingue el autor las cuatro escuelas en filosofía de la ciencia de su tiempo: a) racionalismo "anacrónico" (Descartes, Kant, Popper, Lakatos); b) racionalismo contextual (marxismo, mucha etnología); c) anarquismo ingenuo; d) su propia posición, de anarquismo metodológico (p. 99). Los verdaderos científicos intentarán aprender tantas reglas como puedan y luego las aplicarán o no (p. 103). La ciencia tampoco es preferible por sus resultados ya que, si hubiera que alabar a la ciencia por sus conquistas, también habría que alabar al mito pues sus conquistas fueron aun mayores (p. 117). La ciencia es una de las numerosas formas de pensamiento que el hombre ha desarrollado y no necesariamente la mejor (p. 119). Cualquiera que profese un escepticismo medianamente sano estará de acuerdo con este enunciado, reconociendo en él que la parte provocativa no empece el fondo del asunto y éste es que ningún científico negará la posibilidad que en él se dibuja. La superioridad de la ciencia no viene de ninguna fuente ajena a ella misma y se mantiene en permanente y abierta competencia con otras formas de pensamiento. Sobre lo que se puede hablar, el lenguaje que vale es el científico, aunque haya polifonía. Sobre lo que no se puede hablar, tanto da.

En Grandes palabras en una breve charla Feyerabend hace una fuerte crítica a los intelectuales, esos que pretenden crear una "concepción", un "sistema". En cambio, lo que a él le interesa es crear las condiciones necesarias para que pueda vivir toda concepción, toda tradición, todo sistema (p. 149). La verdad, se me hace difícil imaginar que alguien pueda negar tan nobles propósitos con una única salvedad: que pueda existir toda tradición y todo sistema no quiere decir que deba existir. ¿Qué es un intelectual? Alguien sentado en una biblioteca, leyendo a Marx, Lenin o Popper y desarrollando una "concepción" para discutir después con otros intelectuales (p. 153). Hasta aquí de acuerdo. Mi perplejidad llega al límite, sin embargo, cuando leo: "Mi lucha encierra también un monton de propuestas de solución que han hecho de Hitler una basura. Esto es precisamente lo que a mí me rebela, esa arrogancia de los intelectuales que desde arriba se dedican a desarrollar teorías acerca de todo" (p. 161). ¿Alucino o de ese párrafo se colige que para Feyerabend Hitler entra dentro de su categoría de intelectual?

Por último, ¿de dónde viene el título? De una breve charla imaginaria, una especie de diálogo platónico llamado precisamente ¿Por qué no Platón? en el que anima a volver al filósofo, el único verdadero que ha habido debido en especial a su "inteligencia y talento artísticos" (p. 179).