dissabte, 15 de novembre del 2008

Caminar sin rumbo (XII).

¿Cuándo se piensa?

No ya cómo sino cuándo. Cuándo pensamos qué vamos a hacer, cuándo se nos ocurre una idea, un plan, un proyecto. Luego se verá por qué planteo esta aparentemente abstrusa cuestión. Marx decía algo así como que lo que distingue al peor arquitecto de la mejor abeja es que el arquitecto tiene ya en la cabeza una idea de lo que piensa hacer. Lo que implica que la abeja no, claro. Supongo que lo que quiere aclarar el autor del Manifiesto comunista es la diferencia entre la inteligencia o el pensar y el instinto. Supongo aunque no estoy seguro porque no me acuerdo del contexto de la afirmación de Marx. O sea que a lo mejor desbarro. De todas formas la pregunta inmediata es ¿quién la puso ahí? Quiero decir la idea en la cabeza del arquitecto. Eso nos lleva de inmediato a la célebre distinción entre Platón y Aristóteles, que es como la distinción por antonomasia entre el idealismo y el materialismo (o, cuando menos, el empiricismo), en la medida en que cada uno de ellos, además de un ser humano, era un principio. Así que Aristóteles dice en una de sus éticas (creo que en la Nicomaquea) que no puede haber nada en la cabeza del hombre que antes no haya estado en sus sentidos. Lo cual quiere decir que Marx era platónico o bien que está admitiendo que hubo una casa antes que un arquitecto y planteando dos problemas anejos: el del aprendizaje y el de la innovación. Que no está mal. Pues la conciencia sólo puede ser conciencia de algo, como dicen los fenomenólogos. Así que, como se ve, la pregunta es pertinente. ¿Cuándo se nos ocurren las cosas? ¿Cuándo concebimos un proyecto?

Hay autores (por ejemplo Javier Marías) que dicen que cuando se sientan a escribir muchas veces no saben sobre qué lo harán. Si es así supongo que podemos concluir que tampoco saben qué dirán. Al menos eso creo haber leído en una entrevista con el novelista. Espero no haberme equivocado. Si estoy en lo cierto hemos de concluir que lo que escribe Marías no lo tiene antes en la cabeza, como exige Aristóteles, sino que va saliendo según el autor escribe. Por lo demás como las ideas van saliendo según uno camina, pero de eso hablaremos luego. Le va saliendo al autor lo que escribe por eso que llamamos "inspiración", término que tiene connotaciones casi divinas. Por eso las musas son diosas. Lo que escribe Marías (quizá lo que escribe todo quisque que escriba ficción) no pudo estar antes en los sentidos porque se lo ha inventado pero inventado no en el sentido etimológico del término (aquello que nos sale al paso), sino en el sentido de imaginado, fabulado, extraído de la imaginación y la fantasía, una facultad que muy poca gente posee a pesar de ser, según parece, exclusiva de los seres humanos; y de la poca gente que la posee probablemente en el noventa y nueve por ciento de los casos tampoco tienen vuelo porque las fantasías que se le ocurren son chatas y carentes de interés.

Por eso viajar es algo tan interesante. Siempre he admirado el amargo realismo de Horacio cuando dice que "los que viajan allende los mares cambian de cielo, pero no de espíritu". Lo he admirado como la forma más profunda de poner en palabras un sentimiento que comparte mucha gente. Mucha pero no toda. A mí me parece al contrario que viajar cambia el espíritu, y la discrepancia no reside en un problema de exactitud de la traducción de Horacio ya que él usa el término anima, que también podríamos entender como "ánimo" o "alma". Lo que importa es el fondo de la cuestión: de si viajar aporta o no aporta algo substancial a la conciencia del viajero. Y esto me parece palmario no ya solo en el caso de aquellos viajeros (o escritores) que, como Marías, se ponen en camino sin una idea preconcebida de lo que van a escribir o de a dónde vayan a llegar (que es, claro, el caso de los viajeros a ninguna parte) sino también en el de que quienes pergeñan un plan, trazan un proyecto, conciben una idea previa, saben lo que quieren. ¿Por qué? Porque empiezan a contarlo, empiezan a ponerse en camino y de inmediato surge algo que obliga a desviar el curso de la narración o del mero desplegarse de las ideas y a seguir a éstas por otros derroteros, cosa nada extraña y que se da muchas veces. Basta con pensar en las novelas dentro de los novelas (como en el caso de Don Quijote o en Sobre héroes y tumbas, de Sábato, sólo por citar otra, porque hay muchas), en las historias dentro de la historia que vienen a ser como las Matrioschkas rusas. Y no tiene por qué ser tan artificioso; al contrario, es un deslizarse muy frecuente de las ideas: abordo un hormiguero con intención de contar algo sobre la vida social de estos insectos, cosa que suele explotarse mucho en discursos morales, pero de pronto me centro en las aventuras de un tipo especial de hormigas, como guerreros u obreras y aun más, puedo enfocarme en los destinos particulares de una sola hormiga. Eso era lo que hacía Mark Twain en un famoso cuento sobre las hormigas suizas con el que yo me partía de risa cuando era chaval. Claro que uno puede (no sé si siempre; creo que no) administrar el curso de las propias ideas, negarse a dejarlas ir por donde quieran e imponerles la disciplina del proyecto originario.

Porque es el caso que yo tenía uno en esta clara y luminosa jornada fría de otoño: pensaba contar una historia de amor. La había imaginado. Era lo que me placía narrar. Por eso me pregunté de inmediato cuándo se nos ocurren las ideas, lo que me condujo a territorios interesantes, sin duda, pero ajenos a mi propósito primero. Para llevarlo adelante había pensado que me saliera al encuentro en una grata vereda que bordeaba un tranquilo lago a la izquierda y un tupido bosque de diversas coníferas a la derecha, un paisaje como los que visito cuando estoy en Guadalajara, que me saliera al encuentro, digo, un enano.

((- ¿Cómo un enano? Ya no hay enanos. Bueno, sí los hay, pero ya no salen en los relatos de ficción.

- Sí, claro, pero si los hay pueden salir.

- No, porque no es verosímil.

- Y ¿desde cuándo tiene que ser verosímil la ficción?)).

Agarrándome por la manga de la camisa el enano me hizo adentrarme en el bosque. Yo sabía lo que quería porque iba leyéndole el pensamiento probablemente por orden de él mismo. E iba diciéndome: "Oh, tu, feliz mortal, que vas a entrar en posesión de la belleza misma, que has sido destinado al goce del más hermoso amor que quepa concebir, aprésurate y ríndete al hechizo de la más sublime presencia. Dios, te digo, Dios al que los justos contemplan, dicen, en su infinita hermosura y gloria eterna es un sapo miserable a su lado."

En uno de los claros del bosque pude por fin contemplar la más hermosa figura de mujer que quepa concebir; se erguía imponente bajo un rayo de sol que la nimbaba y cada vez que se movía cambiaban sus formas, sus colores, su armonía toda, sin dejar de mirarme con unos ojos en cuyo fondo sin fondo perdí toda esperanza de recuperarme y envolviéndome con un halo de fragancia que henchía mis pulmones y me dejaba colgado de auroras boreales. Su cabello azabache con visos azules iba tejiendo una red que me llevaba hacia ella, hacia su cuerpo desnudo de senos poderosos como tallados en la roca y al tiempo trémulos, firmes, avanzados, redondos, expectantes, hasta pegarme a su vientre plano y extenso como un mar erizado de deseos. Qué más podía yo que dejarme hacer, dejarme dominar por aquella fuerza irresistible, que no mostraba violencia alguna, que era transparente, luminosa, arrebatadora, enloquecedora; qué sino levantar la vista hacia aquel rostro de belleza sin igual que se aprestaba a entregarse en toda su pureza y a recibirme como la selva virgen a la tormenta largo tiempo esperada. Y allí pude ver el rasgo ominoso que rompió mi impulso y me dio la fuerza desesperada para apartarme del embrujo.

¡El artero enano me había engañado!La beldad sin igual que vieron los siglos era en verdad una gigantesca mantis religiosa que se aprestaba a satisfacer conmigo sus dos necesidades más perentorias, y no quería dejarme escapar. Viendo que no podía zafarme de la presión de las enormes patas como gigantescas tenazas del monstruoso insecto cuyas horribles mandíbulas estaban ya muy cerca de mis ojos, recurrí al único procedimiento en el que todavía me quedaba alguna esperanza.

Viaje dentro del viaje o excursión al reino de la patafísica: me quedaba alguna esperanza porque sabía que aquello no podía ser cierto. Las mantis no devoran seres humanos. Era un producto de mi fantasía. Bastaría pues con el sonido de una palabra para que todo se deshiciera. Es verdad que resultaba absurdo que para salvarme de mis propias fantasías (que en principio sólo pueden estar en mi cabeza) hubiera de recurrir a la palabra hablada, a alterar el orden externo, aristotélicamente material que me rodeaba. Pero era claro que debía hacerlo porque si me limitaba a hablar dentro de mi propia fantasía, estaría siguiendo sus reglas y no conseguiría deshacerla que era de lo que se trataba. No tenía más remedio que decir algo, algo sólido y contundente. Fin del viaje dentro del viaje.

- Un momento- dije- tú no puedes hacer esto.

- ¿Por qué?- me dijo la mantis mirándome con sus endemoniados ojos compuestos.

- Porque no existes. Tú no existes. Eres un producto de mi imaginación, un ser horrible y monstruoso que pretende acabar conmigo...

- Tienes razón, soy todo eso. Pero soy. Estoy dentro de ti, te poseo, no puedes librarte de mí ni aunque llames a un exorcista. Sólo lo conseguirás si yo quiero.

- ¿Y qué he de hacer para que quieras?

En ese momento, tumbándose sobre el verde en el calvero, el ser recuperó su hermosura primera, hasta se hizo más excelsa y atractiva: las manos de finos dedos ondulantes, los brazos de suave piel alargados, los labios carmesí sonriendo rosas, los ojos del sin fin abiertos al piélago de un deseo ilimitado, los senos de vigorosos pezones alzados en armas de amor, el cuerpo firme, extenso vibrando al relente del atardecer, el sexo abierto como una granada roja entre las paredes alzadas de unos muslos alborotados.

- Tómame-, dijo- eres más fuerte que yo.

Como Sigfrido con la Valkiria, pensé, pero no, no, no, yo he de seguir mi camino.

- ¡Pero qué camino, hombre!- dijo entonces el enano, que yo juzgaba desaparecido y al que me había prometido dar una mano de hostias si volvía a encontrarlo- ¿En qué puede desviarte de tu camino complacer a mi señora que lleva esperando por ti desde que el mundo es mundo, desgraciado?

Traté de pensar un instante, pero había poco en que pensar. La carne es fuerte y el espíritu es débil y quien pueda disfrutar de la belleza perderá mucho en la vida si no lo hace. De toda la belleza porque está toda mezclada: la poesía, la nieve de las montañas, la música, el amor, el centro de la tierra, el recuerdo, el color, la vista misma, el discurrir de los siglos, el polvo de las estrellas, la nada, el todo y sus nombres en todas las lenguas, el error, el sufrimiento, la locura, el vacío, el ser de la flor, el comienzo de los tiempos, la existencia, la caricia de las palabras, la tensión del sexo urgido, el perdón, el flamear del candil, el desengaño, el vuelo de la gaviota, el anhelo, la serenidad del crepúsculo, la inocencia, la lucha por la existencia, la risa, el eco de los valles, la caridad, la agonía del amor no correspondido, la impaciencia, la vela en el horizonte, el sentido, el sueño y su prima hermana la muerte, todo, todo lo que podamos enunciar está en ese momento en que el hombre entra en la mujer que adora buscando estallar en cosmos centelleantes.

¿De qué sirve preguntarse cuándo se piensa lo que acabo de contar si ni siquiera sabemos si se piensa? Hay jornadas en un viaje a ninguna parte que se asoman a espacios insondables. El amor, el erotismo tiene la fuerza necesaria para crear el mundo, ¿cómo no va a trastornar a un infeliz viajero?

¿No era una historia de amor lo que quería contar hoy para aligerar la jornada?

(Las imágenes son la primera un fragmento de La escuela de Atenas (1511), de Rafael, que encuentra en la Estancia de la Signatura en el Vaticano y la segunda, El origen del mundo (1866), de Gustave Courbet que se encuentra en la Ciudad de la pintura).