Las noticias del mercado inmobiliario español son alarmantes. El año pasado, la compraventa de viviendas cayó un veintisiete por ciento, las inmobiliarias han entrado en zona de turbulencias y algunas están ya en suspensión de pagos. La opinión general es que por fin ha estallado la burbuja inmobiliaria en España y tiene pinta de ser así desde el verano. Se trata de las reverberaciones de la crisis estadounidense de las "hipotecas basura". Por entonces se dijo que el sistema crediticio español era sólido y no hab'ia razones para la alarma ya que los bancos y cajas españoles no han sido tan imprudentes como los extranjeros y el índice de morosidad está en menos del uno por ciento, lo que quiere decir que España es el segundo país industrial en punto a la salud del conjunto de las hipotecas.
No obstante, el señor Miguel Blesa, presidente de Cajamadrid dice que da miedo el peso del ladrillo en algunos bancos y cajas y no porque ello en sí mismo haya de ser problemático, sino porque la crisis financiera internacional golpeará a España más fuerte que a otros lugares. La razón es que los grandes fondos y las compañías de seguros, que temen el estallido de la burbuja en España, están restringiendo los créditos, lo que supondrá un agravamiento de las condiciones para los bancos y cajas de ahorro que tengan que acudir al mercado por financiar sus préstamos. Es decir, en efecto, la crisis sí golpeará a España y lo hará de forma más contundente, poniendo a prueba todos los mecanismos de salvaguardia.
Para colmo de males, el presidente del Banco Central Europeo, Jean Claude Trichet, dice que lo peor de la crisis aún está por llegar y que no piensa bajar los tipos de interés en la zona euro, debido al repunte de la inflación, lo que significa que la gente que ha visto cómo subían sus hipotecas no tendrá mucho respiro.
En estas condiciones se oye de vez en cuando que el Estado ha de acudir en defensa del "sector" amenazado, sobre todo para impedir una reacción en cadena que ponga en la calle a decenas, quizás centenas de miles de trabajadores. La propuesta suena razonable, pero ha de estudiarse con detenimiento. En principio no debe haber inconvenientes en que se ayude a las familias hipotecadas que, ahogadas por el aumento de los tipos de interés y con viviendas que cada vez valen menos, puedan perderlas por impago. Y tampoco en que se pongan en marcha políticas activas de empleo para absorber la mano de obra que vaya a ir al paro a causa de la crisis del sector.
Pero ahí tiene que acabar la labor pública de salvamento. La ortodoxia económica y el interés general quieren que quien hace cálculos arriegados y toma decisiones en función de dichos cálculos pague las consecuencias y no que socialice sus pérdidas. Esto reza muy especialmente con las grandes inmobiliarias, que aprovecharon los años de las vacas gordas para presionar al alza los precios de las viviendas, que se construían en España, a un ritmo superior al de Inglaterra, Francia y Alemania juntas. En buena medida se trató de movimientos especulativos que no solamente hicieron millonarios a unos pocos sino que provocaron la reacción en cadena de la que estamos hablando.
Al respecto, ni un duro de dineros públicos para las empresas o los individuos especulativos que han mantenido indebidamente altos los precios de las viviendas, actualmente fuera del alcance de la mayoría de los jóvenes y que condenan a la población activa a destinar el cuarenta por ciento de sus ingresos a la compra de la vivienda. Todo, en cambio, para las personas hipotecadas que no pueden hacer frente a los pagos.
Ocurre en este terreno algo parecido a lo que ha sucedido con el reventón de Afinsa, donde se volatilizaron en gran medida los ahorros de toda la vida de mucha gente, la cual pretende que las autoridades vengan en su socorro. A tal fin se realizó una gran manifa antes de las elecciones del nueve de marzo, amenazando con no votar al señor Rodríguez Zapatero si éste no presentaba un plan de rescate de los afectados, como si fuera el Gobierno y, por ende, todos los ciudadanos, los culpables de lo que había pasado. Sucede, sin embargo que nadie, salvo los propios impositores, son los responsables de la situación en la que se hallan y así como nunca repartieron con el resto de la sociedad los beneficios que obtenían de una empresa que prometía duros a cuatro pesetas, tampoco es lógico que pretendan, como los especuladores y las grandes inmobiliarias, socializar ahora sus pérdidas. Perder los ahorros de toda la vida es amargo, por supuesto, como también lo es tenerlos a muy baja rentabilidad mientras se ve cómo otros se lucran en un comienzo con operaciones fabulosas, dejándolo a uno por lerdo. Ahora, sin embargo, sería injusto que la sociedad, que no se benefició de las altas rentabilidades obtenidas por unos inversores que se consideraban más habilidosos que otros, peche con el coste del rescate de quienes se ven en peligro precisamente a costa de esos otros, que se atuvieron a las normas y no corrieron riesgos excesivos.
Y de nada servirá que politicen el asunto, aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid. Nadie obligó a los afectados de Afinsa a meter su dinero en una operación teóricamente fabulosa. Nadie a los grandes y medianos y pequeños especuladores a invertir en negocios superrentables a costa de poner los precios de la vivienda por las nubes para la mayoría de la población. El dinero público debe ser para las víctimas de las operaciones especuladoras; no para los especuladores.
(La imagen es una foto de jmiguel.rodriguez bajo licencia de Creative Commons).