Hay algo obsceno, inmoral, inhumano en el modo en que se reciben e interiorizan las noticias sobre el dinero que cada vez con más bestialidad, como si fueran los jinetes del Apocalipsis, van jalonando esta crisis que todos consideran financiera, es decir, del dinero. Algo que debiera considerarse antes de que la absurda conversión de un medio en un fin en sí mismo acabe llevando el mundo a una situación sin salida.
No se hablará aquí de lo que está pasando en Europa, en donde los poderes públicos corren prestos en auxilio de un banco que habrá cometido todo tipo de fechorías, mientras permiten que países enteros, como Grecia, se hundan en la ruina y su población en la miseria, con ser ello ya bastante repugnante. Tampoco se hablará de que, a su vez, estos mismos países, de nuevo Grecia, empobrezcan a sus habitantes mientras emplean el dinero que no tienen en comprar cuatrocientos carros de combate a los Estados Unidos con el único fin pensable de emplearlos contra sus propios ciudadanos si elevan el tono de sus protestas; cosa no menos repugnante que la anterior.
Este post se limitará a España, lugar en el que se dan máximos ejemplos de obscenidad en las injusticias del dinero sin que sea necesario ir a buscarlos fuera. En un país en el que el salario mínimo interprofesional es de 641,40 euros (y eso los que lo cobran) hay cajas de ahorros al borde del desastre, mal gestionadas, si no delictivamente, y cuyos directivos pueden llevarse, por ejemplo, cuatro millones de euros de indemnización por barba, es decir, más de seis mil veces el salario mínimo interprofesional. Como el dinero es un medio de cambio y el cambio se hace siempre cuantificando, resulta que cada uno de estos inútiles que han arruinado algunas cajas, vale por seis mil ciudadanos, muchos de los cuales, a su vez, si no todos, valen bastante más que él. Una catarata de dinero para premiar la incompetencia cuando no el fraude y la corrupción y que en realidad es una deslegitimación radical del sistema que lo tolera.
Porque es el sistema. Los beneficiados no hacen otra cosa que aprovecharse de las posibilidades que éste ofrece. Ninguna autoridad monetaria, financiera, económica del país ha salido al paso de semejante gatuperio. Estas autoridades, en el fondo, son cómplices. Hierve la sangre al escuchar al gobernador del Banco de España insistir en que hay que bajar los sueldos cuando el suyo el año pasado, después de una rebaja del quince por ciento "para dar ejemplo" era de 165.026 euros brutos, un 111 por ciento más que el del presidente del Gobierno. 165.000 euros brutos al año por no saber gestionar una crisis y permitir que las cajas parezcan cuevas de ladrones. Porque ¿qué hace falta para estar al frente de una de esas cuevas y forrarse el riñón para siempre? Enchufe y sólo enchufe, como siempre en el país.
Y del rey abajo, todos. No menos obscenos son los salarios, prebendas y bicocas de cientos, si no miles de consejeros, asesores, personas de confianza y altos cargos digitales. Camps, a punto de comparecer ante el juez acusado de un delito de cohecho, cobra un sueldo público de 57.586 euros anuales como miembro del Consell Consultiu y cuenta con coche oficial y secretaria. Los miembros del Consejo de Administración de RTVE, que hace una fechas pretendían imponer la censura en el medio cobran cantidades astronómicas y cuentan con numerosos privilegios a cambio de atentar contra el derecho a la información de los españoles. Un espectáculo bochornoso. Una caterva de asesores se forra literalmente a cambio de aconsejar a un político sin escrúpulos cómo burlar la ley en su gestión.
La clase política en su conjunto contribuye al espectáculo con fervor. Los diputados tienen un régimen de retribuciones, privilegios, pensiones y gajes varios al que debieran renunciar, ajustándolo a lo que moralmente puede defenderse en España hoy dadas las circunstancias. Esos alcaldes de poblaciones de veinte o treinta mil habitantes que se adjudican sueldos estratosféricos también superiores al del presidente del Gobierno son ejemplos de esta situación general de inmoralidad y abuso.
Después, los más demagogos entre ellos fingen asombrarse de la indignación que estas costumbres provocan cuando lo asombroso es que tal indignación no se haya transformado ya en un estallido social. Porque el asunto es muy sencillo. No es necesario poseer grandes conocimientos de la ciencia económica ni discutir sobre alambicadas fórmulas y políticas económicas de uno u otro tipo, que si la demanda, la oferta, el ahorro o el gasto. Basta con adoptar una regla muy simple que todo el mundo entiende y, generalmente, aprueba. Basta con que sólo cobren del erario público quienes realicen un trabajo real y útil y que lo hagan de acuerdo con su productividad, esto es, que se apliquen el criterio que pretenden imponer al sector privado. Y, ya en éste, que ese criterio se aplique no solamente a los salarios sino también a los beneficios.
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